LXI. Mi etapa de transición y mi amor por la chica que se infravaloraba (I).

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Me encuentro en mi habitación, sentado frente a mi escritorio con la cabeza apoyada en una mano. Contemplo mi desayuno con los ojos entrecerrados. Dios, tengo tanto sueño y estoy tan desanimado que dormiría durante tres días seguidos. Muerdo una de las tostadas que me preparó Samuel y bostezo. Como estoy aburrido, me centro en escuchar el ruido que antes ignoraba por ser monótono, y al que ahora vuelvo a hacer caso porque siento que me acompaña en el silencio de la soledad: el incesante tic tac del segundo de mi reloj con forma de gato, los pájaros que cantan animados al otro lado de la ventana de mi cuarto, el ronroneo de Mondschein mientras duerme o la voz de mi madre charlando por teléfono en el piso de abajo. 

Bebo de un tazón de leche y contemplo con una sonrisa pequeña el póster de Oasis que tengo colgado en la pared. Entonces, pienso en Annie. Ella me ha hecho compañía desde mi ruptura y me ha distraído de manera muy efectiva hablándome de cualquier tema al azar: su nuevo trabajo en el Nasse Katze, sus proyectos de futuro, los problemas digestivos de su gato o la serie que está viendo en Netflix. Me sorprende lo bien que me trata y lo dulce que es conmigo; dice que no debo pensar que incordio a los demás por sentirme triste, que me da espacio y me concede todo el tiempo del mundo para sanar porque me quiere.

Son, exactamente, los mismos consejos que le daría yo a ella si estuviese pasando por una situación similar.

Agradezco lo afortunado que soy de tenerla a mi lado, porque sé que no todo el mundo sería tan paciente conmigo como lo es ella. Un ejemplo de ello es mi familia.

—Oliver, tu madre y yo nos vamos a trabajar. No te quedes todo el día encerrado en tu cuarto y haz algo de provecho —exclama mi padre desde la cocina.

Me tiro en la cama y decido ignorar su recomendación; estoy demasiado a gusto aquí encerrado como para levantarme y ser productivo. Escucho la puerta principal cerrarse de un portazo y, cuando creo que al fin me he librado de sus exigentes regañinas, la voz de mi madre me saca de mi error:

—¡Oliver, baja de una vez! Cuando llegue a casa voy a preguntar qué estuviste haciendo todo el día.

Y escucho otro portazo que es acompañado, segundos después, por el ruido del motor de dos coches arrancando. Cuento hasta diez y resoplo; ahora sí que se han ido. Lanzo un cojín al suelo, bostezo y me froto la cara. Estoy muy cansado y he dormido fatal. Hace días que no logro conciliar el sueño. Cierta psicóloga me dijo una vez que el primer paso para solucionar un contratiempo era conocer su origen. Sé muy bien por qué estoy decaído; el problema es que no sé cómo enfrentar el dolor que siento.

Me giro en la cama y poso la mirada en el peluche de araña que descansa en mi mesilla, al lado del que tiene forma de topo. Escucho a alguien subir las escaleras hacia el piso de arriba y yo empiezo a contar los segundos que faltan para que vuelvan a interrumpirme: tres, dos, uno...

—¿Qué tal estaba el desayuno? —me pregunta mi hermano tras entrar en mi cuarto. Me mantengo en silencio pero dejo escapar una sonrisa. La verdad es que estaba rico; él cocina muy bien—. Si quieres te recojo los platos. 

—Muchas gracias, Samuel. 

—De nada —murmura. 

Y se va cerrando la puerta. Yo me tapo los ojos con un brazo y me sumerjo en mis pensamientos: Sylvia se fue hace tres días a Holanda y Samuel la echa tanto de menos que se dedica a vagar por la casa con los ánimos por los suelos. Me encantaría consolarlo, pero sospecho que mi ayuda sería inútil porque me encuentro tan decaído como él. O quizás más. El caso es que, por mucho que me sorprenda, yo también extraño a Sylvia. Hace un año no me interesaba en lo más mínimo saber nada sobre ella, es más, recordarla me causaba cierto dolor, y no solo de cabeza. Pero ahora me descubro alegrándome cada vez que recibo sus llamadas por la tarde, llamadas en las cuales me cuenta sus vivencias en Holanda, se interesa por saber cómo me encuentro y se disculpa por no estar a mi lado para apoyarme. Yo me limito a responderle que no se disculpe, que agradezca el hecho de que al fin podemos contar el uno con el otro, porque este año aprendimos a querernos como no lo hicimos en los diecisiete anteriores.

Cierro los ojos y busco sumergirme en el mundo de los sueños. A veces, cuando intento dormir, pienso en él; pienso que no se ha ido, que sigue a mi lado regalándome su monótona presencia con la que me sentía tan afortunado. Esa parte consciente de que no volveré a verlo es la que lo echa de menos hasta el punto de no dejarme descansar en paz. Me pregunto si también me extraña, si está sintiendo el mismo dolor que yo. Quizás, si la respuesta fuese afirmativa, estaría más tranquilo. Quién sabe.

Noto como se me forma un nudo en la garganta, así que dejo la mente en blanco. Sin embargo, cuando estoy a punto de quedarme dormido, algo toca mi brazo provocando que me dé un vuelco el corazón. Dios mío, ¿acaso la ropa sucia que hay sobre la silla es en realidad un asesino a sueldo con hemorroides que disfruta viéndome dormir?

—Eh, Samuel, despierta.

La voz de Klaus llama a mi calma justo en el momento en el que estaba a punto de poner en práctica mis conocimientos de karate. Como un resorte, abro los ojos y me siento en la cama, comprobando que no solo mi mejor amigo está en la habitación, sino también Adam, aunque este se encuentra cerca de la puerta, manteniendo una distancia prudencial conmigo. ¿Qué demonios? ¿En qué momento entraron? ¿Acaso me quedé dormido sin darme cuenta?

—Samuel, tienes cara de besugo, ¿en qué estás pensando? —me pregunta Klaus, dándome golpecitos en la cara para que me despierte por completo. Acto seguido, se sienta a mi lado en la cama—. Llevamos días sin verte, y ni siquiera respondes a nuestras llamadas —se queja, y yo ruedo los ojos; no me apetece aguantar también sus sermones—. ¿Cómo estás?

Me dispongo responder con una mentira cuando Adam se adelanta.

—Joder, tienes peor cara que cuando te dejó Annie.

Fijo la mirada en el edredón y me esfuerzo para que sus palabras no logren hacerme daño. Supongo que han venido aquí para comprobar cómo me encuentro. Bueno, me alegra que se preocupen por mí.

—Escucha una cosa —prosigue—. Deberías salir a que te dé un poco el aire. Créeme, es malísimo quedarse a solas con tus pensamientos. Vayamos a dar una vuelta, divirtámonos un rato. Necesitas desconectar, no deprimirte aquí metido.

—Lo sé, pero...

—No te apetece —completa Klaus. Me aparta el cabello de la frente y yo quito su mano de delante. ¿Por qué me trata con tanto cuidado? No es propio de él y eso me hace sentir como un niño desvalido—. Supongo que tendremos que sacarte a rastras de aquí, ¿eh?

Sé que intenta ayudarme aunque no tenga ni la más remota idea de cómo hacerlo, pero yo no quiero estar con ellos. Aun así, no me atrevo a decirles la verdad porque no me harán caso. Adam da una vuelta por la habitación y se detiene delante de mi mesilla. Suspira y, con un tono que intenta sonar amistoso, habla:

—Oye, no creo que sea buena idea que tengas su peluche, ahora mismo esto no te ayudará a pasar página. Debes mantener fuera de tu vista todo lo que te recuerde a él.

—Ah, y tu foto de perfil de Whatsapp sigue siendo esa que le sacamos de coña cuando estaba medio dormido. Tienes que cambiarla —me exige Klaus, y yo decido ignorarlo porque, demonios, me están agobiando. Sin embargo, él interpreta mi silencio de otra forma—. Es que mira, él ya quitó la suya, esa que puso como venganza donde sales estornudando.

—Qué raros erais demostrándoos cariño —desliza Adam.

—En fin, no te preocupes, si no te ves con fuerza para cambiar esa foto, lo haremos nosotros. Danos el móvil.

No, ni de broma.

Estiro el brazo para intentar coger el teléfono antes de que lo haga Klaus, pero él es más rápido que yo. Mierda, sabe mi contraseña. Intento arrebatárselo, pero me agarra de la muñeca para impedírmelo.

—¿Qué pasa? —inquiere mi mejor amigo, risueño—. ¿Escondes material indebido en tu teléfono? No sabía que os gustaban esas cosas.

—No, ¡no es eso! —exclamo, intentando soltarme, en vano.

Observo con recelo como Klaus se saca una selfie con la excusa de que su cara quedaría bien en mi foto de perfil. Estoy a punto de demostrarle toda mi rabia insultándolo cuando, de pronto, mira la pantalla con los ojos entrecerrados. 

—Samuel, ¿acaso relees vuestras conversaciones?

Entonces, las fuerzas se me escapan del cuerpo y me siento el ser más débil de este mundo.

—No —respondo, con la voz temblorosa.

Adam, que ha permanecido todo este tiempo en silencio observándonos con el ceño fruncido, decide intervenir. Ojalá diga algo coherente que detenga todo esto, él es la voz de la razón en nuestro grupo. 

—Samuel, no tiene nada de malo que releas vuestras conversaciones —me explica con una voz pausada, cogiendo el teléfono—. Es normal que quieras revivir los momentos que compartiste con alguien que ya no está. Yo también lo hacía cuando rompí con mi novia. Por eso mismo sé que lo mejor para ti es que lo borres de todas tus redes sociales y... —Me muestra la pantalla y me indica la opción de «eliminar la conversación»—, que borres este chat.

¿Qué? Espera, ¡espera!

—¡No! Dame ese jodido teléfono —exclamo, empujando a Klaus para que no me detenga. Atrapo el teléfono sin que Adam pueda impedirlo, lo guardo en el bolsillo y les señalo la puerta—. ¡Ya estoy harto! No me estáis ayudando en nada, solo habéis venido a soltar vuestro discurso de mierda sin ni siquiera escucharme. Ya me he hartado de que me digáis todos como debo estar. ¡Iros de aquí de una vez y dejadme en paz!

—Samuel...

—¡Largaros!

Ambos me observan muy sorprendidos y con un gesto serio. De hecho, ni siquiera son capaces de articular ninguna palabra. Klaus se lleva una mano a la frente, sujeta a nuestro amigo por un brazo y lo lleva hasta la puerta.

—Adam, ¿por qué no nos esperas en la cocina? Te llamaremos en un rato. —Él obedece a su petición al momento, sin rechistar. Cuando nos quedamos solos, mi mejor amigo se cruza de brazos apoyando la espalda en la pared y me escruta con severidad—. ¿Tenías que hablarnos así? Solo vinimos a animarte.

Podría responderle cualquier cosa, como, por ejemplo, que nadie está respetando mi soledad y que me sentía mucho mejor antes de que apareciesen; sin embargo, no encuentro fuerzas para discutir con él, así que me mantengo callado y permito que siga reprochándome la actitud que tengo. Extraño la comprensión de Annie.

—Estábamos muy preocupado por ti, ¿sabes? No nos volviste a hablar desde la noche en la que nos encontramos a Kai. Además, te fuiste sin avisar, ¿a dónde?

—A su casa —contesto, cortante, y él esquiva mi mirada.

—Entiendo. —Se peina el pelo con los dedos y suspira—. ¿Es imaginación mía o te molestó algo de lo que te dije esa noche? O de lo que dijo Kai. No parecías muy contento de verlo. —Espera a que hable, pero como no lo hago, opta por deducir cuál es la respuesta correcta—: él es así, lo sabes, no mide sus palabras y no se arrepiente de eso. Perdona.

—Está bien.

—Y perdóname a mí también, creo que cuando estábamos en el bosque me pasé de la raya con mis comentarios.

—Sí, lo hiciste —remato, sentándome de nuevo en la cama.

Camina con vacilación hacia donde me encuentro y se sienta a mi lado. Se lleva una mano a la nuca y se mantiene en silencio. Yo lo miro de reojo, esperando a que continúe con su discurso, pero lo único que hace es girar el rostro hacia mí y dedicarme una sonrisa amistosa un tanto contenida.

—¿Y bien? ¿Qué tal fue?

—¿El qué?

—Bueno, ya sabes —murmura, dándome un codazo que me hace entender el sentido de sus palabras. Y, de pronto, los nervios me consumen—. Pasaste la noche con él, ¿verdad? No hay que ser muy listo para intuir que hicisteis algo, así que... ¿Cómo fue la experiencia?

Huyo de su mirada y noto como me tiembla incluso la respiración. Mi único deseo ahora mismo es sacarle esas ideas de la cabeza, decirle que se imagina cosas que no son, pero ni siquiera me salen las palabras. Y él me sigue observando con esa sincera simpatía resumida en su sonrisa. Espera, ¿en verdad le interesa saber sobre eso? ¿Sin rechazarme? ¿Sin juzgarme? ¿Sin hacerme daño?

—Fue... Fue... —intento hablar de nuevo, pero se me corta la voz—. Estaba tan nervioso.

—Eso es normal —me anima, apretando mi hombro con una mano para reconfortarme, haciéndome sentir liviano con ese gesto.

—Pero me hizo feliz compartir ese momento con él.

—Me alegro mucho —dice con firmeza, detalle que me sobrecoge. Me acepta, me acepta en todos los sentidos. Después de todo, mi mejor amigo también me ve normal, como al resto de personas de este mundo.

Y ahí es cuando por fin me siento con la libertad suficiente como para desahogarme, así que me echo a llorar sin importarme tener a alguien en frente. Sé que a Klaus ese detalle le ha pillado desprevenido, por lo que, sin pensárselo dos veces y para mi sorpresa, me abraza.

—Perdón, últimamente lloro por todo.

—No pasa nada, cabeza de chorlito.

—Madre mía, qué vergüenza.

Me río para quitarle seriedad al momento. A pesar de eso, Klaus me abraza con más fuerza, como si buscase protegerme de mis inseguridades. Acto seguido, suspira y vuelve a hablar:

—Sé que mi forma de querer a las personas es egoísta. O, bueno, eso es lo que me decís vosotros a veces —comienza, con un tono serio que tranquiliza un poco mi llanto—. Pero al menos creo que tengo muy claro lo que es amar a alguien.

—¿Por qué me dices esto ahora?

—Porque quiero que sepas que, quitando a mi familia, eres la persona más importante de mi vida. Y créeme: soy tan egoísta que, si fuese necesario, lo daría todo por ti.

Permanezco en silencio, intentando asimilar sus palabras. Klaus nunca es tan serio, ni tan sincero, y esto me sorprende tanto que ni siquiera me veo capaz de responderle que yo también lo quiero. Él a veces es tan superficial, que hace años que me resigné a pensar que jamás vislumbraría las capas más profundas de su ser. Él día en el que me dijo que me quería me demostró que estaba confundido, que todos podemos llegar a exponer nuestros sentimientos más íntimos en el momento necesario. Me lo volvió a demostrar, a su manera, el día que nos reconciliamos. Pero esto... Esto es algo nuevo. Me siento realmente halagado por ser el motivo de su sinceridad. Porque soy tan importante para él, que es capaz de exponer los sentimientos que protege con sumo cuidado, de quitarles la coraza del rencor y el miedo, con tal de hacerme feliz.

—No me gusta la gente complicada, y mira que yo lo soy a veces. Pero por eso mismo puedo asegurarte que no te haré lo mismo que te hizo él. — Sujeta mi rostro con ambas manos y prosigue, con un tono más serio, e incluso diría que molesto—: él prefirió huir como un cobarde antes de enfrentar la realidad. Y un día se dará cuenta de lo que dejó atrás, de que te perdió. Pero no, no regresará, porque eso es de valientes y él no es un valiente. Así que yo me encargaré de ser la persona que te apoye contra viento y marea, que te recuerde lo que significa estar al lado de las personas que amas, lo mucho que vale la pena enfrentar la vida que nos ha tocado en vez de huir de ella. Samuel, yo seré tu amigo, te lo prometo.

Me siento tan reconfortado por la firmeza de sus palabras que le devuelvo el abrazo, agradecido por el gran esfuerzo que ha hecho para transmitirme seguridad en el momento donde más lo necesitaba. Aunque no estoy de acuerdo con su manera de pensar, no le llevaré la contraria porque ese no es el punto de la conversación. Me limpio las últimas lágrimas con el dorso de la mano y me echo a reír, contagiándole ese gesto.

—No voy a permitir que ese tipo de personas te hagan llorar como me hicieron llorar a mí —continúa—. Odio a la gente complicada, odio a los cobardes, y te quiero por perdonar que haya sido así. Porque muchas veces no he podido ser un buen amigo para ti.

—No lo has sido, idiota —le respondo, mientras aparto a Mondschein con un pie, pues ha salido de debajo de la cama para restregarse contra la pierna de mi amigo—. Venga, ve a buscar a Adam, que seguro que está asaltando mi nevera.

—¡Ah! Seguro que ese cabroncete me está robándome los zumos —bufa, levantándose de mi cama. Me da un par de palmadas en la mejilla y se dirige a la puerta—. Anda, abre un poco esas ventanas, esto está más oscuro que la Batcueva.

Me echo a reír como respuesta. Después, nos quedamos en silencio mirándonos y yo concluyo, divertido:

—Si le cuento a alguien todas las cursilerías que me acabas de decir, me matarás, ¿verdad?

—Exacto. Te patearé el culo hasta hacerlo papilla. Es más, le pediré a Adam sus nunchakus, quedas advertido —me amenaza, haciendo unos aspavientos con las manos que quizás simulen movimientos de artes marciales, pero a mí me recuerdan a los de un epiléptico en mitad de un ataque. Madre mía—. En fin, ¡ahora vuelvo!

Tras unos minutos en silencio, solo, decido levantarme con una sonrisa, pues siento mis energías renovadas. Sí, creo que es el momento de permitir que entre un poco de luz en la habitación, así que abro la persiana, la dejo medio subida, guardo el peluche con forma de araña dentro de un cajón que no suelo abrir y salgo de la habitación. Me pregunto si Klaus me permitirá ver más veces esa faceta suya tan sincera, pero desecho al momento la idea. No buscaré forzarlo a más; dicen que los suaves rayos del alba pueden cegarnos cuando miramos durante demasiado tiempo el sol. Y yo, en este momento, opto por dejar la ventana entreabierta y que su claridad me ilumine poco a poco, de forma comedida, cada resquicio de mi ser.

Me siento muy agradecido de tener a estos chicos a mi lado.

°°°

Sábado por la mañana. Un ruido fuerte proveniente del piso superior de la casa capta mi atención mientras desayuno. Me levanto de la mesa de la cocina y subo las escaleras para saber de qué se trata. Cuando llego a la habitación de mis padres, me encuentro a mamá arrodillada en el suelo, frente a un armario empotrado cuyas puertas están abiertas. A ella la rodean varias maletas y un par de cajas cuyo contenido está esparcido sobre una alfombra. Cuando se percata de mi presencia, suspira.

—Hola, cielo —murmura, volviendo a centrar su atención en lo que sea que está haciendo. Yo me mantengo en el marco de la puerta, observándola en silencio, detalle que no tarda en incomodarla—. Qué raro verte fuera de tu cuarto. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Qué haces?

—Estoy buscando un álbum de fotos que me pidió tu tía Erika. Juraría que lo había dejado por aquí, pero no lo encuentro.

—¿Miraste en tu despacho?

—Sí, solo me queda mirar en el de tu padre. Por cierto, ¿estás seguro de que no quieres venir con nosotros de vacaciones? Todavía te quedan un par de días para pensarlo bien; el martes compraré los billetes de avión.

—Seguro, no tengo ganas de irme a ningún lado. 

—Entiendo. Tengo que ir a tu habitación a buscar unos abrigos que había guardado en tu armario. Espero que hayas ordenado esa leonera como te he pedido mil veces. 

Se levanta con la intención de ir a buscar esos abrigos, pero yo me coloco delante de la puerta para cortarle el paso. Inspiro, me armo de valor y le digo la verdad:

—Mamá, tengo algo que contarte: desde hace un tiempo escondo a una gata en mi habitación, se llama Mondschein.

Espero cualquier tipo de reacción por su parte: que se horrorice porque odia a los animales, que me lance una de las cajas a la cabeza mientras llama a un exterminador de plagas, o que me mande a mí a vivir en el armario y decida tratar a mi gata como a un hijo como venganza. Sin embargo, para mi desconcierto, no se inmuta ni un ápice.

—Ya lo sabía —me confiesa, y ahora soy yo el único sorprendido aquí—. Vivo en esta casa, tarde o temprano iba a averiguar por mí misma por qué salían maullidos de tu cuarto. —Maldita gata, se suponía que debía estar callada. ¡Si se pasa la vida durmiendo!—. No te dije nada porque tus hermanos parecían muy contentos con él. Por cierto, me gusta el nombre que le pusiste, ¿de dónde lo sacaste? ¿Te lo dio el chico ese? —Afirmo, y ella tuerce la boca—. Sé que ya te lo pregunté pero, ¿cómo lo llevas?

—¿El qué?

—Ya sabes... Que se haya ido. 

—Mejor, gracias por preguntar. Oye, ¿papá va a estar mucho tiempo más enfadado conmigo? Es que ayer le pregunté si estaba de acuerdo con que me matriculase en una autoescuela, y me respondió con un gruñido.

—Eso es porque está cansado.

—Ah, vale. 

Me siento en la cama de matrimonio y ella se dirige a mi habitación. Antes de irse, me comenta que va a hablar un momento con mi padre. 

Aburrido, recojo los álbumes que hay tirados por el suelo. Uno de ellos está plagado de fotos que inmortalizan momentos importantes en la infancia pseudofetal de Sylvia y Samuel: su primer baño, su primer diente, su primer día de colegio... Poco a poco, mi hermano va desapareciendo de las instantáneas, detalle que me apena, pero no me da tiempo a ponerme triste porque descubro un álbum dedicado a mí. Lo reviso y no puedo evitar abrir la boca por el asombro. Madre mía, era un bebé precioso. Bueno, sigo siendo precioso, ¿para qué negarlo? Sigo pasando las páginas y me echo a reír. ¿Era necesario retratarme como Dios me trajo al mundo en el váter? Aj, qué asco, aquí estoy vomitando. Uf, menuda cara de drogado tengo en esta otra. Oh, aquí estoy mostrando el culo muy orgulloso. ¿Qué edad tenía? Ah, dos años. Vaya, en esta otra estoy en los brazos de mi madre, agarrando papeles... ¿Eh? Espera, no son papeles, son billetes. 

Entonces, me percato de que hay una caja cerrada y escondida detrás de la puerta del armario. Motivado por la curiosidad, la acerco, me arrodillo frente a ella y abro las solapas. En su interior descubro una carpeta. La abro y me encuentro un sobre rasgado y amarillento. Dentro de él hay varias fotos de mi madre cuando era joven y, entre ellas, un trébol de cuatro hojas seco. Miré el reverso de una de ellas y me encontré con un texto. Sus trazos tan bien cuidados me hacen entender que lo ha escrito mi madre. 

—Wow, ¿de qué año es esto? —murmuro, porque la tinta está desgastada. Acto seguido, empiezo a leer—: hola, Frieda de dentro de unos años. Si llegas a leer esto, significa que has ganado la batalla. Los días han dejado de pesarte, los has convertido en años y te has convertido en una mujer adulta. Estoy muy orgullosa de ti. —Me detengo y releo, sorprendido. ¿Quién es esta persona que le escribió a mi madre?—. Tengo una buena noticia que darte, hace meses que ya no piensas en lo sucedido hace dos años. Tu hermana ya no te echa en cara que quisieses tomar aquella decisión, y tus padres parece que te han perdonado. Ya no miras con odio a la vida, y sientes que esta por fin te sonríe. Estás feliz porque seguiste adelante y eso te permitió conocer a personas que te ayudaron a avanzar. Espero de corazón que formes la familia que tanto deseas con la persona que amas y que cuando me leas, dentro de otros diez años, sigas siendo feliz. Ojalá me dejes tu respuesta debajo de este texto. Atentamente: tu yo del pasado. 

Y ahí termina la nota, con un final escueto y confuso que a mí, en realidad, me resulta esclarecedor. La releo varias veces, aturdido, y a medida que lo hago me tiemblan más las manos. No hay respuestas, ni diez ni veinte años después. ¿Por qué? 

Ahora entiendo muchas cosas; por qué le afectaba hablar de Farah, por qué odia hablar de su infancia, por qué a veces llora en compañía de mi padre, por qué a veces bebe a solas, por qué la relación con su familia siempre fue tan tóxica. Y a pesar de todo, repitió con sus hijos los mismos errores que tuvieron con ella. ¿Por qué? ¿Por qué el ser humano es tan absurdo a veces? Me cuesta entenderlo, aunque supongo que me quedan años para hacerlo.

Cuando me siento exhausto, la guardo y mantengo la mirada fija en un punto cualquiera de la pared que tengo en frente. Mi voz se enreda con el nudo que se ha formado en mi garganta, impidiéndome hablar. Nada, de nuevo no escucho nada más que el silencio, el segundero del reloj y el ruido de la conversación de mis padres. Noto como si el suelo desapareciese y me siento demasiado ligero. Perdido. Al cabo de un rato, escucho los pasos de mi madre acercándose a la habitación. Guardo lo más rápido posible las fotos dentro de la caja. Después, me mantengo arrodillado, con la mente en blanco pero sintiendo un regusto amargo en la boca.

—¿Qué haces ahí en el suelo? Anda, levanta —me pide, pero ahora mismo su voz me resulta tan insignificante y muda como una brisa—. Samuel, me incordias ahí quieto.

Ella me da una palmada en la espalda que provoca que reaccione. Sin dirigirle la palabra, camino hasta la entrada y me quedo allí quieto observando lo que hace: apoya las manos en el costado y se queja del dolor de espalda. Suspira, se agacha y sigue rebuscando dentro de las cajas. Desde mi posición, aquella mujer autoritaria que siempre me impuso mucho respeto se convierte en una figura diminuta y frágil. De pronto, toda esa imagen que construí alrededor de ella se evapora, la palabra "madre" desaparece de mi mente y, entonces, empiezo a ver a esa mujer como lo que es: una persona con sus aciertos y sus fallos, con sus fortalezas y sus debilidades, al igual que yo.

Alguien que, ahora que me doy cuenta, no conozco ni un ápice.

—Mamá, ¿eres feliz? —le pregunto, y escucho una risa escéptica de su parte.

—¿Qué es ser feliz? 

Ordeno mis pensamientos para darle una respuesta, pero no la encuentro, detalle que me extraña.

—No lo sé.

—Evidentemente que no.

Suspiro y poso la mirada en el suelo.

—Es genial que te lleves bien con Erika de nuevo.

—Sí —responde, cortante.

—¿Volvió con su novia?

Se detiene, se lleva una mano a la frente y prosigue:

—No.

Y el hecho de que se mantenga en silencio, sin inmutarse ni seguir con sus labores, me incentiva a hacerle otra pregunta sobre algo que llevo sospechando desde hace un tiempo:

—Mamá, ¿te sientes culpable por eso?

Gira la cabeza para verme, frunciendo el ceño, contrariada.

—Claro que no —suelta, tajante. Por primera vez puedo leer en sus ojos y en sus palabras una mentira como forma de protección.

Sé que esta charla la está incomodando, así que intento proseguir con cautela.

—Entonces, ¿te culpa?

—Deja de hacer preguntas sin sentido —bufa, levantándose y cerrando el armario. Pero lo hace con tanta fuerza que logra hacerme sentir mal, detalle que no se le escapa por mi gesto decaído. Se sienta en la cama y se acaricia los tobillos—. ¿Por qué estás tan preguntón?

—Por nada, solo quería saber cómo es tu relación con Erika. 

Noto como se enfada porque entrecierra sus ojos y aprieta las manos. Acto seguido, se levanta y sigue recogiendo de mala gana lo que tiene esparcido por el suelo. 

—Oye, Sylvia ya no está y yo me iré a la universidad, ¿quién cuidará de Samuel?

—No lo sé. Supongo que le pediré ayuda a Erika. Total, parece que es el único motivo por el que quiere hablarme, por tu hermano. 

—Entiendo —murmuro, mientras ella retira unas piezas de ropa fuera de la habitación. Sospecho que se va a ir en cualquier momento, dejándome solo, así que continúo—. ¿Y tú? ¿Por qué nunca quieres hablar conmigo?

—Lo estamos haciendo ahora mismo.

—Mamá...

—¿De qué quieres que hablemos? 

—¿Me vas a echar de menos?

—¿Eh? —pregunta, entre confundida y asombrada.

Espera una respuesta que no llega. Después suspira, se aprieta el hombro izquierdo con la mano contraria y concluye:

—Anda, ve a tu cuarto un rato. 

No le hago caso, detalle que tampoco parece importarle. 

—Quieres mucho a Samuel, ¿verdad?

—Claro... Es mi hijo.

—A mí nunca me has dicho que me quieres.

Cierra los ojos y se le escapa una sonrisa pequeña.

—¿Qué pasa? ¿Tienes celos de tu hermano?

Permanezco inmóvil en la puerta, sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. Entonces, me percato de que, aunque estoy inexpresivo, he comenzado a llorar. Ella no se ha dado cuenta de ese detalle porque ni siquiera me mira, y yo me limpio con rapidez las lágrimas para que no se percate. 

—Tu padre quiere preparar mañana un estofado, así que voy a comprar al súper, ¿o quieres ir tú? 

Alza el rostro para verme y, al percatarse de mis ojos aguados, arruga la frente y pone un gesto serio.

—¿Por qué lloras?

En ese mismo instante, me alejo por completo del niño que una vez fui y que seguía con admiración los pasos de una heroína sin capa y sin poderes, una mujer que era una mentira porque solo era una simple humana, con toda la grandeza y mediocridad que alberga esa palabra. Duele, duele saber que los héroes de nuestra infancia son solo personas desdichadas que un día, quizás, quisieron ser admiradas. 

—¿En serio estás llorando porque no te digo que te quiero?

—No.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

Es por ti, necia.

—Tú nunca dices quererme —le reprocho, cuando ella me sujeta las mejillas y me obliga a mirarla, aunque la evite.

—Odio que las personas lloren. No vuelvas a hacerlo, las personas fuertes no lloran.

—¡Eso no es verdad!

—Se levantan, luchan, caen y vuelven a levantarse cada día —me responde, con un tono duro—. ¿Quieres que te diga que te quiero? Entonces deja de estar triste, encerrado en tu cuarto por razones inevitables como que ese chico se haya ido. Sí, sé que soy poco expresiva, por eso nunca he llorado frente a ninguno de vosotros porque quiero que sepáis que, pase lo que pase, podéis seguir de pie. Esa es mi forma de deciros que os quiero. Así que sé alguien fuerte y no llores ni por quien no te lo ha pedido ni por quien se ha ido. ¿De acuerdo?

Me gustaría llevarle la contraria, pero entre que me siento muy débil y que me ha agarrado de la barbilla para que la mire a los ojos, no encuentro fuerzas para discutirle nada más. Solo quiero volver a mi cuarto, meterme bajo las mantas y no ver a nadie más durante un tiempo. 

—Está bien —respondo, deseando que me deje ir. 

—Y no estés triste, ¿sí? —me pide, arrastrándome hasta la cama para que me siente con ella. Como eso no logra tranquilizarme, cambia su tono de voz a uno más amable—. ¿Sabes? Ya eres todo un hombre —murmura, pellizcándome la mejilla—. Uhm... ¿Qué te parece si llamamos a tu padre? Así averiguas si sigue enfadado contigo. —Abro la boca con la intención de impedírselo cuando ella grita al lado de mi oído—. ¡Dieter!

—¿¡Qué!? —lo escucho berrear—. Te dije que quería silencio hasta las seis.

—Y yo no te respondí. ¡Ven a nuestra habitación! —Espera en silencio a que responda, después bufa y se levanta de la cama—. Voy a buscarlo, dame un momento.

Espero sentado a que vuelvan juntos. Oigo los pasos de mi madre alejándose cada vez más, como abre la puerta del despacho de mi padre y como, de pronto, ambos gritan. Uno asustado, la otra sorprendida. ¿Qué demonios?

—¡No he visto nada! —exclama ella, regresando al cuarto mientras se ríe de una forma muy jovial de la que no me tiene acostumbrada. Aparece seguida de mi padre, que está rojo como un tomate—. Pienso usarlo como chantaje. ¡Reza para que no se enteren tus compañeros!

Mira, no voy a preguntar qué ha pasado, porque ellos siempre tienen conversaciones de lo más absurdas cuando creen que alguno de sus hijos no está presente. Supongo que esto ha sido una excepción.

—A ver, ¿qué pasa...? —pregunta mi padre con sumo fastidio, cerrando la puerta del cuarto. Yo empiezo a sentir agobio mientras me esfuerzo todo lo posible en ocultar las señales de que estuve llorando. Dios, no quiero que me vea así. Pero mis intentos son en vano, porque cuando se percata de mi presencia, me mira frunciendo el ceño—. ¿Qué hizo ahora el niño?

¡Eh! 

No sé por qué, pero mi madre se ha reído por sus palabras. Y eso provoca que me ría de forma disimulada mientras me limpio los ojos.

—No ha hecho nada; se siente mal porque estás enfadado con él.

Los dos se quedan en silencio observándome como si fuese un niño pequeño que ha roto un vaso. Cuando creo que la situación se ha vuelto demasiado incómoda a causa de este mutismo, Mondschein abre la puerta de la habitación. Entra con la gracia digna de su especie, o más bien de su madre, alzando el rabo con igual grandeza que su orgullo felino. Mi padre, que sospecho que no tenía ni la más remota idea de su existencia hasta hace un segundo, la mira entre contrariado y conmovido. Espera, ¿acaso no quiere lanzarla por la ventana?

—¿Y ese gato?

—Es mío, se llama Mondschein —le respondo al momento para aclararle que no es un animal callejero. Temo una reprimenda por su parte, pero este se agacha y posa con cuidado una mano en la cabeza del animal.

—¿Claro de luna? ¿Por qué?

—Es mi canción favorita.

—Tú de joven siempre estabas con el cuento de que en tu casa no te dejaban tener mascotas —le dice mamá, mientras este contempla con fascinación el hecho de que Mondschein se está restregando contra su pierna—. Nunca es tarde para tener una, ¿no?

—Pero si a ti no te gustan los animales, Frieda.

—Pero Samuel se encariñó mucho con la gata.

—¿Cómo es que nadie me contó nada? —inquiere, y ambos nos encogemos de hombros como respuesta—. En fin, ¿cuándo es tu graduación, Oliver?

—Mañana a las tres.

—Vale. Estoy ocupado así que ya hablaremos sobre el gato en otro momento.

No me dice nada más, simplemente se va del cuarto seguido de mi madre, quien le comenta algo sobre la tortuga que tuvo de pequeña y que terminó dentro de una lavadora. Miedo me da a mí dejar a Mondschein con ella cuando inicie la universidad. 

Me río porque me alegra y siempre me alegrará que mis padres se lleven bien. Además, valoro mucho el esfuerzo que pone ella para ser más cercana y amable con nosotros, pero pronto se me borra la sonrisa de la cara al percatarme de que han ignorado el hecho de que me hace sentir mal que papá no me hable, y de que mamá no me ha dicho que me quiere. 

Supongo que ellos no tienen el don de la palabra y yo no puedo cambiar eso, sino aceptarlo.  

Cojo a la gata en brazos y la apoyo sobre mis piernas. Ella se acomoda, amasa mi camiseta, bosteza y empieza ronronear mientras le acaricio la cabeza.

—Bueno, no voy a llorar más —murmuro, jugando con sus orejas—. Al menos lo intenté, Mondschein. Eso es lo importante.

°°°

—Debemos ser el único Gymnasium de todo el país que celebra su graduación a finales de julio. ¡Qué fastidio! Estoy sudando el traje. 

La voz de Klaus aparta mi atención del discurso del director Weber. Mis trece compañeros y yo nos encontramos sentados frente a un escenario improvisado en los jardines exteriores del Emil Sinclair, celebrando la ansiada graduación en compañía de nuestros familiares. Madre mía, hace un calor sofocante y los mosquitos no paran de molestarnos mientras intentan chuparnos la sangre. Ojalá el bedel encienda los aspersores y nos moje a todos. Teniendo en cuenta lo mal que se lleva con el director Weber, no veo muy descabellado mi deseo.

—¿Por qué no terminamos de una vez? —prosigue—. La boda de mi hermano empieza en dos horas, ¡en la ciudad de al lado!

—Te recuerdo que nos retrasaron la graduación por culpa de que destruisteis el arbusto de Weber —le respondo en voz baja, un tanto cansado de sus quejas.

Klaus se lleva las manos al pecho, ofendido.

—¿Me estás echando la culpa?

—Sí —respondo, tajante, y él me agarra del codo.

—Eh, cabrón, repíteme eso si te atreves.

—Ya, calla un poco. 

—Dustin es un pirómano, las culpas a él —concluye, cruzándose de brazos, molesto.

Dustin, que ha escuchado por una vez en su vida lo que sucede a su alrededor, nos observa achinando los ojos. Estoy a punto de responderle que se meta esa mirada de besugo de aguas contaminadas por donde el sol no le ilumina, cuando alguien nos golpea la cabeza por detrás tanto a mi mejor amigo como a mí. Nos giramos para saber quién ha sido el responsable de ese maltrato peluquil y nos encontramos a Annie colocando el dedo índice en sus labios, pidiéndonos silencio.

—Eh, Annie, ¿qué nos estamos perdiendo? —le pregunta Klaus, ignorando por completo su petición. 

—Nada interesante. Dice Weber que pondrá otro arbusto en el Gymnasium, uno tan grande que se verá incluso en Nueva York —nos explica, y Emily, a su lado, gira un dedo cerca de su cabeza, dejando en evidencia lo que piensa acerca de la salud mental de nuestro director—. Por cierto, ¿dónde está nuestra nueva delegada?

Hace esa pregunta en un tono de voz tan elevado que todos giramos la cabeza para buscar a Tanja Bauer con la mirada. Su asiento está vacío, qué extraño. Localizamos a su familia junto con el resto de invitados, pero parece que ninguno de ellos le da importancia a su ausencia.

—La vi hace un rato con Endler detrás del edificio. Tenían una conversación bastante acalorada —responde Emily. Acto seguido, le da un codazo a su hermana—. Emma, ya tienes material para una nueva historia.

—¿Y de qué hablaban, Emi? —pregunta Heidi. Su abuelo, un hombre grande y serio que viste unas ropas demasiado humildes para este tipo de evento, la saluda con efusividad sin disimular su orgullo—. Ay, mi abuelo lleva toda la ceremonia mirándome, qué vergüenza. Menos mal que no trajo la cabra. ¿Y dónde se ha metido Pedro? Dijo que estaría aquí a las cinco. 

—Chicos, no está bien que hablemos de una compañera que no está presente. Cuando vuelva, se lo preguntáis y punto.

Ahora todos giramos la cabeza en dirección a la persona que nos acaba de regañar: Maud Hofer. Nosotros la miramos con evidente sorpresa, detalle que le incomoda. ¡Vaya! Jamás creímos escuchar tal consideración de su parte. Es increíble lo mucho que se ha reformado durante estas últimas semanas. El problema es que es difícil no verla como una hipócrita. En fin, supongo que será cuestión de acostumbrarse.

Vamos a responderle cuando, de pronto, la voz aún más alzada del director capta nuestra atención:

—Y ahora subirá a dar el discurso el representante de la promoción.

¿Representante? ¿Quién demonios es ese?

—¿Quién es el representante? —pregunta Adolf, que le ha dado voz a todas nuestras dudas mentales—. ¿Llegamos a elegirlo en algún momento?

—Sí, ¿no? Era el delegado  —afirma Annie, y varios asienten con la cabeza—. ¡Pero él se ha ido!

El director nos contempla con el ceño fruncido mientras un murmullo empieza a crecer a nuestro alrededor. 

—Siempre estamos llamando la atención... —se lamenta Adler en voz baja, tapándose la cara porque todos los familiares y profesores nos están mirando.

Estamos a punto de entrar en pánico porque nuestra graduación es un auténtico desastre en todos los sentidos, y esto es la gota que colma el vaso cuando, de pronto, Dagna se levanta de su asiento, coloca los brazos en jarra y, con una actitud altiva, nos habla:

—Ay, chicos, qué despistados sois. ¿Acaso os habéis olvidado de la última votación que hicimos? ¿La de Whatsapp? —Deja la pregunta en el aire sin esperar una respuesta. Posa la mirada en el chico que está sentado a su lado y le dedica una sonrisa tierna muy poco común en ella—. Cari, ha llegado tu momento —murmura. El destinatario de ese apodo cariñoso, el gigante de Reinhardt, se levanta de su asiento, se arregla la pajarita y sube a la palestra con una amplia sonrisa.

—¿Le ha llamado cari? —inquiero, porque eso es lo único que he entendido de toda esta situación. Dagna se gira para verme y se echa a reír.

—Uno de los contras de haberte quedado encerrado en tu cuarto todos estos días es que no te has enterado de las últimas noticias —suelta Adam, encogiéndose de hombros—. Dagna y Reinhardt son novios.

Espera, espera, ¿qué? De verdad que no me estoy enterando de nada.

—Ya ves, mi reina prefiere salir con una ridícula secuoya antes que con un fornido ciprés —murmura con cierto fastidio Klaus. Me pregunto en qué momento creyó que la palabra "fornido" concordaba con él.

—¿Sabes? —capta de nuevo mi atención Annie. Intenta hablar en voz baja, pero no se percata de que todos a nuestro alrededor la están atendiendo como auténticos cotillas—. Antes fui al baño y escuché la conversación entre Tanja y Endler.

—¿Eh? Eres una cotilla —exclama Maud, indignada.

Ejem, hipócrita.

—Ay, jo. Ya sé que estuvo mal pero... —Tira de mi chaqueta para atraerme a ella y susurra en mi oreja—: creo que se le declaró. 

—¡Qué fuerte! —exclamamos todos, incluido el profesor Schumacher a mi espalda. Espera, ¿en qué momento se puso ahí?

—Callaros, que Rein va a hablar —exclama Dagna, y ambos nos disculpamos en un susurro que ella acepta con cierto desagrado.

—Ya hasta le llama por su diminutivo —se lamenta Klaus—, qué desastre.

Todo el lugar se queda en silencio. Tanto los familiares como los alumnos miramos expectantes a nuestro compañero y encargado de dar el discurso. Tenemos un motivo de peso para estar tan ansiosos por escuchar sus palabras: ¡ese chico nunca habla! Verlo articular más de dos palabras seguidas es todo un milagro, así que, ¿debería pedir un deseo? 

Reinhardt sube a la palestra, se sitúa ante el atril, se limpia la frente, nos observa con un brillo de terror en su mirada y traga de forma tan ruidosa que el micrófono capta un sonido semejante al de una explosión. Después, suspira y comienza a hablar:

Oh, Dios mío, o Buda mío, ¡quién sea! El gran momento ha llegado. ¿Moriré antes de presenciarlo?

—Hola a todos —comienza, y tanto los alumnos como los familiares, lo miramos boquiabiertos.

Creo que nadie puede asimilar el hecho de que Reinhardt acaba de pronunciar esas palabras con una increíble voz de adicto al helio, de niño de dos centímetros. Es tan aguda que ni Klaus ni yo logramos contener la risa, y el lugar se llena de nuestras carcajadas. Entonces, él nos mira con los ojos entrecerrados y carraspea. Le sigue Dagna, que nos golpea con su bolso de mano en la cabeza.

—Ejem, perdón, es que estoy medio afónico —retoma de nuevo el discurso, ahora con una voz grave que no solo calla nuestras risas, sino que provoca que varias chicas se lleven una mano a la boca y sonrían. O incluso suspiren. Giro la cabeza y me encuentro con que Annie lo está mirando como quien miraría a un cachorro, ¡pero bueno!—. Es para mí un honor poder dar este discurso...

—Quiero irme de aquí —farfulla Klaus, mirando el reloj con impaciencia cuando, de pronto, mi mejor amiga nos interrumpe:

—Creo que es importante para todos nosotros que escuchemos el discurso de nuestro compañero. Sobre todo para ti, Sam.

¿Para mí? ¿Por qué?

Supongo que sobra decir que no me interesa este acto. Es más, me agobia estar en medio de un montón de gente. Es como si la presencia de estas personas me hiciese sentir ahogado, aprisionado entre cuatro paredes que insisten en cerrarse poco a poco, aplastándome. Pero hay algo en esta situación, en esta expectación ansiosa, que capta mi atención por completo y la centra en las palabras de mi compañero. Está bien, sorpréndeme, Reinhardt. ¿Qué tienes que decirme?

—Me he pasado estas últimas semanas intentando hacer un discurso decente, y voy a ser sincero: si no hubiese sido por la ayuda de nuestro anterior delegado, no lo habría conseguido, porque como habréis intuido, no tengo el don de la palabra, ni el de los monosílabos —se sincera, y varios de los presentes se ríen de forma amistosa. Pero no es esa incapacidad para realizar un discurso lo que capta mi atención, ni el elemento cómico que ha introducido para eliminar la tensión del ambiente, sino el hecho de que haya mencionado al único compañero que se ausentó de la graduación—. Durante este tiempo no he hecho otra cosa más que preguntarme cuál era el motivo por el que me bloqueaba escribiendo el discurso, sin poder avanzar más de dos líneas, hasta que me di cuenta de que mi problema es que no sabía qué necesitaba contaros. Lo único que tenía claro es que no quería que mis palabras fuesen olvidadas por ninguno de vosotros. Y en ese momento comprendí hasta qué punto mi bloqueo era un símil de nuestra vida, porque la mayor parte de nosotros tenemos la incierta necesidad de pasar por este mundo dejando una huella. El problema es que no sabemos cómo, ni tampoco tenemos claro si lo lograremos. Sí, afirmo que somos ambiciosos, que incluso al más modesto de nosotros, muy en el fondo, le gustaría pasar por este mundo haciendo algo grande por lo que no lo olviden. Porque al morir, todos queremos seguir viviendo. Así que he decidido que en este discurso no voy a hablaros de cómo conseguir el mejor empleo, de cómo huir del fracaso obteniendo el mejor currículum y de cómo dominar el mundo tras terminar nuestras carreras y zambullirnos en el mundo laboral. No. Voy a hablaros de cómo darle un sentido a nuestra existencia, de cómo dar lo mejor de nosotros mismos para que en el día de mañana, cuando seamos unos viejos, tengamos la seguridad de que hemos aprovechado cada segundo de nuestra vida.

»Todos nosotros saldremos de este Gymnasium emocionados por vivir una nueva etapa: la universitaria. Conoceremos lo que son las noches en vela, el miedo al fracaso y a no cumplir con las altas expectativas que tienen puestas en nosotros. Algunos lo tendrán más fácil en esta vida. Otros, no. Habrá momentos donde nos sentiremos triunfadores y otros donde creeremos que nuestra vida no vale la pena. Solo os diré una cosa: no os rindáis nunca, aunque no os queden fuerzas, porque luchar vale la pena desde el momento en el que tu vida cambia otra. Exacto, tenemos la capacidad de cambiar vidas, con gestos tan sencillos como un saludo o una sonrisa. Sabiendo esto, ¿no sentís más ganas de luchar?

»Nuestros días están contados, así que esforcémonos por hacer cualquier cosa dando lo mejor de nosotros mismos por dos motivos: el primero es porque le dedicaremos un tiempo limitado y valioso: el nuestro. Y el segundo es porque el valor que le demos a nuestro tiempo es el que nos damos a nosotros mismos, y definirá, en gran parte, la calidad de nuestras acciones. Así que cada vez que estudiemos, que trabajemos o realicemos acciones tan banales como conversar con alguien o disfrutar de nuestro tiempo libre, luchemos por hacerlo dando lo mejor de nosotros mismos. Porque, quién sabe, quizás estemos cambiando el mundo de esa persona con la que estamos hablando, o incluso el nuestro, al valorarnos como debemos. Y al hacer esto último, creed que cambiaremos poco a poco el mundo de la gente que nos rodea. Así que no nos limitemos a enfadarnos cuando podemos dar nuestra mejor cara, no estemos tristes más tiempo del debido si podemos sonreírle a la vida, no nos sintamos miserables porque cada uno de nosotros es un tesoro. No nos rindamos si aún tenemos un camino que recorrer. Olvidemos los rencores, queramos y respetemos a los demás. Porque valorar al otro, también es valorarnos a nosotros mismos. Luchemos por ser grandes personas, pero primero definamos nuestro propio concepto de grandeza para que sean nuestros propios sueños y no los de los demás la brújula que nos guía en este largo camino que nos queda por recorrer. 

»Nos han educado para ser grandes expedientes, pero se han olvidado de educarnos para ser grandes personas. Porque no será una buena calificación la que logre que este mundo, así como nuestra vida, mejore; lo hará nuestro espíritu. Las notas van después. Porque el mundo depende de todos nosotros, sin excepción. Porque los números no nos definen, nos define nuestra voluntad. Son esa voluntad y esas ganas de luchar las que logren que los números sean tan grandes como nosotros mismos. Porque, en efecto, primero se construye a la persona para que la persona pueda construir grandes logros. Y si al final no logramos nuestros objetivos, no importará tanto como nos hacen creer cuando nos infunden miedo al fracaso, porque si en el camino luchamos dando lo mejor de nosotros mismos, le habremos aportado algo a este mundo, aunque ese algo haya sido una acción tan sencilla como hacer sonreír a alguien. Ahora sí, gracias a todos mis compañeros por haber compartido estos años conmigo. Sé que no he sido muy hablador, pero espero que las pocas palabras que he pronunciado hoy os ayuden de alguna forma en el futuro. Gracias.

En cuanto termina, se lleva las manos a la cara, suspira exhausto y se va corriendo hacia donde se encuentran sus padres. Está tan nervioso que le tiembla todo cuerpo como si fuera un flan. Estoy seguro de que la sensación de vergüenza que le domina aumenta cuando todos comienzan a aplaudirle. Todos excepto yo. Permanezco estático, analizado cada una de sus palabras. De alguna forma, he sentido como si fuese el único alumno en este lugar. Como si lo hubiese escrito para que yo lo escuchase. Como si el mundo necesitase recordarme, una vez más, que no puedo estancarme ni seguir triste, porque pocos días son los que me quedan como para malgastarlos con la peor de mis energías. Sí, tengo la capacidad de aportarle tanto a este mundo, y él me enseñó hace tiempo que para lograrlo puedo empezar con algo tan sencillo como una sonrisa llena de buenas intenciones. Siempre y cuando recuerde que debo luchar también por y para mí. 

Una vez que terminan los discursos de los profesores, nos alejamos de los jardines. Klaus me pide que lo acompañe en una hora a la boda de su hermano y yo accedo porque soy consciente de lo ilusionado que está por ese acontecimiento. En un momento dado, me siento tan liviano a causa del discurso que necesito suspirar para descargar el aire de mis pulmones. Entonces, Annie me sujeta del brazo y me conduce a la parte trasera del Gymnasium sin dirigirme la palabra. Una vez que llegamos allí y comprobamos que estamos solos, nos sentamos en un escalón que separa el patio interior del exterior.

—Nos hacemos mayores, Sam —murmura. La suave brisa que mece los árboles suena igual que su voz; como un arrullo delicado acompasado con los tonos cálidos propios del verano. No sé, pero tengo la ligera sensación de que pronto lloverá—. A veces siento que no quiero crecer.

—Te entiendo. Yo sentía lo mismo.

—¿Y ya no?

—No. El mundo de los adultos ha dejado de impresionarme.

—Oh, vaya —responde, apoyando la cabeza en mi hombro—. ¿Sabes? Quizás vaya a la misma universidad que tú —me confiesa de golpe, y yo tuerzo la cabeza para verla, sorprendido—. De hecho, puede que también me matricule en psicología.

—¿Qué? ¿En serio?

—Es otra forma de estudiar algo relacionado con la logopedia. Además, así estaremos juntos. ¿No te parece genial la idea?

No le respondo, tampoco encuentro las palabras adecuadas para hacerlo. Solo me mantengo en silencio, observando los árboles, agradecido como un niño por seguir teniendo su compañía. Por un momento me siento mal por el hecho de que, en el fondo, ese no era el destino que ella quería, pero prefiero olvidar esa realidad por un momento. Mantenerme así, ignorante. Como un niño.

Ese egoísmo que me hace sentir ella es algo que todavía no he logrado interpretarlo. Es un resquicio de mi antiguo yo que se niega a desaparecer.

—Annie, ¿estás ahí? Necesito hablar contigo. 

Una voz suave y fresca como una brisa estival interrumpe este silencio. En menos de dos segundos, Maud Hofer se sitúa ante nosotros con la vacilación propia de un niño pequeño que está asustado. Me da igual que finja seguridad con sus gestos rápidos y su porte rector; su mirada esquiva la delata. 

—Me encontré esto en mi taquilla hace un rato cuando la estaba vaciando —dice, sacando del bolso un paquete pequeño envuelto en papel de regalo dorado—. Es tuyo, ¿verdad?

—Tiene pegada una etiqueta que pone «De Annie para Maud», ¿de quién crees que es?

—Tuyo.

—Pues eso. 

La chica se mesa el pelo que hoy trae, por primera vez, alisado. Se abrocha el botón de su chaqueta negra, se cruza de brazos y prosigue:

—¿Por qué me das un regalo?

—Es mi forma de decir que te perdono —le aclara con una sonrisa de lado. Acto seguido, se inclina hacia delante y abraza sus piernas mientras le mantiene la mirada—. ¿No vas a abrirlo?

Maud curva la boca hacia abajo y su labio inferior empieza a temblar. Se lleva una mano a la frente y cierra los ojos unos segundos. Después, se limpia la cara con las palmas de las manos y emite un largo suspiro pesaroso. 

—Siento mucho haberte hecho daño. Estaba celosa —nos confiesa, con una voz sin fuerzas.

—¿Por qué?

—Porque antes todo el mundo se fijaba en mí, pero cuando me equivoqué nadie quiso seguir a mi lado y me quedé sin amigos. Todos, incluso las personas a las que les había contado cosas privadas sobre mi vida, las que me conocían y decían que me entendían, empezaron a estar contigo y se olvidaron de mí. Me sentí tan humillada. 

Vuelve a reinar el silencio, uno tan pesado como una losa. Soy consciente de que si se alarga demasiado tiempo empeorará la situación, así que decido intervenir. 

—Que tú compartieses cosas privadas con los demás no les obliga a estar a tu lado pase lo que pase. Ese tipo de confesiones hacen que te ates a ellos más de lo que ellos se atan a ti, Maud.

Sus ojos marrones se clavan en los míos. Abre la boca y la cierra un par de veces antes de responderme; parece que mi explicación la ha dejado perdida. 

—Pero eran ellos los que siempre preguntaban sobre mi vida —dice, más como una queja—. A veces pienso que eso era lo único que querían de mí.

—Quizás porque eso era lo único que demostrabas que podías ofrecerles. —En ese momento, a Maud se le empiezan a aguar los ojos. Annie me da un golpe en el pecho y ahí me doy cuenta de que he sido muy frío con nuestra compañera—. Perdón, pero no te lo digo a mal. Simplemente te equivocaste a la hora de comunicarte con los demás, pero no tiene nada de malo equivocarse ni eres la única a la que le ha pasado algo parecido. Yo culpaba a los demás por cómo me veían, cuando la culpa era sobre todo mía. Solo debes aceptar tus errores y corregirlos, ¿de acuerdo?

Ella asiente con la cabeza y se limpia las lágrimas con la muñeca. 

—Vale, de acuerdo. Si tú lo dices seguro que llevas razón. —¿Eh? ¿A qué ha venido eso? ¿Por qué le tiene tanta estima a mis palabras?—. Bueno, voy a abrir tu regalo, Annie. —Deshace la envoltura con mucho cuidado de no romper el papel dorado. Cuando termina, nos muestra una caja cuadrada y plana de plástico negra. Con una sonrisa tímida, la abre—. Wow, me has regalado un collar... —Y la sonrisa se le borra de golpe—. Un collar que tiene como colgante una croqueta.

Entonces, sin poder evitarlo, mi amiga y yo nos echamos a reír.

—Lo siento, jo. Pensé que sería divertido. Es que no sé qué cosas te gustan pero siempre hablas de tu odio por las croquetas. 

—Bueno... Supongo que eso es culpa mía. —Se aparta la melena a un lado y coloca el collar alrededor del cuello. Acto seguido, coge el teléfono y se saca una selfie—. Me encanta. Muchas gracias, Annie. No pensé que ninguno de mis compañeros me haría un regalo de graduación. —Ahora nos dedica una sonrisa mucho más amplia que la anterior y, quizás, la más bonita que hemos visto en ella—. Se lo voy a enseñar a mi hermana. ¡Nos vemos en la zona de aperitivos!

Y se aleja hacia el otro lado del edificio. 

Tras un instante donde nos dedicamos a pensar en lo que ha sucedido, decido despejar algunas dudas que tengo:

—Tú no eres una gran defensora del perdón. ¿Por qué la has perdonado?

—Uhm... Bueno, digamos que decidí hacerle caso a cierto delegado nuestro como forma de demostrarle mi cariño —me confiesa con timidez. Sin embargo, sus palabras me han dejado un poco frío. Ella parece percatarse de ese detalle, así que me agarra de los hombros con fuerza y exclama—: Samuel, espabila. ¿Acaso no escuchaste lo que dijo Maud al irse? ¡Zona de aperitivos! ¡Comida gratis! Sigámosla. —Se detiene, mira mi abdomen frunciendo el ceño y murmura—: oye, se te está saliendo.

La sujeto por las muñecas antes de que intente meterme la camisa dentro del pantalón y nos levantamos con el único propósito de llenar el estómago. Solo damos dos pasos, cuando nos percatamos de que hay otra persona frente a nosotros. 

—Hola, chicos, ¿puedo hablar con vosotros?

La presencia de Tanja Bauer, la gran desaparecida durante la graduación, nos detiene. Annie y yo nos detallamos su ropa; hoy va inusualmente guapa, con el pelo recogido en un moño alto sujeto por dos palillos bastante discretos. Dos mechones oscuros caen a cada lado de su cara, cerca de los ojos. No usa sus características gafas rojas y lleva un largo vestido violeta que resalta aún más su piel pálida. Es un conjunto sencillo y elegante, al igual que lo es ella.

Se agarra un brazo con la mano contraria y esquiva nuestra mirada. Parece tan nerviosa que me dispongo a darle una respuesta afirmativa, cuando Annie se me adelante y dice, tajante:

—No.

Y esa negativa tan abrupta provoca que Tanja la mire entornando los ojos, ponga las manos en la cintura y haga desaparecer su actitud insegura.

—¿Qué pasa, Annie? ¿No has escuchado la parte del discurso donde dice que no debemos guardar rencores?

—Sí, y no me aplica.

—Espera —interrumpo—. ¿Cómo lo escuchaste si no estabas presente?

Ambas me observan con cara de enfado, como si hubiese comentado la mayor estupidez del mundo. Bueno, vale, ya me callo.

—Eres la misma niña malcriada de siempre —le espeta, provocando que mi amiga dé un paso al frente y la encare. Yo solo pienso que lo que menos me apetece ahora mismo es presenciar una discusión.

Por favor, que aparezca un churrero. 

—¿A eso has venido? ¿A seguir discutiendo? No es el momento ni el lugar.

—No. Tienes razón. Mejor empiezo de nuevo. —Se lleva las manos a la frente, como si necesitase aclarar las ideas y, tras un momento de silencio, vuelve a hablar—: mañana se acaba el plazo de adjudicación de la beca.

—Ajá. ¿Y?

—Pues que mis padres no están nada contentos con la idea de que me vaya a estudiar fuera. Es más, no están contentos con ninguna de mis decisiones, como siempre. Pensé que eso cambiaría con la beca, pero no ha sido así. Me han dicho que qué importa un premio tan grande como una beca, si lo que necesito es mejorar como persona. —Inclina la cabeza a un lado, y cambia su tono de voz por uno más cansado—. Ellos siempre me dicen ese tipo de cosas, pero nunca me dan una solución para arreglar los defectos que no dejan de ver en mí, así que me siento frustrada, porque no sé qué es lo que quieren de mí. El problema es que hoy me he dado cuenta de que ni siquiera yo lo sé.

Annie da un paso hacia atrás. Su gesto de enfado se ha volatilizado y ahora parece mucho más calmada.  

—Vaya, pensé que tus padres se alegrarían. 

—Y yo, pero solo me dijeron que si pensaba solucionar mis problemas con una beca, es que no estaba entendiendo nada. Supongo que en el fondo no soy una gran persona, por eso te hice daño, dejé de lado a Samuel y mi familia está descontenta conmigo. 

Nos quedamos en silencio porque no tenemos ni la más remota idea de qué decir. Es verdad, Tanja le hizo mucho daño a Annie con su actitud y sus palabras y rompió nuestra amistad sin darme explicaciones, de un día para otro. Siempre fue una persona amable y simpática, pero su forma de ser poco clara y comunicativa le impide formar amistades profundas. Su única excepción ha sido mi exnovia. Supongo que, para su familia, sus virtudes no compensan sus fallos. 

—Llevo unos días bastante mal y tuve la tonta idea de hablar con Endler hace un rato para que me diese algún consejo porque, bueno, además de nuestro tutor, también es mi amigo. Pero estaba tan superada por la situación que lo único que se me ocurrió hacer fue declararme. —Se aprieta el puente de la nariz con los dedos y suelta una risa que, sobre todo, me transmite dolor y cansancio—. No solo me rechazó, como era evidente, sino que también se fue sin decirme qué hay de malo en mí, por cuál estúpido motivo no puede corresponderme además de los evidentes. 

Ahí es cuando Tanja empieza a llorar, echando a perder su maquillaje. Annie le acaricia el brazo porque, a pesar de su enfado, no puede ignorar el hecho de que su mejor amiga lo está pasando mal.

—Así... Así que, supongo que debo hacer caso al discurso de Reinhardt —prosigue, esforzándose para que no se le quiebre la voz—, e intentar solucionar las cosas por mi cuenta dando lo mejor de mí misma. Por eso vine aquí, para disculparme con ambos. Samuel, siento mucho haber roto nuestra amistad solo porque Annie y tú costasteis. Me inventé bandos que no existían y me comporté como una cría. Y Annie —prosigue, dirigiéndose a mi amiga—, siento mucho haber discutido contigo, no te lo merecías. Tú siempre has sido buena conmigo pero te ataqué para desahogarme. Espero que podáis perdonarme.

—Por mi parte no tienes nada de qué preocuparte —respondo. Mientras, mi amiga se abraza a sí misma y mira a los árboles sin dar una respuesta, gesto que vuelve a poner nerviosa a Tanja.

—¿Annie? —insiste, pero ella sigue sin mirarle a la cara, por lo que la chica, tras un corto rato en silencio, decide que es el momento de irse—. Bueno, busqué hacer mi mejor esfuerzo ahora mismo, pero veo que no ha sido suficiente. Perdón por eso. Pero todavía puedo intentarlo una vez más: quédate tú con esa dichosa beca, yo no la quería de verdad, solo creí que era lo que querían para mí.

Annie levanta la cabeza, ahora sí para observar a su amiga, con un brillo en la mirada que nos señala la incrédula felicidad que está sintiendo ahora mismo.

—¿Es en serio?

—Sí. Esa dichosa beca solo traía problemas, ¡nos volvía a todos tan competitivos! En vez de un premio parecía una maldición. Además, he decidido empezar a vivir mi vida admirándome, aunque me dé miedo. Se acabó la Tanja que seguía los pasos de los demás sin pensar en sí misma, solo para que se fijasen en ella. Es una promesa —jura, apretando los puños—. En fin, volveré con mi familia, que mis tíos quieren hacerse una foto conmigo desde hace horas. Nos vemos, chicos. —Se da la vuelta, dispuesta a irse. Pero, antes de desaparecer, dice algo más—: y Annie, vive tú también tu vida aunque tengas miedo. 

La chica se va con unas prisas que no provocan decirle nada más. Cuando la perdemos de vista, Annie se gira para contemplarme, con los ojos muy abiertos, aguados. Se lleva las manos a la boca, inspira con fuerza y se pone roja. Pienso que, motivada por la alegría, saltará a mis brazos en cualquier momento, que gritará tanto que la escucharán desde el otro lado del edificio, donde estamos todos reunidos. Sin embargo, lo único que hace es emitir un sonido ahogado y echarse a llorar. No tengo ni la más remota idea de si es a causa de la felicidad, del miedo o de la tristeza. Quizás es una mezcla de todas esas cosas.

—Al final lo logré —murmura, antes de que la abrace.

Puede que el problema sea que todavía no se cree que una chica como ella haya ganado algo que parecía tan valioso e inalcanzable como esa beca. Puede que, si empezara a valorarse, comprendiera que tiene la capacidad de conseguir todo aquello que se propone. Sospecho que alguien más necesita creer en el discurso que acaba de escuchar y, de pronto, me nace la imperiosa necesidad de querer recordarle cada día de su vida que ella es merecedora de los sueños que anidan en cada rincón de su mente. Ella y todas las personas de este mundo movidas por las buenas intenciones. 

°°°

Sonnie y yo nos encontramos en el Nasse Katze, pasando la noche en un incómodo silencio que es interrumpido, de vez en cuando, por las risas de los dos trabajadores del lugar. La chica se ha pasado todo el rato contemplando la calle a través de la ventana, con la barbilla apoyada en una mano, resoplando a cada minuto que pasa. Por favor, que alguien me salve de esta situación tan incómoda. 

—Aquí la camarera Annie a vuestro servicio, ¿qué queréis que os ponga?

Mi amiga aparece frente a nosotros vistiendo el uniforme reglamentario de camarero. Espero a que mi acompañante responda; sin embargo, lo único que hace es chascar la lengua provocando que esta se ponga nerviosa. En fin, creo que es mejor que hable yo:

—Un café con leche pequeño, gracias.

—Martini con vodka agitado, no mezclado —contesta al fin Sonnie sin mirarla a la cara, mientras intenta ocultar una sonrisa de lado.

Annie recita en voz baja su petición pero, a mitad de frase, se da cuenta de que no tiene mucho sentido.

—¿Eh?

—Un vesper. 

—¿Un qué?

—Ya sabes: ginebra, vodka, lillet blanc. ¿No tienes ni idea de lo que te hablo?

—¡No seas tan mala, Sonneschein! —le interrumpe Hugo, que se encuentra detrás de la barra—. ¿No ves que no lleva ni un mes trabajando?

La chica hace el amago de responder, pero se aguanta las ganas e hincha los mofletes. Acto seguido resopla, frunce la boca y se cruza de brazos. Annie murmura que nos traerá dos cafés y se dirige hacia donde está su compañero. Los vemos tras la barra; charlan mientras preparan nuestros pedidos y no paran de reírse. Parece que lo pasan muy bien juntos y siento que eso, de alguna forma, pone de los nervios a Sonnie.

No medito ni dos segundos más acerca de ese pensamiento porque la chica clava sus ojos en los míos y me habla:

—¿Puedo hacerte una pregunta, Samuel?

—Claro.

—¿Crees que se gustan?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Estás celosa?

—¡No! —exclama, enfadada y roja como un tomate de esos que no sabes si son frutas, verduras, hortalizas o el mismo demonio. Uf, otra vez este dilema no—. Bueno, puede que sí. Pero no es porque me guste Hugo, ¿vale? —me asegura, mientras se frota las manos a la tela de su pantalón vaquero—. Es solo que tengo miedo porque yo... Mira, da igual, tampoco quiero incordiarte con mis rollos.

—No me incordias. Hoy por ti, mañana por mí, ¿recuerdas?

Deja escapar una sonrisa tímida al escuchar esa frase. Se lleva una mano al cuello, carraspea y toma la palabra de nuevo:

—Verás, es que antes formábamos un grupo de tres amigos. Sí, lo sé, podríamos ser pocos pero éramos un grupo fuerte, por lo que nunca tuve que preocuparme de perder contacto con ellos. Pero desde que... Ya sabes, desde que uno de los integrantes se fue, es como si a Hugo y a mí nos costase hablar entre nosotros. Y a mí me duele eso, porque tengo miedo de que al ser solo dos, Hugo ya no me tenga tan en cuenta como antes. Dios, creo que me explico fatal. 

—Tienes miedo de que haga otros amigos y se olvide de ti. ¿Me equivoco?

—No, qué va. No te equivocas. Sé que suena egoísta pero yo lo quiero mucho, ¿sabes? Y me duele reconocer que a veces siento que Hugo es lo único que me queda. Es decir, tengo más amigos, pero nunca nadie se pudo comparar a ellos dos. —Se lleva las manos a la frente y resopla—. No sé qué hacer, no quiero perderlo.

—Entonces dile cómo te sientes —respondo, como si fuese la mayor obviedad, y ella me observa con los ojos muy abiertos.

—¿Qué? ¡No! Qué vergüenza. Seguro que piensa que soy tonta.

—Madre mía —me río, porque su inseguridad me resulta de lo más simpática—. Hugo te conoce, así que no tiene motivos para pensar eso. Como decía cierta hermana tuya: tus palabras, si están dichas desde el corazón y con la mejor de las intenciones, llegarán a la otra persona de la manera correcta. Uhm... Bueno, la verdad es que no recuerdo la frase exacta —me sincero, y ahora es ella quien se echa a reír—. Solo elige bien la forma en la que quieres transmitirle tus sentimientos, Sonnie.

—Pero... —Espero a que termine; sin embargo, no me dice nada más.

—Escucha, si tú no das el paso para salvar vuestra amistad, dejarás que sea el tiempo el que tome una decisión al respecto, y puede que no sea la que tú esperabas. Dime, ¿quién crees que tiene la solución a un problema de dos?

—Supongo que solo las dos personas implicadas. 

—¿Y quién es la única capaz de darle solución a tus miedos?

—¿Yo?

—Ajá.

Suspira y posa de nuevo la mirada en la calle, aunque esta vez con una sonrisa tranquila.

—¿Sabes algo, Samuel? Por un momento sentí que estaba hablando con mi hermana —me confiesa, y yo me quedo mudo analizando sus palabras.

No sé cómo sentirme al respecto, pero si eso significa que ha percibido un atisbo de crecimiento en mi persona, entonces puedo darme por satisfecho no solo por sus palabras, sino porque las mías han servido para que ella esté tranquila. He invertido estos minutos en algo bueno; he dado lo mejor de mí mismo y he logrado que ella sonría.

Me dispongo a volver a hablarle cuando Hugo aparece a nuestro lado con cargando una bandeja plateada con dos cafés.

—Hola, chicos. ¿Qué tal? —Yo respondo mientras él deja las consumiciones sobre la mesa, pero Sonnie se queda callada, moviéndose en su asiento tan inquieta, que cualquiera diría que no se aguanta las ganas de ir al baño—. ¿Pasa algo?

—Esto, verás... —comienza.

—¿Sí?

Me mira y yo le sonrío para transmitirle ánimos. Vamos, confía en ti misma.

—Ya vale, ¿por qué estáis tan juntitos Annie y tú? ¿Os gustáis o qué? —les recrimina tan alto que tanto la única clienta del lugar como mi mejor amiga la escuchan, y esta última se tapa la cara con la jarra de cristal que estaba lavando hace un momento con un trapo. Madre mía, qué mal empezamos.

—¿Perdona? ¿A qué viene eso, Sonneschein?

Sonnie vuelve a mirarme, pero esta vez con miedo, como pidiéndome que la salve de esta situación demasiado violenta. Yo niego con la cabeza. Venga, puedes hacerlo por ti misma, tienes otra oportunidad de llevar la conversación por el camino correcto, aprovéchala.

—Tranquila —me limito a decir, ignorando que a Hugo le extraña mi intervención. 

—Es que siento que ya no me haces caso, y tengo miedo de que te olvides de mí ya que ahora solo somos dos en nuestro grupo. Tenemos que ser amigos de jubilación, y de residencia de ancianos, ¿recuerdas? —prosigue, con la mirada gacha pero mejor tono, y a Hugo se le suaviza el gesto—. Desde que él se fue, siento que ya no te interesa ser mi amigo. Joder, yo te quiero mucho, pero tengo miedo de que te olvides de eso y nuestra amistad muera. 

Ella se calla. Después, murmura que está muy avergonzada. Se frota la frente con una mano temblorosa y agacha más la cabeza, ocultando el rostro tras su cabello. Entonces, para su sorpresa, Hugo deja la bandeja en la mesa y le coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Después, acaricia su mejilla durante un instante tan corto que casi se me pasa desapercibido ese gesto.

—Chicos, ya es hora de cerrar, ¿por qué no nos dejáis solos? —nos pide a los presentes.

La única clienta de la cafetería se despide y sale del lugar inmersa en su teléfono. Yo dejo el dinero que valió mi consumición y espero a Annie cerca de unos aparcamientos. Ella tarda cinco minutos en aparecer sin el delantal y con su bolso. Nos alejamos de la cafetería y, cuando estamos a bastante distancia, nos giramos con la única intención de ser unos cotillas: distinguimos dentro del local a los dos amigos sentados frente a la barra, hablando muy cerca el uno del otro. En un momento dado, se dan un abrazo y, después, un beso. Bien, parece que Sonnie ha conseguido transmitirle de forma correcta a Hugo sus inseguridades, y me alegro por eso.

—Qué mal, estaba celosa —murmura Annie, sujetándome del brazo para captar mi atención—. ¿Crees que por eso me hablaba mal?

—Puede ser, pero no se lo tengas en cuenta —le pido, retomando el camino de vuelta a casa. Miro a los lados, me rasco la mejilla y carraspeo—. Entonces, ¿no te gusta Hugo?

—¡No! ¿Por qué?

—Por nada, mera curiosidad.

La escucho resoplar como respuesta. El resto del trayecto lo pasamos sumidos en un estricto silencio. Hace ya rato que ella debió separarse de mí para ir en dirección a su casa, pero entiendo que quiere acompañarme un rato más, así que no le digo nada al respecto; ya se las arreglará tomando un bus. En un momento dado, cuando nos encontramos a quince minutos de mi destino, nos sentamos en un muro bajo que bordea el jardín de una casa porque a ella le duelen los pies. No me extraña, lleva horas sin poder sentarse. 

—Me alegra ver que cada día estás más animado —me comenta mientras revisa las notificaciones de su teléfono.

—Porque cada vez estoy mejor —le respondo, revisando también el mío. Cuando termino, lo guardo en el bolsillo y observo su rostro iluminado por la luz de la pantalla—. Gracias por cuidar de mí y por no obligarme a estar contento. 

—No es nada, Sam. Cada uno lleva su ritmo.

—Entiendo... —Me rasco la nuca y miro a otro lado antes de retomar la palabra—. Bueno, cuéntame: ¿estás emocionada por vivir en Estados Unidos?

—Ni te lo imaginas. Estoy tan feliz que a veces, cuando voy sola por la calle, me empiezo a reír sola y la gente se aleja de mí. Quizás piensan que estoy loca. —No me extraña—.  Mi madre también está súper contenta. Además, en cuanto pueda, pienso llevarme a mi hermano conmigo.

—¿Y qué ha dicho tu padre al respecto?

—Se opuso a que me fuera. Se pensó que podía retenerme a su lado como intentó hacer con Anke, pero no lo logrará. Se quedará solo como tanto se merece —afirma, con una rabia inusitada en ella. Acto seguido, apaga el teléfono y lo tira con brusquedad dentro del bolso—. Bueno, dejemos de hablar de mí. ¿Y tú? ¿Estás nervioso por tu futura vida universitaria?

—No mucho, la verdad. Solo espero no arrepentirme de mi decisión. A veces me da miedo equivocarme de carrera.

—No te preocupes por eso, Sam. Ya verás como todo irá bien, tienes un gran referente y muchas ganas de aprender. Además, yo confío en ti.

—Sí, lo sé.

—Y los libros de psicología te gustaban, ¿no?

—Eh... ¿Sí? —digo, algo contrariado—. Aunque hubo una guía que no me gustó mucho.

—Ah, está bien.

Alfufre no acertó con esa guía —insisto, y ella frunce el ceño.

—Pensé que se llamaba Alwufre.

Te he pillado.

—¡Ajá! Mientes horriblemente mal, Annie —le digo, estirándole las mejillas, mientras ella empieza a ponerse nerviosa. Me da ligeros manotazos para que la suelte, pero lo hace con la misma fuerza que un peluche al que se le están agotando las pilas—. Te hablé de las cartas pero nunca te dije nada sobre su contenido ni cómo se llamaba el remitente.

—¡Es que me lo contaron!

—No me lo creo —insisto. Ella aprieta los puños y me aparta el brazo para alejarme, molestándose conmigo sin motivo alguno—. Lo sabía. Tú eres la única que me vio leer El mundo de Sofía. Fuiste tú quien me estuvo ayudando todo este tiempo mandándome esos paquetes a mi casa. Pensaste que me podías engañar, pero no soy tan lento, ¿sabes?

—Ay, calla.

—No te creas que te librarás de que me burle por lo evidente que fuis...

—Fuimos los dos. Él y yo —suelta de pronto con un tono serio, dejándome mudo y borrándome la sonrisa de golpe. Sé que nadie quiere decirme su nombre para no incomodarme o hacerme daño. Y es que, en efecto, no es necesario ningún nombre para que comprenda de quién está hablando, y para que mi ánimo caiga por los suelos—. Un día él me preguntó cuál podría ser la carrera indicada para ti. Estaba preocupado porque te sentías muy perdido. Charlamos durante una tarde entera y llegamos a la conclusión de que era la psicología porque admirabas mucho a tu psicóloga. Pero sentimos que no podíamos hablarte directamente del tema porque a veces eres un poco terco, y cabía la posibilidad de que nos llevases la contraria solo porque opinábamos por ti y tú todavía estabas muy asustado con ese tema. Así que entre los dos decidimos imitar a El mundo de Sofía y enviarte algunas cartas para guiarte. Yo te mandé la primera, pero como después tú y yo nos peleamos, él mandó la segunda. La tercera la hicimos entre los dos. Por si te preguntas cómo llegaban a tu casa, él las dejaba en tu buzón cuando pasaba por allí. Era muy divertido porque no te dabas cuenta de nada.

—¿Pero cómo conseguisteis los libros? —le interrogo, todavía asimilando toda esa información—. Algunos eran muy caros.

—Eso no importa, jo. ¡Su valor no alcanza el de nuestra amistad! Además, tampoco gastamos tanto dinero como creíamos porque la psicología te sedujo bastante rápido, alma débil. —Me saca la lengua y prosigue—:  Por eso Alwufre desapareció, porque sentimos que ya eras capaz de enfrentar todas las realidades, reivindicarte y mover el columpio con tu fuerza de voluntad —dice eso último con tono de burla, mientras me pincha el vientre con el dedo índice.

Me echo a reír al entender esa referencia. Después, le rodeo los hombros con un brazo para atraerla a mí.

—Leíste el libro.

—Tú me lo recomendaste.

—Ambos estabais cuidando de mí más de lo que pensaba.

—Sí, porque te queremos, bobo.

Ya lo sé, soy demasiado consciente de ello. No sé qué he hecho para merecerlos. 

—Gracias, me ayudasteis a dar un paso que no me atrevía a dar yo solo —digo, mientras poso la mirada en las estrellas, con una sonrisa tan serena como mis sentimientos ahora mismo. Creo que nunca me cansaré de dar las gracias por todo lo que he recibido de ellos dos—. Déjame compensarte. ¿Hay algo de lo que tengas miedo? ¿Algo que necesites escuchar en este momento?

—Bueno... —murmura, bajando la mirada al suelo—. ¿Hay forma humana de que me convenzas de que me merezco esa beca?

Esa pregunta me pilla desprevenido. Suspiro y giro la cabeza para verla. No es necesario que piense demasiado lo que voy a responderle, porque cuando estoy en paz con ella, las palabras nacen solas:

—Annie, estoy convencido de que te mereces absolutamente cualquier cosa que te propongas conseguir en esta vida.

—¿Cualquiera?

—Sí, pero solo si das lo mejor de ti misma. Por ejemplo, trabajaste mucho para tener una buena media, y no solo la conseguiste, sino que te llevaste la beca. ¿No es esa razón más que suficiente para que empieces a creer en ti?

—Siguiendo esa lógica, ¿me merezco todo lo que desee si lucho por ello?

—Claro que sí, porque eres una chica muy valiosa. 

Entonces, ella gira el rostro para verme, me da un beso en la mejilla y dice algo que consigue desestabilizarme por completo.

—Sam, no importa cuántos años pasen, cuando sonríes y pareces feliz, siento algo muy fuerte en el pecho.

Analizo muy despacio cada una de las palabras que me ha dicho. Poco a poco, a medida que les voy dando significado, noto como si me estuviese perdiendo la noción del tiempo y el espacio, y solo estuviésemos ella y yo en esta oscura noche que ahora podría llamar mundo. Así que me envalentono a le hago la siguiente pregunta:

—¿Y qué es eso que sientes?

—No sé, impaciencia.

—¿Impaciencia por qué? —insisto, bajando el tono de voz mientras acerco mi rostro al suyo.

—Porque quiero hacerte aún más feliz —confiesa, apoyando la cabeza en mi hombro mientras deja la vista fija en el cielo—. Y unas veces siento que me falta el tiempo para ponerme a ello y, otras, que me sobra. Quisiera no acostumbrarme nunca a lo que me provocas, porque me gusta. 

El corazón comienza a latirme más rápido, la vista se me nubla a causa de unas lágrimas que no afloran y que ni yo mismo entiendo. Me llevo una mano a la mejilla y me percato de que está temblando. Dios, su amor es tan inmenso que es capaz de abrigar toda mi alma en los momentos donde más frío tiene. 

—Estás siendo muy dulce ahora mismo.

—¿Y eso te hace feliz? —Afirmo con un leve susurro y ella se pega más a mí—. ¿Puedo serlo más?

Nos miramos y, entonces, noto gracias a la luz de una farola situada sobre nosotros el rubor de sus mejillas. Puede que se haya percatado de ese detalle, así que no tarda ni dos segundos en romper la hechizante atmósfera que ha construido con sus palabras, en apartar sus ojos de los míos y marcar una distancia prudencial entre ambos.

—¡Me pones nerviosa! —suelta de pronto, alejándose aún más de mí. Mira la hora en su teléfono y se lleva una mano a la frente—. Ay, es muy tarde, debería irme. Nos vemos el sábado, Sam.

Se da la vuelta, dispuesta a huir de mí y emprender el camino hacia una parada de autobús, cuando yo la agarro por el brazo y la giro, obligándola a mirarme. Antes de que me pregunta qué es lo que quiero, respondo yo:

—No creo merecerme tu cariño —confieso, para sorpresa de ambos. Sorpresa de ella porque no se esperaba esta muestra de debilidad, sorpresa mía porque no era consciente de este sentimiento tan cargado de dolor hasta que lo he pronunciado en voz alta.

Annie mueve el brazo para soltarse de mi agarre y sonríe con dulzura antes de responderme:

—Entonces trabajaremos el tiempo que nos quede juntos para sentir que nos merecemos todo lo que hemos conseguido. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Annie. Muchas gracias por tu cariño, de verdad. Lo necesitaba. 

Nos despedimos con un abrazo, y yo me quedo sentado en el muro, con la vista fija en su espalda, observando como se aleja, ignorando el hecho de que tengo demasiado frío a pesar de que es verano, y de que mis manos están heladas como si me faltase el calor de otras manos para abrigarlas. Cuando llego a casa, me meto en mi cuarto, me apoyo en la madera de la puerta y dejo que la espalda resbale hasta sentarme en el suelo. Me froto la cara y, aunque necesito hacerlo, me prohíbo llorar. Pienso en todo lo que me ha dicho esa chica, en su cariño, en su cercanía, en la dulzura con la que se expresa un sentimiento cuando lo vives plenamente. Entonces, recuerdo la fragilidad de mis anteriores palabras, la sonrisa que me dio como respuesta llenando de calor mi pecho y, de pronto, me siento extrañamente débil. 

Todavía me duele su ausencia.

°°°

Holi! ¿Cómo estáis?

Impresiones aquí.

Amor aquí.

Quejas aquí.

Lo que sea aquí.
Lo que sea...
XD

En fin ^^

El capítulo me quedó tan largo que tuve que dividirlo en dos. Así que, en efecto, tenéis la siguiente parte muy posiblemente este fin de semana o, en su defecto, el siguiente como más tardar. Dependiendo de lo que tarde en revisarlo. Simplemente sed pacientes. Abracetes ^^

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro