LVIII. Mi angustia en tus dudas, mi sosiego en tus ojos.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Me encuentro en el coche de mi madre, de camino al Gymnasium. Hoy es mi último día como estudiante en ese centro y ella se ha ofrecido a llevarme hasta allí no sé por qué motivo, quizás porque quiere sentirse participe en un momento que se supone que es tan especial para mí. Durante el viaje permanecemos sumidos en el más estricto silencio, yo contemplando por la ventanilla del copiloto el monótono paisaje urbano de mi pequeña ciudad, ella atenta a la carretera; con una mano sujeta el volante mientras con la otra intenta sintonizar una emisora de radio que la entretenga. Tras un rato de infructuosa búsqueda, se harta de la programación que, según ella, está dirigida a «matar las neuronas de las nuevas generaciones», así que apaga el aparato y centra su atención en el Centennial que está a su lado, o sea, yo:

—Así que hoy es tu último día en el Sinclair —me pregunta, mientras apoya el brazo en la ventanilla.

—Sí.

—¿Y qué tal? ¿Emocionado?

—Sí.

—¿Vas a echarlo de menos?

—Sí —repito como una cotorra, sin percatarme de que la estoy irritando.

Ella carraspea, se detiene frente a un semáforo y me mira con los ojos entrecerrados.

—Dime algo más que sí, ¿quieres? —me espeta—. La semana pasada hiciste los primeros exámenes del Abitur, ¿qué tal te salieron?

—Supongo que bien... —murmuro. Como sé que espera una respuesta más larga, continúo—: hoy me dan las notas finales, con eso seguro que te podrás hacer una idea de lo que sacaré en el Abitur.

—Seguro que serás el mejor promedio. ¿Ya has pensado qué carrera que te gustaría hacer?

—Sí, de hecho ya he tomado una decisión —respondo justo cuando el semáforo se pone en verde, y ella me observa con los ojos muy abiertos mientras arranca el coche. Vamos, este es el momento perfecto para ser sincero, solo debo soltar la bomba y punto—. Quiero estudiar psicología.

Juro que podría haberle dicho que quiero estudiar para «bailarín de striptease» o para «drogadicto a tiempo completo», que ella me habría mirado con la misma cara de susto.

Nos haremos un favor mañanero, Samuel: tú no me fuerzas a imaginarte como bailarín de striptease y yo no te provoco una embolia, ¿de acuerdo?

¿Qué? ¿Cómo que Psicología? —empieza a interrogarme. Está tan exaltada que se dedica a cambiar las marchas sin sentido alguno; el coche empieza a dar tumbos por su culpa y yo me aseguro de tener bien puesto el cinturón de seguridad. Madre mía, a este paso tendremos un accidente y esparciremos nuestros sesos por la carretera.

Al menos, así, podré ser al fin libre.

Cállate de una vez, cerebro.

—Mamá, ¿por qué no hablamos con más tranquilidad de esto en casa? Además, tengo otras opciones en mente, como Derecho u Odontología —digo para quitarle hierro al asunto, y noto su alivio hasta en su forma de conducir; sin embargo, este le dura poco, tan poco como mi boca cerrada—, aunque esas son mis últimas opciones, así que haré Psicología.

—¡Pero si la Psicología es una pseudociencia, Oliver! Mira al hermano de Elrike, es psicólogo y se pasó seis años en el paro. Ahora trabaja de secretario en una oficina y cobra el salario mínimo. Ahí casi no hay trabajo, ni futuro. ¿Por qué has elegido esa opción?

—Es que Gestalt... —murmuro, y ella resopla con exageración, porque sé hasta qué punto le da tirria ese nombre—. Me dijiste que me apoyarías en mi decisión, mamá.

—Hay un punto medio entre apoyarte y dejar que arruines tu vida por un error.

—¡Pero déjame cometer ese error! —grito, para su sorpresa—. Seré mucho más feliz habiéndome equivocado que pasándome toda la vida preguntándome qué habría pasado si no te hubiese hecho caso.

—¿Y si de verdad te equivocas? La vida es solo una, no puedes darle marcha atrás a tus decisiones.

—Entonces déjame sorprenderte y llevarte la contraria. Porque créeme, si sigues sin apoyarme, sentiré el doble de ganas de triunfar y no creo que esa sea una motivación muy sana.

Mi madre detiene el coche frente al Gymnasium y nos miramos desbordando rabia. Hay una cosa en la que somos iguales y a la vez chocamos: solo necesitamos que alguien nos lleve la contraria para sentir la urgente necesidad de demostrarle que llevamos razón, o que podemos lograr lo que nos proponemos. 

—Sal del coche, ya hablaremos con tu padre sobre esto —me pide. Bajo del automóvil y doy un portazo. Me giro con la intención de dirigirme al centro sin ni siquiera despedirme de mi madre, cuando ella baja la ventanilla del copiloto y me llama—: eh, Oliver, espera un momento.

—¿Qué quieres?

—Odio que me contestes, pero me gusta que tengas carácter. 

—Oh... ¿Vale?

—Pásalo bien, que hoy es tu último día.

—Gracias —murmuro con extrañeza, observando como ella me despide con una sutil sonrisa. Acto seguido arranca el coche y se va deshaciendo el camino que habíamos recorrido.

Me gustaría pensar un rato sobre lo que acaba de suceder, pero suena la campana que anuncia el comienzo de las clases. Mientras cruzo el patio exterior en dirección al Sinclair, me pregunto si echaré de menos este ruidoso timbre, o si habrá algún momento, en el futuro, donde ese sonido se transforme en el nostálgico recuerdo de unas vivencias que quedarán desterradas al olvido. Me cruzo con alumnos menores que yo, a los que aún les queda demasiado camino por recorrer para llegar al punto donde me encuentro y, curiosamente, me siento como un extraño entre ellos, como si caminase hacia una puerta que, una vez cruzada, se cerrará para siempre. Sí, estoy a punto de terminar una etapa de mi vida que jamás volveré a repetir, que me tocará rememorar en los ojos de otro. 

Entro en mi aula y observo a los compañeros que han llegado antes que yo. Adolf intenta recuperar su teléfono de manos de Adam, quien quiere cambiarle el nombre de los contactos. Emily y Emma están comiendo dulces mientras la segunda lee un cómic. Dustin está entretenido devorando su poco apetecible bocadillo de acelgas y Dagna le peina el pelo a Reinhardt con la mano. Annie escribe en grande «Klase 12» en la pizarra y después deja una firma al lado. Acto seguido, todos hacemos cola para escribir también nuestra firma.  

—Tan egocéntrico como siempre —me dice un recién llegado Klaus cuando me siento en el pupitre a admirar la pizarra. Yo le observo frunciendo el ceño, sin comprender a qué se refiere y él se echa a reír—. Mira qué grande es tu firma. —Me señala al encerado y me percato de que estoy robando el protagonismo al resto con pedazo garabato. Si Gestalt estuviese aquí, ya la habría analizado más de tres veces. La diferencia es que, ahora, ya no me importaría que lo hiciese—. ¿Sabes qué, Samuel? Voy a echar de menos todo esto. El mundo de los adultos nos acecha y nos volveremos unos amargados. 

Es ahí cuando me percato de que a él también le rondan los mismos pensamientos que a mí. Solo espero que adentrarse en la adultez no signifique vivir amargado, sino solo dejar atrás este ambiente de ambigua inocencia. Sin embargo, me duele pensar que para ello debo despedirme de unos compañeros que consideraba más que perpetuos en mi rutina, porque ya me había acostumbrando a escuchar sus aventuras, participar en sus ocurrencias o escuchar sus quejas por culpa de la cantidad de materia que nos mandaban estudiar los profesores. Tanto mi amigo como yo nos miramos a los ojos, atacados por un repentino sentimiento de nostalgia cuando, de pronto, Rainer entra en el aula, agarra nuestras cabezas y las junta.

—¿¡Pero qué?! —exclamamos Klaus y yo cuando nos alejamos el uno al otro, porque, en efecto, nos acabamos de dar un tremendo beso que ha provocado que Heidi suelte un grito ahogado. Emma, por su parte, ha emitido un quejido que mezcla asco y enfado. No hay quien entienda a esa chica.

—Perdón, no pude evitarlo. Os vi tan juntos que pensé: joder, ¡esos dos necesitan profundizar más en su amistad! —se disculpa Rainer, tomando asiento en su pupitre mientras se aguanta la risa. Nosotros nos limpiamos la boca con la manga de la camisa. Klaus se ha puesto a fingir que llora, pero no por la nostalgia de terminar esta etapa, sino por, palabras textuales, «su pobre y mancillada heterosexualidad»—. ¿Qué? Hasta os habéis visto desnudos, os he ayudado a dar un paso —remata, hiriendo aún más el orgullo de mi mejor amigo. Yo, por mi parte, he entrado en un estado de trance y mal humor, así que sin pensármelo dos veces, cojo dos lápices de la mochila, sujeto una silla por el respaldo, la arrastro hasta la esquina del aula que está al lado de la puerta y me subo a ella—. Samuel, ¿qué estás haciendo?

—Profundizar en tu fobia —digo con una voz grave que le asusta, mientras utilizo los dos lápices para enredar en ellos la telaraña donde vive la mascota de nuestra clase.

Adam, que se ha percatado de lo que estoy haciendo, corre hacia mí y me agarra de una pierna, suplicante.

—¡No! ¡Brunhilde no! —me pide que deje en paz a nuestra araña, porque sí, se supone que somos niños ricos, pero nuestra mascota desde hace tres semanas es una amante de la suciedad de ocho patas. 

Me da igual que me mire como un gato desvalido, los animales no tienen efecto en mí, así que le planto una deportiva en la cara para apartarlo y él cae de culo al suelo. Bajo de la silla, alzo los brazos y empiezo a perseguir con la araña a un Rainer que está perdiendo toda la dignidad mientras chilla y escapa de mí, dando vueltas por el aula con la misma lógica circular que las gallinas de su abuela, tirando un par de pupitres a su paso. Demonios, voy a echar de menos a tanto idiota.

El caso es que, cuando Rainer está a punto de salir por la puerta, esta se abre de par en par y aparece la profesora Petri. No me da tiempo a frenar y Brunhilde termina aplastada en su cara. Por todos los demonios del averno, estas tonterías solo me suceden a mí.

—Muy bien, señorito Müller, empezamos el semestre siendo estúpidos y lo terminamos de la misma forma —me suelta, quitándose las telarañas del pelo, mientras yo me disculpo no sé con quién, si con ella o con la difunta araña, cuyas patas se encuentran peligrosamente cerca de la boca de la profesora. Ay, qué asco—. ¡Regresa ahora mismo a tu sitio o te mando copiar tres veces el tema de la célula eucariota!

La profesora se va al baño para lavarse y yo me siento en mi mesa porque el asiento lo está ocupando Rainer, quien se ríe porque me han regañado. Bah.

—Pobrecito Klaus —se burla Dagna mientras acaricia la cabeza de mi mejor amigo para consolarlo: lo sorprendente es que ni siquiera ese gesto logra sacarle su mejor humor.

—Mis últimos besos han sido con hombres, así no voy a atraer a ninguna chica —se lamenta, aumentando las carcajadas de Wolf, detalle que no le pasa desapercibido—. ¿Tú de qué te ríes?

—No uses eso como excusa, es muy pobre.

—Oh, perdón, don Juan alemán, Romeo contemporáneo. ¿Nunca te han dicho que eres un prepotente?

Ya empezamos.

—Quizás lo soy —contesta Rainer, recostándose en su mesa, apoyando la barbilla en una mano y guiñándole un ojo, detalle que provoca que Klaus se agarre con más fuerza al brazo de Dagna, como aferrándose a sus gustos por las mujeres—. ¿Quieres que te dé clases? Son gratis.

—Oh... ¡Pues vale! Enséñame si es que eres tan listo —responde al momento mi amigo, que ha confundido un falso coqueteo para molestarlo aún más de lo que ya está, con una proposición sincera. Ah, qué tierna es la inocencia—. No tienes un mal historial: eres el crush de muchas chicas del Gymnasium, te liaste con Dagna, pisoteaste la heterosexualidad de mi mejor amigo y te sonaste los mocos con ella.

—¡Eh! —exclamo. Menudo par de idiotas.

—Oye, solo me estaba burlando de ti, no hablaba en serio. —repone Rainer. Klaus lo mira con los ojos achinados, se cruza de brazos y tuerce la cara. Mi novio suspira, se frota el pelo y, tras unos segundos en silencio, vuelve a hablar—: yo no sé casi nada sobre estas cosas. 

—Ajá, muy bien, maravilloso, perfectástico —responde el otro lleno de antipatía. 

—Pero lo que sí te puedo decir es que creo que las peores batallas son las que libramos contra nuestras inseguridades. Por eso mismo somos tan felices con quien nos hace sentir cómodos con nosotros mismos e incluso nos motiva a mejorar como personas —le explica con serenidad y con la mirada gacha—. Si quieres que alguien te elija por encima del resto, cuídala y respétala siempre. 

Klaus por fin lo observa, con la boca ligeramente abierta. Se inclina hacia delante y empieza a interrogarlo:

—¿Aunque sea excéntrica?

—Claro, porque forma parte de su esencia. 

—¿En serio? ¿Aunque sea una bruja? ¿Aunque se pase el día discutiendo contigo? ¿Aunque no te soporte?

—Eh... ¿Supongo? —responde Rainer contrariado, y mi mejor amigo lo agarra por el brazo para atraerlo a él y le susurra, cerca de la oreja:

—¿Aunque sea una obsesionada de las matemáticas?

En ese mismo instante, Tanja entra por la puerta. Klaus aparta a mi novio con brusquedad y ella suelta un bufido que provoca que su flequillo se le mueva de la frente. 

—Exacto —prosigue Rainer, quien parece que ha comprendido a la perfección cuáles son las dudas amorosas de su compañero—. Son esos detalles los que provocaron que la quisieses, y son esos detalles los que te definen como persona a ti también. 

—Ay, eso que has dicho ha sido tan tierno —interviene Dagna, frotándole el pelo a Wolf mientras este se encoge de hombros.

Mi mejor amigo contempla el techo, frunce el ceño, niega con la cabeza y después abre mucho la boca, sorprendido. Acto seguido, me señala con el dedo índice.

—Oh, ya entiendo cuál es el truco: hacerlas felices aunque hagan cosas raras. ¿Así conseguiste a Samuel?

—¿Qué? ¡No! Y yo no hago cosas raras —me defiendo. ¡Por favor! Siempre logran meterme en medio de conversaciones absurdas. 

Acabo de percatarme de lo fría que ha sido mi respuesta; sin embargo, cuando estoy a punto de rectificar, Rainer me interrumpe.

—¿Y cómo te conseguí, Samuel? —me pregunta con una sonrisa, y yo respondo con un sonoro «bah» que torna su gesto a uno serio al momento. 

La profesora Petri regresa y todos regresamos a nuestros respectivos asientos. Miro a Rainer de reojo, todavía molesto por su pregunta. Desde su cumpleaños, casi no hemos pasado tiempo juntos, de hecho, la mayor parte de las conversaciones que hemos tenido han sido en el Gymnasium, y eso me preocupa. Me preocupa porque todavía no hemos hablado sobre lo sucedido el día diecisiete, porque, aunque suene como una queja infantil, pasa la mayor parte del tiempo libre con su prima y su tía y parece que se ha olvidado de que nuestra relación depende de la decisión que él tome: si irse con su padre o quedarse en Alemania. Y, a pesar de que le he dejado muchos días de margen para que medite la situación, todavía no me ha dicho nada al respecto, y parece que no tiene la más mínima intención de hacerlo. 

La verdad es que este tema me preocupa mucho, porque está provocando un distanciamiento muy marcado entre nosotros; él no quiere contarme qué pasa por su mente, y yo no quiero preguntarle porque me da miedo influir en su decisión, o escucharla y que me duela. Diablos, ¿por qué esto es tan complicado?

Mis pensamientos y preocupaciones se evaporan cuando el profesor Endler entra en el aula con unos papeles en la mano: nuestras calificaciones.

—Ya tengo vuestros promedios, chicos —nos avisa con una sonrisa que se evapora cuando se fija en que estamos observando cada uno de sus movimientos muy atentos—. Por favor, me hacéis sentir intimidado.

Esperamos pacientemente a que cuelgue las calificaciones en el corcho que está a mi espalda. Cuando termina, se aleja con rapidez de ahí porque todos corremos en estampida a ver el papel, yo el primero. Cierro los ojos, inspiro, respiro y me mentalizo para observar el resultado de dos años de preparación, de esfuerzo y de soportar demasiada presión sobre mis hombros. Lo primero en lo que me fijo es en que nadie ha obtenido menos de un 3,25, por tanto, nadie ha suspendido el año, lo que se celebra con gritos de felicidad y alguna que otra palabrota. Empiezo a leer los nombres desde el peor al mejor promedio: Adler Blume, Dustin Kurtz, Heidi Spyri, Emily Töpfer, Adolf Himmler, Emma Töpfer, Maud Hofer, Dagna Furtwängler, Klaus Kissinger, Adam Neisser, Annie Zimmermann, Tanja Bauer, Reinhardt Reber, Rainer Wolf y, por último, Samuel Müller. 

Tras un primer sentimiento de júbilo, le sigue otro de repentino vacío. Miro de reojo a mi pareja y me encuentro con que él también me está observando, quizás con el mismo pensamiento surcando su mente. Así concluye este año escolar que comenzó con una rivalidad insoportable por ver quién sacaba las mejores notas para obtener la beca a Estados Unidos, y que ha terminado con un resultado bastante predecible motivado por nuestra tregua y apoyo mutuo: ambos hemos sacado el mismo promedio, 1,1. El motivo por el que yo estoy de primero en la lista se resume en el uso del orden alfabético para jerarquizar en los casos de empates. 

Miro el papel de nuevo y me siento incómodo entre mis compañeros. De pronto, es como si pudiese ver a mi lado al Samuel de hace un año. Ahí está, contemplando ansioso y con orgullo un simple número con el que busca definirse, olvidándose en el camino de definirse a sí mismo. Ahí está, con una sonrisa brillante pero una mirada apagada, deseando terminar las clases para llegar a casa y demostrarle a sus padres que se está esforzando lo suficiente como para convertirse en el médico que tanto ansían que sea, ignorando que él es algo más que la extensión material de los sueños de otras personas, que él puede tener sus propios sueños y convertirlos en sus metas. Quisiera sujetarlo por los hombros y decirle que, aunque parezca imposible, puede vivir por sí mismo. Por suerte, él solo es el reflejo de un recuerdo, él ya no existe. 

Antes me esforzaba por y para los demás, ahora me encuentro esforzándome por y para mí mismo. Y aunque el resultado que se refleja en las calificaciones es el mismo que antaño, las motivaciones para lograrlo son otras. Si puedo ser, intento ser y logro ser. Por eso mismo, no iba a permitir que la búsqueda de mi identidad significase perjudicarme en ese aspecto. No me molestaba que mis padres viesen mis resultados y pensasen que seguía obedeciendo sus preceptos; lo fundamental era que yo tuviese claro cuáles eran mis verdaderas metas, no lo que ellos creyesen de forma errónea. Sé que no fue, es y será un proceso fácil; algunas veces me sentía poco motivado luchando por mi persona, sobre todo cuando estaba desanimado. Por suerte, y gracias a quienes me apoyaron, tuve muy presente que yo podía convertirme en mi mejor motivo de lucha, y en el más agradecido. 

Suspiro intentando despejar la mente; de alguna forma siento como si estuviese cerrando un ciclo con este resultado. Parece que lo único que me falta por hacer para que todo concluya por fin es rechazar la beca y averiguar quién va a llevársela, si es que al final se la lleva alguien. Solo optarán a ella los alumnos que hayan obtenido, como mínimo, un dos de promedio, es decir, todos los alumnos de la lista que van desde mí hasta Klaus, este último incluido. Me pregunto quién la querrá, porque salvo Rainer y yo, nadie parecía muy entusiasmado por ella. 

—Bueno, debemos hablar de la beca —nos interrumpe Endler—. Tengo que informarle al director sobre quiénes están interesados en ella, así que... Samuel, tú ya me habías dicho que no la quieres, ¿cierto? —Afirmo con un leve movimiento de cabeza y él me sonríe—. Comprendo. Menudo cambio de los acontecimientos; te metiste en este centro para conseguirla —me recuerda. Yo resoplo y vuelvo a mi asiento—. En fin, ¿Rainer? ¿Y tú?

Los segundos pasan en un mutismo incómodo. Lo miro frunciendo el ceño, contrariado.

—No, tampoco me interesa —responde, tras un momento de vacilación que me extraña. 

—Uhm... Está bien. ¿Reinhardt? —Este niega con la cabeza, solemne, y el profesor posa sus ojos en Tanja—. ¿Y tú, Tanja? ¿No te animas a zambullirte en la aventura americana? 

—Creo que no —contesta esta, también vacilante. Aunque, en este caso, su tono de voz suena molesto, como si le costase demasiado dar esa respuesta. 

—Es una pena, seguro que te iría bien —dice, y eso parece molestar más a Tanja. Entonces, los ojos del profesor empiezan a buscar a alguien en particular y mi mente queda en blanco al percatarme de lo que está sucediendo. 

Espera un momento, hagamos una pausa, ¿quién es el siguiente alumno?

Giro la cabeza y reviso la lista con rapidez. Me sorprendo al percatarme de una parte egoísta que acaba de nacer en mí, que está rezando para que no sea posible lo que estoy sospechando. ¿Qué demonios me está pasando? Mi debate mental se detiene al momento, al igual que todo a mi alrededor, cuando confirmo cuál es el siguiente nombre: Annie Zimmermann, quien ahora mismo está sujetando mi brazo con fuerza. Con los nervios a flor de piel, me mira como si no creyese lo que está a punto de pasar. Me gustaría infundirle algún tipo de ánimo, pero incluso yo me encuentro incrédulo.

—Zimmermann, ¿qué me dices? —prosigue el profesor Endler, captando la atención de mi amiga—. ¿Tú sí que te animas?

Annie inspira con fuerza, se lleva las manos a la boca y empieza a mirar a su alrededor, seria. Adam y Dagna le dedican palabras de ánimo y la felicitan. No lo entiendo, sabía que ella había mejorado mucho sus calificaciones, ¿pero tanto?

—¿Es en serio? —inquiere mi amiga, con un deje taciturno en su voz, como si ni siquiera fuese capaz de tomar en serio la noticia—. Pero alguien más la querrá, ¿no?

Todos niegan o se mantienen en silencio. Ella frunce la boca y clava su mirada en el suelo. 

—No tienes que pedirle permiso a nadie para llevártela, Annie. Tu buen promedio demuestra que estás más que calificada para eso —le dice Endler, y ella observa de nuevo su nota con los ojos aguados—. Entonces, ¿a ti sí te interesa?

Su siguiente reacción es sujetarme por los hombros para captar mi atención, como si me tuviese que dar a mí la respuesta.

—¡Sam, que me llevo la beca! —exclama, siendo una fuente de nervios plasmada en cada uno de sus movimientos. Sus ojos me siguen transmitiendo inseguridad, como si todavía no se creyese esa noticia, y yo me estoy reflejando en ellos.

—No sabía que querías la beca.

—Porque pensé que jamás la conseguiría —me explica, acelerada. Busca llamar la atención de Tanja agarrándole del brazo, pero esta se aparta para no ser tocada. Mi amiga ignora ese detalle y vuelve a centrar su atención en mí—. Cuando mi madre se entere de esto le va a dar algo. Mira, no era tan inútil como decían nuestros profes en el otro Gym.  

—Pues felicidades, te lo mereces después del salto que diste en los estudios —comenta Endler, que la observa de brazos cruzados mientras disfruta de la incredulidad y la alegría cada vez más palpable de la chica—. Me gusta la gente con iniciativa. Ya verás como te va muy bien allí. Pero por si acaso Zimmermann renuncia a la beca: Adam, Klaus, ¿vosotros estáis interesados en ella?

—No —contestan los dos al unísono. 

Adam observa con una sonrisa a Annie. Disfrutar de los logros ajenos debe ser una de las cosas más agradables con las que uno puede empatizar. Klaus, por su parte, emite un gruñido. Su manera de proceder ante el éxito de su compañera ha sido distinta a la de su amigo, y entiendo el motivo.  

—Pues muy bien, si no hay nadie más interesado en esa beca...

—Espera —interrumpe de pronto Tanja al profesor—. Yo he dicho que creía que no, pero eso no significa que haya rechazado la beca. —Espera, ¿qué?—. De hecho, lo he pensando más detenidamente y quiero que apuntes mi nombre en tu lista. Porque si le comento esto a mis padres lo más posible es que cambie de idea. No creo que me dejen rechazar esta oportunidad.

Tanja Bauer suelta esas palabras con seriedad, sin observar a nadie ni ponerle cuidado al hecho de que la alegría de Annie se ha volatilizado. Todos la contemplan con cierta incredulidad; nuestra compañera nunca nos había compartido su interés por la beca, de hecho, la sola idea le asustaba. Además, la forma en la que ha soltado esta bomba ha sido de lo más inadecuada. 

—¿Veis? —suelta Annie, con una voz que fuerza a ser animada—. Era obvio que otra persona se llevaría la beca. En fin, me voy a comprar algo. 

Y cruza la puerta hacia el pasillo, ignorando la advertencia de la profesora Petri de que vuelva al aula porque aún sigue en horas de clase. 

—¿Qué te pasa? Si tú ni la querías —le espeta Adam a Tanja, quien se mantiene impasible, con los ojos puestos en sus rodillas y aceptando las miradas inquisitorias de sus compañeros en el más estricto silencio. 

Yo opto por ignorar a Petri y salgo del aula con la intención de buscar a Annie. Mi primer destino son los baños, porque me la imagino encerrada en uno de los cubículos, llorando; sin embargo, no está allí. Tras recorrer varios pasillos, llego a la amplia entrada de la cafetería y la encuentro apoyada en la barra. Uno de los empleados le da dos croissants y ella los paga con una moneda. Cuando se percata de mi presencia, me ofrece uno. ¿Acaso lo compró para mí? No medito mucho sobre eso, me acerco a ella, la abrazo por la espalda y le doy un beso en la cabeza. 

—Tú debiste llevarte esa beca y muchas más —intento animarla, en vano, lo que provoca que me sienta aún más frustrado. Demonios, qué rápido se ensombreció mi último día. 

—No digas tonterías. Sam. Da igual, era evidente que no me la llevaría. Fui tonta por hacerme ilusiones —me dice, con una voz entrecortada que falla por completo en su intento de parecer alegre.

Suspiro, y después observo en silencio como se come mi croissant. Me gustaría decirle que hay demasiados momentos en la vida donde nos merecemos más de lo que nos limitan a aceptar. Algo difícil de creer cuando las decepciones pesan más que los éxitos y las verdades se vuelven palabras vacías. 

°°°

Me encuentro en la sala de mi casa, sentado en el sofá, observando impasible como Sylvia chatea con alguien mientras se abraza a un cojín y mal disimula una sonrisa. Demonios, cómo me aburro. Hoy es el día libre de mis padres, así que pensé que me dedicarían al menos una hora de sus vidas para poder hablar sobre mi futuro y la carrera que he escogido. Craso error; una está en la cocina, con una calculadora en la mano y un lápiz en la otra, peleándose con las facturas, mientras que el otro está con la limpieza trimestral del desván. De vez en cuando escuchamos golpes que provienen del piso de arriba, lo que significa que se le ha caído una caja, o que se ha caído él de culo. Fascinante.

Estoy a punto de llamar a mi madre para que charlemos por fin sobre mi carrera, cuando de pronto suena el timbre. Mi hermana se levanta como un resorte del sofá y va corriendo a abrir la puerta. 

—¡Oliver, tu novio está aquí! —grita, y yo pienso en dos cosas: la primera es que estoy bastante nervioso porque al fin podré hablar con Rainer del tema que tenemos pendiente, y la segunda es que voy a matar a mi hermana por utilizar la palabra "novio" cuando están mis padres presentes. Si es que no nos matan ellos antes, claro. Me dirijo al recibidor y me encuentro a Sylvia cogiendo una caja de manos de Rainer. A su lado está Fatima. ¿Por qué demonios la trajo aquí?—. Ay, me encantan estos postres. Muchas gracias —dice mi hermana, mostrándome el bizcocho que hay en la caja. Acto seguido, se pone de cuclillas para saludar a la niña—. ¡Hola, pequeñita! ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes?

—No puede escucharte, es sorda —le aclara Rainer, para sorpresa de esta—. Se llama Fatima y tiene siete años. Es mi prima.

—Oh, entiendo. Pues es muy pero que muy mona —dice ella, apretándole la nariz. Se levanta y extiende un brazo, indicándoles que pueden entrar—. Mis padres están aquí, pero no te preocupes, sentiros como si estuvieseis en vuestra casa. ¡Mamá! ¿Quieres bizcocho?

Sylvia se va corriendo del recibidor, dejándonos a los tres solos. Rainer, por su parte, se distrae observando como su prima se abraza a mi pierna a modo de saludo.

—Pensé que vendrías solo —le digo, intentando que no suene como un reproche.

—Sí, perdona, es que Fatima no me deja descansar y se pega a mí como una lapa. Intenté venir solo, pero se echaba a llorar. No te importa, ¿verdad? —Niego con la cabeza y él me arrastra hacia la sala, como si el invitado fuese yo—. ¿A dónde vamos?

—A mi cuarto.

—¡No! Os quedáis ahí en la sala —escucho gritar a mi madre desde la cocina. Estoy a punto de responderle que no somos unos críos a los que tiene que vigilar, y que nos iremos igualmente a mi cuarto, cuando la risa de Rainer me interrumpe.

—Da igual, hablamos aquí —concluye mientras se sienta en el sofá, quitándole leña al fuego. Yo opto por cerrar la puerta de la cocina para que ni Sylvia ni mi madre nos escuche. Cuando me siento a su lado, me rodea el cuello con un brazo para atraerme a él y me da un beso en la frente—. Te quiero.

—Gracias —contesto al momento, y él me mira primero contrariado, y luego risueño. Vale, bien, soy un poco idiota. Voy a evadir el tema, cuando me percato de que él se lleva una mano a la frente, y de que está algo pálido—. Oye, ¿estás bien?

—No, perdona. Es que por la mañana salí con esta enana a dar una vuelta y compramos un helado de vainilla, pero a mí me ha sentado fatal, de hecho, creo que tengo fiebre.

En cuanto termina la frase, pongo una mano en su frente por instinto y él me mira con cierto recelo. Sylvia, que acaba de abrir la puerta de la cocina, nos observa con curiosidad mientras levanta el brazo, pero lo detiene a mitad de camino. En una familia de médicos, la palabra fiebre provoca en nosotros la imperiosa necesidad de andar a tocar frentes, solo que mi hermana lo lleva al extremo de invadir el espacio personal de cualquiera y necesita controlarse.

—Madre mía, Rainer, estás ardiendo.

—¿Te encuentras muy mal? ¿Quieres que te traigamos una pastilla? —le pregunta Sylvia, y este asiente con la cabeza.

Ella abanea la mano, indicándome que le acompañe, y yo la sigo hasta la cocina. Justo en ese momento mi madre se dirige a la sala. Oh, por favor, ¿qué está planeando?

—No te acerques tanto al chico cuando estén nuestros padres delante, hermanito —me advierte mi hermana, mientras ojea el botiquín en busca de algún medicamento—. Juraría que los había metido por aquí...

Decido ignorarla y camino hacia la puerta, con la intención de averiguar qué está haciendo mamá en la sala. Por el resquicio de la madera puedo ver cómo está parada frente a Rainer, quien sigue sentado en el sofá y la observa con la boca ligeramente abierta mientras abraza a su prima. 

Se acaricia un brazo con la mano contraria, vacila un momento y, después, habla:

—Mi marido y yo queríamos disculparnos contigo por la actitud que tuvimos cuando cenaste con nosotros —empieza, y juro que se me ha cortado la respiración al escuchar sus palabras. ¿De verdad le está pidiendo perdón a Rainer o estoy soñando?—. He podido comprobar que vas en serio con mi hijo, así que nos gustaría conocerte un poco más. ¿Te apetece volver a cenar con nosotros un día que a ti te venga bien?

—Claro... —murmura él, quizás tan asombrado como lo estoy yo ahora mismo.

Mamá acaricia la mejilla de la niña y se dirige hacia la cocina, así que yo me aparto de la puerta y me voy con disimulo a donde se encuentra mi hermana, que me recrimina mi actitud de espía. Algún día tendré que terminar con mi mala costumbre de escuchar las conversaciones ajenas. No hoy, pero algún día, lo prometo.

Vuelvo a la sala con la pastilla y el vaso de agua que me dio Sylvia y me siento al lado de Rainer. Fatima se abraza a su cintura con gesto de preocupación, provocando que este se eche a reír debido a lo sensible que es al contacto. El pensamiento de que ambos son demasiado adorables cruza mi mente por un segundo, haciendo que ignore durante un rato más el tema principal de esta visita.

—Fatima se preocupa mucho por su primo —digo, y la niña se pone a jugar con mi mano. Venga, es ahora o nunca—: ¿sabes? Con esto de los exámenes y de pasar tiempo con la niña, casi no te he visto —empiezo, esforzándome de nuevo para que no suene como un reproche—. ¿Cómo le va a tu padre? ¿Habéis hablado más del tema?

—Sí, claro, pero no tanto como me gustaría porque, ya sabes, él no está mucho en casa. Oye, ¿sabías que mi abuela ya lo sabía?

—¿Y no le parece raro?

—¿El qué?

—Ya sabes, que tu padre se quiera casar con su cuñada, que tu prima pase a ser tu hermana. ¿Cómo se explica eso? Es muy complicado —inquiero, y él se mueve en su sitio, como si no estuviese muy cómodo con lo que estoy diciendo.

—Punto número uno: mis padres ya no están casados, así que ya no es su cuñada. Y punto número dos: lo de Fatima no importa, no tengo que darle explicaciones a nadie sobre nuestra vida. ¿Qué me importa a mí lo que piensen los demás?

—Bueno, te veo conforme con la situación —suelto al momento, y él me observa con suspicacia.

—Punto número tres: debo reconocer que fui un ciego. Es que, joder, cada vez que Ruwa venía a casa se pasaba casi todo el tiempo con mi padre, de hecho, él también la visitaba mucho. No sé cómo no pude sospechar nada... —murmura, y noto un deje de molestia en su voz—. El caso es que ella siempre se esforzó mucho en cuidar de nosotros. Fue lo más cercano a una figura materna que tuve nunca. Así que, en cierta forma estoy conforme; me hace feliz que mi padre rehaga su vida con alguien conocido y no con una persona cualquiera. 

—Sí, pero tu padre te dejó al margen de decisiones muy importantes para ambos.

—Ya sé, Müller, ya sé, pero quiero hacerle más caso a mi abuela. Ahora que mi padre ha demostrado que quiere cambiar, debo dejar de ser un impedimento —me explica, frotándose los ojos; parece exhausto—. ¿Qué pasa? Hablas como si quisieses que me pelease con mi padre, cuando tú sueles pedirme todo lo contrario.

Me callo un momento. Mierda, tiene razón; no quiero que pelee con él, y a la vez es como si quisiese descargar toda mi frustración con esa idea. Debería terminar ya con ese tema e ir al punto clave.

—Perdona. Lo único que quiero decirte es que debiste participar, solo eso —remato—. Todavía no les has dado una respuesta, ¿verdad?

—No, tengo mucho en lo que pensar aún.

—Está bien, pero recuerda que no dejo de pensar en esto —me sincero, intentando que comprenda con una sola frase todos mis pensamientos y sentimientos. 

—Lo sé —murmura, con la vista clavada en el suelo. Me encantaría saber en qué está pensando ahora mismo, en qué piensa cuando se trata de este tema—. Oye, Müller, estaba un poco preocupado por una cosa, y quería hablarla contigo, si puede ser.

—Claro, dime —respondo al momento, expectante y seguro de que será algo relacionado sobre su decisión de irse o quedarse.

—Llevo días pensando que, bueno, ahora tengo que cuidar de Fatima, y eso me está quitando el sueño —comienza, apretando el puente de la nariz. Inspira, cierra los ojos y, cuando los abre, se mete la pastilla en la boca y empieza a beber el agua—. Ayer a la noche no dejaba de darle vueltas al tema: Fatima ha nacido con unos problemas que le hacen destacar; nunca va a ser igual que el resto de niños de su edad. Siempre va a llevar esa etiqueta de, ya sabes, discapacitada. Así que no dejo de preguntarme si en algún momento, cuando sea adolescente, se sentirá sola o excluida. Ahora es una niña muy feliz a pesar de sus problemas, pero me da miedo que, cuando crezca, estos la superen, se sienta sola y... Triste. O que se odie a sí misma por culpa de su discapacidad y yo no sepa protegerla como es debido. ¿Sabes? No quiero fallar como hermano otra vez.

Me mira, esperando una respuesta por mi parte, y de pronto yo no dejo de pensar en el hecho de que me está frustrando esta actitud. ¿Es esta su mayor preocupación? Sí, obvio que sí, después de todo lo que ha tenido que sufrir en el pasado, es normal que se sienta desbordado ante la idea de volver a ejercer el papel de hermano, sobre todo cuando la muerte de Farah está tan reciente. El problema, lo que me vuelve incapaz de darle una respuesta, es el hecho de que su preocupación es como una forma no tan sutil de decirme que sí tiene la intención de irse.

Y en este punto de mi vida, odio que no sean claros conmigo.

—No sé qué decirte —suelto para terminar de una vez con esta conversación, y él me mira primero confundido, y luego serio.

—Ya veo, puede que me esté preocupando sin motivo alguno. —No, en absoluto. La niña vuelve a abrazarle y él le dice algo con las manos que no comprendo—. Le he dicho que no me pasa nada, que solo quiero protegerla, pero no sé cómo —me aclara, y ambos nos fijamos en como la niña saca un lápiz y una libreta del bolsito que lleva colgado al hombro. Rainer se inclina hacia delante, apoya el codo en la mesita que hay frente a nosotros y la barbilla en la mano, observando lo que hace su prima—. Ella sabe escribir un poco, Ruwa le enseñó antes de que perdiese por completo la audición porque si no, le costaría muchísimo más aprender. Imagina estudiar un sistema de escritura basado en los sonidos que no puedes escuchar, qué loco, ¿no? —me pregunta, y yo no sé qué responder. La niña le entrega el papel escrito y él empieza a leer en alto lo que ha puesto—: Rainer no debe preocuparse. Fatima será quien proteja a Rainer.

La mira con los ojos muy abiertos, sin saber muy bien cómo reaccionar ante una muestra de afecto tan inocente como esclarecedora y conveniente respecto a las dudas que lo atormentan. 

De pronto escuchamos la voz de mi madre, rompiendo este silencio:

—Este bizcocho está muy bueno, ¿dónde lo compraste, chico?

—En realidad lo hice yo —le aclara Rainer. 

Mi padre aparece tras su espalda con una bayeta en el hombro y una porción de bizcocho mordido en la mano, comentando lo bueno que está. Cuando escucha la respuesta de mi novio, le da el trozo a mamá, pone cara de haber chupado un limón agrio y da media vuelta.

—Volveré al desván.

Pero qué gran aportación, por favor, me va a dejar sin empleo.

Suspiro y me froto la cara. El ambiente me está pareciendo de lo más incómodo, y la presencia tanto de Fatima como de mi familia no ayuda a que Rainer y yo podamos hablar con seriedad, detalle que me frustra.

—Rainer, ¿por qué no dejas a Fatima un rato con mi hermana y nos vamos a mi habitación? —le pido, tras asegurarme de que mi madre no nos escuche. Como parece reacio a moverse del sofá, empiezo a pensar en títulos de películas absurdas con las que atraerlo a mi cuarto cuando, de pronto, me sujeta con brusquedad por los hombros—. ¿Qué pasa?

—Necesito visitar tu váter urgentemente —me explica, y sale corriendo hacia el cuarto de baño como si le fuese la vida en ello. Qué demonios.

—¿Estás bien? —le digo cuando entro en el baño, y me tapo la nariz al momento desviando la mirada al techo, porque Rainer está vomitando en el váter, abrazando el patetismo. Madre mía—. Iugh, cómo huele esto a cementerio de tripas.

—¿Qué te creías, Niño Nike? ¿Que el vómito olía a rosas? —me dice, exhausto, cuando parece que sus arcadas han cesado, y después mira el interior del váter maravillado—. Wow, acabo de vomitar algo que no recuerdo haber comido. ¿Quieres verlo? —Pongo cara de asco como respuesta y él empieza a reírse—. ¿Qué? La confianza da asco, ¿eh?

Estoy a punto de darle una patada en el trasero cuando me percato de que la niña está detrás de mis piernas, observando a su primo con un gesto de preocupación demasiado notorio.

—Tranquila, Fatima, él está bien, vete —le apremio, empujándola con cuidado hacia afuera porque no quiero que el mal olor la haga vomitar, pero ella permanece quieta como una estatua—. Vamos, que la imagen de tu primo en esta situación tan denigrante se puede transformar en un recuerdo traumático que te perseguirá de por vida. —Rainer intenta responderme con una palabrota, pero lo único que emite es una sonora arcada digna del concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Borrachos de Viena. Acto seguido vuelve a vomitar de forma muy ridícula, reafirmando mis anteriores palabras. Fatima sale corriendo hacia la sala, agarra el teléfono fijo y empieza a marcar unos números. Pero qué—. Espera un momento. ¡Quieta!

Corro para quitarle el terminal y me lo pongo en la oreja, mientras me tapo la otra para dejar de escuchar las arcadas de Rainer, los balbuceos de la niña, las quejas de mi madre sobre la contabilidad, los ruidos que hace mi recién llegado hermano con la batidora y los golpes que se da mi padre contra el suelo del desván. Dios mío, no sé quién está al otro lado del teléfono, pero seguro que piensa que vivo en una casa de locos.

—112, ¿cuál es su problema?

En serio, ¿en serio? ¿Qué demonios?

—A ver, Fatima —empiezo, colgando el teléfono y poniéndome de rodillas frente a ella para estar a su altura—. Ya sé que no puedes escucharme, pero debes entender que Rainer está bien, que no tienes de qué preocuparte —le explico, acariciando su cabello para tranquilizarla, y ella asiente con la cabeza. Vaya, ¿acaso me ha entendido?—. ¿Sabías que eres una niña muy bien enseñada? Tu madre te ha educado muy bien. —La abrazo porque parece que las muestras de afecto son lo único que logran calmarla un poco, y ella me da unas palmadas en la espalda, no sé si porque piensa que es ella quien debe tranquilizarme a mí, o porque quiere que eche los gases—. Anda, ven conmigo, vamos a ver a tu primo. —La llevo de la mano hasta el baño y, cuando me asomo por la puerta, me encuentro a mi pareja con la cabeza sobre la taza del W.C.—. Madre mía, Rainer, que ahí es donde mis padres ponen el culo.

—Oh, ¡joder! —exclama, cayéndose hacia atrás de la impresión. Y a mí me entran más ganas de patearle el trasero. De verdad que yo no sirvo para ser niñero. ¡Ah, demonios! Qué infructuosa ha sido esta visita.

Vamos, que te llevo a mi cama, necesitas descansar un poco —le digo, sujetándolo con un brazo para ayudarle a caminar, mientras con la otra mano guió a la niña para que nos siga. Al empezar a subir las escaleras, me percato de que él se está aguantando la risa—. ¿De qué te ríes, tonto?

De nada, es que estaba pensando que, si tuviésemos una niña y yo me pusiese enfermo, todo sería tal cual como ahora mismo.

Me detengo un momento a analizar sus palabras. Esa es la broma que haría alguien que de verdad piensa quedarse, detalle que no concuerda con sus insinuaciones anteriores, y me ilusiona en vano. No entiendo qué es lo que piensa. ¿Es que acaso no se escucha?

—No hagas ese tipo de bromas, no tienen gracia —le pido cuando entramos en la habitación.

Lo tumbo en la cama y me arrodillo en el suelo, a su lado. Él se tapa la boca con un brazo y cierra los ojos. Al abrirlos de nuevo, me mira somnoliento. Entonces, levanta el otro brazo y empieza a acariciar mi mejilla, despacio. No logro estar molesto por culpa de la confusión que siento, solo acepto su caricia y el calor que esta me transmite, dejando pasar el tiempo cuando, de pronto, su voz interrumpe este silencio:

—Cuando suene la alarma por tercera vez, pienso casarme contigo.

Lo miro con los ojos muy abiertos, aparto la cara y siento como me recorre un escalofrío. Le doy un manotazo en el vientre y él suelta un quejido, para después echarse a reír. Menudo sentido del humor más estúpido e inapropiado tiene este chico.

Estás desvariando —concluyo, colocándole el cojín en la cara, y él se revuelve en la cama, todavía divertido—. Me da igual que sea una broma, no llevamos ni cinco meses saliendo juntos, no me hace gracia. Y no te muevas tanto, que vas a terminar vomitando en mi cama —remato, saliendo del cuarto, cerrando la puerta de un golpe, llevándome a la fuerza a Fatima, quien insiste en volver con su primo. En un momento dado, tira de mi brazo de tal forma que casi pierdo el equilibrio, y ahí decido que se me ha terminado la paciencia—. ¡Demonios, estate quieta! —exclamo, y ella me mira asustada.

No necesita escucharme para interpretar mis gestos, así que sale huyendo escaleras abajo y se dirige a la cocina, quizás con la intención de refugiarse en Sylvia. Yo le doy una patada a lo que tengo más cerca: la puerta del dormitorio de mis padres. Lo he hecho con el único objetivo de descargar la rabia que estoy sintiendo ahora mismo, pero ha sido de lo más inútil.

Esta incertidumbre me hace mal.

°°°

—Chicos, quería hablaros de algo.

Mi voz interrumpe la conversación que estaban teniendo Adam y Klaus acerca de los pingüinos. Nos encontramos en el Nasse Katze, la cafetería donde trabajan Rainer y Hugo. Yo me opuse fervientemente a ir aquí porque no quería ver a mi pareja, pero me ignoraron.

Rainer y yo seguimos en la misma línea: él pasa su tiempo libre en casa con Fatima o estudiando para el Abitur, y yo ya desistí en mis intentos de quedar con él o abordar el tema que tenemos pendiente. Nuestro distanciamiento es tan notorio, que incluso hemos dejado de llamarnos por las noches. 

Klaus saca una botella de tequila y vierte el contenido en nuestros vasos de cerveza, asegurándonos que esa mezcla nos emborrachará mucho más rápido. Hugo le ha dicho mil veces que no traiga bebidas al establecimiento, pero Klaus finge no entender su idioma, cuando ambos hablan alemán. Mira, paso de buscarle explicaciones de la lógica de ese chico.

—Tienes toda nuestra atención, Samuel —me dice, tomando un sorbo de su botella tras asegurarse de que nadie lo observa—: ¿qué quieres?

—Ah... —titubeo. Esto es muy incómodo, pero necesito hablar con alguien del tema—. Rainer y yo estamos pasando una mala racha y necesito vuestro consejo.

Adam y Klaus se miran estupefactos y ambos me agarran del brazo. Sus reacciones no me extrañan, porque es la primera vez que les voy a confiar un tema tan personal. 

—Sigue, lo estás haciendo muy bien —me dice Adam. Yo miro entrecerrando los ojos y él suelta una risa nerviosa—. Perdón, es la emoción del momento. ¿Qué os sucede?

—Es que es posible que Rainer se vaya del país.

—¿¡Qué!? —exclaman, captando la atención de todos los clientes del establecimiento. Ahora miran fijamente a Rainer, quien está detrás la barra y ha pasado de sentirse aburrido a intimidado.

Me froto la cara y empiezo a arrepentirme de recurrir a ellos. La verdad es que para este tipo de temas es mejor hablar con Adam, es más serio y más confiable, pero no podía dejar de lado a Klaus, no solo porque es mi mejor amigo, sino porque me conoce mucho mejor que Adam. El problema es que cuando ambos se juntan, se vuelven unos idiotas. Mis idiotas, pero vamos, unos idiotas. 

—Su padre se va a casar y le dio la opción de irse a vivir con su nueva familia a Noruega o quedarse aquí, solo.

—Dios, su padre es muy extremo —murmura Klaus, que está jugando con una servilleta, serio.

—¿Y cuál eligió él? —inquiere Adam para indagar más en el problema.

—Pues ya han pasado tres semanas desde eso, y aún no ha tomado una decisión.

—Pero hablasteis del tema, ¿no?

—Lo evita. 

—Aj, ese chico sigue siendo el mismo capullo de siempre —bufa Klaus, recostándose en su asiento, molesto—, deberías ir a hablar con él, ¡y enfadart...! —No le da tiempo a terminar la frase, porque Adam le tapa la boca—. ¡Eh! ¿Por qué me callas?

—No le digas esas cosas a Samuel. Enfadarse solo empeorará la situación.

—Está en su derecho. Por lo que entendí vuestra relación está pendiendo de un hilo porque depende de su respuesta, ¿no es así? —Asiento con la cabeza sintiéndome mal; no lo había pensado de una forma tan brusca, y duele—. Pues que no se desentienda, que tenga la valentía y el carácter suficientes como para darte una respuesta, o al menos no dejarte con la duda. Una relación es algo entre dos, entre vosotros dos —remarca, golpeando la madera de la mesa con el dedo índice—, no voy a permitir que le amargue el ánimo a mi mejor amigo solo porque no tiene huevos de enfrentar el tema.

—Qué rápido te has enfadado —señala Adam, cogiendo unas patatas fritas que hay en el centro de la mesa—. Pero baja un poco el tono, que Rainer te va a oír.

—Lo siento, es que me jode su actitud. Una relación es algo serio, Samuel, no puedes permitir que te dejen en ascuas.  

—Vale, Klaus, pero no hace falta que lo ataques —defiendo a Rainer mientras lo observo por el rabillo del ojo, asegurándome que no nos presta atención. No me agrada la idea de hablar de él cuando no está presente. 

—Sigue sin caerme bien, siempre hace eso de esconder la cabeza ante un problema que le afecta, como un hipócrita. Pero me esfuerzo en tolerarlo, eh —me aclara, porque lo estoy mirando achinando los ojos.

Tuerzo la cabeza y fijo la vista en la ventana. Ahora me arrepiento de haberles compartido mis dudas, porque solo he logrado que se enfaden con Wolf. El caso es que creo que Adam ha adivinado mis pensamientos, porque me se apresura a intervenir de nuevo:

—Eres muy extremo, Klaus. Yo no lo veo como alguien hipócrita, creo que ya lo conozco lo suficiente como para decir que solo es alguien que se esfuerza en mostrar su mejor cara, pero no siempre lo logra —le explica. Acto seguido, se dirige a mí—: Samuel, que Rainer no te haya dicho nada no significa que no se esté comiendo la cabeza con el tema. Quién sabe lo que pasa ahora mismo por su mente, así que te daré un consejo.

—¿Uno relacionado con los videojuegos?

—No —aclara, tras fruncir un momento el ceño. Seguro que llevaba razón—. Es normal que se haya distanciado: los exámenes de acceso, la noticia de su padre... Todo es nuevo, y quizás se siente desbordado. Respeta que necesite un tiempo para aclarar sus ideas, pero decide cuánto tiempo mereces estar esperando. Pon un tope, porque lo primero no es él, lo primero eres tú.

—No estoy de acuerdo con vosotros —suelta de pronto una voz a mi espalda. Cuando voy a girarme para saber quién es, alguien rodea mis hombros y pega su cara a la mía. ¿Pero qué demonios?

—¿Viveka? —pregunto, y doy de pleno porque escucho como empieza a reírse mientras frota su mejilla contra la mía. Vaya, me había acostumbrado tanto a escucharla cantando que ya se me había olvidado como era su voz normal.

—Sí, ¿qué pasa? Llevo todo el tiempo aquí cotilleando vuestra conversación mientras hacia la tarea. Y aunque nadie me ha preguntado tengo algo que deciros: no os metáis en el tema. —Irónico, demasiado irónico—. Samuel, no sigas los consejos de los demás a rajatabla, haz lo que de verdad te parece correcto y lo que te haga sentir mejor. Es más, ¿qué te parece a ti correcto? En vez de estar preguntándole a tus amigos, pregúntatelo a ti mismo. Cuando mi amiga Ángela se dedicaba a mangonearme jamás me preguntaba cómo me sentía yo, solo me preocupaba por ella. Esa amistad era súper toxica, pero me enseñó que mis sentimientos tenían más peso. Ahh... —murmura, tras soltar ese acelerado discurso, tan acelerado como lo es ella—. En mi cabeza este discurso tenía más lógica.

—No, qué va, si a mí me ha parecido de lo más lógico —respondo, sincero. Porque es verdad lo que dice, ni me iba a sentir bien enfadándome por la situación, ni iba a aguantar más tiempo esperando una respuesta. Diablos, lo único que necesitaba era escuchar a alguien que me preguntase qué era lo que quería hacer y me diese la razón en ello—. Tienes razón, quiero hablar ya del tema.

—Pues hablad del tema de una vez. Y dile de mi parte a ese Rainer que, si no se decide, puedo ocuparme de ti con mucho gusto. Por cierto, hace mucho que no quedamos, ¿mañana estás ocupado? Porque yo estoy libre. —Voy a responderle cuando ella me muestra la agenda de su teléfono—. Ah, no, que mañana ya quedé con un chico. ¿Qué te parece el lunes?

—Me gusta como piensas, Viveka —le interrumpe Klaus—. ¡Cojones! Claro que lleva razón, lo que tienes que hacer ahora mismo es llevarte a Rainer a rastras a la parte trasera de la cafetería y sacarle una respuesta a patadas. ¡Vamos a beber en honor a Viveka! Venga, Samuel, venga, Adam —nos alienta, y yo solo le hago caso para que se calle. Cuando termino, me aprieto el puente de la nariz y cierro los ojos con fuerza; el alcohol me ha subido rápido, creo que me estoy mareando. Eso sí, ellos dos siguen tan frescos como una rosa.

—Samuel, te están calentando la cabeza, no les hagas caso —me pide Adam mientras Klaus nos rellena el vaso—. Lo importante es dejar que las cosas sigan su curso normal. Puede que él esté muy agobiado.

—Ni caso, vete a por él, exige respuestas —insiste mi mejor amigo.

—¡Eso mismo! Por cierto, ¿entonces el lunes a qué hora quedamos? —me pregunta Viveka, poniéndome el teléfono en toda la cara. Dios mío, me están agobiando.

—Esto no es un enfrentamiento —prosigue Adam, tirando de mi brazo como intentando arrastrarme a su bando, mientras Viveka se aferra con más fuerza a mí.

—¿Qué? Yo pensé que sí era un enfrentamiento —continúa Klaus, tirando de mí hacia su bando espacial. 

Entonces, le da un codazo a la jarra de nuestro amigo, que rueda muy despacio por la mesa y cae al suelo rompiéndose en añicos, al igual que mi paciencia.  

—¡Callaos de una vez!

La cafetería se sumerge en un completo silencio. Todos, tanto los camareros como los clientes, nos mantienen la mirada. Y yo no hago otra cosa más que abrazarme a mi vaso y al de Klaus.

—Anda, mira, un perrito —dice de pronto Adam, señalando algo tras la ventana.

Los tres se levantan y salen corriendo de la cafetería para reunirse con el animal, porque ahora mismo soy más difícil de tratar que un bicho que va a cuatro patas dejando su mierda por el suelo. Demonios, qué mal hice hablando de esto con ellos.

—Müller, ¿estás bien? —escucho que me pregunta Rainer. Me giro para verlo y lo encuentro de pie a mi lado, acompañado por Sonnie y Hugo. Este último recoge los cristales del suelo con una escoba y un recogedor.

Y la gente sigue mirándome, aumentando mi desasosiego y, por consiguiente, la molestia que siento.

—No pasa nada.

—Pero tú...

—Qué te importa —le espeto, para su sorpresa.

Hugo no me quita el ojo de encima. Rainer, que demuestra su nerviosismo frotándose el pelo, se dispone a responderme cuando su mejor amiga lo empuja a un lado y le pide que vuelva a la barra porque acaba de entrar un nuevo cliente: Ava. Genial, parece que los planetas se han alineado para reunir a toda la gente que podría sacarme de quicio esta tarde.

—Esa chica me pone del hígado —farfulla Sonnie, tomando asiento frente a mí. Hugo, que acaba de volver de guardar la escoba, se coloca a su lado y se cruza de brazos.

—Buenas tardes noches, chico, terminando de buen humor el día, ¿eh? —me pregunta con un más que notorio sarcasmo. Yo lo miro a los ojos un instante como forma de saludo y vuelvo la vista a la ventana, indicándole con ese gesto que me deje en paz. 

No puedo ser más antipático porque no estudié para ello, pero está claro que ellos no pueden ser más pesados porque no soportamos la gravedad de Júpiter. 

—Espero que Ava no se dé cuenta de que estamos aquí —murmura Sonnie, tapándose el perfil de la cara con una mano. Ella sigue con su tema. Observo con tedio como mis amigos, en la calle, están acariciando al perro, cuando la voz de la chica vuelve a incordiar mis oídos—. Rai ya nos habló de cierto tema, Samuel —dice, y yo me bebo la mitad del contenido de mi jarra. Genial, con ellos habla del tema sin que se lo tengan que sonsacar, pero conmigo no—. Si te sirve de algo, yo no estoy de acuerdo con que se vaya. No debería huir.

Tanto Hugo como yo la observamos sorprendidos por sus palabras. Pero es él quien opta por responderle:

—Nadie está huyendo, consiste en rehacer una vida, no en huir de ella.

—Podría rehacerla aquí.

—Sabes que no es lo mismo, Sonnenschein. —Pasa el brazo por el respaldo del asiento y le da un manotazo en la cabeza—. Solo hablas de forma egoísta.

—¿Egoísta por qué?

—¿Porque cuando dices eso solo piensas en ti?

—¡Eso no es verdad! Es que... No sé. Primero Farah, luego mi hermana y ahora él. Me hacen sentir sola.

—Bueno, chica, aún me tienes a mí —le dice, y ella esquiva su mirada—. No vas a decir nada, ¿eh, Samuel? —Lo ignoro y él se echa a reír—. Siempre tan conciso, sí señor.

Estoy a punto de responderle de mala forma, cuando una voz aguda me interrumpe:

—¡Hola! —nos saluda Ava desde la barra, agitando la mano con una amplia sonrisa, para después volver a centrar su atención en Rainer, quien le da un café en un vaso de plástico. Sonnie gruñe como respuesta y se frota la cara.

—Qué quiere esa zorra ahora, por favor.

—No la insultes, Sonnenschein —le pide Hugo.

—¡Ah! Deja de llamarme por mi nombre completo, pareces mi padre.

—Ajá.

—Pf, es que no sé cómo Rai puede hablarle después de que ella le pusiese los cuernos. Zorra acosadora.

—Ya, deja lo de zorra, ¿y acosadora por qué?

—¿No recuerdas? Siempre estaba intentando forzar a Rai a tener... —titubea, me mira y se calla—. Bueno, ya sabes. Y como no lo logró, ¡pam! Se tiró a otro. Qué asco. Y aun así Rai le habla. A veces es un poco imb...

—Eh, relájate, no te pases. Cada uno tiene su forma de llevar las cosas. ¿Por qué estás tan irritable? 

—¡Por nada! —exclama, mientras se rasca la uña índice con la pulgar. Las tiene muy comidas—. ¿Y cómo es que aguantas a Ava si te cae fatal?

—Se llama «Un año trabajando en el sector servicios». Puedo fingirte una sonrisa con una facilidad increíble. Como estoy haciendo ahora mismo contigo.

—¡Hugo! —exclama Sonnie, y él se echa a reír.

—Te lo he dicho mil veces: a mí llámame Hu-God.

Estoy a punto de levantarme porque dudo que pueda aguantar más a estos dos chicos, cuando alguien se sienta a mi lado: Ava.

—¿Qué tal? —nos pregunta, dándole vueltas al café que tiene en su mano, pero ninguno de los tres le respondemos—. Uy, qué callados. Oh, ¡hola! —me habla ahora a mí, inclinando la cabeza hacia delante para poder verme bien—. Eh... No recuerdo tu nombre, perdona. Eras Samuel, ¿no? —Asiento con la cabeza y ella deja su mirada perdida en un cielo cada vez más nocturno—. Uf, qué calor hace esta noche.

—¿Verdad? Si estuviese bien visto, hace rato que me habría puesto a trabajar solo con el delantal —suelta Hugo, en lo que a mí me resulta un intento demasiado desesperado de romper la tensión en el ambiente. Yo, por mi parte, vuelvo a beber. Él me quita el vaso de la mano, huele el contenido y frunce el ceño—. Joder, tu amigo ha vuelto a traer alcohol, ¿eh?

—¡Uy, no gracias! Ahórranos esa visión —exclama Ava, refiriéndose a lo del delantal, y tras unos segundos en silencio, vuelve a hablar, ahora acelerada—: quiero decir, a nadie le gusta ver gente desnuda, no es que me moleste tu cuerpo en específico. Por cierto, qué malo está el café hoy, parece agua de fregar —suelta, con una sinceridad tremenda, pero se calla cuando Rainer se sienta frente a nosotros con un refresco en la mano, apretando a sus amigos en el asiento—. Hola, Rai, ¿ya descansas?

—Sí, hace un rato que no viene nadie y me aburro bastante. ¿Todo mejor, Samuel? —me pregunta, y yo opto por torcer la cara hacia el cristal ante su gesto de extrañeza. De nuevo, Hugo no me quita los ojos de encima. Ava, por su parte, suelta una carcajada—. ¿De qué te ríes?

—Es que estaba pensando que esto parece una "reunión de parejas de Rainer" —suelta, haciendo unas comillas imaginarias con los dedos y luego se dirige a Hugo—. Bueno, tú eres un infiltrado. ¿Hacemos una foto conjunta de los cuatro para rememorar este momento?

—Ay, pero qué tonti eres —dice Sonnie, estirando las mejillas de la chica, que gimotea intentando zafarse de su agarre. Parece que no ha entendido el porqué de sus palabras. Cuando le suelta, remata con una frase de lo más venenosa—: a mí no me pongas a tu nivel.

Rainer mira a su amiga con los ojos entrecerrados y un gesto de molestia demasiado notorio. Ava, por su parte, sigue con una sonrisa dibujada en el rostro. ¿Es que no se ha dado cuenta de que la han insultado o qué?

—Ah, cierto, tú solo fuiste su primer beso —le dice a Sonnie, demostrando que no solo no ha captado el insulto, sino que se ha tomado las palabras de la mejor amiga de Rainer de forma literal—. Uno y nada más; los niños pequeños sois tan tiernos —remata, con un tono dulce que resulta genuino y, de pronto, me da un manotazo en el brazo para llamar mi atención—. Va gradual, ¿verdad que sí, Samuel? Ella le dio un beso, yo le metí la lengua y tú te lo tiras.

Rainer se atraganta con el refresco y empieza a toser, Hugo se ríe de forma exagerada y yo opto por tomarme lo que queda de mi bebida de un golpe para sobrellevar mejor la situación. Mala idea, porque me estoy mareando. ¿Podría esto ser más incómodo?

—¿Qué? —exclama Sonnie, mirando a su mejor amigo, exaltada—. ¿Desde cuándo?

—¡Desde nunca! ¡Te equivocas! —responde Rainer, dejando más que clara nuestra virginidad. Sí, esto podía ser más incómodo.

—¿Cómo que no? —inquiere Ava, asombrada—. ¿Pero cuánto tiempo lleváis saliendo? ¿Cinco meses? ¿Y aún nada? ¡Por favor! Lo normal es que los primeros meses sean los más movidos. Vamos, no tenéis trece años.

Sonnie la mira con una rabia inusitada, supongo que porque tiene presente el historial de infidelidades de la chica. Hugo, que parece más contenido, centra su atención en mi vaso. Rainer, por su parte, me mira nervioso. No le devuelvo la mirada, y es posible que ese detalle le haya hecho pensar que estoy molesto con lo que ha dicho su ex novia, porque le responde de mala gana:

—Cada uno tiene su ritmo, Ava. A mí no me apetece y a él tampoco, respétalo.

La chica cambia su expresión por una de culpa, tuerce la boca y responde:

—Tienes toda la razón, perdón si os molesté.

—Da igual.

—Bueno... Mañana después de clases tengo que ir a entrenar, qué pereza —prosigue, desviando el tema de conversación—. En fin, ¿cómo os va juntos, chicos?

Madre mía. 

—Bien —se apresura a contestar Rainer, y ahora todos me miran, como esperando a que yo también hable.

—Nos va.

—Qué seco, Müllerchen —me responde mi pareja, con un deje de pesar que creo que pasa desapercibido para el resto, pero no para mí.

—Ow, ¿y ese apodo? —sigue interrogándonos la chica—. Le has llamado como a un pajarito. ¿Y tú cómo le llamas, Samuel? —Silencio—. Qué monos. Pues qué genial que os vaya bien, me alegro —desliza, demasiado insegura. La tensión en el ambiente se ha vuelto imposible de romper por mucho que la muchacha ponga su mejor esfuerzo—. Oye, Rainer, déjame ir a la máquina a servirme otro café, que este sabe a cañerías.

Se levanta y, en menos de un segundo, huye de nosotros en dirección a la barra. 

—En serio, Samuel, ¿estás bien? —me insiste Rainer, y al no obtener respuesta suspira con pesar, se levanta y se aleja de nosotros—. Creo que yo también debería ponerme tras la barra.

Le doy un trago al vaso que se dejó Klaus, salgo de la cafetería y me siento en las escaleras de la entrada. Busco con la mirada a mis amigos, pero no los encuentro ni a ellos ni al perro al que estaban acosando. Vaya, se han ido sin avisarme.

Suspiro y miro al cielo, clavando mi vista en la primera y única estrella del cielo. Intento ignorar el nudo que cierra garganta, pero me resulta imposible. Entonces, alguien abre la puerta del Nasse Katze; Hugo se sienta a mi lado, saca un cigarrillo que parece liado por él mismo y un mechero.

—Bueno, ¿qué tal todo? —me pregunta. Acto seguido enciende el mechero y rodea su llama con la mano contraria, como si temiera que una brisa inexistente la apagara. Cuando prende el cigarro, me encojo de hombros como respuesta—. Te noto muy callado hoy.

—No me apetece hablar.

—Se nota.

Observo como da una calada y como, después, expulsa el humo por la boca con una parsimonia que parece más que calculada. Me observa por el rabillo del ojo y me dedica una sonrisa burlona.

—Vamos, dilo.

—¿El qué?

—Que fumar está mal —remata, soltando una carcajada—. Rainer me contó que no aguantas a los fumadores y que sueles soltarles sermones provida. También que corriges mucho a la gente. No eres el padre de nadie, ¿sabes?

Vale, eso no ha sonado nada amistoso.

—Solo es una broma, mis amigos saben cómo soy.

—Bueno, supongo que no lo entiendo tu sentido del humor porque no soy tu amigo —me aclara—. Por cierto, te contaré una cosa que quizás te moleste: ¿sabías que fui yo quien le metió a tu novio el vicio de fumar?

—No, no lo sabía. —Me callo para no seguirle el juego; sin embargo, algo en mi interior, una vocecilla llamada curiosidad, me exige que haga una pregunta que, finalmente, no aguanto y formulo—: ¿y por qué le metiste ese vicio?

—Para que se distrajese.

—¿Eh? ¿Cómo que para que se distrajese?

—Es que verás, cuando fue lo de su hermana, todos lo dejaron de lado, incluso Sonnie y su padre. ¿Te suena de algo esa historia? —Yo afirmo con la cabeza, sin entender muy bien por qué empieza la respuesta de esa forma—. Se quedó bastante solo, con un silencio de esos que te hace cargar con la culpa y, no sé, yo era un amigo horrible. Tenía quince años y ni la más remota idea de cómo animarlo, así que le enseñé a fumar, le presenté a algunos amigos, salíamos de fiesta, bebíamos, fumábamos, hacíamos el idiota, y un largo etcétera. ¿Te suena divertido?

—No mucho en realidad.

—Ya, pues él parecía pasarlo bien pero, en realidad, el único que lo hacía era yo. —Le da otra calada al cigarro y prosigue—: fui egoísta y en vez de animarlo, me hice el ciego y busqué divertirme a su costa. Una de esas noches se lio con una chica llamada Olivia, ¿alguna vez te habló de ella? —asiento. Recuerdo que me la mencionó cuando le pregunté con cuántas chicas había estado—. Era una chavala realmente absorbente, que quería que Rainer estuviese siempre pegado a ella y diese unos pasos que él no estaba listo a dar. Hasta que, un par de semanas después, la echó de su vida y me pidió llorando que escuchase lo que de verdad quería hacer para estar mejor consigo mismo: pasar las tardes en mi casa, jugar a videojuegos, hacer el idiota, ser unos críos. ¿Sabes cómo me sentí cuando me di cuenta de hasta qué punto la había jodido por no entenderlo?

—¿Cómo?

—Pues como un completo egoísta, porque yo tampoco quise escuchar sus problemas; me parecían un fastidio, una carga injusta para mí. Rainer tardó meses en ser sincero conmigo pero cuando lo fue, cumplí con todo lo que me pidió porque ese era mi deber como amigo, y gracias a eso pude hacerlo mínimamente feliz, y para mi sorpresa yo también lo fui. —Agarra el cigarro, apoya las manos tras la espalda y mira el cielo, sonriente—. Me he pasado estos tres últimos años preguntándome cómo podía sanar a ese chico, me parecía imposible. Hasta que llegaste tú, lo ayudaste sin decir nada, y él empezó a ordenar su vida. Eres como un salvador, ¿no crees?

Me llevo una mano a la nuca, ignoro el dolor que siento en mi pecho y carraspeo. 

—¿Por qué me cuentas esto?

—Porque ahora que soy un mero espectador me doy cuenta de las cosas que fallan; a él nadie lo escuchaba, el silencio de los demás le hacía sentir culpable, y eso provocaba que tomase malas decisiones. Todo lo que hace bien es por ansias de perdonar al mundo, y absolutamente todo lo que hace mal es por miedo y culpa, y como ya te he dicho, esa culpa es silenciosa. ¿Lo sabías?

—Sí, obvio que sí.

—Uhm... Ya veo —murmura, apagando el cigarro en la piedra de la escalera. Acto seguido, se inclina hacia delante para verme mejor y prosigue—: entonces, si ya lo sabes, ¿por qué te dedicas a hacerle sentir mal dejándole de hablar?

Sin pensármelo dos veces, me levanto con la necesidad de encararlo. Sé que él solo pretende defender a su amigo, pero no tiene ni la más remota idea de lo mal que me estoy sintiendo, y tampoco tiene derecho a meterse donde no lo llaman. 

—No necesito que nadie me eche ningún discurso.

—A mí me parece que sí. Con esa actitud solo vas a lograr que tome una decisión equivocada.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es para ti la decisión equivocada?

—Que se quede —responde, levantándose para colocarse frente a mí, y yo miro hacia arriba porque él es mucho más alto que yo, e impone bastante—. No voy a permitir que pase eso, te estás portando como un egoísta y un gilipollas, chico, así que relájate un poco y deja de hablarle mal a Rainer, le estás haciendo daño.

—¡Eh! No voy a aceptar lecciones de moral de alguien que da una amistad tan mediocre —suelto, y, entonces, puedo vislumbrar una mezcla de dolor y rabia en su mirada, que desemboca en un empujón que no logra desestabilizarme—. Wow, incluso necesitas llegar a las manos. Qué simple.

Diría que me arrepiento de mis palabras venenosas, pero no me da tiempo, porque él me agarra con una mano del cuello de la camiseta, logrando lastimarme. Lo siguiente que observo es a Rainer interponiéndose entre nosotros, empujando a su amigo para alejarlo de mí.

—¿Qué mierda te crees que haces? —le encara a Hugo, volviendo a empujarlo con más fuerza porque él insiste en acercarse a mí. Entonces, tras un segundo de incertidumbre, posa sus ojos en Rainer y su mirada se vuelve más serena—. ¿Qué os pasa? ¡Samuel! ¿Qué pasa?

—No pasa nada, es que Samuel insultó a tu gata y salí en su defensa. ¿A que sí, chico? —me pregunta Hugo con una sonrisa, demostrando lo bien que sabe fingirla, y Rainer nos mira contrariado.

—¿Qué? ¿Acaso pensáis que soy tonto?

—No es eso. Mira, yo me voy a la cafetería, que no podemos dejarla sin atender. Y Samuel —me llama la atención, antes de girarse en dirección al establecimiento—. Lo siento, no me controlé.

Rainer y yo nos quedamos solos. Doy un paso hacia atrás y me llevo una mano a la frente. Me duele tanto la cabeza que creo que me va a explotar.

—Oye, ¿por qué discutíais? —empieza a interrogarme, y yo opto por girarme e irme, cuando él me agarra de la muñeca para detenerme—. Oye, no te vayas, por favor. Klaus ha vuelto a llevar bebida a la cafetería sin nuestro permiso, ¿verdad? Porque no caminas muy recto.

—Sí, siempre lleva alcohol, ya lo sabes —digo, y me libero de su agarre con un gesto brusco.

—¿Puedes explicarme qué es lo que te pasa? —me exige, y es su desconocimiento el que me frustra, así que resoplo hastiado y vuelvo a darme la vuelta para alejarme. No duro más de dos metros, porque él me detiene sujetándome con cuidado del brazo, como si poner más presión en su agarre significara romperme. Ojalá pusiese el mismo cuidado en otros detalles—. Samuel, háblame.

—¿Qué te crees que me pasa? Que no me estoy sintiendo bien, Rainer.

—¿Por qué?

—Porque te hablan de dejarlo todo e irte del país, y tu única respuesta es quedarte callado mientras yo me consumo esperando una respuesta. ¿Qué pasa con nosotros? —le encaro, nervioso y acelerado, y él se frota el pelo.

—Lo siento, aún no encontré una respuesta.

Llevo semanas esperando a que me hable sobre esto, soportando que me ignore, ¿y ni siquiera ha tomado una decisión? Me esfuerzo por comprenderlo, pero el dolor ahogante que me produce la situación, sumado a mi malestar y a las palabras de mi mejor amigo, me hacen sentir como si se me nublase la razón. Y es justo aquí cuando toda mi paciencia se volatiliza:

—¿Y qué se supone que haces? ¿Esperar a que caiga del cielo?

—Yo...

—Siempre haces igual, no has cambiado nada —le interrumpo, y él me mira contrariado.

—¿Qué?

—¿Sabes? Tu actitud me está poniendo de los nervios, me molesta. Al igual que me molesta tu padre, y tu tía —digo, soltando toda la rabia contenida, dañándolo en el acto.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? Ese hombre es un... Egoísta —digo, tras un momento de duda, conteniendo las ganas de soltar que también es un mal padre que no supo cuidar de su hijo—. Él más que nadie debería saber lo sensible que eres en lo que respecta a la familia: tu madre os abandonó, tu hermana murió. Y en vez de tratar con cuidado el tema, aparece un día con el regalo de una madre y una hermana nueva, como si con eso pudiese solucionarlo todo, como si la vida fuese una caja de muñecas. ¡Es tan frívolo!

—Él no sabe cómo hacer las cosas bien, pero lo intenta. ¡No es perfecto!

—¿Le llamas intentar a lo que ha hecho? Te está obligando a elegir entre seguirle y quedarte aquí solo, cuando estar solo es lo que más odias, ¿o es que acaso crees que me he olvidado de las veces que me lo has dicho? Un padre de verdad se queda donde quiere estar su hijo, no al revés. Lo único que parece es que está persiguiendo sus sueños y te está pidiendo que le ayudes a elegir entre abandonarte y seguir cargando contigo porque bueno, ¡es su deber!

Me callo y busco con la mirada por dónde huir. Mierda, la he jodido. ¿Por qué pone ese gesto de dolor? ¿Por qué no me entiende? Él curva la boca demostrando su tristeza y, tras balbucear un instante, continúa:

—¿Cargar conmigo?

—Sí, cargar contigo —insisto, incidiendo en mi error.

—Para... ¿Te crees que no me doy cuenta? —me espeta, dando un paso hacia delante, extendiendo los brazos—. Sé que soy una carga para mi familia desde niño, no necesito que tú también me lo digas. Sí, mi padre no es alguien digno de admirar: es egoísta, pasó años huyendo de mí y ahora que pretende ayudarme ni siquiera ha querido contar conmigo. ¿Sabes lo que duele eso?

—No, no lo sé.

—Lo suficiente como para que uno termine pensando que no es nadie ni tiene valor. Pero no volveré a pensar jamás eso, porque te prometí que seguiría mis propias palabras, que me valoraría. Así que, por favor, no me recuerdes lo que yo ya sospecho, porque no me ayuda y me hace daño. 

Me llevo las manos a la sien y busco calmar mis dolores de cabeza para poder pensar con más claridad. Dios, esta situación se me está yendo de las manos. 

—Rainer, yo...

—Le prometí a mi abuela que cumpliría con mi propia definición de lo que está bien, ¡así que lo comprendo! Comprendo que mi padre es un cobarde y está lleno de defectos. Que ni siquiera ha sido un padre para mí. Pero que también ha vivido su propio infierno, que al fin ha encontrado una forma, aunque egoísta, de solucionar nuestro dolor, y que me está forzando para que al fin estemos en paz porque en el fondo, aunque no haya sido un padre para mí, me conoce y no está tan mal encaminado en lo que respecta a mi felicidad. 

Ahora es él quien se calla, buscando calmarse, y yo quien lo mira imperturbable. Espera...

—¿Qué me quieres decir con eso?

—Que por una vez no lo odio. Que estoy agradecido de que buscase una solución para ambos. Que después de dieciocho años alguien me ha escuchado y me promete la familia que tanto he querido. Pero no quiero perderte.

Y ahí está, otra vez, esa maldita ambivalencia que me frustra.

—¡Eres un lío! Eres tan... ¡Complicado! Ni siquiera logro entenderte, ¿qué intentas decirme?

—Que no sé qué hacer, que tengo mucho miedo.

—¡Aj! Siempre estás igual, sin iniciativa en los momentos más importantes, con miedo de tomar decisiones, esperando a que sean otros quienes den la respuesta que tú no quieres dar, que actúen por ti. Así te comportaste con nuestra relación, ¡era yo quien tenía que empujarte para que te aclarases! ¡Actúas como un cobarde! —exclamo, alejándome de la cafetería para que nadie nos escuche, y él me sigue como si necesitase escuchar todas las palabras cargadas de rabia que he reservado para este momento—. Deja de serlo, decide ya de una maldita vez, deja de basarte en toda tu moral, en todas tus contradicciones, ¡deja de mantenerme en vilo y responde de una vez!

—Samuel, no.

—Sí. ¡Deja de ser un maldito cobarde y di que es lo que quieres de verdad!

Me detengo y me pregunto por qué he dicho todo eso. ¿Por qué me quejo? Si amo sus complicaciones, su cobardía, sus miedos y, en general, amo todos sus defectos. Porque son parte de su forma de ser, de esa de la cual me enamoré perdidamente hace tiempo. Y ese amor que siento es un reflejo de mi mismo. Pero ahora solo lo ataco buscando causarle el mismo dolor que él me produce sin querer. ¿Por qué? No lo sé, quizás porque también soy egoísta, cobarde y lleno de miedos, porque también soy humano, pues en sus ojos me reflejo de la misma forma que yo lo veo a él. 

No sé qué es esta sensación que me empapa de pronto, que me aclara junto a su mirada resolutiva que ha llegado el momento que más temía: el momento donde mis palabras le han ayudado a tomar una decisión que no quiero escuchar.

—Quiero irme —responde, serio, y yo siento como si algo me estuviese apretando el pecho, rasgándomelo—. Quiero saber qué es tener una familia, quiero llegar a casa y encontrarme con unos padres que se alegren de verme, con una hermana a la que quiera abrazar. Es lo único que siempre he querido de verdad. Y no importa que sea un error como dice Sonnie, porque al menos habré intentado ser feliz. —Nos quedamos en silencio. Después de esta tormenta, lo único que queda es el bullicio proveniente de la cafetería, de la calle, y de mi mente—. Samuel, di algo.

—Necesito irme, quiero estar solo —respondo, dándome la vuelta y alejándome de Rainer a paso apresurado. Él no me sigue.

—Samuel, no te vayas cuando estamos enfadados, por favor —me pide, pero yo lo ignoro. Mi único objetivo es llegar a casa para tranquilizarme porque, como siga aquí, me derrumbaré.

 °°°

Llego a mi casa sin dirigirle la palabra a nadie. Me cruzo con Samuel en las escaleras y este intenta decirme algo, pero yo lo ignoro en favor de no darle una mala contestación. Cuando llego a la puerta de mi cuarto, apoyo la cabeza en la madera e inspiro con fuerza, buscando apaciguar la rabia que me consume. Mi cabeza está llena de dudas y las palabras de Rainer se repiten en mi mente como una canción puesta en bucle. Él quiere irse, como sospechaba en el fondo. Quiere terminar con esto, y la sola idea provoca que se me nublen los ojos. Mierda, no sé qué hacer y no soporto estar enfadado con él.

Abro al fin la puerta y todas mis preocupaciones se desvanecen cuando me percato de quién está dentro de mi habitación: Annie. Ellá está sentada en mi cama, revisando uno de mis libros. Me saluda con un leve movimiento de cabeza y lo cierra. Ahora entiendo qué era lo que quería decirme mi hermano. Observo el rostro de mi amiga y, por primera vez en mucho tiempo, atisbo en sus ojos una mezcla entre tristeza y rabia que no logro comprender. 

—Annie, ¿qué pasa? ¿Por qué estás aquí?

—Me he peleado con Tanja, dice que ya no quiere ser mi amiga —me responde, y entonces dibuja una sonrisa de lo más fingida que, por ese mismo contraste con su aura decaída, aumenta la tristeza de sus palabras—. Necesitaba contárselo a alguien, y solo me quedas tú.

—Lo siento mucho.

—No te preocupes, no importa.

—¿En serio?

—Sí, porque luego sonreiré. Es lo importante, ¿verdad? Siempre hago lo mismo, la vida puede tratarme todo lo mal que quiera, pero no me quejaré porque el mundo es un lugar maravilloso. Como tú solías decirme: ¡sonríe y sé alegre! Así que no importa, en serio, no importa —insiste, mientras se le llenan los ojos de lágrimas.

Todo este revoltijo de tristezas que ella me está compartiendo le roban espacio al mío, empujándolo y apartándolo de mi mente, causándome un extraño sosiego. Me arrodillo frente a ella y sujeto sus manos.

—¿Qué es lo que no importa?

—Bueno... —comienza, esquivando mi mirada—. No importa que mis padres se separen y nunca pueda ver a mi madre porque tiene que sacar adelante a una familia ella sola. No importa que mi grupo de amigos me use, ni que mi novio me haya hecho sentir como la mayor mierda, ni la impotencia de no poder estar con la persona que quiero, ni que mi mejor amiga me deseche. Nada importa, y no puedo llorar porque si lo hiciese todos se alejarían de mí, pero si sonrío, Tanja dice que soy una frívola —me explica, y yo siento una gran molestia hacia su amiga—. Entonces, ¿qué debo hacer? Ni siquiera sé qué espera la gente de mí. Solo soy una estúpida por creer que merecía algo tan grande como una beca. 

Me encuentro abrumado ante esa confesión y ella debe notarlo en mi mirada, o en la ausencia de mis palabras. Niega con la cabeza, suelta una risa que suena como a una burla a ella misma, o quizás a la situación, y se levanta de la cama.

—Perdón, tienes tus propios problemas y yo vengo a molestarte. —Se dirige a la puerta con la intención de irse, y ahí comprendo que quizás se ha dado cuenta de que yo también estoy mal. Demonios, yo no quiero que se marche.

—No te vayas —le pido, sujetando su brazo con mucho cuidado, como si temiese romperla con ese gesto, rompernos a ambos—. No me molestas, te lo juro.

Ella se gira para observarme con una recobrada rabia. Tras soltarse de mi agarre, mira a los lados, incómoda. El volumen del televisor en la sala está lo suficientemente alto como para que no nos escuchen, y eso parece motivarla a alzar la voz.

—¿Por qué siempre que me pasa algo vuelvo al mismo lugar? —prosigue—. Siempre termino regresando a ti.

—Lo siento —digo porque sus palabras suenan a reproche, y solo me nace disculparme por ser su salvavidas. Aunque no soy sincero en mi disculpa, entiendo perfectamente lo frustrante que llega a sentirse alguien al saber que depende de otra persona para salvarse a sí mismo.

Ella me responde dándome un empujón. No me muevo porque no logra desestabilizarme, así que, frustrada, lo intenta una vez más, y otra, y otra. Todas son en vano, ya que por mucho que intente derrumbar al pilar que dice que la mantiene en pie, me niego a que cumpla ese objetivo porque prometí que nos cuidaríamos, ahora y siempre. Me mira rebosante de desesperación, con las manos temblorosas.

—No logro entender quién es Annie, no logro reconocerme frente a un espejo —dice, y observo el reflejo de ambos en el espejo de mi armario. No tiene ni idea de cuánto he llegado a entender cómo se siente—. Gestalt y tú me dijisteis que las cosas cambiarían si intentaba mostrarle mi mejor cara al mundo, que todo iría mejor. ¿Qué es esta mierda de recompensa? ¡Estoy harta de sonreír! ¡Estoy harta de fingir que todo es felicidad cuando no la siento!

Le da una patada a la puerta, cerrando el armario. Yo la sujeto por los hombros y noto su respiración agitada. Está a punto de empujarme de nuevo, cuando sujeto su rostro y la acerco a mí, decidido.

—¡Annie, solo sé tú misma! Haz lo que quieras por ti, no por los demás, y te juro que la vida te compensará haciéndote feliz —le digo, buscando tranquilizarla. Limpio sus lágrimas con las mangas de la sudadera mientras ella me contempla, absorta en mis ojos. A estas alturas, ya no tengo claro si el rubor de su rostro es debido a lo exaltada que está en este momento o por otro motivo relacionado con nuestra cercanía—. No dejes que Tanja te hunda, solo está confundida. Ya verás como pronto se solucionará todo.

Asiente con la cabeza y se lleva las manos a la cara. Cuando está más tranquila, prosigue: 

—Ser yo mismo... Supongo que es mucho mejor que intentar ser tan perfecta como el resto.

Sujeto sus manos con más fuerza y la miro fijamente a los ojos. Desde hace un tiempo me pregunto por qué las personas tienen esa imperiosa necesidad de ser perfectos. La encuentro incluso en personas que se ven hermosas con sus defectos, como si quisiesen borrar todo aquello que las hace únicas, haciéndome ver lo poco que se valoran. No me cansaré de decirlo, pero la perfección es una cualidad imposible, porque es tan inalcanzable como limitado y subjetivo su significado. Perseguirla nos convierte en un árbol joven, que insatisfecho ansía atravesar las nubes sin percatarse de que sus ramas ni siquiera llegan a rozar el cielo. Ojalá pudiese hacerle comprender que solo debe vivir haciéndolo todo bien dentro de sus limitaciones, aceptándolas. Porque todo árbol deja de crecer en algún momento de su vida, y aunque no haya alcanzado una mísera nube, siempre crece mirando al cielo.

—Annie, nadie es perfecto —le digo, acariciando su mejilla mientras ella sujeta mi otra mano—. Tardé un montón entender que es imposible serlo, pero eso está bien. ¿Sabes? Tenemos la mala costumbre de definirnos a través de ese batiburrillo de situaciones favorables y desfavorables que vivimos cada día, y eso es normal. Lo importante es que cuando eso suceda, recuerdes que cuánto más valor te des a ti misma, más serán las cosas que creerás merecerte, y que de verdad te merecerás.

No necesito decirle nada más que un te quiero en un susurro. Ella me sonríe por fin de forma genuina, recuperando toda su aura. Unas palabras tan sencillas donde muestro todo mi cariño han logrado traerle de nuevo la paz que tanto necesitaba recuperar. Me abraza, y así nos mantenemos un rato en silencio, hasta que decide separarse de mí y detallar la estancia donde nos encontramos. Se fija en la caja musical con forma de piano que está sobre uno de los armarios, en el peluche con forma de topo, en las pintadas de Klaus en el techo, en el árbol negro que ella me pintó en la pared, en el póster de Oasis que colgué cuando escuchábamos ese grupo juntos, en el reloj que me regaló hace tiempo, en sus dibujos y demás detalles que ella me dio. Finalmente, posa sus ojos en el corcho que está frente a mi escritorio y que empecé a decorar hace poco con fotos de amigos que sé que en breves dejaré de ver tan a menudo, pero con los que deseo no perder contacto nunca. En la parte inferior, pero a la altura de mis ojos cuando estoy estudiando, se encuentra la foto que nos sacamos Rainer y yo cuando cumplimos cuatro meses como pareja. Tuvo el bonito gesto de revelarla y sacar dos copias; una para él y otra para mí. Al lado de esa instantánea está una que nos sacamos Annie y yo con quince años; ambos mirábamos el objetivo de la cámara con una amplia sonrisa, felices por estar el uno al lado del otro. Porque, si me paro a pensarlo un momento, es fácil comprender que crecimos orbitando el uno alrededor del otro, que ella me hizo a mí, que yo la hice a ella, que a nuestra manera nos moldeamos a nosotros mismos con las manos del otro.

Nuestra relación es extraña, porque como dice Annie, por más independientes que nos volvamos con el paso del tiempo, cuando estamos mal, regresamos siempre a los brazos del otro. Ella es egoísta a su manera, yo lo soy a la mía, y así nos queremos. Es curioso, porque ha sido tras nuestra ruptura que he aprendido a amarla de mejor forma, y que ella ha sabido mostrarme su amor mejor que antes. Ojalá hubiese aprendido a hacerlo cuando estábamos juntos; quizás ya no se sentiría tan insegura, ni se valoraría tan poco en los momentos de flaqueza. Aun así, puedo ver un gran avance en ella, lo que me recuerda que también aprendió a amarse mejor a sí misma durante este tiempo. 

—¿Puedo contarte algo? —Asiento con la cabeza y ella se frota los ojos con la mano izquierda—. Intenté contarle esto a Tanja hace un rato, pero no quiso escucharme, así que vas a ser el primero en saberlo. Es que, bueno, a veces pensaba en las cosas que podría hacer si tuviese la beca. Imaginaba que me llevaría a mi hermano a Estados Unidos y empezaríamos una nueva vida en un lugar mejor, lejos de las cosas que nos hacían sufrir, porque siento que, a veces, por más que intentes sonreír, si el mundo que te rodea se esfuerza en que hagas lo contrario, acabas desgastado.

—¿Y qué estudiarías allí?

—Algo relacionado con la Logopedia —responde al momento, sorprendiéndome. Jamás me había dicho que le interesaba eso—. Aunque no tengo claro cómo van las cosas en Estados Unidos; quizás tienen su propia carrera, o hay que estudiar Psicología o Medicina para especializarse en Logopedia. ¿Te imaginas que pasase eso último? Al final sería yo quien la estudiase Medicina y no tú, qué irónico —se ríe, pero yo ignoro esa broma para centrarme en lo que de verdad me importa.

—Annie, ¿por qué Logopedia?

—Porque sé que hay muchos niños con trastornos del lenguaje, y también sé que se burlan de algunos por eso, así que me gustaría ayudarles a solucionar sus problemas, o a sobrellevarlos mejor —me explica, mientras observa mis manos, todavía agarrando las suyas—. De pequeña lo pasaba genial recitando las canciones que me enseñabas para hablar bien. ¿Recuerdas? Tú las cantabas y yo las repetía. —Asiento y ella me sonríe—. Ahora siento que puedo devolverle el favor a los demás. Sé que nunca te lo conté, pero no estaba nada segura de si te parecería un sueño lógico o una tontería...

—En absoluto, es un sueño muy inocente, y tierno —digo, pensando que además me parece un deseo con unos motivos un tanto tristes. Ese sueño es como ella misma.

Escuchar su deseo de empezar de cero, me hace pensar aún más en la conversación que tuve hace un rato con mi pareja, y en mi egoísmo.

—Oye, ¿por qué estás tan decaído? ¿Me lo contarías?

—Es que lo que dices me hace pensar en Rainer —empiezo. Ella me observa frunciendo el ceño, así decido darme otra oportunidad para contarle mi problema a alguien—: su padre se va a casar y quiere llevárselo con su nueva esposa a Noruega para empezar una nueva vida desde cero. Él acaba de decirme que sí quiere irse, y yo me enfadé al saberlo y me siento egoísta por eso.

No entiendo qué es lo que pasa por su mente, pero tras un rato de mutismo absoluto donde lo único que hace es mirarme fijamente a los ojos, me agarra con fuerza de la muñeca, tomando ella la iniciativa de esta situación.

—Sam, ¿podemos dormir juntos? —me pregunta de pronto, y yo me quedo en blanco, sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. El caso es que ella parece leer mis pensamientos y me libera de su agarre. Ya no parece determinada, sino nerviosa—. Perdón, eso fue muy inapropiado. Ay, yo no sé qué digo, yo...

No le da tiempo a terminar la frase, porque ahora soy yo quien la sujeta de la muñeca. La tumbo en mi cama con una facilidad increíble porque, en mis manos, ella se vuelve tan ligera como una pluma. Así terminamos ambos, tumbados el uno frente al otro, mirándonos a los ojos en el más estricto silencio, interrumpido por el sonido de la televisión en el piso inferior, o por nuestras respiraciones. Y es ahí donde encuentro el sosiego en sus ojos, la calma tras tanta tempestad.

—¿Estás mejor así? —digo, y de pronto me nace la necesidad de olvidar mi vergüenza a expresar mis sentimientos de nuevo—. Annie, te quiero.

Ella suelta una ligera risa alegre y empieza a acariciar mi rostro, mientras se arrima más a mí, quedando ambos a escasos centímetros de distancia. Entonces, cierra los ojos, detiene la caricia y borra la sonrisa de su rostro.

—Sam, dejar ir a la persona que amas a cambio de su felicidad, es el sacrificio más bonito que puedes hacer por alguien —me dice, instalando de nuevo ese nudo en mi garganta.

—Es que...

—Si lo que él desea es irse y volar de tu lado...

—Annie, por favor.

—El mundo te recompensará haciéndote feliz, te lo juro.

No comprendo o quizás no quiero comprender por qué, cuando creo que soy yo quien al fin sucumbirá al llanto, es ella quien empieza a llorar. Permanezco abrazado a ella, intentando consolarla hasta que, pasada más o menos media hora, se queda dormida. En ese tiempo, no he dejado de darle vueltas a sus palabras, a sus sueños y a su tristeza como forma de evadir los míos. Creo estar cayendo también en las garras del sueño, cuando la voz de mi hermana tras la puerta me lo impide:

—Oliver —me llama, en un susurro—. Tu novio está aquí.

Me levanto de golpe de la cama y me alejo de Annie, procurando no despertarla. Mierda, mierda y más mierda, qué momento más inoportuno. ¿Qué demonios hace aquí? ¿Qué no entendió de que necesitaba estar solo? Bajo corriendo las escaleras y me encuentro con Rainer en la puerta, ya sin la indumentaria de la cafetería, siendo recibido por mis hermanos.

—Estoy ocupado —eso es lo único que sé decir ante su presencia, pero suena a una excusa tan poco creíble que él la pasa por alto.

—Perdón por presentarme a estas horas sin avisar —nos dice a los tres. Entonces, mamá asoma su cabeza por la puerta de la sala que da al pasillo del recibidor—. Oh, hola. Buenas noches.

—¿Pasa algo? —pregunta mi madre, que parece preocupada. Mi padre la rodea de los hombros e intenta llevársela de vuelta a la sala, pero ella no cede.

—No pasa nada, Frieda, vámonos. Y tú —se dirige a mí, dándome un empujón que sí logra desestabilizarme y hacer que avance un paso—. Muévete y atiende a las visitas.

Sylvia y Samuel me dan otro empujón para que me acerque más a Rainer y, acto seguido, se van con mis padres. Una vez que nos quedamos a solas, este sujeta mi mano, como temiendo que me escape.

—Hola, ¿podemos subir a tu cuarto para hablar?

—No, no podemos —me apresuro a decir, y una oleada de culpabilidad me sacude—. No podemos porque... Es que...

Me inundan las dudas y él parece leerlas todas, así que cambia su tono decaído por uno suspicaz.

—Samuel, ¿qué pasa?

—Encontré a Annie en mi cuarto, se puso a llorar.

—Ajá.

—La estuve consolando y... Ahora mismo estaba durmiendo con ella.

No dice nada como respuesta, solo me aparta y sube las escaleras cuando, a mitad de camino, aparece Annie, quien nos observa como si hubiese visto a un fantasma. Entonces, pronuncia un "perdón" dirigido a mi pareja que resulta de lo más innecesario y malinterpretable y aumenta la incomodidad del momento y lo tensa que me resulta la situación.

—¿Estás bien? —suelta él de pronto, para sorpresa de ambos—. Samuel me dijo que estabas llorando.

—Sí, es que... —No le da tiempo a terminar la frase, porque Rainer la atrae a él y la abraza. Así permanecen unos segundos que a mí se me hacen eternos, y donde a Annie se le vuelven a aguar los ojos—. No sabía a quién recurrir.

Miro con pasmo como transcurren los acontecimientos, como Rainer baja las escaleras llevándola a ella de la mano, dejándome atrás, y sale de la casa tras pedirme que lo espere. Me siento en uno de los peldaños, con la mirada perdida en el suelo. Después de varios minutos, regresa solo y se sitúa de pie frente a mí, captando mi atención.

—Primero: no estoy enfadado, no me importa que hayas dormido con ella, así que deja de estar tan nervioso —me pide, sujetándome de la barbilla para que lo mire a la cara—. Entiendo cómo es vuestra amistad y no voy a meterme en ella. Annie me ha pedido que te diga que vuelve a su casa, y no la detuve porque necesito hablar contigo. Segundo —prosigue. Sujeta mi muñeca y me arrastra hacia la puerta—: vamos afuera, no quiero que tu familia nos escuchen.

—¿A qué has venido? —le pregunto una vez que hemos llegado a la calle, deseando que no me hable de nuevo de su intención de irse, porque creo que no podría soportarlo.

—Tengo una respuesta, y quería que hablásemos de eso en persona —me explica acelerado, pero serio y, entonces, dice la frase que más quería oír, y la que más amargor me produce de pronto—: me quedo.

Es ahí cuando me percato de que el peso de tomar esta decisión no es solo suyo, sino mío. Porque ahora mismo me toca ser la linterna de alguien que no es capaz de recorrer un camino oscuro. He escuchado sus penas, he entendido sus errores e interiorizado sus sueños; en este mismo instante, todas mis dudas caprichosas que le han llevado a tomar esta decisión se han volatilizado en favor de evitar que alguien siga sin lograr su propia felicidad.

—Lo he estado pensando y tienes razón —prosigue—. Me he portado como un egoísta. Tú has hecho mucho por mí, ¿y mi forma de agradecértelo es irme? No es justo contigo. Puedo seguir haciendo una vida normal aquí, como antes. Ahora mi padre no estará en casa, pero eso es algo de lo que ya me había acostumbrado. No quiero que estés mal por mi culpa, yo te...

—Vete —suelto de pronto, para su sorpresa.

—¿Qué?

—Vete —repito, y siento el miedo en su mirada, y la incomprensión, y la tristeza.

—No, no pienso dejarte.

—¡Vete! —insisto, apretando los puños, sin ser capaz de mirarlo a los ojos.

Hay tantas cosas que puedo decirle ahora mismo para convencerle; puedo decirle, por ejemplo, que ya no quiero continuar con esta relación, que ya no quiero estar a su lado. Puedo mentirle y mentirnos a ambos por un bien mayor, por su felicidad futura, como sé que hizo Annie conmigo, aunque a día de hoy siga sin entender sus razones. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que ese no es el camino correcto, que, contra mil formas dolorosas de conseguir la felicidad de la persona que queremos, hay una, solo una, de hacer las cosas bien desde el principio, sin romperle el corazón al otro: expresando nuestros sentimientos y siendo completamente sinceros. Por esa misma razón, todo lo que contuve durante este tiempo sale a flote junto con mi llanto.

—¿Sabes una cosa? Me cuesta mucho expresarme —empiezo. Él se acerca a mí, demasiado preocupado por el hecho de que estoy llorando, y yo retrocedo varios pasos, pidiéndole con las manos que me deje mi espacio—. Me he pasado toda mi vida con miedo a hacerlo porque mis padres no me enseñaron, y temía ser dañado. No lo hacía con Annie y no me importó porque creí que ella sería eterna, pero hice lo mismo contigo. No dejo de pensar que he desperdiciado la mayor parte del tiempo que he pasado a tu lado, porque ni siquiera me he atrevido a decirte hasta qué punto te quiero. —Me atrevo a mirarlo a los ojos a pesar del calor que siento en mis mejillas, de la vergüenza que me consume. Los ignoro y me abro a él, a su sutil sonrisa y a su gesto conmovido—. Yo jamás sentí algo tan fuerte por alguien como por ti, porque tú me mueves, tú me confundes, tú me complicas, tú me alegras, tú me haces sonreír, tú me quitas el sueño, tú... Me haces ser yo mismo. Jamás me había sentido tan abrumado por estar enamorado, pero de nuevo fui tan necio que perdí el tiempo, que me acostumbré a esta monotonía, que me olvidé de demostrarte todo lo que siento.

—No perdiste el tiempo —me dice, sujetándome de los brazos, acortando la distancia—. Ya te lo he dicho: me quedo. Puedes demostrarme todo lo que sientes cuando quieras, yo estaré a tu lado.

—No te quedes por mí, vete. Comete ese error. No puedes pedirme que ignore las veces que decías que querías irte de este lugar y empezar de cero, ni cuando me hablabas de tener una familia. Yo no he cambiado tus sueños, siguen siendo los mismos.

—Pero Samuel...

—Solo somos dos críos, es tonto pensar que a esta edad lo nuestro será para siempre. Y si rompiésemos el día de mañana, me tendrías más rabia porque te impedí cumplir tu sueño.

—Eso no lo sabes.

—¡Exacto! No lo sabemos —exclamo, llevándome las manos a la cara—. Dios, soy tan hipócrita, mi sueño era ser feliz, y con tal de conseguirlo iba a impedir que cumplieses el tuyo de tener una familia. Yo puedo ser feliz sin pedir que estés para siempre a mi lado, puedo adaptar mi sueño. Porque se supone que los sacrificios que haces por las personas que amas son los que de verdad te hacen feliz, aunque todavía no lo entienda ni lo sienta así. —Observo como acuna mi rostro en sus manos y se acerca más a mí—. Mírame, ahora soy yo el complicado, pero soy humano, ¿no? Un estúpido humano teórico que piensa demasiado y lo analiza todo, pero que a tu lado se olvida de ser tan robótico como le enseñaron. Soy ese necio humano que te advierte que si te quedas aquí te va a odiar.

—No quiero que me odies —me dice, a un suspiro de distancia de mi boca.

—¿Pues sabes qué es lo más curioso de todo esto? Que una parte de mí dice que si me dejas te odiaré, pero ahora mismo tengo mucha curiosidad por saber por qué motivo dejarte ir me va a hacer feliz. Así que vete, vete y cúmpleme este estúpido capricho, porque no me puedo ni imaginar lo desgraciado que te has sentido durante toda tu vida, para que tu único sueño haya sido tener una familia. Debe ser horrible desear lo que tanta gente tiene.

Justo cuando termino de hablar, me da un beso en la frente y yo noto como me recorre un escalofrío.

—Está bien, pero no llores más —me pide, y ahí me percato de lo nublada que está mi vista por culpa de las lágrimas. 

No le respondo a él, sino a mí. Lloro porque nunca había empatizado de verdad con su sueño, y ahora, al fin, estoy sintiendo una milésima parte de toda la tristeza que Rainer debió sentir durante todo este tiempo. Supongo que, al igual que en el amor, los sueños ajenos empiezan a comprenderse cuando eres capaz de sentirlos en tu propia piel.

—Perdón por haberme comportado como un idiota, tenía miedo de tu respuesta.

—No te disculpes, ya te dije una vez que me gusta mucho cuando eres así, menos perfecto —me dice, limpiando mis lágrimas con las mangas de su sudadera—. Creo que nunca me había sentido tan querido como ahora mismo.

Me abraza, y ahí siento un calor abrigando mi pecho, deshaciendo el nudo de mi garganta, trayéndome paz. Supongo que el amor es algo que no podemos forzar a iniciar ni a terminar, algo que viene de forma tan suave como se va. Supongo que esta conversación ya deja claro que lo nuestro ha terminado, o lo hará en breves. De todas las formas que podía haber para darle un fin, esta ha sido la más agridulce, y la menos dolorosa. Si me preguntan de qué ha servido aventurarme en esta relación si inició para terminarse, podría preguntar para qué vivir, si ya naciste saludando a la muerte. Pues para saber lo que significa estar vivo. Lo que significa sentir y estar enamorado.

—No me arrepiento de haberte conocido, eres todo lo que siempre quise a mi lado —me dice, acariciando mi espalda—. No quiero que olvides nunca lo mucho que me has ayudado.

—¿Cómo lo he hecho?

—Enseñándome. Es lo más bonito que podría hacer alguien por mí —me dice. Yo me dispongo a besarlo al fin, cuando él me detiene—. Espera, tu padre acaba de salir, y ya sabes lo que opina de esto.

—Bueno, habrá que enseñarle a base de palos a no ser tan prejuicioso —digo, riéndome, y le doy un beso mientras sujeto sus manos frías para abrigarlas.

Da igual la estación en la que nos encontremos, él siempre tiene las manos así, como si necesitase de las mías para entrar en calor. Escucho como mi padre, que ha salido a tirar la basura, da un portazo al entrar en casa. Es curioso como he cambiado, los gestos que antes me aterraban ahora se me hacen de lo más simpáticos.

Rainer se separa de mí y se dispone a hablar de nuevo, pero se calla al verme; supongo que es mi gesto serio el que lo detiene, y yo me fuerzo a dibujar una sonrisa que se vuelve sincera cuando él la acompaña con la suya.

—Déjame pasar hasta el último día contigo —me pide, mientras yo acaricio su mejilla con sumo cuidado, como si un movimiento en falso significara borrar de su rostro un gesto que amo tanto de él.

—Los que quieras —respondo, y volvemos a besarnos durante un largo tiempo, mientras nos abrazamos.

Es, en esa noche oscura y llena de ambivalencias, donde no dejo de preguntarme cómo podrá hacerme feliz esta decisión en un futuro. Solo espero encontrar muy pronto esa respuesta, y que ninguno de los dos se arrepienta jamás de decirle adiós al otro. Porque lo único que deseo es nuestra felicidad, aunque eso signifique no volver a verlo sonreír. Poco importa este sacrificio si el resultado vale la pena, aunque ahora duela.

 °°°

Hola! Cuánto tiempo, ¿cómo estáis?

No encontré forma humana de dividir el capítulo en dos sin que quedase forzado, así que aquí os dejo otra biblia C:

Impresiones aquí.

Amor aquí.

Quejas aquí.

Preguntas aquí.

Ya solo quedan 2 capítulos y epílogo jejejeje así que una duda, hagamos nuestras apuestas a ver quién acierta: ¿cómo creéis que termina la obra? Y no vale decir "apocalipsis zombie donde el único superviviente es Samuel porque nadie quiere comerse un cerebro tan borde", porque eso ya lo he dicho yo.

Actualización hecha durante la edición: no le hagan caso al párrafo anterior, en realidad quedan 5 capítulos xD

En fin, nos leemos pronto. Esta vez no tardaré tanto en actualizar. Un besazo y hasta luego <3

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro