LXII. Mi etapa de transición y mi amor por la chica que se infravaloraba (II).

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Agosto. Estoy en uno de los parques de Freude, sentado en un banco, mirando como un par de niños juegan en la arena mientras sus madres les piden que no se ensucien la ropa. El cielo está despejado y el sol pega con tanta fuerza que pocas personas se han atrevido a salir a pasear por esta zona. Compruebo la hora en el teléfono y suspiro; hace veinte minutos que quedé con un amigo de mi anterior Gymnasium para ir al cine, pero todavía no ha aparecido. Llevo más de dos años sin verlo y no tengo ni la más remota idea de por qué dejé de salir con él. Lo curioso es que cuando le comenté a Klaus mis planes, se rió de manera exagerada y hace un rato me mandó un mensaje deseándome buena suerte con ese chico. Uhm, sospecho que me oculta algo.

Resoplo mientras pienso que, si tarda diez minutos más en aparecer, lo mandaré a la mierda y regresaré a casa. Es entonces cuando atisbo, a varios metros de distancia, la espalda de una persona que me resulta demasiado familiar. Me fijo en que está de pie frente a un lienzo colocado en un caballete de dibujo y, de pronto, mi mente empieza a llenarse, no sé por qué, de datos sobre la Segunda Guerra Mundial. Qué curioso, ¿quién será?

No quiero perder la esperanza contigo como la perdieron las Potencias del Eje tras el desembarco de Normandía, así que te daré una pista: ¿qué compañero tuyo es aficionado al arte?

¡Cierto! ¡Adolf!

—¿Qué haces aquí solo? —le pregunto cuando llego a su altura, y él se gira para verme con unos expresivos ojos azules que parecen huidizos. Noto que tiene un pincel en la mano y llego a una brillante conclusión—: ¿estás dibujando el paisaje?

—Oh, Sa... Samuel, qué susto me has dado —contesta Adolf, con un ligero temblor en su voz—. Pues sí, has acertado, aunque no era algo difícil de adivinar. —Señala el lienzo con la mano que tiene libre y yo me quedo absorto en su pintura, en los cálidos colores que reflejan, en silencio, un verano que termina y un paisaje que parece en movimiento a pesar de ser un retrato estático. La destreza de este chico nunca dejará de sorprenderme—. Por cierto, Adam y Dustin también vinieron al parque, aunque se fueron hace un rato a comprar unos helados. Uhm... ¿Pasa algo? —Me percato de que sigo ensimismado en su cuadro, así que niego con la cabeza. Él se echa a reír—. ¿Y tú a qué has venido?

—He quedado con un amigo de mi anterior Gymnasium para ver una peli. Hacía siglos que no sabía nada de él.

—Ah, es cierto, eras de otro centro. Annie y tú llegasteis al Sinclair hace dos años.

—Sí, éramos los nuevos.

―Siento tan lejana esa época que hasta me resulta irreal ―murmura, volviendo su atención de nuevo al lienzo―. Eso me hace pensar en muchas cosas.

—Cuéntamelas —le aliento. La verdad es que me hace mucha gracia lo filosófico y anciano que es este chico cuando habla—. Me interesan bastante. 

—Nah, da igual, son tonterías.

―Si ocupan tu mente no son tonterías ―respondo, posicionándome todavía más cerca del caballete. Él niega con la cabeza y centra su atención en mí.

―Que sepas que discrepo con esa frase. Creo que hay cosas que son una tontería y que nos vuelven tontos por dedicarles nuestro tiempo.

Lo miro frunciendo el ceño y Adolf bosteza.  

—Pero ¿me vas a contar esas cosas o no? 

―Bueno, tú lo has querido ―sigue, posando el pincel en el travesaño inferior del caballete―. Pues antes creía que eras un completo idiota.

¿Auch?

―Eso ya me lo dijiste una vez.

―Lo sé. Pero, ¿sabes? Me alegra que vinieses a nuestro centro. Por primera vez voy a poder decir que me da mucha lástima haber terminado el curso. Este año me lo pasé muy bien, y en parte es gracias a ti.

Doy un paso hacia atrás para marcar las distancias y lo miro, contrariado.

—Eh... ¿Qué? ¿Por qué es gracias a mí?

―Tú te esforzaste para que todos estuviésemos unidos.

―No, no te confundas, Adolf, eso fue gracias a... A nuestro delegado, no gracias a mí. No me atribuyas los méritos de otro.

—¿Qué ha pasado con nuestro Rey del Ego? —¿Eh? ¿De qué habla?—. Samuel, durante todos estos años de instituto estuve solo, sin casi amigos. ¿Sabías tú eso?

Me llevo una mano al pelo, confundido.

—Lo intuía.

―Ya. En clase solo os acordabais de mí porque, para vosotros, yo era un chiste andante. Y todo por culpa de mi nombre. ¿Alguna vez fuiste consciente de eso?

—No.

Cierra los ojos un momento y resopla.

―Lo sé. Para mí era bastante doloroso saber que mis propios compañeros me reducían a una burla. Todos participasteis en eso, incluso tú. Bueno, todos salvo Heidi, que era la única persona a la que podía llamar amiga. Y estoy seguro de que pensasteis que vuestras burlas no me afectaban porque os reíais, pero yo no lo hacía.

Se me forma un nudo en la garganta debido al tono pesaroso con el que habla. Ahora mismo me siento como la mayor de las basuras.

—Lo siento, en serio, no tenía ni idea. Es que de aquella yo ni siquiera me paraba a pensar en los demás... 

—No te estoy recriminando nada —se apresura a responderme, quizás tras percatarse de mi tono decaído. Me consuela sentir sinceridad en sus palabras—. A ver, sí que es verdad que el ambiente de nuestra clase comenzó a cambiar gracias a la llegada de un compañero nuevo, pero eso no quita tu mérito. Te pongo un ejemplo: cuando te peleaste con Annie, los chicos nos reunimos todos para mostrarte nuestro apoyo y desde aquella no hemos vuelto a separarnos. ¿Te acuerdas de ese día?

—Claro.

―Pues ese día tú fuiste el único que se interesó en conocer esa faceta mía con el dibujo.

—Adolf, os reunisteis porque alguien os lo pidió —le aclaro, serio.

—Pero lo hicimos por ti, terco —se burla—. Porque te apreciamos. Además, tú fuiste quien logró que Adler dejase de ser un petardo tan molesto como un grano en el culo.

Iugh. Cerebro, ha llegado el momento de que borres esa imagen de mi mente.

¡Por fin estamos de acuerdo en algo!

—Te confundes otra vez, hice eso porque me lo pidieron...

―Samuel, te lo pidieron porque consideraron que tú eras el único que podía conseguirlo y, en efecto, lo conseguiste. Al igual que fuiste tú quien tomó la iniciativa de quedar conmigo para conocerme mejor. ¿Te acuerdas? Incluso las gemelas han dejado de estar solas y ser siniestras y han pasado a unirse a nuestro grupo y compartirnos sus ocurrencias, sobre todo Emma ―me explica, y ahora más que nunca soy consciente de todos esos cambios. Porque si vuelvo atrás, me percato de que el ambiente en clase era tan distinto al que hubo al final, tan dividido y, a veces, tan superficial―. No te dabas cuenta, pero nuestra clase estaba más unida que nunca, y en parte gracias a ti.

—¿Por qué?

―Supongo que porque, en el fondo, la gente agradece que saques lo mejor de ellos mismos. Es que este último año me he dado cuenta de que tienes esa extraña cualidad de hacer que la gente a tu alrededor cambie. Eres genial, ¿sabes? Así que gracias por no dejarme de lado, y por lograr que haya tenido un buen último año lleno de experiencias como saber lo que es tener un grupo de amigos. Los pequeños gestos...

—Pueden cambiar la vida de una persona —le interrumpo.

«Y cuando lo consigues, esa persona ya no te olvida».

Porque también estamos en este mundo para cambiar el de los demás.

—Siento mucho haberme burlado de ti, en serio —insisto, realmente arrepentido.

—Bah, eso es agua pasada.

—Pero me lo recordaste por algo. 

—Sí, porque sé que no eres consciente de todos los cambios que hubo a tu alrededor. A primera vista pareces un egocéntrico, pero tienes una humildad que te hace ciego. Supongo que lo primero era pura fachada.

Miro en silencio como unos niños juegan en los columpios. Después, me río.

—Mi madre me enseñó que si demostraba que me amaba a mí mismo, a la gente le costaría averiguar cómo pisarme.

—Entiendo —murmura, con la mirada gacha. Entonces, me señala con el pincel y prosigue—: cógelo, anda. —Yo lo tomo con mucho cuidado, porque siento como si me hubiese entregado algo muy valioso para él. Este respeto hacia lo ajeno me surgió cuando entendí lo importante que es valorar lo que me hace feliz. El piano es un ejemplo—. A principios de curso te pedí que te definieses con un dibujo y tú hiciste un círculo. Tengo curiosidad por saber qué dibujarías ahora.

—¿Por qué? 

―No sé, es que has cambiado, así que es posible que tu forma de expresarte también lo haya hecho. ¡Vamos! ¿A qué esperas?

Me coloco ante el lienzo en blanco y siento ese reclamante vacío hablándome. Por un momento me identifico con él, porque hace un tiempo yo era un lienzo en blanco que deseaba cubrirse con la poderosa tinta de un camino claro y una guía.

Poso el pincel en el papel y cumplo con la petición de mi compañero, quien observa cada uno de mis movimientos con una inusitada curiosidad. 

—Interesante, has dibujado una línea ascendente y curvada. —Debe estar de broma. ¿Qué ve de interesante en eso?—. ¿Por qué no la hiciste recta?

—No sé, ¿porque eso es aburrido?

—Las líneas rectas son perfectas, o eso dicen.

—¿No se supone que las líneas curvas están formadas por infinitas líneas rectas? Entonces la mía sigue siendo perfecta —la defiendo, como un padre orgulloso. Era más simple responder eso que explicarle que, en este momento de mi vida, huyo del concepto de perfección que tanto ansiaba acatar, porque también la hallo en otras acciones que son la representación de nuestros deseos, deseos que han olvidado cualquier imposición—. Además, si le añado dos puntos forma un smile —digo, y cuando termino de dibujarlos, él me arrebata el pincel.

—Y si añado otra línea curva en el lado contrario a la tuya, formo una doble carita sonriente. Qué curioso es el arte, ¿eh?

Doy un paso hacia atrás para contemplar nuestro dibujo, sin tener las ideas claras.

—Creo que otra vez no entiendo qué intentas decirme.

―Que una sonrisa puede formar más sonrisas.

—Ya... —murmuro—. Eso es verdad.

—Gracias por todo lo que has hecho por mí durante este curso. —Se detiene, me mira frunciendo el ceño y suelta una carcajada—. ¿En serio, Samuel?

—¿Qué pasa?

―Te has puesto rojo. ¿Tanta vergüenza te da que te halaguen?

—Madre mía, ¿qué demonios dices? —me quejo, llevándome como acto reflejo una mano a la cara. Será mentiroso—. No es verdad.

―¡Eh, Samuel! ―me llama de pronto un chico. Giro la cabeza para saber de quién se trata y me encuentro a mi antiguo compañero, acompañado de una chica que debe rondar nuestra edad, y que se agarra a él como un koala a un árbol. Wow, no han cambiado ni un poco en estos dos años. De hecho, me siento como si volviese a tener quince―. Cuánto tiempo, chico, ¿recuerdas a mi novia Gina? ―Asiento y él la abraza de una forma tan empalagosa que me resulta de todo menos romántica―. ¿Te importa que venga con nosotros a ver la peli? Y si te apetece dile a Annie que se una, así hacemos una cita doble o algo por el estilo.

—Eh... Yo ya no estoy con An...

—¿Qué te apetece ver, gordi? —le pregunta a la chica. Está tan concentrado en ella que incluso comienza a caminar sin darse cuenta de que no le sigo. Es ahí cuando recuerdo algo:

Esta pareja siempre lograba que sus amigos se sintiesen como candelabros. ¡Aj! ¿Cómo se me pudo haber olvidado? Además, él es la típica persona que no se despega nunca de su novia y centra toda su vida en ella. Dios, qué desastre. Juro que estoy escuchando las burlas de Klaus a kilómetros de distancia. 

—¿Sabes qué? —digo en bajo, dirigiéndome a Adolf—. Me quedo contigo.

—Pero ¿y tu amigo?

―Ese no es mi amigo, tú sí ―le aclaro, sentándome de nuevo en uno de los bancos mientras la pareja sale del parque―. Es más, seguro que tarda un buen rato en darse cuenta de que no les sigo. Podemos seguir hablando si es que no te molesto.

Y, en efecto, ese chico tardaría media hora en percatarse de que había dejado a alguien atrás en el camino. Mientras, yo disfrutaría de la compañía de una personas que aprecio y que me hizo creer en la fuerza de mi mera existencia. 

°°° 

Miércoles. Son las once, la luna llena corona el cielo y el viento sopla con una fuerza inusual para una noche de verano. Hago estiramientos en un parque desierto; después de mucho tiempo, me he visto en la necesidad de correr para despejar la mente porque las paredes de mi cuarto me provocaban claustrofobia. Necesito sumergirme de nuevo en la sensación de que no existe nada más que yo y el mundo que dejo atrás a cada paso. 

Tras flexionar por última vez las piernas, me mentalizo sobre cuál será mi próximo objetivo: la tienda 24 horas que hace esquina con la zapatería donde mis padres llevan a arreglar su calzado. Respiro e inspiro con parsimonia y me dispongo a salir trotando. Sin embargo, cuando doy dos pasos, distingo a lo lejos una cabellera rubia que se aproxima a mí a toda velocidad, moviendo las manos para captar mi atención. ¿Quién es?

—¡Samueeeel! —grita con alegría una voz que al momento reconozco como la de Ava.

Podría detenerme para que me dé alcance, pero no lo hago. Simplemente avanzo lo más rápido que puedo hacia mi objetivo, manteniéndome a una buena distancia de ella.

—¿Qué pasa? —le digo tras dos minutos de carrera. No solo le cuesta alcanzarme, sino que se nota, por su gesto de sufrimiento, que le está costando tan siquiera intentarlo—. ¿No se suponía que eras más rápida que yo?

Creo que he herido su orgullo, porque no sé de dónde saca las fuerzas para acelerar el paso y acercarse más a mí. Ah, no, ni de broma. Esta chica no va a ganarme.

Y no lo hace, porque tras varios traspiés y creer que me iba a desmayar del esfuerzo, llego a la entrada de la tienda y me proclamo claro vencedor por una ventaja enorme. Porque Samuel Müller nunca gana de milagro, lo hace sobradamente. 

—Sospecho... Sospecho que te gané —empiezo a burlarme cuando llega a mi posición. Me inclino hacia delante, apoyo las manos en las rodillas e intento recuperar el ritmo normal de mi respiración. Una señora que pasa a nuestro lado nos observa con recelo mientras abraza sus bolsas de la compra—. Te dije que era muy rápido.

La puerta automática del establecimiento se mantiene abierta por culpa de mi presencia, así que me alejo un poco de ella. Ava se mantiene en el sitio provocando que esta siga abierta.

—Ah, mierda, no me puedo creer que tú me hayas ganado —se queja—. O sea, quiero decir, no es que sea una ofensa, pero aj, ¡odio perder!

—Veo que eres competitiva, ¿eh?

—¿Por qué lo dices? —pregunta de pronto, incómoda. Pensé que era obvio. ¿Por qué le ha incomodado el comentario?

—Por nada. —Nos mantenemos en silencio, ella esquivando mi mirada y posándola en el suelo, yo sintiendo que el ambiente está tenso, así que vuelvo a hablar—: ¿quieres la revancha? Aún me quedan fuerzas para ganarte de nuevo.

No le da tiempo a responderme porque, de pronto, escuchamos unas risas provenir de dentro de la tienda, y algún que otro insulto que, por un momento, creo que van dirigidos a ella. Miro hacia el interior para saber lo que sucede, y me encuentro con un grupo de seis chicos que están en la caja registradora que hay frente a la puerta. Ava se acerca a mí intentando ocultar su rostro tras mi espalda. Acto seguido, tira de mi chaqueta y me arrastra tras unos coches estacionados en el pequeño parking del lugar. Yo me dejo llevar sin oponer resistencia alguna. Sea lo que sea que esté sucediendo, sé que me lo va a explicar cuando se sienta más tranquila.

—¿Y esos chicos? ¿Quiénes son? —murmuro cuando el grupo sale de la tienda, porque no reconozco a ninguno de los integrantes. Este sitio está tan oscuro que es imposible que nos vean, y estoy seguro de que esa era la intención de mi acompañante. Ella permanece muda, con la mirada fija en los chicos que ya se encuentran bastante lejos del lugar—. ¿Te pasa algo?

—No, qué va. Pero ya se me quitaron las ganas de correr.

Extraño.

—Perdona que no te hubiese llamado antes para correr como te prometí, es que justo hoy lo retomé y se me olvidó por completo avisarte.

—No pasa nada —responde, con tan poca energía que parece como ausente, así que poso una mano en su hombro y le hago una pregunta que quizás la incomode:

—Puede que esto te moleste, pero ¿por qué esos chicos te llamaban Copérnica?

Ella suspira, se separa de mí, le da una patada a una cajetilla de tabaco que hay tirada en el suelo y responde:

—Esos de ahí eran un par de compañeros de clase y sus amigos. Me llaman Copérnica y mil tonterías más porque dicen que soy tan tonta que seguro que aún creo que el universo gira alrededor del sol. O de mí misma. Ah, también me llaman tierraplanista. —Frunzo el ceño tras escuchar algo que, en mi opinión, me parece una tontería. ¿Qué edad se creen que tienen? ¿Doce? Ella, en cambio, suelta una risa torpe—. Bueno, al menos esos son motes graciosos, quiero decir, cuando se los cuento a la gente, se echan a reír.

—A mí no me hacen gracia —respondo, tajante, detalle que la deja contrariada.

—¿Por qué? Es lo único que queda, que tengan gracia.

—Pero eso no quita que se están riendo de ti y que te duele —digo, mientras tengo en mente a Adolf. 

Ella me mira con los ojos muy abiertos. Entonces, puede que envalentonada por mi opinión, suelta una frase cargada con toda la energía que la faltaba hace un momento:

—No soy tonta. Ellos lo son.

—Claro que no eres tonta. Además, cada uno es listo en el ámbito en el que destaca. Los que se burlan de ti, no serían capaces de superarte en una carrera, eres súper rápida —le explico, y ahora no solo recuerdo a Adolf, sino a mi hermana—. Y seguro que eres más ingeniosa que ellos, esos insultos son tan poco originales.

—¿Verdad que sí? Son unos nerds —me responde mientras volvemos a la acera para seguir nuestro camino—. Muchas gracias, creo que me siento mejor.

—No es nada. La próxima vez que corra, te aviso. Así que pasado mañana por la tarde quizás te mande un mensaje.

—Está bien.

—Y una cosa más: no dejes que nadie te baje el ánimo.

Me observa en silencio, con la boca ligeramente abierta. Como absorta. Entonces, sujeta mi muñeca y habla de nuevo:

—Te pareces mucho a él.

—¿Eh?

—Él siempre me decía ese tipo de cosas. Habláis igual.

Al momento, entiendo a qué se refiere. Suelto una sonrisa comedida y esquivo su mirada. A lo largo de este año, mi forma de pensar se ha visto muy influenciada por las personas que entraron en mi vida, aunque no tengo claro hasta qué punto he cambiado por ellas. 

Ava parece tan alegre por mis palabras y me transmite una energía tan desbordante, que si me dijese que sería capaz de ganarme en una carrera, la creería sin dudar. Estoy a punto de proponerle una revancha cuando, de pronto, una mano se posa en la cabeza de la chica. Ambos levantamos la vista para saber de quién se trata y se nos borra la sonrisa de la cara.

—¿Pero a quién tenemos aquí? A la chica más inteligente compartiendo su sabiduría con, oh, vaya, ¡con Samuel Müller! —exclama Hannes mientras despeina a Ava y esta, que se ha puesto aún más pálida de lo que es, retrocede para alejarse de él—. ¿Puedo unirme a la conversación?

—No —responde Ava sin titubear. Entonces, el chico le dedica una mala mirada que mengua toda su valentía de golpe—. Quiero decir, no puedes unirte a la conversación porque yo ya me estaba despidiendo de él. En fin, ya nos veremos cuando tú quieras, Samuel.

No dice nada más, simplemente se despide con la mano de forma brusca y se aleja corriendo, dejándonos tanto a mí como a Hannes algo contrariados. Ambos permanecemos quietos observando como, poco a poco, el horizonte empequeñece la figura de la muchacha hasta que, pasados unos segundos, la hace desaparecer.

Menudo imbécil.

—¿Qué pasa? ¿Por qué se ha ido así? —me pregunta cuando yo ya di un par de pasos, dispuesto a irme también de allí. Sin embargo, esa pregunta consigue detenerme porque me molesta.

¿De verdad es tan ingenuo como para no saber la respuesta, o simplemente se está burlando?

—Tus amigos y tú os dedicáis a reíros de ella, ¿y todavía tienes la cara de preguntar por qué ha huido? —inquiero, en mal tono—. Después de todo este tiempo, ¿no has aprendido absolutamente nada?

—Vamos a aclarar unas cosas, Samuel: esos chicos que viste salir de la tienda ya no son mis amigos. Es más, yo ya no me junto con ese tipo de gente. Y mis problemas con Ava van más allá de un estúpido juego de niños para echarse unas risas a costa de alguien. Es algo personal.

—Ah, sí, tú justificando todas tus malas acciones. Qué novedad. En fin, hasta luego —le digo, volteándome para retomar de nuevo mi camino, cuando su voz vuelve a interrumpirme.

—Se acostó con mi novio.

Me detengo, cierro los ojos y aprieto la mandíbula. ¿Y qué?

—Págalo con él, que fue quien traicionó tu confianza, no con ella.

—¿Tienes una respuesta para todo o qué?

Me doy la vuelta y le mantengo la mirada.

—Más respuestas que tú excusas.

Hannes suelta una carcajada, le da al suelo con la punta del pie y responde:

—Qué cambiado estás, Samuel. Cuando nos reencontramos en aquel autobús ni siquiera sabías como huir de mí, ¿y ahora incluso te crees con el derecho de responderme así? Veo que tu novio te educó como es debido. Por cierto, ¿dónde se ha metido? Oh, es verdad, se fue —prosigue, con un tono burlón. Intenta desestabilizarme pero no lo consigue, de hecho, parece detestar que le mantenga la mirada firme mientras suelta esa sarta de tonterías—. ¿Algún día dejarás de mirarme por encima del hombro? Siento como si vieses en mí a alguien que ha ido por el mal camino pero, ¿sabes qué? No todos quieren tomar las mismas decisiones que tú y no por ello se equivocan. Pensar lo contrario te hace igual de imbécil que antes.

—Lo que tú digas.

—No me conoces ni sabes nada de mí.

Suelto una corta risa y resoplo. ¿Qué le pasa? Lo noto muy nervioso. ¿Acaso le afecta tanto no pisar a alguien? Porque conmigo no lo logrará.

—Sí que te conocía —afirmo, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón—. Eras un buen chico, eras callado, escuchabas a los demás y te preocupabas por ellos. No es que no te conozca, es que ya no te reconozco. Cambiaste de golpe, quién sabe por qué.

—Nadie cambia de golpe, quizás el problema es que no me conocías tan bien como creías —me responde dando un paso hacia delante para acercarse más a mí. Percibo en su tono de voz, de nuevo contenido, como intenta no perder los nervios—. ¿Sabes una cosa? Las personas con las que nos juntamos nos definen, y tú te juntabas mucho conmigo, ¿captas lo que te intento decir? Quién sabe, quizás no somos tan distintos, quizás solo necesitas un pequeño empujón para "torcerte" de la misma forma que crees que me he torcido yo.

—No me compares contigo. ¿Estás orgulloso con el tipo de persona en la que te has convertido?

—Ilústrame, Einstein.

—Intentaste darme una paliza, acosaste a una chica hasta que se suicidó, atormentaste a su hermano que terminó con problemas psicológicos. Tus actos dicen mucho del tipo de persona que eres.

—Haces lecturas muy simples.

—Simples son tus motivos —remato, dejándolo con la palabra en la boca. Se aprieta el puente de la nariz y suspira.

—Yo no le dije a esa chica que se suicidase, chica que, por cierto, acosaba a Olga con la víbora de su novia. Y ya. Me pone de los nervios que defiendas siempre a tu novio. Él no era más que un débil y un egoísta. Esa persona que tanto defiendes, basaba todas sus acciones en limpiar su conciencia para poder dormir por las noches, para perdonarse a sí mismo. No era pura bondad como tú te piensas, era pura fachada. Un cabrón que usaba a mi hermana para chantajearme y, después, para limpiar su conciencia. Lo sé porque podía notarlo cada vez que los veía estar juntos. Dime entonces, ¿qué diferencia hay entre él y yo? ¿Eh? —inquiere, perdiendo aún más los nervios con cada palabra que pronuncia. Olga nunca ha sido su tema favorito de conversación—. Prefiero ser yo mismo y tener mis propias motivaciones, a fingir ser otra persona y tener motivaciones que no existen por simple apariencia. Jaque mate, chico. No defendías a una buena persona, solo a un cobarde. Así que baja ya esos humos que llevas. Al menos yo tengo la valentía de asumir quién soy, algo de lo que no es capaz casi nadie. —Se da la vuelta, quizás porque piensa que ha ganado una batalla que él mismo se ha inventado, porque piensa que no voy a responderle. Pero, de pronto, se detiene—. ¿Sabes? Siempre te ha encantado comer de la mano de quien finge ser bueno, por eso estabas tan enamorado de alguien tan tóxico como esa Annie, porque tú también vives de apariencias. Y luego eres tú quien va de moralista, juzgando el comportamiento de los demás.

Me quedo en silencio, serio, sin ganas de seguir respondiendo porque no tiene sentido hacerlo. Las palabras que le dirija a un necio llegarán a él con el mismo vacío que a un sordo. Supongo que Hannes solo quiere descargarse con alguien, pero no le daré el placer de seguir haciéndolo. Que se vaya a casa pensando que ha ganado esa batalla ficticia. No me importa. No me mueve ese orgullo tan inútil de vencer donde solo estás perdiendo.

—¿Qué pasa, Samuel? ¿Ya no sabes qué responder? —insiste, atreviéndose a acercarse de nuevo a mí. Y, cuando su rostro está a un palmo de distancia del mío, remata—: yo también me quedaría mudo al saber que he querido a esas mierdas de personas.

No. Por ellos nunca me quedaré callado.

—Di lo que quieras, la diferencia es que, según tú, a él le mueve el perdón, pero eso no cambiará nunca que a ti te mueve el rencor —respondo—. Y por eso vas a estar siempre haciendo daño a los demás. Por eso Ava se ha ido corriendo al verte, por eso yo no soporto hablar contigo, y por eso Olga quizás encontraba más paz hablando con ese supuesto cobarde, a pesar de lo que le hizo, que hablando contigo, un supuesto gran valiente. Vives compadeciéndote de los defectos ajenos. Así que adiós. —Me aparto de él y me dispongo a marcharme, no sin antes dedicarle unas últimas palabras—: ah, por cierto, los defectos que insistes en ver en los demás también te definen a ti. Quizás aquí eres el único cobarde.

Hannes aparta su mirada de la mía y se mantiene en silencio. Voy a dar el primer paso para irme. El problema es que, de pronto, me agarra del cuello de la camiseta, consiguiendo sorprenderme y desestabilizándome por completo.

—Pedazo de mierda. Eres un jodido imbécil —brama, y yo me mantengo inmóvil, todavía impresionado por su reacción que, en el fondo, debía haberme esperado—. Creo que te prefería antes, cuando solo callabas y jodías a los profesores sin dar la cara, o lanzabas xilófonos como un energúmeno. Por cierto, dime una cosa: ¿por qué te jodió tanto que te besase? ¿Porque te daba asco o porque te daba miedo reconocer que también te gustaban los chicos?

—Nada de eso —respondo, intentando no estar nervioso, aunque su agarre me está ahogando—. Fue porque me abrumaban las exigencias de todo el mundo, y tú me hiciste sentir todavía peor con un gesto tan egoísta como ese estúpido beso. ¡Suéltame, joder!

—Solo dices gilipolleces. ¿Por qué no te defiendes?

—¡Porque no quiero! —exclamo, y él se rinde; me suelta de la camiseta y yo me llevo una mano al cuello, tosiendo—. Me dijiste que querías cambiar, estas no son formas.

—¿Y cuáles son las formas? ¡Porque no las entiendo! —me grita, pero como no me inmuto, esquiva mi mirada y me pide—: joder, déjame en paz.  

—Bien, Hannes, ya te dejo en paz, pero cuando te preguntes quién de nosotros dos lleva razón, mira a tu alrededor y fíjate en cómo termina todo lo que tocas.

No me da tiempo a pensar si me he pasado de la raya con mi respuesta, porque Hannes se lleva las manos a la cara y me dice, con un tono pesaroso que borra por completo toda la molestia que siento:

—Pero ya es tarde para cambiar.

Ahí pienso que lo más probable es que él sí esté arrepentido de todo el daño que ha hecho, pero el verdadero problema sea que se siente perdido. Quizás se encuentra parado en una intersección sin saber qué camino elegir porque no tiene un guía, ni una linterna que ilumine sus pasos. Sin embargo, no deja de compadecerse de sí mismo y justificar así su mala actitud. Pero a pesar de lo molesto que esté con él, tengo la oportunidad de ayudarlo aunque solo sea con unas palabras de apoyo.

—No es tarde para tu hermana, ni para ti. Las cosas no pueden volver a ser como antes, pero puedes intentar solucionar lo que aún tiene arreglo. Solo asegúrate de tener claro en qué cosas invertir tu tiempo y esfuerzo. Si das lo mejor de ti mismo, todo irá bien. Cree en ti. Tú mismo te estás pisando. No deberías permitir eso. Deja de autocompadecerte y lucha, hazlo por Olga y por ti.

Agacha la mirada, con gesto decaído. Creo que he encontrado las palabras apropiadas para él. Quizás lo único que necesitaba era que alguien le recordase que se puede creer en uno mismo.

—Lo dices como si fuera lo más fácil del mundo.

—No, en verdad nada de lo que digo es fácil. Lleva mucho tiempo si quiera intentarlo.

—Entiendo —murmura, se lleva las manos al pelo y ríe, ríe de pura frustración—. Samuel, ¿por qué no podemos volver a llevarnos como antes?

—Porque tienes que aprender de tus errores, y porque no necesitas mi amistad para sentir que vas por el buen camino.

—Entonces aquí termina nuestra relación, ¿verdad? —pregunta, y yo afirmo con determinación—. Está bien.

—Pero eso no quita que te aprecié mucho cuando éramos amigos, ni que me arrepiento de lo que te hice. 

Él aprieta los labios, arrugando el mentón. Entonces, noto que sus ojos brillan como si estuviesen aguados. 

—Cállate, Einstein. 

—Ni tampoco quita el hecho de que debes creer en ti siempre. 

—Déjate de tonterías —murmura—. Mejor me voy con Olga. No sé qué hago en la calle cuando podría estar con mi familia o haciendo algo de provecho.

—¿Eso significa que me has escuchado? —pregunto, sin evitar sonreír. Él se gira y se encoge de hombros.

—Es posible. A ver si llevas la razón o te equivocas. Si es la primera opción no me verás más, si es la segunda, volveré para darte al fin una paliza. —Empieza a avanzar y abanea la mano para despedirse—. ¡Adiós, Samuel! Hasta nunca.

—¡Eso espero, Hannes!

Y así es como una persona que se definía como un valiente, decidió ser igual que aquellos que consideraba cobardes por buscar el perdón del mundo. 

Yo también me doy la vuelta y sigo caminando. Mientras me dirijo a casa, pienso en el hecho de que cuando insultas a los demás, hay un punto donde también te estás insultando a ti mismo; no estamos hechos de distintos sentimientos, partimos de una misma base que modulamos con el tiempo. Pero también pienso en lo importante que es defender lo que te hace feliz, incluso a aquellos que te moldearon con sus manos, porque eso también significa defenderse a sí mismo. Sin vergüenza, sin tapujos, con orgullo.

Además, que me despida aquí de él, no significa que me despida de su recuerdo. Por eso, en unos días, iré sin que nadie me mire hasta su casa, y le dejaré en la entrada un pequeño xilófono como disculpa por mis actos en el pasado. Porque un adiós no significa dejar solo en el camino a alguien, podemos ayudarle a avanzar desde la distancia. Como me enseñó cierta persona. Y, así, cierro una etapa. 

°°° 

—¡Y entonces Samuel le compró un xilófono! —se burla Klaus, que carcajea como una gallina en plena puesta de huevos. No ha tardado ni cinco minutos en compartir lo que me sucedió con Hannes una vez que se lo he contado. Menudo cotilla está hecho.

Nos encontramos en el coche de Annie, regresando a nuestra pequeña ciudad después de una escapada de dos días para disfrutar de un concierto de música electrónica, un género que a Adam le apasiona casi tanto como los wendigos. Tanto este como mi mejor amiga se echan a reír de manera escandalosa tras escuchar lo que ha dicho Klaus y yo, que me encuentro en los asientos traseros del coche con mi mejor amigo, opto por cruzarme de brazos e ignorarlos. Qué idiotas.

Klaus se dispone a quitarle la piel a un plátano para comerlo pero, de pronto, lo contempla como si se tratara de la fruta más interesante del universo y se lo coloca en... Sí, en la entrepierna.

—Eh, Samuel, fíjate qué bien dotado estoy —presume mientras se acerca a mí y yo lo miro con sumo desprecio. En serio, ¿qué demonios le pasa a este chico?—. Tienes envidia, ¿verdad?

—Por mucho que presumas, yo he visto cosas de ti por las que no tengo nada que envidiar —digo, lo suficientemente alto como para que todos los ocupantes del coche me escuchen y comprendan a qué me refiero. Klaus, ofendido, intenta atacarme con el plátano y nos adentramos en una pelea de manotazos. Y platanazos, claro.

—¡Perdone usted, elefante africano, por no tener pedazo trompa!

—¿¡Pero qué dices, enfermo!?

—¡Sois unos guarros! ¿Es que no podéis aprender de Adam? —se queja Annie y, entonces, nos percatamos de que este se está mirando el paquete—. Ay, ¡en serio! Tenéis el cerebro vacío.

Exhausto y con sueño, apoyo la cabeza en la ventanilla de la puerta y centro mi atención en el paisaje urbano que dejamos atrás. Entonces, varias gotas impactan contra el cristal, y es ahí cuando vislumbro a una chica caminando a paso rezagado por una de las aceras, cargada con varias bolsas de la compra. Yo pego un suspiro y cierro los ojos. Quién diría que se pondría a llover en pleno agosto...

Espera un momento.

—¡Hey! Esa de allí es Tanja —les aviso.

Annie suelta un resoplido y gira a la derecha para detenerse en el borde de la acera, justo al lado de nuestra compañera. Le pide a Adam que baje la ventanilla del copiloto mientras Tanja se agacha para ver quiénes están dentro del coche.

—Sube, te estás mojando —le pide, pero la chica se queda inmóvil, contemplándonos con gesto serio. Tanto mi mejor amigo como yo observamos como el pelo se le empieza a pegar a la cara por culpa de la lluvia. Es más, la camiseta también se le pega al cuerpo marcando su silueta. Entonces, Klaus le da el primer mordisco al plátano—. Muévete, que vas a coger un resfriado.

Es ahí cuando por fin reacciona. Asiente y entra al coche por la puerta contraria a la mía, sentándose al lado de Klaus. Annie arranca y el automóvil se sume en un completo silencio.

—No me puedo creer que esté lloviendo, con el calor más horrible que hace —desliza Adam, con la única intención de romper la tensión del ambiente—. Se te van a derretir los helados que compraste hace un rato, Annie.

—Bueno, pues que se conviertan en batidos. ¿Quieres que te dejemos en tu casa, Tanja?

—Sí —responde ella, con la mirada fija en sus bolsas de la compra. Caray, también lleva plátanos.

Nos miramos los unos a los otros, porque estamos seguros de que a nuestra compañera le incomoda demasiado compartir el mismo espacio que nosotros. Entonces, el coche se detiene frente a un paso de cebra. Dos chicas a las que también les ha sorprendido la lluvia lo cruzan mientras se abrazan a sí mismas. El agua transparenta sus camisas, dejándonos una visión bastante clara de sus sujetadores. Sí, es un dato bastante irrelevante, pero Adam no lo deja pasar por alto.

—Qué raro que no hagas ningún comentario de los tuyos, Klaus.

—Sí, ahora que lo pienso, hace mucho que no dices ninguna de tus cerdadas —desliza Annie, mientras coloca el espejo retrovisor. Durante un instante, nuestras miradas hacen contacto, y yo la aparto al momento para posarla de nuevo en la calle. Mi amiga tiene razón, hace ya bastante tiempo que Klaus se comporta como un ser humano racional, y no como un descendiente directo de los trogloditas, pero me extraña que nadie más se percatara excepto yo—. ¿Qué ha pasado? ¿Va todo bien?

—¿Eh? ¡Claro que todo va bien! Solo dejé de hacer ese tipo de cosas porque me aburren. Lo bueno es que ahora que soy respetuoso, las chicas me querrán mucho más. Total, ser un caballero está de moda —se jacta, cruzándose de brazos, y Adam se echa a reír.

—En fin —suelta al fin Tanja, llamando la atención de todos—. Ya me parecía raro que decidieses cambiar por ti mismo. ¿Por cuál chica estás intentando dejar de ser tan capullo?

Todos nos quedamos en silencio, entonces, él se ríe y le responde con sorna:

—Yo no soy de esa clase de personas que se dedica a cambiar para agradarle a los demás, me valoro mucho más que eso —dice, provocando que la chica agache la mirada—. Te quejas por como soy, pero cuando mejoro, sigues viendo problemas en mí. ¿Por qué te molesto tanto?

—Eso es porque...

—¿Porque cree el ladrón que todos son de su condición? —suelta una frase que me resulta demasiado dura. En serio, ¿qué pasa que últimamente no paro de meterme en peleas?—. Pues ¿sabes qué? Que me siento muy bien cambiando por y para mí. Te recomiendo probar esa experiencia, doña Perfecta adoradora de las matemáticas.

Y le da un último bocado al plátano. Tanja, por su parte, mantiene la cabeza gacha y se dedica a jugar con los dedos de su mano. Qué raro, ¿acaso no va a responderle?

—Perdón, tienes razón. —Nos giramos para observar a nuestra compañera, sorprendidos de que le dé la razón en vez de chillarle. Entonces, le agarra las manos con brusquedad—. No quiero que nos volvamos a pelear. Siento mucho haberte hablado de esa forma, hoy no tuve un buen día, aunque sé que eso no sirve de excusa —se disculpa, y percibo un leve sonrojo en las mejillas del chico. Oh, no—. Me parece increíble que quieras cambiar y ser mejor persona. Así que por favor, seamos amigos.

—Me... —balbucea Klaus, mientras le tiemblan las manos tanto como la voz—. Dios, me gustas.

—¿¡Qué!? —exclamamos al unísono el resto. En serio, ¿qué tenía ese plátano para que haya dicho semejante estupidez?

Creo que cualquier ser humano debería apreciar la fortuna de tener un amigo como yo porque, en un movimiento rápido, giro la cabeza de Annie para que vuelva a centrar su atención en la carretera.

—Escúchame con atención, hoy no quiero morir en un accidente de tráfico —le advierto a mi amiga a un centímetro de su oreja. Acto seguido, le rodeo la cara a Klaus y simulo que lo ahogo para que todos en el coche ignoren el detalle de que se ha puesto rojo como el culo de un babuino tras dos horas de sesión diarreica—. No le hagas caso, Tanja, ¡está borracho!

Tanja, que parece más relajada tras escuchar mis palabras, le toca el hombro a la conductora para captar su atención.

—Annie, puedes dejarme en esta calle, así aprovecho para hacerle una visita a un amigo. 

Baja del coche y se despide con un leve movimiento de cabeza. El coche vuelve a arrancar y retomamos el camino a casa en silencio, pero este no tarda en romperse porque Adam y Klaus quieren escapar de este ambiente incómodo; nos piden que los dejemos cerca de una cafetería y se van dando un portazo.

Esperamos a que se alejen. Yo cojo uno de los helados, me paso al asiento del copiloto y ella arranca sin dirigirme la palabra. Últimamente evitamos estar a solas, aunque no tengo claro por qué. Sin embargo, me niego a quedarme callado sin averiguar el motivo, así que decido dar el paso y hablarle:

—A ver si lo entiendo, ¿sigues o no sigues enfadada con Tanja?

—Más o menos, ¿por qué?

—Creo que no lo está pasando bien, y parece que no te importa mucho.

—Pues sí, ahora mismo me da igual —suelta, con cierta molestia.

Así es Annie, cuando está enfadada con alguien ya nada le importa, y todo lo que le sucede a esa persona se vuelve externo a ella. O eso pretender aparentar, porque sabe fingir muy bien. 

—Sé que estás preocupada por ella.

—Aish, calla. Solo voy a ignorarla durante un tiempo, así aprende la lección —bufa, torciendo la boca—. Déjame un poco en paz y preocúpate por tu helado, se te está derritiendo —me advierte, y se ríe cuando me percato de que el chocolate me está cayendo por la mano. Aj, qué asco.

En un momento dado, me comenta que está cansada de conducir y necesita descansar, así que mete el coche en un camino de tierra al lado de un campo. Gira la llave para apagar el vehículo, pone el freno de mano, se sacude el pantalón y me mira con una sonrisa tierna mientras tomo mi helado, como si estuviese frente a un niño. Bueno, todo lo que implique comer usando la lengua nunca ha sido una tarea digna. 

—Oye, ya ha pasado más de un mes desde la ruptura, ¿cómo lo llevas? —prosigue, mientras coge su teléfono para revisarlo. Es curioso, pero es la única que se atreve a preguntarme sobre ese tema, y la única que no me molesta si lo hace.

—Bien, y espero que él también lo lleve bien.

—Sí, no te preocupes por eso —desliza, mientras mira con el ceño fruncido el móvil. Sé que no ha sido su intención, pero a mí se me ha quitado el ánimo de golpe—. Oye, ¿me pasas uno de los hel...? ¿Qué pasa?

—¿Por qué estás tan segura?

—Ah, por nada, me expresé mal —se apresura a decirme—. Quiero decir que sé que ambos sois lo suficientemente fuertes como para superar cualquier problema.

—Annie, no soy tonto. Dime.

—No —responde, tajante, guardando el teléfono en el bolsillo. ¿Qué demonios?

—¡Annie!

—Es solo que yo todavía lo tengo agregado a mis redes sociales.

—¿Y?

—Que en sus últimas actualizaciones aparece mucho con una chica, y se ven muy cercanos, pero no preguntes más sobre eso porque no te hará bien —responde, acelerada. Yo me llevo una mano al cuello de la camiseta y carraspeo, porque siento un nudo en la garganta—. Lo siento, se me escapó, ¿vale?

—Me da igual que se te escapara o no. Necesito verlo —suelto, sacando mi teléfono del bolsillo.

Ella intenta echarse sobre mí para quitármelo, pero le pongo el brazo delante para frenarla y ganar tiempo. No tardo más de cinco segundos en abrir Instagram y buscar su perfil. Me armo de valor y, tras un mes sin ver su rostro, reviso su última actualización. Me encuentro con una foto suya frente a un castillo de Oslo. Pulso en las stories y se reproduce un vídeo. Annie y yo nos quedamos en silencio, inmóviles, observando como una chica le abraza por la espalda, pegando el rostro al suyo. Los dos sonríen mucho, y yo permanezco absorto sin perder el más mínimo detalle de ese gesto que tanto significa para mí. Justo cuando va a hablar, Annie consigue quitarme el teléfono.

—¡Párate! Deja de hacerte daño, Samuel.

—No me hago daño —respondo, con la voz entrecortada, y ahí me percato de que ella está observando con preocupación como hasta mis manos están temblando, así que las poso en las piernas, intentando ocultar mi debilidad—. Me da igual, que rehaga su vida lo rápido que quiera. Porque yo no soy así, yo no soy tan...

No puedo terminar de hablar; Annie se ha echado sobre mí para abrazarme con tanta fuerza que me ha dejado sin palabras.

Le devuelvo el abrazo, intentando contener un sollozo. Él se ve tan feliz... Pero si eso era lo que más deseaba, ¿por qué me duele? No me entiendo. ¿Y por qué sale tanto con esa chica? 

La respuesta viene a mí con la misma rapidez con la que me destroza. ¿Acaso ya me está superando?

—Tranquilo, seguro que no es lo que piensas.

«No necesitas una respuesta, me conoces».

Lo sé, pero no somos personas estáticas, en lo que sea que cambies a partir de ahora, yo te iré desconociendo cada vez más.

«No me olvides».

—Perdón —digo con la voz quebrada, separándome de Annie—, te he manchado el pelo de chocolate, aunque no sé cómo. ¿Dónde está mi helado?

—No te preocupes, jo, tengo unos pañuelos en la guantera. ¿Me coges un paquete?

Abro la guantera mientras ella se entretiene chupando las puntas de su pelo manchadas. Meto la mano y saco un montón de papeles, el manual del coche, un chaleco reflectante, algunas facturas, una libreta y varias fotos, más concretamente las que tenía colgadas en su cuarto, esas donde salimos juntos. Cuando cojo los pañuelos, tuerzo la cabeza y descubro que ella me está mirando con una infinita vergüenza plasmada en sus ojos.

—Se me olvidó que tenía eso ahí —me dice, quitándome todas las fotos de la mano excepto la tira que nos sacamos en el fotomatón de un parque de atracciones hace ya dos años.

Me río al ver la cara de idiotas con las que salimos. En unas sacamos la lengua, en otra nos estiramos las mejillas. Y tan solo teníamos quince años. En fin.

—Nuestra relación fue muy bonita.

—Fue. Pero para mí fue la mejor —murmura, acariciando el dorso de su mano con la contraria. Ahí me percato de algo: desde que revisé la red social, su ánimo también se ha volatilizado—. Aunque supongo que tú ya no piensas lo mismo.

—Esto no es cuestión de comparaciones. Cada una fue distinta, Annie.

—Aun así, me da pena lo mal que acabó. Qué envidia, lo vuestro terminó tan bien. Una bonita despedida, un beso... Y en la nuestra solo nos gritamos, y fuimos una peor versión de nosotros mismos. A veces me gustaría volver al pasado y cambiar eso.

—¿Y qué cambiarías? —Espero, pero como no responde, sigo—: bah, no te preocupes tanto, lo nuestro no ha terminado —continuo, sonriéndole, aunque con la mirada fija en el exterior—. Seguimos siendo amigos y nos despediremos de la mejor forma posible cuando te vayas a Estados Unidos. Todas esas...

Me detengo, porque por el reflejo del cristal percibo su rostro triste. Cuando me giro, compruebo que tiene los ojos aguados.

—Esta conversación es importante para mí, Sam.

—No he dicho lo contrario.

—No entiendes nada.

—¿Qué? No, no te entiendo, perdón. Annie, ¿qué cambiarías?

—Da igual.

—Annie —insisto—. ¿Qué cambiarías?

Carraspea, posa las manos en el volante y habla:

—Nuestro último beso.

—¿Eh? —suelto, tan contrariado que eso parece asustarla.

Se echa hacia atrás mientras me mira con los ojos muy abiertos, hasta que su espalda toca la puerta. Muerde su labio inferior, una lágrima cae por su mejilla sonrojada. No logro entender lo que siente ahora mismo, si molestia o vergüenza. Entonces, me da un manotazo en el brazo izquierdo y, sin pensarlo dos veces, sale del coche.

—Annie, ¡espera! —le pido, saliendo yo también del coche. Llueve cada vez con más fuerza, hasta el punto de que mi grito queda ahogado con el sonido del agua cayendo. Observo como tropieza con una rama y se abraza a sí misma, oportunidad que aprovecho para agarrarla por la cintura y arrastrarla de nuevo hacia el coche, mientras ella patalea para que le suelte. ¡Por Dios! ¿Qué le pasa hoy a todo el mundo?—. ¡Quieres estar quieta! —le pido mientras la empujo al asiento del conductor, y ella me señala el de al lado.

—¡Cámbiame de asiento!

—¡No!

Ignora mi respuesta y se coloca en el puesto del copiloto. Yo me posiciono frente al volante, cierro la puerta y me llevo las manos al pelo, que está empapado. Necesito que alguien me explique qué demonios acaba de pasar.

—Caprichosa.

—Insensible.

—Y tú eres... ¡Un lío!

El vehículo se llena de nuestras respiraciones agitadas. Nos miramos con los ojos entrecerrados y ella me dedica un mohín de enfado que no logro tomarme en serio. De pronto, toda la molestia se evapora y nos empezamos a reír. Yo echo el asiento lo más atrás que puedo, y observo como ella se abraza a sí misma, apoyando la cabeza contra el cristal de su puerta.

—Perdón, es que cada vez estoy más nerviosa por culpa del viaje.

—Entiendo —murmuro. Me limpio con la muñeca la gota de agua que cae por mi frente y la observo por el rabillo del ojo—. ¿En serio querías que te diera un beso? —prosigo para molestarla y mi amiga oculta su perfil con el pelo—. Cuando estás avergonzada te ves muy bonita.

—¿Sabes cuál es el problema? Que creo que entiendo como se siente Sonnie. Tengo miedo de que te vayas y nos distanciemos, y me frustra porque no sé cómo evitar que suceda.

—¿Y eso se arregla besándome? ¿O huyendo del coche? —inquiero, cogiendo su mano, detalle que le extraña—. Tú me hiciste, yo te hice. Conozco tus manos desde que eran la mitad de las mías.

—¿Qué quieres decirme con eso?

—Crecimos juntos. Eso no se olvida. 

Es extraño, pero por un momento disfruto de que le domine ese temor hasta el punto de hacerle perder todo tipo de lógica. Disfruto de que, en una balanza de prioridades, yo tenga el mismo valor que los sueños que persigue. Que dude, como yo habría dudado estando en la misma situación que ella. Así que, sin pensarlo dos veces, me sumerjo en la mayor de las debilidades humanas, la del sentimiento de soledad, y la voy atrayendo a mí hasta sentarla sobre mis piernas. La observo tan frágil ante mi cercanía, tan pequeña y tan nerviosa, que busco ser tan egoísta como ella me recuerda que debo serlo a veces.

¿Puedo olvidarte aunque solo sea un rato? Como supongo que tú intentas hacer conmigo. Quizás el error no será tan grave si lo intento con ella, si la acerco más a mí y...

Sujeto su cintura, la atraigo a mí y, tras acariciar su rostro, hago lo que tanto necesito, lo que en verdad mi alma desea: rodear su cuerpo con mis brazos y fundirnos en un abrazo. No. No me gusta verla como una mujer pequeña, no me gusta verla como una mujer frágil, ni nerviosa. Me gusta verla como lo que se ha convertido: una mujer cada vez más fuerte, más segura de sí misma, con un carácter que ahoga cada una de sus inseguridades. Sea lo que sea que intente con ella, en este año aprendí muchas cosas. Una de ellas, quizás la más importante, es que no se debe usar nunca a una persona, ni siquiera para aliviar nuestro dolor u olvidar nuestra soledad. Nadie debe ser objeto de nuestros sentimientos vulnerables. El egoísmo no cruzará el territorio del amor, y juro que amaré a esta chica de la forma más sana posible. Somos la orilla de una playa, aportaré todos los granos de arena necesarios a ese puñado que representa su felicidad.

Se acabó estar débil ante ella y que ella esté débil ante mí, todo porque su cariño confunde mi fortaleza en el momento en el que está más debilitada. No pienso hacerle daño nunca más.

—Deja de comparar nuestra relación con otras, cada vínculo es un mundo, ¿de acuerdo? —le pido, firme, acariciando su rostro—. Mírame y escúchame con atención: te prometo que nada cambiará lo nuestro, ni mil kilómetros impedirán que te compre siempre los churros que quieras.

Ella me contempla con tristeza, pero tras dedicarme una sonrisa dulce, responde:

—Puedo comprármelos yo sola.

Así me gusta.

—¿Y eso qué tiene que ver con que yo también te los pueda comprar? Boba.

Se separa de mí, se lleva las manos a la cara y sucumbe al llanto. Por un momento me preocupo, pero la sonrisa que todavía mantiene en su rostro me explica que sus lágrimas son de alegría.

—Gracias, ahora tengo menos miedo.

Annie se inclina hacia delante para volver a abrazarme. El problema es que se apoya en la palanca del respaldo, provocando que este se ponga horizontal y ambos terminemos tumbados en una posición bastante incómoda, porque ella está encima de mí, clavándome la mano en el vientre. Oh, Dios, duele un montón. Sin embargo, no tardamos ni dos segundos en echarnos a reír. La vuelvo a abrazar cuando, de pronto, me percato de que hay una mujer afuera que tiene la cara pegada en la ventanilla, espiándonos con la boca y los ojos muy abiertos. Pero ¿qué demonios?

—¡Sinvergüenzas! Fuera de este campo. ¡Iros a follar a vuestras casas! —nos grita mientras aporrea el cristal como una energúmena. Annie se gira como acto reflejo para ver de quién se trata, y el gesto de ambas se transforma en uno de pavor—. ¡Eres la hija de Geraldine!

La mujer, que está blanca como si hubiese visto un fantasma, se abanica el rostro con una mano. Acto seguido, sale huyendo del lugar. ¿Es impresión mía u hoy todo el mundo está loco?

 —¡Qué vergüenza! Esa mujer conoce a mi madre. ¡Seguro que irá corriendo a contarle lo que ha visto! Y le dirá que ni llevábamos ropa —farfulla mi amiga, mientras regresa al asiento del copiloto.

—Bueno, al menos podrá decir que tu amante del coche es guapo.

—¡Sam!

—¿Astro Rey está mejor? —me burlo, y ella me da un manotazo en el brazo. Eso me recuerda a algo—. Oye, ¿y mi helado?

Bajamos la mirada al suelo del coche y contemplamos en silencio un cadáver gastronómico de chocolate. Oh, amado helado, que Dios te tenga en su gloria. Estabas demasiado bueno pero no pudiste competir conmigo.

Espera un momento, ¡pensé que ya habíamos superado esa etapa de egocentrismo!

Nunca, Eustakio, nunca.

Muy bien, te advertí que te castigaría si volvías a llamarme así.

—Ay, joder —murmuro, llevándome la mano a la frente—. Siento como si alguien me estuviese martilleando la cabeza.

Nos mantenemos un buen rato limpiando el coche y, una vez que deja de llover, retomamos el trayecto a casa. Le pido que me deje a dos manzanas de donde vivo porque quiero caminar un rato solo, con la única intención de despejar la cabeza. La despido con una sonrisa que ella me devuelve y observo en silencio como se aleja calle abajo. Mientras camino, pienso en lo agradecido que estoy de haber recordado la importancia de una buena acción antes de cometer un error imperdonable, la importancia de actuar siempre alejado del egoísmo, de no dejarme llevar por deseos injustos, porque eso es lo que me ha permitido hacer lo correcto: sonreírle a la persona que quiero y contagiarle ese gesto en una etapa difícil de su vida. Esas son lecciones que aprendí en este año, como que cada una de nuestras acciones aporta un grano de arena a la felicidad del resto. Influimos mucho en los demás, hasta un punto que no logro entender. Es como si nos construyésemos los unos a los otros, aunque no todos tengamos la misma relevancia en esa obra.

Me pregunto cuántos habrán puesto un pedazo de sí mismos para hacerme como persona.

Un maullido me saca de mis divagaciones. Aparto la vista de unas nubes grises que avistaba en el horizonte y observo en la acera, a varios metros de distancia, a un gato gris con unos enormes ojos azules que me escrutan con curiosidad. Empieza a mover la cola cuando entiende que me he percatado de su presencia, y viene corriendo hacia mí. Yo me río, ¿acaso me estuvo esperando?

—Ven aquí, Mondschein —le digo, agachándome y abriendo los brazos para recibirla. Se abalanza sobre mí y, cuando la abrazo, empieza a palpar mi mentón con sus patas—. ¿Qué? ¿Me has echado de menos, pequeña? —Ella, como respuesta, se libra de mi abrazo, se mete debajo de mi camiseta y asoma la cabeza por el cuello de la prenda. Empieza a restregar su hocico contra mi cara mientras ronronea, y yo me echo a reír porque me hace cosquillas—. ¿Sabes qué? Cada vez me caes mejor, pequeña demonio.

Una reminiscencia de esta misma escena me detiene. Juraría que he vivido esto antes.

No tardo mucho en entenderlo, así que empiezo a visualizar la gran cantidad de arena que me aportaste, le influencia de tus manos construyéndome. Oye, no sé dónde estás, pero siento con demasiada fuerza que te quiero.

Gracias por enseñarme tantas cosas. 

°°° 

Suena el despertador del teléfono y yo lo apago de un manotazo, con la misma rabia con la que le pegaría a mi mayor enemigo. Me levanto de la cama, me desperezo y observo la hora en el reloj de pared con forma de gato. Oh, madre mía, ¿son las once de la mañana? Se me han pegado las sábanas. Voy corriendo a la ducha mientras me peleo con mi gata para que no entre en el baño conmigo. Cuando salgo y me visto, bajo las escaleras hacia el piso de abajo con la única intención de devorar una caja entera de cereales. Sin embargo, al llegar a la sala, me encuentro con que tenemos visita: mi madre está hablando con la señora Kissinger. Bueno, me temo que el desayuno tendrá que esperar. 

—Buenos días —las saludo. Están sentadas en los sofás, la una enfrente de la otra, tomando un café. 

—Hola, Oliver. ¿No es un poco tarde para levantarte? —pregunta mi madre. Sí, sí, ya lo sé—. Anda, siéntate con nosotras, así le cuentas un poco a Elrike cómo te va. 

Obedezco y me siento a su lado. Me preparo para soltar un discurso sobre qué tal estoy y qué cosas estoy haciendo durante el verano, pero me veo interrumpido por la persona que tengo al lado, la mujer que me dio la vida y que está claro que cree que no me otorgó el don de la palabra y el oído, porque le está contando con todo lujo de detalles cómo vagueo durante las vacaciones. 

—Hay días en los que lo veo más a su gata que a él —comenta con un deje de resignación—. Pero bueno, en breves empieza la universidad. Espero que todo vaya bien. 

—Seguro —responde la señora Kissinger. Acto seguido, se dirige a mí—. Te irás con Klaus. Últimamente pasáis mucho tiempo juntos. Os habéis hecho incluso más cercanos que antes. Me alegro por eso. —Entonces, hace una pregunta que me deja contrariado—: no sigues con el chico ese, ¿verdad?

—No. Se fue al extranjero.

—Entiendo. Por cierto, mi hijo me contó que has vuelto a salir mucho con tu amiga Annie. —Afirmo y ella me sonríe—. Haces bien. A veces, las viejas amistades te ayudan a asentar la cabeza en momentos difíciles. ¿No crees?

—Es posible. 

—Yo estoy segura de eso. Y, bueno, Klaus también me contó que cuando vayáis a la universidad estaréis en la misma residencia de estudiantes. Me parece que no os separaréis a pesar de estudiar carreras distintas.

—No. Seguiremos juntos, como siempre. 

—Sería genial que os tocase compartir la misma habitación —desliza mi madre tras sorber el café y yo vuelvo a asentir porque es verdad, sería increíble tener una cara conocida por allí, sobre todo si es la de mi mejor amigo—. No es algo muy probable, pero estoy segura de que hay formas de lograr que eso suceda. 

Ella me guiña un ojo y yo sonrío de incredulidad. ¿Qué estará planeando?

—No me parece una buena idea, Frieda —interviene Elrike, captando nuestra atención. ¿Qué? ¿Por qué?—. La universidad es la etapa idónea para conocer gente distinta y cambiar de aires. Si estás siempre pegado a las mismas personas, no podrás vivir nuevas experiencias con la misma intensidad que si estás solo. 

—Uhm... Lo que dices tiene bastante sentido —murmuro. La verdad es que no me había parado a pensar en ese detalle. 

—Pero si nosotras dos nos pasamos toda la carrera juntas —suelta mi madre, y su amiga se echa a reír.

—¿Y dónde nos conocimos? ¡En la universidad! —Posa la taza de café en la mesita y se echa la melena rubia detrás de los hombros—. ¿Veis como llevo razón? Así que no es necesario que Klaus y tú estéis tan pegados el uno al otro, eso es dependencia social. Id cada uno a vuestro aire y disfrutad de la experiencia con nuevas amistades, que aún sois jóvenes.  

—Sí, tienes razón. Gracias por el consejo —le digo, y ella me dedica una amplia sonrisa. 

—No es nada. Me alegra que tengas en cuenta mis palabras. Ojalá lo paséis muy bien en la universidad.  

Mi madre carraspea, captando nuestra atención. Acto seguido, se levanta del sofá, se alisa la falda y me habla:

—Oliver, justo ahora iba al banco, ¿quieres acompañarme? —me pregunta, y ni siquiera me da tiempo a responder, porque me agarra del brazo con la intención de arrastrarme a la salida—. Elrike, me dijiste que querías hablar con Dieter, ¿verdad? Que hace mucho que no lo saludas. Pues aprovecha, que mi marido está arriba en su despacho. Nosotros ya nos vamos. Volvemos en un rato.

En un abrir y cerrar de ojos, salimos de casa y nos dirigimos a su BMW, yo contrariado, ella decidida. Baja la ventanilla, quita el freno de mano, le da al botón de arranque y sale del recinto escopetada. Por favor, no me ha dado tiempo ni de ponerme el cinturón de seguridad.

—No le hagas caso a lo que te dijo Elrike. Si quieres pasar tiempo con Klaus en la universidad, hazlo —me pide mi madre, apretando con fuerza el volante. 

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Nada —responde, cortante.

—Pero si lo que dijo tiene bastante lógica.

No habla más, simplemente aparca, se quita el cinturón y sale del coche. Yo asomo la cabeza por la ventanilla para comprobar que hemos llegado al banco. De pronto, otro coche aparca a nuestro lado, baja la ventanilla del conductor y aparece un perro enorme. ¿Qué demonios? Creo que es mejor que siga a mi madre.

Cuando entramos en el banco, siento que tanto los trabajadores como los clientes nos miran. Bueno, más bien están mirando a mamá. Sí, sé que es una mujer atractiva aunque su metro setenta y cinco sin tacones asusta a algunos hombres. El caso es que me molesta que actúen como babosos frente a ella. 

Pasamos cerca de una máquina para sacar el número de nuestro turno. Un señor que debe rondar los cuarenta años la escanea de arriba a abajo con todo el descaro del mundo, y yo lo observo con los ojos entrecerrados, transmitiéndole tanto odio que huye hacia unos asientos con la vergüenza entre las piernas. Qué descarado.

Nos sentamos nosotros también y nos quedamos en silencio. Dios, qué incómodo es esto. Ojalá alguien interrumpa este ambiente porque...

—¡Saaam! ¿Cómo estás? —escucho de pronto una voz que me llama, la de Annie, que corre hacia mí con una barra de chocolate en la mano.

Mi madre y yo nos levantamos para recibirla. Mi amiga se detiene a escasos centímetros de nosotros y me enseña la barra, gesto que interpreto como una invitación a que compartamos ese chocolate. No le respondo, porque mi madre nos mira con cierto desagrado; es una médica bastante escrupulosa, así que le parece antihigiénico compartir comida.

—¿Qué haces aquí?

—Vine a acompañar a mamá, que tiene que hacer unos trámites por lo de mi viaje. No lo entendí muy bien porque soy malísima con esos rollos del dinero.

—¿Viaje? —irrumpe mi madre—. ¿Te vas de vacaciones?

—No, para nada. Conseguí la beca del Sinclair, así que me voy a Estados Unidos

—Espera, ¿qué? —pregunta, consternada—. Pensé que se la había llevado tu compañera Tanja.

—No, la rechazó en el último momento.

Mi madre pone los brazos en jarra. Acto seguido, se gira sobre sus pies para verme con el ceño fruncido y los labios muy apretados. 

—¿Cómo no me lo contaste, Oliver? Es más, nunca me cuentas nada de ella —se queja. Ah, ¿acaso tuvo alguna vez interés en mi amiga?

Annie, por su parte, también parece confundida.

—¿No le hablas de mí? Yo le hablo mucho de ti a mi madre, Sam.

Ruedo los ojos como respuesta y ellas empiezan a conversar con una cordialidad y ánimo que jamás pensé presenciar entre las dos. Hablan de Estados Unidos, de su comida, de la universidad a la que asistió mi madre y de lo desconsiderado que soy a veces. Increíble. Dios, ¿en qué turno están? En el catorce. Madre mía, y nosotros somos el treinta y seis, ¿voy a tener que aguantarlas durante mucho tiempo? Aunque mi amiga parece bastante emocionada con la conversación. No me extraña. A pesar de los años que llevan conociéndome, nunca había tenido una conversación tan extensa con mi madre. 

—Annie —la llamo en un momento dado, señalando la comisura de su boca. Después, se la limpio con el dedo pulgar—. Estás manchada de chocolate.

Giro la cabeza y me encuentro a mi madre observándonos con mucha atención. Demasiada. Me aparto, pero ella posa una mano en mi espalda y me da un corto empujón para que me acerque más a mi amiga.

—Ya es mi turno. Voy yo sola a la mesa —nos avisa, y se dirige a la mesa donde la espera un empleado—. Quédate con Annie.

Mi madre ha sido tan poco sutil con ese empujón, que ha generado un ambiente muy tenso entre mi amiga y yo. Debido a eso, durante el tiempo de espera, mantenemos una conversación escueta que consiste en preguntas cortas y algún que otro monosílabo.

Cuando termina sus recados en el banco, regreso con ella al coche en el más estricto silencio. Arranca y retomamos el camino a casa. Yo mantengo la vista en el cristal de mi puerta y, justo cuando bostezo, pasa por nuestro lado el automóvil con el mismo perro de antes asomado por la ventanilla del copiloto. Me dispongo a sacarle la lengua, pero mi madre decide hablar:

—¿Annie y tú habéis vuelto?

—No.

—Una pena.

No me sorprende su pregunta; deduje que la haría en cualquier momento. Lo que sí me incordia demasiado es su respuesta:

—¿Cómo siquiera piensas que iba a volver con ella? —inquiero, pero como sigue con la vista fija en la carretera, sin hacer el más mínimo amago de responder, vuelvo a hablar—: no voy a tapar una herida en vez de dejar que sane, eso es jugar con las personas. Así que por favor, no me vuelvas a insinuar nada de ese estilo porque nos incomodas y yo... Yo lo sigo amando.

Con los nervios a flor de piel, espero impaciente una respuesta que no llega, porque ella parece no inmutarse ante mis palabras. Me llevo una mano al rostro y siento que me arde. He tenido la valentía de decirle a mi madre que amo a un chico. Estoy tan sorprendido. No me reconozco.

—¿No vas a decir nada? —inquiero, pero no me responde. Su silencio me molesta tanto que no puedo evitar alterarme—: ¿cómo no? Nunca dices nada. Es increíble que incluso Elrike, en cinco minutos, me haya apoyado más que tú en... No sé, ¡en toda mi vida!

Suelta una risa escéptica, gira de manera brusca para cambiar de dirección y resopla. 

—¿En serio crees que esa mujer te ha apoyado en lo más mínimo?

—Sí, ¡claro que sí! Porque ella me dijo... 

Me detengo y empiezo a analizar las palabras de esa mujer. Espera, a Elrike nunca le importó hasta ahora que Klaus y yo estuviésemos siempre juntos. De hecho, ahora que lo pienso, fue muy insistente con el tema de que no compartiésemos ni siquiera la misma habitación en la residencia. ¿Por qué hoy actuó tan rara? ¿Por qué...? 

Oh.

—Madre mía, soy un idiota —murmuro con la voz entrecortada. Me llevo las manos a la nuca y suspiro—. Dios, seguro que piensa que soy un bicho raro y que debe proteger a su hijo de mí.

—Oliver, tú eres...

—Soy mejor que un juicio hiriente —le corto con rapidez, y mi madre asiente con la cabeza.

¿De verdad me ha dado la razón? No puedo creerme lo que está sucediendo. Me siento tan abrumado y agradecido al mismo tiempo.

—Exacto. Ya me encargaré de hablar con Elrike porque su actitud en casa fue muy desagradable. Yo no le pedí que te diese consejos y mucho menos con segundas intenciones. —Gira el volante para acceder al recinto de nuestra casa. Una vez que ha aparcado frente al garaje, sale del vehículo y yo la sigo—. Y no te preocupes por pasar mucho tiempo con Klaus, con Annie o con quien sea. No te lo voy a impedir. Es tu vida y ya eres mayorcito para saber con quién debes o no compartirla. 

—¿En serio? —pregunto. Ella se limita a abrir la puerta y gritarle a mi padre:

—¡Hola, cielo! ¿Dónde estás? ¿Y Elrike?

—En mi despacho. ¡Y ella se fue hace un rato!

Mi madre deja el bolso en un mueble del recibidor y camina hacia la sala. Abanea la mano, indicándome que la siga, y yo obedezco.

—Ven, siéntate conmigo —me pide agarrándome de la muñeca. Me lleva al taburete del piano y tomamos asiento—. ¡Dieter, baja y acompáñanos! —grita, mientras acaricia las teclas del instrumento. Escucho un gruñido a lo lejos. Después, mi padre da un portazo y baja las escaleras de mala gana—. Oliver, antes de que te vayas a la universidad necesito que sepas que tu padre y yo te queremos tal y como eres. Por eso mismo, te prometo que no volveremos a hacer ningún comentario sobre tus estudios, tus decisiones, tus amistades o tu orientación sexual. ¿De acuerdo?

—Pero no es cuestión de que actuéis como si ese asunto no existiera, sino de que...

—Oliver —me interrumpe. Papá aparece en la sala y se posiciona a mi lado en el taburete—. Es cuestión de que nos incordia que se saque ese tema como si fuese algo llamativo o extraño. No actuamos como si tu orientación no existiera, simplemente es algo normal, que forma parte de ti, y no un tema de conversación con el cual debatir con desconocidos. ¿A que sí, Dieter?

—Sí, es una tontería hablar de eso. Supongo que hay cosas más raras de las que hablar como, no sé, no se me ocurre un ejemplo —murmura con desgana, y mamá busca completar su frase.

—¿Hablar de que a alguien le gusta encerrarse en su despacho para ver telenovelas turcas? —remata, y ambos se dedican una mirada que no consigo comprender. ¿De qué diablos está hablando?—. El otro día encontré a tu padre en el despacho todo emocionado, viendo una de esas telenovelas —me explica con sorna, y a mí se me escapa una mezcla entre una risa y un tosido a causa de la impresión.

—¿¡Papá!?

—No te rías de mis gustos. No seas hipócrita, Oliver —me pide, y no puedo evitar echarme a reír, aunque ahora ellos están serios.

—Mira, no voy a mentirte y decirte que a tu padre y a mí no nos importa si estás con un chico o una chica. Siempre preferiremos lo segundo. Así como prefiero que no tengas que pasar por ciertos problemas por culpa de que la sociedad te juzgue, o soportar que te miren como si hubiese un problema contigo, y mil cosas más que yo he hecho, y cuya razón de existir no entiendo del todo. Sé que hay un mundo de distancia entre la sociedad que nos crio y la que te ha criado a ti. Por lo que te digo y por mil cosas más, siempre nos será más fácil verte con una mujer.

—Lo entiendes, ¿verdad? —interviene mi padre, inclinando la cabeza hacia delante para verme el rostro.

—Sí, papá.

—Bien, pero aquí estamos, dando este paso por ti, como tanto pedías —prosigue ella—. Ah, y una cosa más: ten mucho ojo con la siguiente pareja que nos presentes. No pierdas el norte en la universidad. Como te he dicho mil veces, recuerda ocupar tu tiempo con personas que valen la pena. Una mala elección te puede arruinar una buena etapa. ¿Está bien?

—No os preocupéis por eso, elegiré a las personas correctas.

—Y júrame que vas a estar con Klaus aunque Elrike entre en cólera. 

—Que sí, de acuerdo —me río. 

Mi padre se levanta del taburete y suspira exhausto, como si mantener esta conversación le hubiese costado horrores. Sí, sé que hay aspectos de mi persona que él todavía no ha aceptado y no aceptará ni hoy ni mañana, pero sé que algún día empezará a hacerlo.

—Bueno, creo que es el momento de que me vaya —comenta—. Voy a preparar la cena.

Cuando se va, mi madre toca varias teclas del piano con el dedo índice. Yo detallo su perfil, su sonrisa nostálgica y, en general, su gesto alicaído. 

—Samuel —me llama de pronto, y yo me extraño porque está utilizando mi primer nombre—. Dime, ¿así sí me ves como una buena madre?

Medito sus palabras un momento, sin saber muy bien cómo sentirme. Diecisiete años, ese es el tiempo que me he pasado buscando la aprobación de una mujer que hoy, en este mismo instante, está buscando la aprobación de su hijo. No tiene de que preocuparse, se la daré si eso le ayuda a estar mejor. Así empiezo a demostrarle que estoy agradecido por el paso que ha dado.

—Claro —murmuro, pulsando otra tecla—. Y no te preocupes, porque seguro que Samuel piensa igual que yo.  

°°° 

Son las siete de la tarde de un día soleado de finales de agosto, y yo no tengo nada mejor que hacer que colocarme frente a la casa de Annie, completamente vestido de negro, y empezar a cantar:

—¡Nants ingonyama bagithi baba! —Madre mía, esto me está dando tanta vergüenza como la primera vez.

Una señora con su perro pasa por mi lado y me miran como si fuese un delincuente. ¡Pero bueno, que el color de mi ropa no me define! Espera... ¿Esa es la señora Hoffman? ¡Hacía casi un año que no la veía!

—¿Qué haces tú aquí, ladronzuelo? —escucho. Annie acaba de abrir la ventana de su habitación y me apunta con un arco de juguete. Hay cosas que no cambiarán ni con el paso de los años.

Tiro la mochila que cargaba al suelo, la abro y saco de su interior una bolsa que compré hace media hora en el mercado. Acto seguido, la alzo con el mismo orgullo con el que Rafiki alzaba a Simba.

—Le traigo churros, oh, mi noble caballera, para que no me castigue con la furia de su espada.

—¡Ja! ¿Acaso pensaste que me comprarías tan fácilmente, truhan? —Dirijo mi atención a la mochila y saco otra bolsa de churros—. Adelante, ¡la puerta está abierta!

Victorioso, me sacudo las manos y vuelvo a colgar la mochila a mi espalda. Sabía que la duplicación de los productos alteraba el sentido de la respuesta de una adicta a la comida.

Esta mañana Annie se va del país. Acordamos que, para hacer más llevadera su partida, nos despediríamos en su casa. Lo bueno es que tenemos algo de privacidad porque su madre llega en un par de horas para llevarla al aeropuerto. Entro en la sala y me encuentro a su hermano en el sofá, haciendo pucheros. Me siento a su lado, pero ni siquiera repara en mi presencia. Poso una mano en su cabeza y él suspira.

—Jo. —Eso es lo único que dice.

—No te preocupes, Axel, tu hermana intentará volver en fiestas. Además, ¿sabes esas llamadas donde puedes ver la cara de la gente en la pantalla del ordenador? —Asiente y después clava la vista en mi mano, que sigue sobre su cabeza—. Pues ella te hará muchas llamadas de ese tipo cada vez que tenga tiempo, porque no te dejará solo.

—¿Vendréis tus amigos y tú a jugar con los míos?

—Axel, yo también me voy a la universidad. Pero te prometo que te haré una visita cada vez que regrese a Freude. Mientras tanto, prométeme que jugarás con tus amigos y te divertirás mucho. 

—Bueno... —murmura, apretando con sus manos la tela de su pantalón—. Es que la profe pone mucha tarea.

—Entonces estudiarás mucho, pero también le dedicarás un tiempo muy importante a disfrutar. ¿Vale?

—Uhm... Vale —murmura poco convencido, así que me veo en la necesidad de recurrir a otra técnica.

—Si cumples esta promesa, te traeré un regalo en Navidades.

—¡Hala! —exclama, con los ojos muy abiertos y una amplia sonrisa—. ¿Me comprarás un teléfono?

—A ver —me río—, no creo que tu madre esté muy de acuerdo con eso, pero intentaré traerte algo muy guay. —Decepcionado, se recuesta en el sofá, dándome la espalda. Madre mía, qué interesado—. En fin, me voy a ver a tu hermana.

Justo cuando voy a levantarme, él me agarra de la camiseta.

—No puedes, se está cambiando. A mí me grita si intento entrar a su cuarto cuando se está cambiando.

—Ya, pero yo tengo ciertos privilegios —le digo, guiñándole un ojo. Mientras me dirijo a las escaleras, observo por el rabillo del ojo como empieza a contar en alto, usando los dedos, los años que le faltan para tener privilegios. Cuando se da cuenta de que el resultado es una década, bufa. Madre mía. Llego al cuarto de Annie, llamo a la puerta y ella me da permiso para pasar, aunque yo permanezco fuera—. ¿Estás vestida?

—No, estoy como Dios me trajo al mundo pero con ropa encima. —Me quedo quieto en el sitio, sin saber cómo interpretar esa respuesta, hasta que la escucho reírse—. Que entres.

Abro la puerta y la primera visión con la que me encuentro es a mi amiga con un vestido corto azul, dando vueltas sobre sí misma frente a un espejo de cuerpo entero. Me quedo en silencio observándola, absorto, porque por un momento sentí que estaba metida en su mundo, un mundo tranquilo y cálido, ajeno a cualquier tristeza, que giraba con ella y que solo existía en ella.

—¿Preparada? —inquiero. Ella da una última vuelta para mostrarme el vuelo de su vestido y me dedica una reverencia. Yo me siento en la cama y tomo el libro que está tirado sobre la almohada con la intención de ojearlo—. Creo que sí lo estás.

—No me gusta esta ropa, me hace plana —se queja, mientras se desabrocha la prenda, y esta cae al suelo haciendo un ruido sordo. Mi amiga se queda en ropa interior, y yo cierro la puerta para darle la poca privacidad que no le conceden mis ojos—. Me he probado un montón de cosas y ninguna me convence.

—Estás nerviosa.

—Ay, ya lo sé.

—Déjate ese vestido, ¿qué importa si te ves plana o no? —inquiero, y ella me mira con los ojos entrecerrados, cruzándose de brazos—. No, dímelo, ¿a quién le importa que no tengas pecho?

—A nadie.

—Y que casi no tengas curvas —recalco, y ella abre mucho los ojos.

—¡Oye!

—¡Eh! No te he dicho nada malo. Eres tú quien quiere verlo como algo malo cuando no lo es.

Hace un ademán de querer responderme, pero queda en eso, un ademán.

—Claro que ya no me importa —concluye, cruzándose de brazos—. Además, como tú bien dijiste, desear un cuerpo como el que la sociedad nos vende solo hará que nuestra felicidad sea moldeable, dependiente de los demás y breve —prosigue, y yo me quedo absorto escuchando cada una de sus palabras. Un sentimiento de gratitud me domina y se plasma en la sonrisa que le estoy dedicando, porque ella me escuchó aquella vez y tuvo en cuenta mis consejos—. Yo soy más fuerte que una talla y...

—Gracias —le interrumpo. Annie me devuelve la sonrisa y se acerca a mí.

—Deja que te abrace. —Lo hace, me da un abrazo y se echa a reír—. No es raro que te lo dé medio desnuda, ¿no?

—No sé, ¿se lo preguntamos a la señora que nos vio el otro día en el coche?

—Ay, calla, que mi madre me estuvo preguntando si volvimos juntos, ¡qué vergüenza! —exclama, separándose y quedando otra vez de pie frente a mí. Se lleva una mano a la barbilla y clava los ojos en el techo durante unos instantes. Acto seguido, abre la boca ligeramente y me mira con determinación, como si se hubiese acordado de algo—. Oye, esto me ha recordado un montón a una conversación que tuvimos hace meses mientras me miraba delante de tu espejo. ¿Te acuerdas?

—Sí, claro, ¿por qué?

—Sé que ya hablamos de eso aquella vez pero... ¿No te preocupa que seamos parte de una historia que va a terminar en cualquier momento?

—Piensas cosas muy raras —concluyo, con un tono burlón que ella prefiere pasar por alto.

—Es en serio, ¿y si en verdad fuésemos parte de una historia? Yo no quiero que lleguemos a la última página, quiero seguir viviendo hacia delante, no en un bucle eterno.

—¿En un bucle eterno?

—Sí, porque las personas que nos leen nos estarán obligándonos a repetir siempre las mismas partes de nuestra vida. —Yo me echo a reír y ella hincha los mofletes—. Ay, va en serio, Sam, ¿a veces no sientes que todas tus acciones están predeterminadas? Como si ninguna decisión naciese en verdad de ti, sino que están dictadas por un destino que ya está escrito.

—¿O sea...?

—Que siguiendo esa lógica, da igual las decisiones que tomemos, porque cualquiera de ellas nos llevará al mismo destino que nos fijó nuestro autor el momento en el que nos creó.

—O sea, relacionas la teoría de que el humano no tiene libre albedrío con la de que tenemos un autor que mueve todos los hilos de nuestra vida. Okay, ¡autor, manifiéstate! —exclamo, con una voz firme y demandante.

De pronto, un bolígrafo que estaba en la librería empieza a rodar poco a poco, con suma lentitud, hasta que cumple con su irremediable destino de llegar al suelo. Annie y yo nos miramos, contrariados.

Eso ha sido extraño.

—Bueno, lo que dices no me preocupa —prosigo, restándole importancia a lo que acaba de suceder—, porque aunque seamos los personajes de un libro, sé que estamos vivos.

—¿Por qué?

—Porque somos capaces de plantearnos este tipo de dudas.

—Quizás es ese autor omnipotente quien se las está planteando, y nosotros solo somos los emisores de sus dudas.

—Te equivocas —digo con una suficiencia que le incordia, encogiéndome de hombros—. No es omnipotente ni nos ha privado de todo tipo de libre albedrío porque somos nosotros quienes influimos en él para hacer que se plantee esas preguntas. ¿Ves? Nuestro poder es lo suficientemente grande como para influir en su pensamiento. Y, además, si tan seguro está de su propia existencia, ¿por qué se ha visto en la necesidad de reafirmarla moviendo un bolígrafo? ¿Acaso lo hemos hecho sentir inseguro? Pues que sepas, Dios o quién seas, que si ha sido así entonces yo te he ganado esta batalla.

—Entonces, tu conclusión es que estamos vivos desde el momento en el que influimos en el pensamiento de un Creador, ¿no?

—¿Creador? No pongas a nadie en un pedestal. Annie, estamos vivos desde el momento en el que nuestra mera existencia influye en la de las otras personas.

Ella me observa de brazos cruzados, enarcando una ceja. Acto seguido, coge mis manos y prosigue:

—Entonces, para mí, tú estás muy vivo.

Adorable.

—Wow, gracias, pensé que estaba muerto de dos a cinco de la mañana.

—¡Ah, jo! Deja de tomarte a broma mis dudas existenciales —se queja, dándome una leve cachetada—. Bueno, creo que voy a llevar un vestido sin asas, así que tengo que cambiarme el sujetador, espera un momento.

Se dispone a darse la vuelta para ponerse de nueve frente al espejo, cuando yo le sujeto de la muñeca para impedírselo. Con cuidado, la atraigo hacía mí, obligándola a sentarse sobre mis piernas.

—Espera, todavía tengo una cuenta pendiente contigo: deja que te desabroche el sujetador —susurro en su oreja, con una fingida voz sugerente, y ella suelta una risa tímida. Sujeto el cierre y, tras dos intentos fallidos, consigo cumplir mi cometido—. Casi un año después lo he conseguido. ¿A que esto no se lo esperaba nuestro Creador?

—Qué tonto —dice, y después me da un corto beso en la mejilla, cerca de mis labios—. Pero lo que te costaba era abrocharme el sujetador, no desabrochármelo. 

Oh, ¡cierto!

Entonces, las asas del sujetador se le resbalan por los brazos, dejando al descubierto su pecho. Vale, esto no me lo esperaba yo. Bien jugado, Creador.

—Perdón —murmura Annie con la voz temblorosa, antes de taparse con las manos, pero yo ignoro mis propios nervios y la detengo.

—¿Por qué te disculpas? Si eres preciosa.

Ella tarda en reaccionar a mis últimas palabras, solo me mantiene la mirada y deja sus brazos colgando. Instantes después reacciona, se levanta de mis piernas y camina hacia el espejo dejando caer el sujetador al suelo. Cuando su cuerpo se refleja en el cristal, y sin importarle que yo lo observe, se sonríe. Entonces, una lágrima resbala por su mejilla removiendo mi pecho. Ahí, murmura:

—Es verdad, yo soy preciosa, y nunca tuve la culpa de lo que pasó.

Dice eso con una infinita pena que no logro descifrar y, acto seguido, se quita la única prenda que la tapaba. Observa el rostro que ella nunca creyó agraciado, lo observa con mi mirada, con sumo cariño, como si fuese el más bello. Detalla su pecho pequeño, sus pocas curvas conformadas por infinitas líneas rectas, perfectas como ella. Sus costillas marcadas, el vello bajo de su vientre, lo observa como si, por primera vez, se mirase con los ojos de quien está enamorada. Enamorada de sí misma. Con el infinito amor de quien se ama, se respeta y se da las gracias.

—Creo que voy a darme una ducha —prosigue justo cuando me he levantado de la cama para dirigirme a ella. Agarra una toalla, se la coloca alrededor del cuerpo para taparse y sale de la habitación.

No digo absolutamente nada. Desde que escuché su monólogo, me he sentido demasiado extraño. Parecía como si al pronunciar esas palabras se estuviera liberando de un gran peso que le aplastaba el alma. Un peso que nunca había logrado comprender pero que, ahora mismo, estoy empezando a discernir entre las sombras de la confusión. Un miedo atroz me aprieta el pecho y se convierte en un nudo en mi garganta que me impide hablar. Un escalofrío recorre mi columna vertebral; me dejo caer en la cama y me llevo una mano a la boca para intentar contener una arcada. 

Los segundos pasan con una lentitud tortuosa, como si cada uno de ellos fuera un martillazo en la boca de mi estómago. Escucho a Australopithecus y Schokosahne maullar en el piso de abajo, a Axel despedirse de nosotros con un grito alegre. Comenta que se va a jugar al parque con Jan. Cierra la puerta principal y todo sonido queda sustituido por el murmullo del escaso tráfico que circula delante de la casa. La vida sigue su rumbo; sin embargo, para mí, acaba de detenerse en este mismo instante.

Cuando Annie regresa de la ducha, se coloca de nuevo frente al espejo y se recoge el cabello en una cola de caballo. Después, comienza a vestirse. Aprieto con fuerza la mandíbula hasta hacer rechinar mis dientes. Siento incluso como me tiembla la respiración. Me levanto de la cama sin hacer ningún ruido y alzo la mano para tocar su hombro con mucha delicadeza, como si temiera rompernos en mil pedazos con mi toque. Ella se gira para verme a los ojos. Abro la boca para hablarle, pero solo logro articular un leve balbuceo; mi voz se muere como lo hace cada parte de mi ser en este momento.  

El tiempo pasa y el silencio solo logra aumentar mi pesar hasta que, por fin, logro pronunciar en voz alta una realidad mucho más dolorosa que aquella mentira que me destrozó hace meses:

—Tú... Nunca me engañaste —digo con dificultad. La vista se me nubla y su rostro se vuelve borroso—. ¿Qué pasó ese día? ¿Qué te hizo él?

—Samuel... 

—¡Annie! Contéstame, por favor. 

Pretende alejarse de mí, pero yo la agarro por los hombros preso del pánico por lo que significa su silencio. La escucho balbucear, noto como su cuerpo tiembla descontrolado, la cara se le empapa de lágrimas. Tras un par de intentos, comienza a hablar:

—Perdón, no debí mentirte de una forma tan cruel la noche en la que... en la que rompí contigo —titubea—. Ninguno de mis insultos fue sincero. Solo... Solo intentaba echarte de mi vida porque me aterrorizaba tenerte delante.

—¿Por qué?

—Porque me daba mucho miedo obligarme a decirte la verdad.

Suelto sus hombros, la sujeto por el rostro y le pregunto, despacio pero firme:

—Annie, ¿qué verdad? —Silencio. Entonces, encajo el resto de piezas de este puzzle: ella desapareció. Lo hizo durante una semana. Justo cuando nos hicimos pareja—. Annie, por Dios, ¿qué pasó con Adler la tarde en la que nos hicimos novios?

—Había bebido mucho esa tarde. —¿Qué?—. Discutimos. Creo que acabé inconsciente. —No—. Lo siguiente que recuerdo fue despertar en su cama, medio desnuda.

—¿Qué...? ¿Qué me estás intentando decir?

—Que yo nunca accedí a hacer nada con él.

De un movimiento brusco, la aparto y corro en dirección a la puerta. Noto un calor ahogante ascender hasta mi rostro provocándome un dolor de cabeza que se traduce en mareo. Mi alrededor empieza a moverse con lentitud y a saltos, por lo que necesito apoyarme en el manillar para no caer al suelo. Me siento ligero, como si mi alma hubiese escapado de mi cuerpo y estuviera observando la escena en tercera persona, pero, a su vez, noto como el odio y la rabia bullen en mi interior anclando mis pies en la tierra. Es esa ambivalencia la que provoca que la ira tome el control de mis acciones. Intento abrir la puerta con un movimiento brusco y ella me detiene agarrándome de la camiseta a la altura del pecho.

—¡Por Dios, Samuel, para! ¿A dónde pretendes ir?

—¡A la casa de ese hijo de perra a partirle la cara! —bramo, y ella me sujeta por las muñecas. ¿Qué? ¿Acaso intenta detenerme? ¿Por qué? ¿Por qué te aferras a mí? ¿Por qué me obligas a enfrentarme a este dolor insoportable aquí quieto, encerrado entre estas cuatro paredes?—. ¡Suéltame, joder!

—No, no pienso soltarte. Sé que lo que pasó fue espantoso, pero te juro que ya estoy bien, Samuel, te lo juro. Por favor, por favor, tranquilízate —me suplica. Ahora mismo es puro nervio y no hace nada más que tropezarse con sus propias palabras—. No vayas a decirle nada, por favor, no me hagas esto, Sam. —El hecho de que pronuncie su apodo favorito, mi apodo, con tanta angustia y dolor provoca que sienta una ira todavía más espantosa. Ella parece notarlo, porque recurre a la desesperada a la peor forma de disuasión que podía haber empleado—: él... él no sabía lo que hacía. ¡Se había drogado con sus amigos antes de discutir conmigo! Por favor, solo éramos unos críos abandonados que lo pasaban mal. 

—¡Solo lo estás excusando! 

—Pero...

—¿Qué demonios, Annie? Ninguna droga podrá justificar nunca una maldita agresión sexual, ¡lo sabes! Porque si fuese así, el mundo estaría lleno de agresores de mierda. Si él hizo lo que hizo no fue por culpa de una droga sino porque ese puto imbécil está jodidamente podrido, ¡y eso también lo sabes!

—Sí, ya lo sé, ya sé todo eso, Samuel.

—Entonces, ¿qué pretendes protegiéndolo de mí?

Ella me suelta, deja escapar un largo suspiro con el que temo que su cuerpo se desquebraje al igual que un folio partido en mil pedazos. Entonces, me confiesa con una voz demasiado cansada:

—No lo entiendes. No es a él a quien estoy excusando, no es a él a quien estoy protegiendo. Es a mí. Me protejo a mí de lo que sea que suceda cuando decidas cruzar esa puerta y desenterrar este tema. Por favor... —pronuncia esas últimas palabras en un murmullo carente de fuerzas que me lastima.

—Annie...

—Por favor, sé que mi decisión es reprochable, pero si sales por esa puerta y te haces responsable ante el mundo de un tema que decidí cargar yo sola, me obligarás a revivirlo y a sufrir un dolor del que yo misma huí porque sabría que acabaría conmigo.

Me quedo en silencio, quieto, mientras mantengo una de las peores luchas internas a las que me he enfrentado nunca. No sé contra quién batallo, ni siquiera entiendo la causa, solo sé que a medida que el silencio nos devora, empiezo a ser muy consciente de un hecho muy doloroso: le grité, le acabo de gritar a mi Annie. Ella me ha confesado algo tan duro y no he hecho nada más que gritarle y asustarla. A mi pequeña, a esa pequeña a la que llamé amor. Y, entonces, toda mi rabia se canaliza en un mar de lágrimas derramadas por mis mejillas.

Me apoyo en la puerta con tanta debilidad que es como si la acariciara, dejo caer la frente en la madera y me rompo en un llanto desconsolado. Annie se recuesta en mi pecho para abrazarme con fuerza. No sabía que podría encontrar en su cercanía un lugar para cobijarme, pero lo hago, y me disculpo con ella besándole muchas veces la frente que le estoy mojando con mis lágrimas.

—Lo he tenido delante de mis narices todos los días durante dos años de mi vida —murmuro, sin fuerzas—, dos años donde solo supo burlarse mientras tú soportabas esta carga tú sola. Dos años que desperdicié como un ciego, sin poder ayudarte. Dos años en los que no supe estar para ti —farfullo mientras me aferro con más fuerza a su abrazo—. Le dio una paliza, le jodió la pierna, arruinó su vida, la vida de las dos personas que más he querido, y él aceptó su maldito perdón. Si él hubiese sabido... Si hubiese sabido lo que te hizo, nunca le habría aceptado algo tan grande como un perdón. Nunca le habría regalado ese consuelo. —Cierro los ojos con fuerza para contener la rabia que vuelve a brotar en mi pecho y la aprieto con más fuerza contra mi cuerpo—. Dios mío, te dejé tan sola.

—Samuel... No fue tu culpa —murmura, inclinando su cabeza para acercar su rostro al mío—. Ninguno de los dos tuvimos la culpa de nada.

Me llevo las manos al rostro, me arrodillo en el suelo y sigo sollozando. Soy un ciego por no haberlo visto y un estúpido por no haberlo ni siquiera sospechado. ¿Por qué no aprendí a luchar por los demás antes? ¿¡Por qué!? Pude ayudarla a ella, incluso pude impedir esto. Pero tuve que aprender tarde, tuve que abandonarla porque soy un necio. Mierda, ¡mierda!

—Lo siento, lo siento. Perdóname por no haberte ayudado —le pido, con la voz quebrada—. Perdóname por no haber estado a tu lado. 

Annie se arrodilla frente a mí y ahora soy yo quien apoya el rostro en su pecho y quien recibe sus besos en mi frente.

—Nunca sentí que hubiese nada que perdonarte. Lo hiciste todo lo mejor que pudiste.

—Yo no quise dejarte sola cuando todos te insultaban.

—Ya lo sé, Sam, ya lo sé.

—Y tampoco quise romper nunca contigo.

—Eso también lo sé.

Me limpio los ojos con la manga de la camiseta y murmuro contra su pecho:

—Te amo, desde que tengo uso de razón, siempre te he amado.

Escucho un suspiro tembloroso de sus labios antes de responderme:

—Y yo a ti.

—¿Por qué terminó todo así? ¿Por qué no siempre las personas reciben su merecido? Eso me hace sentir muy mal. No me quiero ni imaginar cómo te hará sentir a ti.

Annie se separa y acuna mi rostro con sus manos. Me pide en un susurro que me tranquilice y la mire a los ojos. Aunque me cuesta, sus caricias con su dedo índice en mis mejillas consiguen controlar un poco mi llanto. Cuando mi visión se hace más clara, me dice con una voz débil, aunque tajante:

—Muchas veces me hice esas mismas preguntas, pero nunca obtuve ninguna respuesta. Lo que me sirvió un poco de consuelo fue observar la mirada de ese chico y darme cuenta de que está sufriendo su propio infierno. Que jamás será libre de su propia conciencia, que nunca estará en paz. Es un extraño consuelo teniendo en cuenta que nunca le he querido desear un mal a nadie.

—¿En serio crees eso?

—Sí.

Bajo sus manos y las junto con las mías a la altura de sus rodillas. Me mantengo en silencio, con la mente en blanco y la mirada perdida en el suelo, hasta que ella vuelve a intervenir:

—No vuelvas a decir que no me ayudaste, Sam, porque sí lo hiciste.

—Solo digo la verdad; no te ayudé en nada.

—Lo hiciste dándome espacio, enseñándome a estar sola y a sanar por mí misma y dándome después tu amistad. Así me ayudaste —me explica, pegando su frente a la mía—. No llores, por favor, sonríe, porque fue sobre todo gracias a ti que pude superarlo. 

—Pero...

—Samuel, soy la chica luchadora que se ganó la beca a Estados Unidos y, ahora mismo, soy la chica más feliz del mundo.

Me da un beso en la frente y me dedica una sonrisa. Yo asiento con la cabeza y, con un balbuceo, pregunto:

—¿Me lo juras?

—Te lo juro —murmura, limpiando mis lagrimas con su dedo pulgar—. Por favor, no llores más, a mí me gusta verte sonreír. 

—Pero yo quiero que sonriamos los dos. 

—Yo ya lo hago —me dice, señalándome su sonrisa con el dedo índice—. Ahora,hazme el enorme favor de olvidar lo que acabamos de vivir, y convirtamos lo que queda de día un bonito recuerdo, ¿te parece bien?

Asiento con la cabeza y nos quedamos en silencio. Cuando por fin estoy más tranquilo, ella se levanta y ordena sus maletas. Después, llama a algunos amigos para despedirse mientras yo me mantengo en el más estricto silencio, intentando alejar mi mente de todo lo sucedido. Nos sentamos juntos en la cama y nos centramos en el balanceo de sus pies que no tocan el suelo. Su hermana la llama una hora antes de lo acordado para avisarle que en diez minutos pasará a recogerla porque a la señora Zimmermann le surgió un imprevisto en su trabajo. 

Bajamos las escaleras, Annie sujeta a su hermano de la mano y le pide que la acompañe hasta al aeropuerto. Yo seré el único que se quede aquí. Cuando Anke aparca frente a la casa y me saluda con una sonrisa de la que estoy muy poco acostumbrado, me percato de que ha llegado el momento de despedirse.

—Sam, te prometo que te llamaré cuando el avión aterrice. Te voy a echar mucho de menos —me dice Annie mientras nos damos un abrazo, y ahí noto lo mucho que está temblando. 

Me gustaría ayudarla a dar este paso. ¿Podré al menos apoyarla en esto? 

Estoy seguro de ello, porque eres Samuel Müller.  

Cruza la puerta con sus maletas, en compañía de Axel. Sin embargo, a medida que avanza, camina más despacio hasta detenerse. Actúa como si algo la atrajese hacia mí. Entonces, me percato de muchas cosas, de este cúmulo de sentimientos que tenía a su lado; ahora soy capaz de leerlos y comprenderlos. Detrás del dolor que me invade por su anterior confesión, de la tristeza que me produce su inminente despedida, existe una realidad que le da calor a mi pecho: me hace feliz verla irse, completar su trayecto, y eso me provoca un hormigueo que asciende hasta mi pecho. No me cansaré de pensar que está chica me hizo a mí y yo la hice a ella, por lo que me veo en la necesidad de que compartamos un último gesto con el fin de vencer sus miedos y pedirle, de nuevo, perdón.

—Annie —la llamo. Ella se gira y juro ver por un momento a la niña de cinco años que conocí en un hospital, que contaba historias irreales con sus manos mientras sus pies no llegaban al suelo. La niña, ahora mujer, que hoy tiene los pies en la tierra y con sus manos cumple metas que un día fueron sueños y, pronto, serán grandes historias—. Nos falta algo. Algo que me pediste hace un tiempo.

Se detiene frente a mí y, justo cuando va a preguntarme de qué hablo, me inclino hacia delante, sujeto su rostro, la acerco a mí y le doy un beso corto y pausado. Sin embargo, parece que no nos es suficiente. Así que esta vez ella se pone de puntillas, pasa sus manos por mi nuca y nos damos otro beso, uno más largo, donde nos olvidamos de todo a nuestro alrededor y nos concentramos en nosotros mismos. Como si estuviésemos en nuestro propio mundo cálido y acogedor, y nosotros fuésemos ese mundo. La beso porque la amo, porque amo cómo me moldeó como persona y cómo se moldeó a ella con mis manos. Porque hoy cierro un ciclo, ella va a cerrarlo conmigo, y al fin comenzaremos este camino juntos, pero separados.

—Prométeme que me avisarás en cuanto puedas —le pido, todavía cerca de su boca.

Ella, que continúa con los ojos cerrados, sujeta mi camiseta y asiente con un sutil movimiento de cabeza. Acto seguido, aprieto sus mejillas y ella empieza a reírse.

—Prometido.

Nos separamos y me percato de que Anke ya ha apagado el motor de su coche y espera con la vista puesta al frente y los brazos cruzados, ignorándonos como si intentase darnos un momento de privacidad. Privacidad que no nos da la señora Hoffman, quien se encuentra en el otro lado de la acera, observándonos con los ojos muy abiertos mientras su amado perro planta un enorme excremento en el jardín del vecino.

Madre mía, da igual el tiempo que pase, cada vez que beso a esta chica un animal echa un mojón gigantesco. 

—Anda, vete, que vas a llegar tarde.

Ella asiente. Con las energías renovadas y una gran determinación, dejando atrás a esa Annie insegura, guarda sus maletas en la parte trasera del coche. Acto seguido, accede al asiento del copiloto, y, cuando su hermana arranca, se gira en su asiento para verme y exclama:

—¡Ja! ¡Al final es Annie Zimmermann la que se va a Estados Unidos!

En efecto, y te irás con la mejor de las sonrisas. 

El coche desaparece calle abajo, en la lejanía. Al cabo de un rato, cierro la puerta principal y camino en dirección a mi casa, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada fija en el cielo. Me encantaría decir que, en efectos, mis pasos me conducen a mi hogar; sin embargo, me llevan a otro sitio: a donde vive Adler. 

No tardo más de tres minutos en llegar al lugar, a esa casa blanca y pequeña de tejado rojo y sin parcela. Me detengo a varios metros, aprieto con fuerza los puños y me dejo llevar por una rabia suscitada por unas preguntas que no paran de repetirse en mi mente: ¿cómo ha vivido sabiendo lo que ha hecho? ¿Sin sufrir ningún tipo de castigo por sus actos? ¿Sabiendo que le destrozó la vida a una persona que amo y actuando como si no le importase en lo más mínimo? 

Sigo avanzando, ansioso de hacerle esas preguntas, sin querer escuchar sus respuestas porque lo único que quiero es golpearlo. Entonces, cuando estoy aún a bastantes metros, observo algo que me detiene: Adler está sentado en las escaleras que hay en frente de la puerta principal, abrazado a sus piernas y contemplando el cielo con un gesto triste y meditativo que, al principio, no comprendo. 

Suspiro, relajo los puños y me llevo una mano a la frente. Después, suelto una risa cansada. ¿Qué pretendía hacer? ¿Gritarle? ¿Pegarle? ¿Por qué si eso no habría solucionado nada? Es lo que habría hecho el Samuel de hace un año, pero yo ya no soy esa persona y yo ya he madurado lo suficiente como para saber que no es a mí a quien le deben una disculpa y que esta ya no es mi lucha. 

Me alejo de la zona y, ahora sí, regreso a casa aguantando las ganas de llorar y con una sonrisa tranquila en mi rostro, porque a ella, a esa chica luchadora que conocí con cinco años y que contaba historias con sus manos, no le habría gustado verme triste otra vez. 

°°° 

Hace tiempo, la nueva psicóloga del centro me pidió que escribiese una carta sobre mí mismo, describiéndome. El problema es que no tenía ni la más remota idea de por dónde empezar, ni cómo terminarla. Ahora mismo creo, firmemente, que puedo escribir esa carta, que puedo describirme ¿Cómo? Comparando a la persona que era hace un año con la que soy hoy en día.

—¡Oliver, es tarde! Como no bajes ahora mismo, el único que irá a la universidad será tu gato —exclama mi madre justo cuando agarro mis maletas, dispuesto a salir de mi cuarto. Pero antes de hacerlo, miro por última vez un papel escrito que hay colgado en la pared.

«Confía en ti, corredor. Yo creo en ti».

Sí, yo también creo en mí.

Hace un año me llamaba Samuel Müller, ahora puedo decir con total seguridad que en verdad soy Samuel Oliver Müller; el segundo nombre que antes me avergonzaba, hoy lo llevo con orgullo. Hasta hace un año, Oliver era la palabra que me recordaba que había nacido como un mero sustituto de un hermano mayor al que consideraban defectuoso, así que debía acatar todos los preceptos por los que había nacido, para no entrar en esa dolorosa definición de defecto. Hoy he dejado atrás ese recuerdo, tomo las riendas de mi vida y decido qué hacer con ella. Vivo por y para mí, vivo por y para ser feliz. Porque aprendí que las cosas que me afectan son importantes, y que, si lo deseo, mi voz se escuchará tan alto como la del resto de personas, siempre y cuando haga mi mejor esfuerzo para que se merezca ser escuchada.

Cuando llego a la puerta principal de mi casa, observo que me espera el hermano que antes detestaba sin ser su culpa, y que ahora tanto adoro. La madre que, después de innumerables peleas, va comprendiendo cómo soy a medida que yo voy comprendiendo aceptando sus limitaciones y debilidades. El padre que intenta aceptarme aunque le cueste, y el cual deseo que nuestra relación sea cada vez más cercana. También está mi tía, Erika, que se agarra al brazo de mi madre mientras con la otra acaricia la espalda de Samuel. Entiendo cada uno de sus complicados motivos y pensamientos, porque he aprendido a percibir cada detalle del mundo que me rodea, y de las personas que me acompañan, al aceptar mis propias limitaciones y defectos.

Y aquí estoy, tras cuatro horas de viaje en autobús y veinte minutos a pie, en el dormitorio de la residencia en la que viviré durante cuatro años. Por suerte, o más bien, por obra y gracia de nuestras madres, Klaus será mi compañero de cuarto. Yo me alegro de tenerlo a mi lado; mis relaciones personales han mejorado mucho desde que he entendido el poder de las palabras, la importancia de los detalles, y mil cosas más que me enseñaron las dos personas que entraron a mi vida este año, y que a pesar de nuestras batallas, me han enseñado tanto que jamás conseguiré expresar lo agradecido que estoy. Pero lo intentaré demostrando mi gran cambio.

Me siento en el amplio hueco que hay frente a la ventana y observo como va anocheciendo poco a poco. No tengo ni idea de lo que me depara el futuro, pero disfrutaré esta incertidumbre porque mis propósitos son claros, y porque sé por quién lucho: por mí. Soy Samuel Oliver Müller, y soy mis sueños cumplidos, y los que me quedan por cumplir.

Klaus me pide que lo acompañe a explorar los alrededores. Me comenta que unos chicos, también nuevos, le han invitado a beber para ir haciendo amistad. Me excuso diciendo que estoy cansado, así que le escribe un mensaje a Tanja para invitarla. Sí, nuestra compañera también se ha matriculado en esta universidad con el motivo, según ella, de empezar a conocerse mejor a sí misma lejos de su familia y conocidos. Estoy seguro de que la presencia de esa chica es una de las muchas razones por las que mi amigo está tan contento.

Klaus se despide de mí y, cuando cierra la puerta, aprovecho esta soledad para observar la habitación. No es muy amplia, es el típico zulo de estudiante, con las camas separadas por un metro, una enorme ventana con vistas de los alrededores, y dos puertas que dan a la cocina y al baño, respectivamente. No hay nada reseñable salvo el póster de Oasis que he colgado en la pared, sobre mi cama. Creo que ese grupo me ha ganado la batalla, porque no solo me he traído ese dichoso póster conmigo, sino que he vuelto a aficionarme a sus canciones. En fin, mañana ya pondré más cosas.

Tras un rato aburrido, medito la opción de salir a acompañar a Klaus. Justo cuando me decido a hacerlo, meto las manos en los bolsillos de la chaqueta que llevo puesta y lo que palpan mis manos me detiene: siento un trozo de papel arrugado. Qué extraño. Lo saco del bolsillo, lo desdoblo y descubro, para mi sorpresa, la lista de objetivos por cumplir que había escrito hace meses. O eso es lo que creo, porque entonces me percato de que esa no es mi letra, es...

Es la suya.

No lo entiendo. ¿Cuándo la copió? ¿Por qué lo hizo? ¿Por el mismo motivo por el que yo copié la suya? Es probable. Lleno de unos nervios que hacía tiempo que no experimentaba, empiezo a leer cada uno de mis deseos con sumo cuidado, como si este papel y su contenido se trataran de un tesoro. Había deseado recuperar mi amistad con Annie y Klaus, solucionar los problemas con mis padres, tener una buena relación con mis hermanos y con Erika. No tengo problema alguno con estas peticiones, todo va mejor que nunca, así que sigo leyendo.

¿Volver a hacer atletismo? Sí, estoy entrenando de nuevo, y pienso apuntarme a algún equipo universitario lo antes posible. Espero que tú estés haciendo lo mismo, porque amabas este deporte. Te hacía sentir tan libre, que incluso quisiste enseñarme a sentir esa libertad corriendo.

Entre otra de mis peticiones estaba recuperar mi pasión por la música. Lo conseguí, y tú viviste conmigo ese momento; el día que me besaste por primera vez, juro que me hiciste recordar lo que antaño me hacía sentir la música. Por eso sigo tocando el piano y el violín. Es más, me apunté a una escuela de música para mejorar.

Mi último deseo fue encontrar la carrera indicada para mí. Bueno, de momento lo único que espero que me guste, pero que sepas que puedo al fin decir que estoy en un lugar donde siento que me encuentro, en gran parte gracias a ti. Me pregunto qué carrera estarás haciendo tú.

Y por último, escribí cuál era mi sueño en esta vida: ser feliz. No es algo que pueda decir que he cumplido, ni de lejos. Esto va poco a poco, lo sabes. Supongo que es una meta que se alcanza a cada paso que das. Aunque todavía me pregunto qué me falta o qué se necesita para alcanzar esa felicidad plena o si, en verdad, esa plenitud no existe.

Frunzo el ceño al percatarme de que hay algo más escrito en el papel, algo que no recuerdo haberme propuesto. Leo, curioso, lo que él ha puesto, y cuando termino, suspiro para intentar desenredar los nervios en mi garganta, en mi pecho y en mi corazón. Siempre fuiste tan dulce y siempre me sentí tan querido a tu lado. Te echo de menos.

«Quiero que sonrías cada día de nuestra vida».

Propósito cumplido, Rainer.

°°° 



¡Hola! Aquí está la segunda parte.

Dejadme vuestra opinión, preguntas o lo que sea aquí.


El último capítulo es el último y el final de la historia, así que preparad las palomitas <3

Y por cierto, os tengo de regalito dos extras bastante contundentes :)

Un saludo!!

PD: espero que gusten los nuevos banners jejeje <3

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro