LXIII. Nuestra historia, rompiendo mi monotonía.

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Tres años después:

Naranja. Ese es el único color que percibo en este atardecer propio del verano, por el mero hecho de que no le estoy prestando atención a toda la gama de tonalidades que se desdibujan ahí arriba, donde el cielo anida. Prefiero centrarme en el hecho de que al fin he llegado a mi destino: la residencia de estudiantes de la universidad. Me bajo de la bicicleta y la encadeno en una barra de metal. Con cierta prisa, descuelgo la mochila de mis hombros, la abro y saco una pequeña jaula de su interior. Cuando miro lo que hay dentro, me encuentro con unos ojos azules que me escrutan con una intensidad casi hipnótica. Me agacho y dejo la jaula en el suelo, meto el dedo índice entre los barrotes de la puerta y siento como el animal me lo muerde con cuidado. Después, escucho un ronroneo y, sin poder evitarlo, dejo escapar una breve risa.

—¿Tienes hambre, pequeña Diosa? —pregunto, y obtengo como respuesta un sonoro maullido—. Entonces lleguemos a un acuerdo: yo te dejo salir de esta jaula y tú te portas bien, ¿te parece? —Le acaricio la nariz con el mismo dedo índice y me siento en las escaleras de piedra que hay frente a la entrada del edificio. Acto seguido, le abro la puertecilla y la gata da un salto, aterrizando sobre mis piernas—. Prométemelo, ¿no ves que si te descubren me meterás en problemas? Y lo que es peor: nos separarán.

Creo que la gata ha entendido mis últimas palabras, porque me mira con unas pupilas tan dilatadas como dos enormes orbes negros. Desabrocho mi abrigo y ella se mete dentro de él. Subo la cremallera para ocultarla y pienso en mi próximo plan: cruzar la puerta de la residencia y llegar a mi habitación sin que mi mascota sea descubierta.

Hago de tripas corazón, pongo mi mejor cara de besugo inexpresivo y cruzo la puerta. Cuando dejo atrás al vigilante de seguridad, que está distraído revisando su teléfono, murmuro:

—Bien, parece que hemos superado el obstáculo más difícil. Ahora solo nos falta llegar a nuestro cuarto.

Con disimulo, estiro el cuello del abrigo para revisar el interior y me encuentro con la pequeña cara de la gata, que me observa transmitiéndome una paz de lo más contagiosa. Bosteza y yo bostezo, estornuda y a mí me pica la nariz. El vigilante carraspea. Me giro y descubro que me está observando muy serio, de hecho, no saca sus ojos de encima de mi mochila. Le dedico una sonrisa para transmitirle confianza y que no crea que llevo ningún tipo de droga encima; sin embargo, él vuelve a carraspear, ahora con gesto de molestia. Es mejor que me largue corriendo de aquí.

Una vez que lo pierdo de vista, bajo las escaleras a toda rapidez pero, al posar el pie en el último escalón, la gata se revuelve y cae al suelo. Estoy a punto de atraparla cuando, de pronto, sale corriendo por el pasillo, tuerce a la derecha y desaparece. ¡Demonios!

—¡Samuel! —exclama de pronto una voz a mi espalda. Me doy la vuelta y me encuentro con una chica bajita y de pelo azul que se echa a mis brazos. Desde que la conocí cuando se sentó a mi lado el primer día de Psicología, siempre ha tenido la invasiva costumbre de abrazarme como si fuese un koala agarrado a una rama—. Cuánto tiempo, mi querido, sexy e irresistible Samuel, el Míster universidades que tanto quiero —empieza a adularme, y noto que palpa mi mochila buscando su cremallera.

—No tengo cervezas ahí dentro, Evi.

—Mierda —bufa, separándose de mí mientras se limpia la chaqueta como si se hubiese abrazado a un excremento de metro ochenta, y no a un ser humano que necesita una ducha después de un largo viaje. Pero bueno, si me eché medio litro de desodorante por la mañana—. Llevo dos días sin beber, empieza a darme asco esa sensación sana de estar ebria. Digo, sobria. Uf, siempre confundo esas palabras. Por cierto, ¿a que te encanta mi nuevo color de pelo? —prosigue, señalándose con ambos dedos índices la cabeza—. Me aburrí del blanco y me dije: arriba el az...

Se calla, porque una chica aparece frente a nosotros. Pasa por nuestro lado sin ni siquiera saludarnos pero, cuando llega a mi altura, me golpea con el hombro para que le haga un hueco que ya tenía. Yo no le reprocho el gesto, conozco muy bien el motivo de su actitud. 

—¿Qué le pasa a Magda? ¿Por qué te ha empujado? —pregunta Evi cuando la chica desaparece del pasillo—. ¿Pero no se supone que te habías liado con ella?

—Sí, se supone, pero al final no pasó nada —murmuro, dirigiéndome a la puerta de mi cuarto, que está a unos cuantos pasos de donde me encuentro. Mi acompañante suspira.

—Ahora entiendo por qué me dejó en visto el otro día cuando la saludé. ¿Qué le hiciste? 

Ruedo los ojos ante esa pregunta pero no respondo. Yo no hice nada; Magda es una compañera de mi clase con la que he realizado trabajos en grupo varias veces y con la que me llevaba muy bien. Es más, creí que teníamos mucho en común. Hace un mes me pidió tener una cita y ahí descubrí que era una persona tan intolerante que terminó insultándome porque no compartíamos la misma opinión sobre varios temas.

—Tenía que habérmela pedido para mí —murmura mi amiga. 

—Creo que a ella no le van las chicas —le aclaro, buscando las llaves de la habitación en mi bolsillo, y ella se echa a reír.

—Eso es lo que dicen todas cinco minutos antes de meterme la lengua —susurra, para después guiñarme un ojo justo cuando sujeto el pomo de la puerta y compruebo, para mi sorpresa, que ya está abierta. Espera...

—Oye, no voy a dejar que entres en mi cuarto.

—Eso fue lo que me dijiste una vez, cinco minutos antes de meterme la lengua.

Me detengo y miro a la madera entrecerrando los ojos.

—Ese no era yo, Evi.

—Ay, sí, te confundí con Arian.

No le da tiempo a decir nada más, porque me meto en mi cuarto y le cierro la puerta en las narices. Apoyo la espalda en la pared, cierro los ojos y medito mis próximos movimientos: dejo la mochila sobre la cama y salgo corriendo a buscar a Mondschein antes de que la encuentre el vigilante. Fácil, sencillo y rápido. Es imposible que surja algún contratiempo que me impida ir a buscar a mi mascota.

Entonces, un pensamiento surca mi mente poniéndome en alerta: ¿qué hacía la puerta de mi cuarto sin la llave pasada?

Es, cuando abro los ojos, que me encuentro con un chico tumbado en mi cama. Se trata de Arian, el mejor amigo de Evi y otro de los chicos con los que entablé amistad mi primer día en la carrera de Psicología. Nos llevamos muy bien al instante y pasábamos los descansos hablando de cualquier cosa en la cafetería de la facultad. Todavía recuerdo lo incómodo que fue darnos cuenta, una semana después, de que ni siquiera sabíamos el nombre del otro.

Me cruzo de brazos y observo a mi amigo: está leyendo un libro sin prestarme la más mínima atención, como si no se hubiese percatado de mi reciente llegada. Y no me extraña, porque tiene los auriculares puestos, escuchando música a todo volumen. Me acerco y poso una mano en su pelo. Él me observa de reojo, murmura un saludo y sigue leyendo. Ahí me percato de que la estancia tiene un olor muy extraño.

—Arian, has estado fumando —afirmo, y él se echa a reír de una forma muy estúpida.

—Ajá.

—Y no tabaco.

Katherine Weedburn estaba muy grande —dice, pasando una página. Le quedan muy pocas para el final—. Ya era hora de quitarle unas cuantas hojas.

—Fuera de este cuarto —sentencio, cerrándole el libro. Él me mira con cara de susto y, después, se abraza a mi almohada—. En serio, fuera.

—Llevo tres días metido en este cuarto esperándoos a Klaus y a ti y lo primero que haces al llegar es echarme, ¿te parece bonito?

—Me parece precioso, digno de un concurso de belleza, fíjate lo que te digo —respondo, arrancándole mi almohada—. Espera, ¿llevas tres días aquí metido haciendo el vago y fumando?

—Pues sí, y llevo setenta y seis horas sintiéndome de nuevo en cuarentena por un coronavirus. —Suspira y remata, nostálgico—: aquellas fueron unas vacaciones maravillosas.

—No fueron vacaciones —le corrijo, sentándome a su lado en la cama. Lo miro de arriba a abajo con cierto disgusto por su actitud y concluyo—: siempre estás igual.

—¿Eh? ¿Igual cómo?

—Vives despreocupado, como si no te importase ni el futuro ni nada.  

—Samuel, las preocupaciones nacen por pensar en el futuro, si no pienso en él, no tengo de qué preocuparme. —Frunzo el ceño y Arian se ríe—. Deberías ser como yo y menos como tú. Lo pasarías bien.

—Si tú lo dices...

—A ver, dejemos algo claro —me interrumpe, sentándose en la cama—. En realidad sí que pienso en muchas cosas relacionadas con eso, como por ejemplo: ¿nunca te has parado a pensar en que una vez que nos muramos, lo único que nos espera es el olvido?

—Vaya, se me olvidaba que muchas de tus conversaciones son deprimentes.

—Sí, sí. El caso: nuestros conocidos se morirán y, entonces, ya nadie se acordará de nosotros, como si nunca hubiésemos existido. Por eso me gustaría hacer algo de provecho, algo con lo que, pasadas no sé cuántas generaciones, me sigan recordando. ¿Tú qué opinas?

—¿Que es el típico deseo altanero de quien no quiere asimilar su mortalidad?

—Uy, si lo dices así mi deseo suena estúpido. ¿En serio nunca has querido que te recuerden?

—Obvio, ¿quién no? —murmuro, y por el rabillo del ojo me percato de que Arian deja su libro a mi lado y se levanta de la cama—. Es solo que... ¿Cómo explicarlo? Imagínate que utilizo a los libros como metáfora de la vida, ¿vale? Pues me preocupa más llegar a la última página de mi libro que el hecho de que alguien me lea. Es que ¿sabes? En realidad siempre estoy pensando en esa última página, porque me preocupa pasarlas todas sin sentirme verdaderamente feliz. Por eso, a veces, me pregunto cuál es la definición completa de la felicid...

Levanto la vista, porque me acabo de dar cuenta de que estoy hablando solo. Arian se ha ido de la habitación tan silencioso como un gato, y eso me recuerda que no tengo ni la más mínima idea de dónde está Mondschein. Clavo la mirada en el frente y suspiro. Últimamente tengo esa sensación de ahogo, como si hubiese algo en mi vida llamado tiempo que se escapa de las manos sin yo poder evitarlo, deslizándose entre mis dedos como si fuese la arena de un reloj. Ser recordado, ¿eh? ¿Evitaría eso de alguna forma que la arena dejase de caer sin ningún tipo de control? No, por supuesto que no. Lo que me explicó mi compañero de clases solo es el típico pensamiento de alguien que no quiere asimilar que el tiempo corre en su contra. Sin embargo, si alguien te recuerda, significa que tu peso en esta vida fue más grande que el propio tiempo. Que influiste a las personas más allá de un presente aventajado por tu presencia. Porque, a pesar de tu ausencia física, sigues marcando a las personas.

No sé en qué estoy pensando.

Alguien abre la puerta. Miro a la entrada y me encuentro con mi mejor amigo, Klaus. Está despeinado y tiene unas ojeras muy marcadas. Lleva la ropa mal acomodada y está toda arrugada. Parece que, en cualquier momento, se caerá al suelo y dormirá ahí aniñado, sin importarle en lo más mínimo que alguien lo pise.

Klaus entra en la habitación cabizbajo y en el más estricto silencio, arrastrando una maleta que rueda con más decisión que él. Sin dirigirme la palabra, deja sus pertenencias sobre su cama, al lado de otras maletas que debió colocar hacer un rato y, sin pensárselo mucho, se sienta conmigo.

—¿Cómo estás? —comienzo a interrogarle, algo alertado por su actitud; sin embargo, debido a la falta de respuesta, decido traer de regreso el tema que, quizás, lo tenga en este estado—. ¿Cómo está tu hermana? —Silencio. Y eso es motivo más que suficiente para que me asuste—. ¿Pasó algo? —insisto, y él se frota los ojos y suspira—. Hey, Klaus, me estás preocupando. ¿Ha pasado algo?

—Sí. Mi padre me llamó hace media hora. Los médicos dicen que ya no hay rastro del cáncer en su cuerpo. Que por fin se ha curado.

De pronto, una sensación de alivio me invade, y me urge la necesidad de darle un abrazo. La hermanastra de Klaus, Adalia, llevaba dos años batallando contra una leucemia, un cáncer que pilló por sorpresa a toda su familia, ya que la niña es tan pequeña que estoy seguro de que, a día de hoy, todavía no ha entendido que estuvo mirando de frente a la muerte durante casi la mitad de su existencia. Vivió el presente sin tener ni idea de que todos estaban luchando para que pudiese vivir un futuro. Y, a quien le afectó esto más de lo debido, fue a Klaus.

Recuerdo como si fuese ayer cuando recibió la noticia. Estábamos en este mismo cuarto, tirados cada uno en sus respectivas camas, hablando de los profesores que más quebraderos de cabeza nos causaban en ese primer año de universidad. Él parecía particularmente animado; la carrera de farmacia le gustó desde el primer día e hizo amigos bastante rápido, lo que le ayudó a sentirse más a gusto con lo que estudiaba. En un momento dado, cuando terminó de quejarse de una profesora a la que le encantaba morderse el labio inferior mientras daba clases, me dijo que jamás se había sentido tan feliz como en esa época.

Recuerdo, también, el pensamiento que surco mi mente al escucharlo, un pensamiento que se instaló en mí tan rápido como tardó en estorbarme. Sentí una repentina envidia por su alegría, manifestada por una incómoda pregunta que me hice a mí mismo: ¿cómo sabía que era feliz? ¿Cómo logró serlo? Además, ¿no era acaso el conocimiento de esa realidad la que te hacía dudar de su veracidad? Como si la felicidad solo fuese un concepto que existe para ser definido y hacerte dudar, pero nunca para ser sentido.

Entonces, cuando estuve a punto de preguntarle si no tenía miedo de que esa dicha que sentía se evaporase debido a un contratiempo, su teléfono empezó a sonar. Una llamada de su padre le borró la sonrisa del rostro. Observé como el brillo de su mirada se apagaba a medida que avanzaba la conversación y noté como el tono alicaído de su voz se volvía el acompañante perfecto para ese atardecer que detallaba a través de las ventanas de nuestro cuarto. Y de pronto reinó en mí un pensamiento tan egoísta como el propio ser humano; posé la mirada en el techo y, por un momento, me regocijé en el hecho de que su sentimiento de felicidad fuese tan voluble como el del resto de mortales de los que me rodeaba, como el mío.

Sí, me alegré por un instante de que Klaus también tuviese momentos de tristeza en los que me sentía comprendido. Lo que no me imaginé fue que, al colgar, me explicaría que a la hermanastra a la que también culpaba de que su familia se rompiese, a la que no quería ver ni en fotos y consideraba una molesta existencia, le hubiesen diagnosticado un cáncer. Recuerdo muy bien lo que hizo mi amigo después de aquella confesión: siguió hablando de su profesora con una alegría nerviosa, porque se dio cuenta de que, poco a poco, a su alrededor, empezaban a desquebrajarse las paredes de una bola de cristal donde siempre se sintió seguro, donde solo habitaba él junto con las personas en las que había decidido confiar.

Y cuando se quedó en silencio, completamente aturdido, sin ser capaz de ocultar su miedo, los cristales se convirtieron en pequeños fragmentos que, ligeros, se mantenían suspendidos en el aire reflejándole su rostro y el rostro de sus miedos.

—Hey, eso es genial. Por fin se acabó todo —le digo, apoyando una mano en su hombro. 

Sí, se acabaron las noches en vela en las que mi amigo sufría por estar lejos de Adalia, esas noches en las que se desahogaba conmigo mediante largas charlas que nos mantenían en vela y finalizaban nos quedábamos dormidos y él me pedía, con la voz queda, que lo perdonase por entristecerme con sus problemas aunque no había nada de lo que disculparse. 

Al fin se acabó, para él, fingir que todo estaba bien porque, al fin, todo estará bien.

Klaus no responde. Pensé que el día que llegase esta noticia, desbordaría alegría por cada uno de sus poros, regresando a ese estado de felicidad perpetua que por un momento había envidiado y que después tanto eché en falta, pero no es así. Solo se mantiene en silencio, apretando la tela de sus vaqueros. Entonces, gira la cabeza y me encuentro con que está llorando. La única persona que jamás creí ver llorar, lo está haciendo en silencio, frente a mí.

—Samuel, me siento culpable —me explica, con la voz temblorosa—. ¿Crees que su enfermedad es un castigo hacia mí? ¿Un castigo porque detesté a Adalia desde el momento en el que nació? Quizás, quizás el mundo me hace pagar por todo el odio que le dediqué.

Ahora soy yo quien permanece en silencio, analizando con sumo cuidado sus palabras, porque no le encuentro sentido a lo que dice, aunque estoy seguro de que, en su cabeza, tienen todo el sentido del mundo. Es curioso que, a la hora de culparnos, todo motivo rebose lógica y toda lógica carezca de sentido a ojos de otros.

Detallo como se peina el cabello hacia atrás, ese cabello que antes era una larga melena sujeta por una coleta, y que ahora es más corto que el mío. Él, que dijo que jamás se cortaría un solo pelo por nadie, los cortó todos para infundirle seguridad a una niña pequeña.

—Klaus, en aquello sujeto al azar, no tenemos ni voz ni voto, ¿entiendes? —comienzo, y él asiente con la cabeza—. Ese cáncer iba a suceder igual, hubieses detestado a tu hermana o no. Por eso no merece la pena que te martirices más por lo sucedido.

—¿Tú crees?

—Claro, ¿por qué no consideras esto una oportunidad? Aunque suene un poco frívolo, gracias a su enfermedad os unisteis, y ahora te hablas con tu padre. ¿O acaso ya te has olvidado de lo contento que te pusiste la primera vez que Ada te llamó hermano?

Se ríe con nostalgia al recordar aquel día, se frota los ojos y suspira.

—Era tan pequeña que me llamaba enano en vez de hermano; ni siquiera sabía pronunciar la erre fuerte —comenta, sonriendo al fin—. Aún recuerdo las canciones que me enseñó Annie para ayudarle con la pronunciación; ahora se dedica a marcar la erre cuando habla con tanta fuerza que parece que tiene complejo de motocicleta.

—¿Ves? Todo eso fue gracias a ti —le digo y él asiente, mucho más contento.

—¿Sabes? Le corté el pelo a todas sus muñecas para que no les tuviese envidia. Pensé que no volvería a crecerle el cabello, y ahora serán sus muñecas las que tendrán envidia de ella.

—Oye, Klaus, en el futuro lo que recordará tu hermana será que en el momento de la verdad estuviste a su lado todo el tiempo. Es más, estoy seguro de que se acordará de lo que hiciste por ella hasta el final de sus días. Influiste de una manera que ni te imaginas en su vida.

—¿Tú crees? —inquiere, y yo me apoyo en su hombro—. Es que me siento muy arrepentido, Samuel.

—No es que lo crea, es que estoy seguro de eso. Esos recuerdos son tu legado en Adalia y pesan mucho más que todo el rencor que le guardabas —murmuro, y él me revuelve el pelo como gesto de agradecimiento a mis palabras—. Estás muy cansado, ¿verdad?

—Llevo 30 horas sin dormir. Además, estoy deshidratado. Creo que eché por los ojos el poco agua que me quedaba.

Sé que debería seguirle la broma, pero yo no puedo evitar dedicarle una sonrisa al entender que se siente avergonzado por haber llorado frente a mí. 

—Pues has tenido suerte, porque compré unos zumos cuando vine a dejar las maletas por el mediodía —le explico, y ahí caigo en cuenta de un detalle. ¿Cómo no vi a Arian en ese momento? ¿Estaría en el baño fumando? Creo que ha llegado la hora de quitarle la copia de nuestra llave—. Oye, ¿por qué no te echas una siesta ahora?

—No, hoy duermo donde Tanja. Así que no me esperes porque regresaré mañana —me explica sin dirigirme la mirada, y no me extraña porque si lo hiciese, me burlaría de él y él se pondría rojo como un tomate, como pasa siempre que pronuncia el nombre de nuestra amiga del Emil Sinclair

Klaus se yergue, se despereza y se frota los ojos para limpiar los últimos rastros de sus lágrimas. Entonces, se queda quieto y frunce el ceño como si algo hubiese ocupado su mente de golpe.

—Por cierto, Samuel, ya conocí a nuestros nuevos vecinos de la habitación de enfrente; son dos chicos. Deduzco que tú aún no te has cruzado con ellos, ¿o me equivoco? —inquiere, con una sonrisa ladina que no logro descifrar del todo—. Yo ya hablé con ellos.

—¿Eh? ¿Y qué tal son?

—Bueno... Uno de ellos es un friki de lo cutre al que le gusta mucho el rollo australiano. Y el otro... —Hace una pausa, mira con cierto cariño una foto de sus hermanos que hay sobre su mesilla y bosteza—. El otro es un idiota. Me estuve peleando con él un buen rato antes de que llegaras.

—¿A qué le llamas un buen rato?

—A casi una hora.

 —¿Que? ¿De qué se puede pelear con un desconocido durante una hora? —pregunto, desconcertado. Madre mía, el año pasado también se peleó con los antiguos inquilinos del cuarto que teníamos en frente y no solo no nos dirigieron la palabra durante todo el año, sino que a veces nos dejaban comida frente a nuestra puerta para que la pisáramos. El día que nos dejaron una piel de plátano, la discusión que tuvimos con ellos la escuchó incluso el vigilante—. Siempre te metes en problemas con todo el mundo. No quiero que nos vuelvan a dejar una compresa pegada al pomo.

—¡Eh! ¿Perdona? ¿Estás insinuando que soy problemático? —inquiere de manera dramática, llevándose las manos al pecho porque sí, hay cosas que no cambian con el paso de los años—. Oye, yo soy un santo. Soy tan santo que pronto los niños comenzarán a llamarme Santa Klaus, fíjate lo que te digo. —Le sonrío porque me alegra verlo de nuevo animado, pero de pronto él enmudece y mira al techo—. Oye... Me pregunto qué querrá Adalia por Navidad. Le gusta mucho colorear, quizás se emocione si le regalo un estuche con un montón de colores. Bah, en fin, me voy a dar una ducha rápida, y tú también deberías ducharte, que apestas un poco.

Se dirige al baño compartido mientras divaga con los posibles regalos que le hará a su hermanastra y yo empiezo a deshacer mis maletas. Unos minutos después escucho que alguien llama a la puerta. Estoy seguro de que se trata de Arian, que se habrá acordado de que dejó su libro abandonado en mi cama. Sin embargo, cuando abro, me encuentro con una chica que me escruta con sus pequeños ojos castaños, que se ven todavía más pequeños tras los cristales de sus gafas rojas.

—Hola, Samuel —me saluda Tanja, quien permanece inmóvil porque, después de tres años, no quiere o no lo interesa entender que puede entrar en nuestra habitación sin esperar que le demos permiso—. ¿Está Klaus por aquí? Lo llamé al móvil, pero no me responde.

Le hago un gesto con la mano para que entre en la habitación. Cuando lo hace, me fijo en que carga una bolsa que contiene la caja de una muñeca. Vaya, seguro que es para Adalia. Qué detalle más oportuno. Seguro que a Klaus le encanta.

—¡Sí! ¿Quién pregunta por mí? —escucho a mi mejor amigo desde el baño. Abre la puerta y nosotros nos quedamos mudos al percatarnos de que va sin camiseta mientras se coloca los calzones y le da patadas a un pantalón vaquero de la manera más indigna posible. Mi amiga se lleva una mano a la boca, yo ni siquiera me inmuto; en estos tres años, me he acostumbrado demasiado a sus desfiles casi como Dios lo trajo al mundo. Él es la típica persona que, cuando te agarra confianza, se tira un pedo en tu cara. Más o menos como Mondschein—. Buah, creo que si alguien hubiese cultivado plantas en mis sobacos hace cinco minutos habría descubierto los principios activos para curar cualquier enfermedad, porque qué pestaz... —Se detiene, porque acaba de darse cuenta de que tenemos una invitada. Se sube rápido los pantalones y doy las gracias, porque estoy seguro de que, si hubiese tardado medio segundo más en percatarse de que la chica estaba presente, se habría tirado un pedo—. Oh, hola, Tanja.

—Hola —murmura ella con los ojos clavados en los calzones de Klaus.

Mi querido humano, creo que te acabas de convertir en un candelabro, o en la quinta pata de una mesa. Por cierto, ¿sabes lo que comen los perros? Sobras.

—Oh, Dios, hola. Ahora mismo me visto, no tardo ni dos segundos —farfulla mi mejor amigo, nervioso. Se da la vuelta, se coloca con torpeza una camisa y busca mantener la conversación—. ¿Qué traes en esa bolsa?

—Nada, un regalito, ya te lo daré cuando nos vayamos.

—No sé qué haremos esta noche, ¿tienes algún plan?

—No en realidad —contesta ella en un susurro, algo apenada. Yo me rasco la cabeza y miro con cierta incomodidad como el atardecer está dando paso a la noche. No sé por qué, pero me siento incapaz de leer el ambiente entre estos dos.

Meto las manos en los bolsillos y miro a los lados. Necesito evadir la mente de este momento tan incómodo. Vamos, piensa en cualquier cosa.

Había una vez, en un país muy lejano, un chico que necesitaba echar a volar su imaginación para ignorar al príncipe nudista que intentaba cortejar a su princesa.

Demasiado visto. Dame algo mejor, cerebro, no me defraudes.

Había una vez, en un país muy lejano, un príncipe de las flatulencias que cortejaba a una princesa mostrándole su cuerpo esculpido por la mantequilla y sus calzones de mercadillo medieval.

Así me gusta, cerebro... Nunca me decepcionas. 

Ojalá pudiera decir lo mismo de ti. 

—Perfecto porque yo sí tengo planes. Samuel, ¿puedes acompañarme a la cocina un momento? —Lo sigo hasta la cocina y, cuando llego allí, cierra la puerta corredera y abanea la mano frente a su cara, indicándome que me agache para estar a su altura—. Escúchame bien, hoy por fin le voy a pedir a Tanja que... Bueno, ya sabes, que seamos novios, así que no me llames en toda la noche. ¿Capici?

—Sí, sí, capisco, capisco. ¿Y por qué te iba a llamar? —pregunto y él se echa a reír.

—Sé que lo harías. —Abre la puerta de la cocina, coge su mochila, se coloca al lado de Tanja y la dirige a la salida empujándola levemente con la mano que posa en su espalda—. En fin, Samuel, ya es hora de tu llamada con Annie.

—Uy, sí —prosigue Tanja, con burla—. Ya nos vamos, no queremos ser candelabros.

¿Pero qué?

—Ya te dejamos en soledad en tu nidito de amor —continúa mi amigo, y ambos forman dos corazones con sus respectivas manos mientras se ríen de forma escandalosa. Será cabrón.

—Bah, madre mía, iros a la mierda.

Y se van, no a la mierda, pero sí dando un portazo.

Es extraño, pero ese silencio provocado por la ausencia de mis amigos me ha dejado la misma sensación de vacío que deja una despedida.

No le doy más vueltas a esa extraña sensación. Compruebo la hora en el teléfono: nueve y media de la noche; Annie lleva un cuarto de hora esperando a que la llame. Salgo un momento por la puerta y llamo a Mondschein esperando a que vuelva. Sin embargo, por más que lo intento, no hay señales de vida del animal. ¿Qué le pasa hoy? Con lo tranquila que es, ¿por qué está tan inquieta? ¿Será que le sentó mal el viaje? Pobre, no me extrañaría que fuese ese el motivo. Creo que he sido un poco egoísta con ella, la echaba tanto de menos que me olvidé de su estabilidad con tal de pasar más tiempo a su lado.

Cierro los ojos y niego con la cabeza. Demonios, ¿cuándo me volví tan unido a mi mascota? Bah, da igual, ya aparecerá; esa gata es como un catarro, siempre vuelve cuando menos te lo esperas. Además, no debo preocuparme de que la encuentren porque es pequeña, detesta a la gente y pasa muy desapercibida. En fin, no quiero hacer esperar más tiempo a mi mejor amiga porque casi no hemos hablado durante estas vacaciones y, a decir verdad, la echo mucho de menos.

Le escribo un mensaje pidiéndole que me conceda cinco minutos para darme una ducha rápida. Tras vestirme me siento frente al ordenador, me conecto a Skype y realizo la llamada. Annie no tarda más de dos segundos en responderme. El monitor del ordenador me muestra el rostro de una chica que tiene unos enormes ojos castaño claro y el cabello de color trigueño. Su pelo está mojado y lo está secando con una toalla azul. Detallo su habitación, sus estantes abarrotados de libros y apuntes, las paredes plagadas de fotos con los amigos que hizo en la universidad y varios pósteres de temática estadounidense. No continúo cotilleando porque ella me habla con un tono alegre algo distorsionado por culpa de la conexión a Internet:

—¡Hello, Sam! —Se da un beso en las yema de los dedos y las posa un momento en su webcam. Yo sonrío para hacerle saber que, de alguna forma, he recibido ese beso. Qué enérgica esta hoy—. Perdona, es que llegué tarde al piso, así que acabo de salir de la ducha, de ahí las pintas —se señala el albornoz y, después, estornuda—. ¿Qué tal el regreso a la universidad?

—Normal, la verdad.

—Jo, pues no pareces muy animado.

Juraría que me he expresado de forma neutra, pero debido a su comentario me percato de que no estoy muy animado, aunque no tengo claro por qué.

—Bueno, es mi cuarto año, ya no lo vivo con tanta emoción como el primero.

—Pero es el último.

—Sí, qué genial. Qué ganas tengo de zambullirme en el mundo laboral —murmuro con cierto sarcasmo, echándole un vistazo a la mochila negra que hay sobre su cama. Qué raro, no es suya—. Oh, por cierto, antes de que se me olvide: Sylvia se va a casar. Dice que estás invitada a la boda pero que entiende que no puedas ir.

Annie da una palmada con las manos y me mira con los ojos muy abiertos.

—¿Con el pastelero?

—Ese mismo.

—Qué genial, felicítala de mi parte. No, espera, me diste su número así que mejor se lo digo yo —se apresura a decir, sacando su teléfono del bolsillo.

Sí, mi hermana encontró al amor de su vida en una pastelería holandesa, tras explicarle frustrada al propietario, un chico cinco años menor que ella y con más pecas en la cara que virutas de chocolate en un bollo, que no era capaz de hornear un pastel decente y que necesitaba consejos de cocina. Y, no sé por qué motivo, el chico quedó fascinado con las nulas dotes culinarias de mi hermana, hasta el punto de que, cuando le hizo la propuesta de matrimonio, sus palabras textuales fueron: ≪hazme el honor de ser mi catadora por el resto de nuestros días, para que pueda cocinarte lo que quieras hasta que la muerte nos separe≫. Por si eso fuera poco, "Un kilo, doscientos gramos" es la cifra que llevan inscritas en sus respectivos anillos de compromiso, haciendo referencia al peso de todas las magdalenas que le compró Sylvia la primera vez que fue a su pastelería. Y mi madre supo que era el hombre ideal para su hija cuando este, frente a ella, explicó lo asombrado que estaba de que una médica se hubiese fijado en un simple pastelero. Sí, debo de reconocer que Sylvia por fin ha tenido suerte en el amor, pero eso no quita que me resulten demasiado empalagosos. ¡Incluso quieren hacer una boda temática sobre los dulces!

—¿Y cómo está tu hermano? —pregunta Annie, apartándome de mis indignadas divagaciones.

—Bien, se adaptó bastante rápido a las cocinas de un restaurante y parece muy contento.

—Eso es lo importante. Todo va viento en popa para todo el mundo.

—Sí... —murmuro, mientras pienso que lo más probable es que, a estas horas, Samuel esté regresando a casa de trabajar.

—Oye, tengo una pregunta un tanto rara —dice Annie. Su tono tímido me llama la atención, al igual que su mirada esquiva y el hecho de que juegue con su pelo—. Tú... ¿Estás con alguien ahora mismo?

La contemplo con los ojos entornados, sin tener muy clara la razón de su repentino cambio de actitud. No sé por qué, pero hoy me cuesta leer a la gente.

—Sabes que no. ¿Por qué lo preguntas?

—Por asegurarme —repone, confundiéndome más—. ¿Y qué pasó con tu compañera? O sea, con Magda.

—En realidad no pasó nada porque no nos entendíamos.

—¿Y con Saskia?

Me paro un momento a recordar a la persona a la que se refiere Annie. Intenté algo con esa chica el año pasado, pero el tema terminó bastante mal. Saskia, una estudiante de economía amiga de Evi que a primeras me pareció bastante centrada y responsable, pasó de ser muy simpática a demasiado celosa. Lo noté la tercera vez que le hablé de mi mejor amiga, pues no parecía tener el más mínimo interés hacia su persona. El problema fue que cuando supo que dedicaba algunas noches a hablar con ella por Skype, no me dirigió la palabra durante toda una semana. La gota que colmó el vaso fue la noche que salí con Klaus y unos amigos a tomar algo, y Saskia creyó que no le respondía los mensajes por estar con Annie. Cuando vi en su chat decenas de whatsapps suyos echándome en cara mi "extraña y ambigua" relación con mi ex novia, decidí que no tenía que aguantar los celos de nadie, mucho menos de una persona que tampoco me gustaba de verdad. Y aunque me gustase, ¿quién se creía que era para volver negativo algo que valoro tanto como mis amistades? Así que, sin más dilación, respondí a todos sus mensajes con uno solo donde le pedí que me dejase en paz.

Sí, necesitaba que me dejasen en paz porque me frustraba pensar que casi ninguna de mis relaciones se esforzaron lo más mínimo en entender lo importante que era Annie para mí. 

—Desde que te comenté lo muchísimo que se enfadó conmigo por Whatsapp, no volví a saber nada más de ella.

—Perdón —se disculpa, apenada, como si hubiese hecho algo malo solo por ser mi amiga cuando, en realidad, lo hace todo bien.

—No fue tu culpa. 

Porque, de lo contrario, yo también tendría que sentirme culpable del fracaso del último noviazgo de Annie. Empezó a salir con Chris, uno de sus compañeros de la carrera de Logopedia. Parecía el chico idóneo para ella; era atento, inteligente, divertido y comprensivo. O al menos fue así fue como me lo describió mi amiga porque, como es obvio, nunca llegué a conocerlo. Lo último que supe de él fue que se enfadó demasiado con ella al descubrir que, en el pasado, habíamos mantenido una relación de más de dos años, así que le dio a elegir entre él y yo. Annie me contó que no tardó ni dos segundos en echar a patadas a Chris de su vida, con el argumento de que nadie se interpondría en nuestra relación y que si alguien la quisiese de verdad, no la obligaría a prescindir de quien la hace feliz. Le agradezco su madurez, porque jamás se mostró dolida por aquel desengaño.

A veces siento que ha crecido mucho más que yo en ese sentido, pero me alegro por ello.

—Bueno, estamos solteros —concluye Annie, apagando el teléfono. Gira la silla para tirarlo en la cama y, tras voltear de nuevo, me guiña un ojo—. We are free and sexy.

—Por un momento pensé que te estaba preocupando estar soltera —comento, y ella se echa a reír—. Que sepas que estaba a punto de consolarte diciéndote que los americanos están ciegos por culpa de tanta hamburguesa —le explico, y ella se echa a reír.

—En realidad no me preocupa en lo más mínimo eso.

—Entonces, ¿por qué la pregunta?

—Divagaba. Es lo que siempre hago cuando te veo —murmura con voz sugerente, y ese efecto hipnótico que han logrado su voz y la oscuridad de la habitación se evaporan cuando ella hipa. Así que frunzo el ceño como respuesta.

—Con esos comentarios no me extraña que Chris se pusiese celoso.

—¡Eh! Era una broma. Sus inseguridades no son problema mío —se justifica, cruzándose de brazos—. Oye, quiero darte una sorpresa.

—¿El qué?

Apaga el micro, aparta la toalla de las piernas y la tira a la cama. Acto seguido, se gira en la silla y concluyo, por sus gestos, que está llamando a alguien. Es entonces cuando la cámara capta a un niño de unos once años que se dirige corriendo hacia donde está mi amiga.

—¡Sorpresa! —exclaman los dos cuando ella activa de nuevo el micrófono. Yo me quedo mudo, sin saber muy bien qué decir. ¡Vaya! No me esperaba ni por asomo ver a Axel.

—No tenía ni idea de que te lo habías llevado contigo a Estados Unidos. ¿Y eso?

—No te conté nada porque temí que hubiese algún problema con el papeleo y que Axel terminase quedándose en Alemania, pero todo ha salido bien y se ha venido conmigo. De hecho hoy inició su primer día de clases. ¿A que sí, Axel? —le insta a hablar, abrazándolo por la espalda y apoyando al barbilla en su hombro—. Vamos, no tengas vergüenza, háblale un poco a Sam.

—¡Sí! Hoy empecé. Pero me aburrí mucho en clases porque dan cosas que yo ya di hace dos años. La profa me dijo que soy muy listo, pero una niña me dijo también que soy tan listo porque los alemanes somos cabezas cuadradas y por eso perdimos la Segunda Guerra Mundial. Que ellos son héroes y que nosotros somos los malos.

Necesito unos segundos para analizar todo eso. Después, me río.

—Wow, qué niña tan espabilada.

—Sí, pero no me importó, de hecho jugué con ella en el descanso porque los niños guays juegan con todo el mundo —remata, dedicándome una amplia sonrisa que yo le devuelvo. Parece que no es capaz de olvidar esa frase—. ¡Incluso con los americanos!

Madre mía.

—El caso es que Axel está un poco triste, pero no me quiere contar el motivo —vuelve a tomar la palabra mi amiga, y el chico niega con la cabeza, esquivando mi mirada y posándola en el suelo—. ¿Por qué no hablas tú con él, Sam? Seguro que logras sacarle alguna información y ayudarlo en lo que sea.

—No, jopé, Annie. Te he dicho que no quiero hablar con nadie de eso —protesta Axel, y ella bufa sin disimular su hartazgo, como si este tema de conversación ya hubiese sido discutido anteriormente.

—Sí, te sentarás en la silla y hablarás con Sam mientras yo me seco el pelo. Fin de la discusión.

Annie se levanta de su asiento, coge el secador de encima de la cama y se va de la habitación. Su hermano murmura un par de palabrotas que me resultan inesperadas y se acerca a la puerta para asegurarse de que está bien cerrada. Cuando escuchamos el sutil ruido del secador funcionando, regresa al ordenador y yo observo lo mucho que ha crecido; aunque solo tiene once años, es bastante alto. Vaya, y pensar que hace poco me llegaba a la cintura.

—Bueno, dejemos pasar el tiempo —murmura el chico cuando se sienta en la silla, cruzándose de brazos mientras le dedica un mohín de enfado a la nada.

—¿Qué pasa, Axel? Qué poco hablador estás hoy. Con lo enérgico que eres.

—Es que no me apetece hablar de ese dichoso tema, y Annie está muy pesada, joder. —Se lleva una mano a la boca y mira con recelo a la puerta—. Perdón, no le digas lo de la palabrota.

—Tranquilo, no le diré nada. Pero no te voy a negar que me llama la atención que ni siquiera confíes en mí para contarme algo cuando siempre me lo cuentas todo. ¿Es que ya no confías en mí? 

Él entrecierra los ojos y yo me río para mis adentros.

—No digas eso, no es verdad. ¡Yo confío mucho en ti!

—Entonces, ¿hay alguna novedad de la que quieras hablarme?

Se frota las manos y escruta los lados, con un gesto decaido.

—No. ¿Es que no puedo estar triste sin que la gente me esté atacando por eso?

—Por supuesto que puedes, pero nadie te ataca por eso. Annie solo está preocupada por ti porque te quiere —le explico. Él se cruza de brazos y ladea el rostro, ocultando un ligero sonrojo—. ¿Te estás adaptando con facilidad a tu nueva clase?

—Creo que sí, aunque el idioma me cuesta un poco. No sé mucho de inglés.

—Entiendo. No te preocupes, en unos meses sabrás tanto inglés como Annie. ¿Y qué tal con tus nuevos compañeros?

—Bueeeeeno, son muy divertidos —responde, sin mucha seguridad.

—¿Y el problema es...?

—Que extraño a mis amigos de Alemania.

—Eso es normal, pero pronto volverás a estar con Leopold, Bruno, Jan... —Me percato de que arruga la frente al escuchar ese nombre y esquiva mi mirada un momento. Ahí sospecho, sin mucha convicción, que puede que la causa de su actitud decaída resida en la última persona que he pronunciado—. ¿Te has peleado con Jan? —Niega con la cabeza, pero no soy capaz de creerme su respuesta—. Entonces, ¿qué pasa?

—Nada —se apura a decir, y escucho como le rugen las tripas. Levanto las cejas para indicarle que he escuchado a su barriga y él se echa a reír por fin—. Perdón, es que hoy no me dio tiempo a desayunar y mi hermana todavía no preparó la comida.

—¿Y eso? ¿Cómo es que hoy no desayunaste, con lo glotón que eres?

—Es que dormí mal, así que me levante muuuy taaaarde —me explica, alargando las vocales mientras arrima la silla para acercarse más al ordenador. De pronto, una pelota anti estrés de su hermana empieza a rodar en el escritorio y él la atrapa antes de que caiga al suelo—. Así que no tuve tiempo de desayunar porque llegaba tarde al cole, pero no me importó porque no tenía hambre ni ganas de ponerme a comer nada.

—Uhm... ¿Llevas tiempo sin hambre por las mañanas?

—¡Sí! Pero dice Leopold que es cosa de la probeta. —¿Eh?—. Prubeta, puterba, prutedad...

—Pubertad —le corrijo. Es un chico tan acelerado que a veces se confunde al hablar.

—¡Sí! Eso mismo. De hecho me contó que ahora el desayuno le da arcadas y por eso no lo toma. Y yo no quiero vomitar, me da mucho miedo. Jan me contó que si vomitas mucho, te pueden salir los intestinos por la boca.

Bufo, conteniendo una risa. Estos niños tienen una imaginación increíble.

—No le hagas caso a Jan. Y oye, ¿por qué has dormido mal? ¿Te suele pasar eso? —Afirma con la cabeza y yo suspiro—. No estés con el teléfono en cama o acabarás usando gafas.

—No hago eso.

—Pues no te pongas con la tele ni juegues, que luego enfadas a tu hermana.

—¡Que no hago eso, jo! —protesta, agarrando un pequeño juguete de plástico con forma de gato que había al lado de la pelota anti estrés—. Solo no soy capaz de dormir temprano.

—¿Por qué? —insisto en saber, porque siento, por experiencias propias, que en esa respuesta está el origen de sus preocupaciones. Sin embargo, tampoco obtengo una respuesta verbal, solo una cantidad de gesticulaciones, un cúmulo de detalles vacíos por sí solos pero llenos de significado dentro de un contexto y que me explican, sin que yo lo pida, que me encuentro ante un problema silenciado por la vergüenza o, quizás, por el miedo. Inspira y suspira con desgana, esquiva mi mirada, aprieta el juguete y lo tira a un lado, se frota el pelo frustrado y le empiezan a brillar los ojos—. Axel, escúchame —prosigo, invitándole, así, a que me mire de nuevo—. Si te quedas callado, te ahogarás en ese problema. Confía en mí. No te quedes solo en esto.

Parece que mis últimas palabras logran conectar con el hermano de Annie, porque este suspira, como aceptando con valentía una supuesta derrota. El problema es que, tras soltar esa bocanada de aire, me mira sin determinación y me percato de que los ojos le brillaban porque se le están aguando. El labio inferior empieza a temblarle y lo muerde, arrugando su mentón. No tengo muy claro por qué, pero, de pronto, comprendo que se siente muy dolido por lo que está a punto de decir, como si estuviese decepcionado consigo mismo. Por eso estoy a punto de pedirle que se detenga, que me disculpo por forzarlo a hablar cuando es más que evidente que no está preparado para sincerarse conmigo. El problema es que no me da tiempo a detenerlo, y su sinceridad me golpea y me sorprende al mismo tiempo, dejando mi mente en blanco por un instante.

—Creo que me gusta mi amigo.

Espera un momento.

—¿Qué acabas de decir?

—Perdón —suelta rápido, asustado por mi respuesta, mientras gimotea.

Por un momento, mientras observo el hermano de Annie dominado por el miedo y la tristeza, limpiándose las lágrimas mientras vigila a cada segundo que la puerta de la habitación no se abra, no dejo de pensar en mí mismo. Y en Gestalt. Porque hace casi cuatro años yo hice lo mismo: me puse delante de una persona que sentí de confianza y, dominado por el miedo, lleno de prejuicios pero también de desprecio hacia mí mismo, confesé mis sentimientos y, en ese instante, sentí lástima por mí mismo.

Porque me dolía que incluso mis sentimientos fuesen un error.

Pero lo que menos deseo en este mundo es que alguien más pase por lo mismo que pasé yo.

—No llores —le pido, impostando la voz, con la suficiente dureza como para detener su llanto. Porque, en este momento, mi tono le ha impuesto más respeto que la posibilidad de que su hermana lo descubra—. Axel, no llores más. ¿Me escuchas?

—Perdón, yo...

—Ni te disculpes —le interrumpo, confundiéndolo, como si hubiese echado por tierra todo el discurso que había preparado mentalmente ante esta situación. Un discurso compuesto, solo, por la palabra perdón—. Llora por cualquier cosa; llora de felicidad, de miedo, de dolor, de frustración, pero nunca vuelvas a llorar porque sientas pena de ti mismo.

—Pero lo que siento es raro. Si alguien se entera, se reirán de mí y Jan dejará de ser mi amigo porque eso harán los demás. ¿No ves que no todo el mundo es guay? Así que, ¿por qué no voy a llorar?

Se limpia una lágrima y frunce el ceño, demostrándome que no entiende mis palabras, detalle que me incordia. ¿Que por qué? Pues porque él no se merece tener miedos y dudas por culpa de los prejuicios del resto del mundo, por culpa de la imposición de pensamientos basados en el odio. Ni él ni nadie.

—No puedes llorar porque tu vida es algo demasiado grande como para que sientas lástima de ella y de ti mismo. Tus lágrimas y tus prejuicios hacia tu persona son solo culpa de quienes ven en tus sentimientos un defecto, un problema o una enfermedad, no porque en verdad sean un error. Y no puedes vivir supeditado al miedo de que te juzguen. Entiendo perfectamente por qué tienes miedo, a mí también me gustó un chico, y también me sentí enfermo por eso. Pero ¿sabes qué? Al final del día, cuando estaba a solas con mis pensamientos, me daba cuenta de que mis sentimientos eran buenos, ¿y sabes por qué? Porque me hacían sonreír y soñar con un futuro, porque me hacían estar en las nubes y en el suelo a la vez. Y ahí entendía que lo único negativo de todo eso provenía del odio y la ignorancia de las demás personas, no de mí mismo. Así que, a medida que crezcas, ten siempre presente una cosa: vive, siente y ama como te dicte tu corazón, haciendo oídos sordos de palabras vacías. Y si los demás deciden no entenderte: pues que se jodan.

 Una vez que termino mi discurso, me percato de que estoy muy tenso, de que por mi tono se me notaba muy enfadado. Me esfuerzo por relajar la expresión de mi rostro para no asustar a Axel, y observo que este se mantiene inmóvil, con la boca ligeramente abierta, hipnotizado con mi reflejo en el monitor. Entonces, esboza una sutil sonrisa y me dice:

—Eso ha sido muy cursi.

Y yo siento un gran alivio al escuchar su respuesta.

—Oye... Es posible que estés confundido. Eso es muy normal. Cuando tenía tu edad pensaba que me gustaba una amiga y al final resultó que no era verdad. El problema era que ella me ponía muy nervioso porque era muy invasiva: no respetaba el espacio personal, quería hablarme incluso cuando iba al baño —le explico, intentando captar su atención para que se olvide un poco de estar triste—. Lo que te quiero decir con todo esto es que dejes pasar el tiempo e intentes, mientras tanto, comprender tus sentimientos. Si al final de verdad te gusta Jan, te apoyaré porque somos amigos. ¿Recuerdas? Los chicos guays se apoyan entre ellos. Solo no te preocupes, que no le contaré nada de esto a Annie.

—Entiendo, gracias. Pero ¿cómo sabes que te gusta una persona? ¿O que es la indicada?

Me llevo una mano tras la nuca y me tomo un momento para pensar una respuesta adecuada. Vaya, esta es una cuestión un tanto complicada.

—No es una respuesta fácil porque cada persona es un mundo, Axel —empiezo, y él asiente con efusividad y sin casi rastro de tristeza en su mirada. Parece muy interesado por mis palabras, y yo me siento halagado por eso. El problema es que no tengo ni la más remota idea de cómo continuar hasta que, de pronto, encuentro un comodín en la penúltima palabra que he pronunciado: mundo—. Imagina que eres un planeta. A veces, a lo largo de nuestra vida, nos cruzamos con un satélite que empezará a girar a nuestro alrededor, en la órbita de nuestra mente, afectando a nuestra gravedad como afectará a nuestros sentimientos; un día nos sentiremos ansiosos, al otro decaídos, creeremos que nuestra vida es mucho más bonita al lado de esa persona, y un día te parecerá un año mientras esperas para estar de nuevo con ella. Creo que cuando sucede eso, es que ya estás cayendo poco a poco por esa persona. Pero sabes que es la indicada cuando te motiva a dar lo mejor de ti mismo y tú la motivas a ella, cuando vuestras órbitas se asientan y complementan. Cuando, no sé... Cuando pase lo que pase, sabes que, a su lado, las cosas siempre irán bien y estarás cerca de tu propia definición de felicidad.

—Wow, ¡eso es súper cursi! —exclama él, haciendo que me percate de hasta qué punto estaba divagando—. ¿Eso es lo que sientes por mi hermana? Suena muy iugh.

—Sí, bueno. El caso, que cualquiera puede alterar tu gravedad, ¿qué importa que sea un chico o una chica? Lo exterior es superficial porque lo que mueven es tu mundo interior. Así que no estés triste por lo que sientes.

—Uhm... —murmura, rascándose el mentón—. Entonces, cuando encuentre a la persona indicada, ¿seré muy feliz?

—Tu felicidad no depende de otras personas.

—Sí, eso dice mucho mi hermana, que hay que quererse mucho para ser feliz de verdad, pero si mi felicidad no depende de los demás, ¿por qué quiero estar tanto con mis amigos? ¿Ah?

—Eh...

—¿Por qué queremos estar tanto con la gente? ¡Pues porque las personas también nos ayudan a estar felices! —concluye, con una energía rebosante, como si se sintiese en la necesidad de explicarme algo—. Yo ahora estoy muy feliz gracias a ti.

—Oh, me alegro, yo...

—De mayor quiero ser como tú —me interrumpe con una sonrisa genuina que me demuestra su sinceridad, y un sentimiento de incredulidad me domina.

Nervioso, miro mis manos un momento y niego con la cabeza. Qué tontería, yo no soy nadie digno de admirar. ¿Por qué querría ser como yo?

—No... No digas eso.

—¿Por qué?

—Porque yo no tengo nada que admirar, solo soy una persona que intenta hacer las cosas bien. Admírate a ti mismo —le pido, y siento como si ya hubiese vivido esta conversación.

—¡Pero eres genial!

—Muchas gracias —me río, nervioso, percatándome de que no le podré quitar esta idea de la cabeza por mucho que le insista.

—Seré psicólogo y así ayudare a los demás.

Ahí lo miro contrariado y siento como si la persona que está al otro lado de la pantalla fuese un chico de diecisiete años demasiado perdido, necesitado de una figura a la que poder admirar para poder continuar con su camino. Un chico llamado Samuel.

—No necesitas un título universitario para hacer eso. Dedícate a lo que quieras sin fijarte en mí.

Entonces me percato de algo: que quizás fue así como se sintió Gestalt cuando le demostré cuantísimo la apreciaba. Se sintió sobrecogida, ansiosa, desmerecedora de tanto aprecio debido a lo poco que confiaba en sí misma, porque su concepto de humildad le hacía olvidarse de su valía como persona. Porque, a la hora de la verdad, sus errores le pesaban todavía más que sus logros. Estoy a punto de pedirle de nuevo que olvide esas ideas cuando, de pronto, su hermana abre la puerta y él se limpia los ojos con la manga de su sudadera.

—Yo no te voy a olvidar nunca —me dice con rapidez, procurando que su hermana no lo escuche.

Acto seguido salta de la silla abajo y da por terminada la charla.

—Sam, siento mucho que la conversación haya sido tan corta, pero tengo que colgar. Debo irme a hacer la compra, que todavía no hemos preparado la comida —me explica Annie, recuperando de nuevo el asiento frente al ordenador—. Oye, ¿estás bien?

Frunzo el ceño y dejo escapar una risa nerviosa, demostrando mi confusión ante esa pregunta pero, en ese instante, me percato de que me tiemblan las manos y se me aguan los ojos. Espera, no llores, Samuel. ¿Por qué si quiera vas a hacerlo? Recuerda las palabras que te dijo tu madre, sé fuerte y no llores como has hecho durante estos últimos tres años, porque todo va bien.

Y, sin embargo, me veo incapaz de creer en mis propias palabras.

—Sí, no te preocupes, solo estoy muy cansado.

—Oh, es cierto, a veces se me olvida que cuando en Estados Unidos es de día allí en Alemania ya es de noche. Entonces ya te dejo descansar, que seguro que estás cansado por culpa del viaje. En fin, vamos a colgar. Y por cierto... —murmura, con una sonrisa que no logro interpretar—, suerte.

—¿Eh?

¿Por qué hoy parece que todos se despiden de mí? No tengo ni la más remota idea pero, de pronto, la pantalla me muestra una visión nostálgica de dos personas que aprecio mucho: Annie y Axel se abrazan y empiezan a mover sus manos para despedirse de mí. Y yo tengo la imperiosa necesidad de pedirles que se queden conmigo por siempre, porque temo que, en el momento en el que terminen la llamada, no vuelva a verlos nunca más. Esa extraña sensación lleva rondando de forma silenciosa en mi mente desde que he iniciado el día, y es la que me impide apreciar el amor que ellos me transmiten, la dulzura con la que se despiden de mí y la alegría con la que me dedican sus últimas palabras:

—¡Bye, bye!

Finaliza la llamada y lo único que veo reflejado es el escritorio del ordenador es la algarabía de documentos, trabajos e imágenes que en un pasado fueron importantes, pero ahora no recuerdo ni por qué los había guardado ni qué significan para mí. Mientras la visión de la chica que tanto amo, sonriéndome mientras se despide, permanece en mi mente imperecedera a pesar de que ya es solo es un recuerdo.

Un maullido capta mi atención, y yo me levanto de la silla al momento. Apago el monitor y salgo por la puerta, encontrándome de nuevo con un animal gris de enormes ojos azules, pero tan pequeña como un pompón, que mueve la cola de un lado a otro a toda velocidad. Doy un paso hacia delante, dispuesta a cogerla entre mis brazos, cuando da un salto para esquivar mis manos y cruza la puerta de la habitación de enfrente, que está entreabierta. ¿Pero qué demonios se cree que hace esta descarada?

—En serio, ¿qué te pasa hoy? Con lo tranquila que eres. Pues sí que te afecta la vida universitaria, ¿eh? —protesto, asomando la cabeza por la entrada con cierto recelo. Como no quiero ser un intruso, llamo a quien sea que esté dentro—. ¿Hola? ¿Puedo pasar? ¿Hay alguien aquí?

Pero nadie me responde. A decir verdad tampoco es que me extrañe mucho ese detalle porque, aunque me he encontrado la puerta abierta, las luces están apagadas y no escucho ni un solo movimiento en esta habitación compartida, ni en el baño, ni en la cocina. Lo único que percibo en la oscuridad son dos pequeñas luces verdes que corresponden con los ojos de Mondschein, por lo que me vuelvo un poco descarado, enciendo las luces y me autoinvito en la estancia.

En un instante, la claridad me golpea mostrándome un interior repleto de detalles que necesito analizar poco a poco. Lo primero que observo son dos camas separadas por una distancia de poco más de un metro. Sobre cada una de ellas encuentro varias maletas. En el suelo, descansan una bolsa y un monopatín. En las paredes cuelgan varios posters: de Australia, de cantantes Pop y de un par de películas de superhéroes que se estrenaron hace menos de un año. También me encuentro, sobre un escritorio, una maqueta del sistema solar y, entonces, me percato de que Mondschein está mirando fijamente dos posters de películas que había pasado por alto: Sharknado y Megalodón.

Vaya, es como si mi gata se hubiese reunido con su familia. Bueno, de manera metafórica.

—¿Qué demonios? ¿Quién tiene unos gustos tan raros? —inquiero, y justo en ese instante el  satélite terrestre de la maqueta da una vuelta alrededor de su planeta. Wow, ¿acaso va con pilas?

Sin pensárselo dos veces, Mondschein salta por la ventana ante mi cara de susto. Oh, Dios mío, ¿acaso quiere romperse el cuello? Yo tampoco me lo pienso dos veces y, olvidándome de que los gatos caen de pie, me apoyo en el alféizar para localizar el cadáver que ha dejado mi mascota tras una ridícula caída de dos metros. Entonces, alguien abre la puerta de la cocina y yo me doy un golpe en la frente contra el borde de la ventana.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces en mi cuarto? —exclama un chico, que no tarda ni un momento en agarrarme del brazo para apartarme de la ventana. ¿Pero por qué es tan brusco?—. ¿Me has robado o qué?

Oh, espera, ¿qué es lo que está pensando?

—Solo entré para recuperar a mi gato.

—¡Pero si aquí no hay ningún gato! —exclama, nervioso, metiéndome las manos en los bolsillos de la chaqueta. Oh, por Dios, ¿dónde se cree que está tocando este idiota?—. Es en serio, ¿me has robado?

—No te he robado, y el gato ha saltado por la ventana —le explico de mala gana, dándole un empujón, y él retrocede, confundido.

Ahí me percato de quién tengo en frente: un chico muy alto, teñido de rubio y bronceado, que viste unos shorts y una camisa hawaiana y me mira como si hubiese cruzado con un fantasma. Ah, genial. Ahora, además de ladrón, soy espíritu.

—¿Y tú no sabes llamar a la puerta o qué? —me espeta—. Espera, ¿eres mi compañero?

—No, soy el de la habitación de enfrente —respondo, pero ni siquiera así logro quitarle ese ceño fruncido y esa desconfianza con la que me escruta. De hecho, me sigue revisando las manos y los bolsillos con la mirada. Qué pesado.

—Menos mal, pensé que me había tocado un bicho raro como compañero de cuarto. —¿Y este imbécil de qué va?—. ¡Eh! Es broma, no me pongas esa cara de culo.

¿De qué cara habla? No sé, pero esa última frase me ha incomodado.

—Oye, todos los pósteres que hay aquí ¿son tuyos?

—Sí, ¿por qué? ¿Te molan las películas esas? —me pregunta mientras recoge una taza de café de su escritorio, señalando al póster de Sharknado.

—Bastante.

—Sí, ya sé que son una mierda pero... —Se detiene y me mira, con los ojos muy abiertos—. Espera, ¿qué? Wow, ¿seguro que no eres mi compañero de habitación?

—Seguro... —murmuro, rascándome la cabeza mientras intento ignorar esta incomodidad cada vez más creciente.

—Pues menuda pena, porque nos llevaríamos muy bien. Nunca conocí a nadie que le gustasen esas maravillas. ¿Y si hacemos intercambio de compañeros?

Estoy a punto de reírme, cuando compruebo por su cara de ilusión que habla en serio.

—Las habitaciones ya están asignadas.

—Bueh, ¿por qué sigues las normas a rajatabla?

—Hace un momento te molestó que no llamase a tu puerta —le aclaro, y él suelta una carcajada. Después me da un par de golpecitos en el hombro.

—Me caes bien. Me llamo Benjamin, pero prefiero que me digan Benji. ¿Tú?

—Eh... Oliver, Samuel Oliver.

—¿Qué dices? ¿En serio te llamas Oliver? Menuda coincidencia. Por favor, dime que juegas al fútbol; yo de pequeño era portero en un equipo regional. —Niego con la cabeza como respuesta. No entiendo por qué, pero con cada palabra que dice, me urge más la necesidad de irme de aquí—. Oye, ¿qué te parece si me enseñas los alrededores? No conozco a nadie. Pensaba pedírselo a mi compañero pero no sé ni quién es ni dónde se ha metido.

—¿Qué tal si lo dejamos para mañana? —me apresuro a responderle—. Hoy estoy ocupado.

—Oh, como veas. ¿Y qué tal la gente por aquí?

—Genial.

—¿Sois de salir de fiesta y esos rollos?

—Lo que nos permita la universidad. Los trabajos y los exámenes nos roban mucho tiempo.

—Entiendo. Oye, hace un momento vi a una castaña cuatro ojos que estaba bastante buena frente a tu puerta. Las chicas... ¿Son accesibles?

Madre mía.

—No. Cada una es como es.

—Bueno, ¿y los chicos? También son... ¿Accesibles? —prosigue, moviendo las cejas con una sonrisa ladina; sin embargo, al percatarse de que lo único que hago es fruncir el ceño, torna su gesto a uno serio—. Espero que no te moleste que le tire también al otro bando.

—No, no me molesta. ¿Por qué iba a molestarme?

—Perdón, perdón —me contesta, mucho más nervioso—. Te ha cambiado el humor de golpe, ¿te he molestado en algo?

—Qué va, solo me duele un poco la cabeza.

—Oh, con que es eso —murmura, mirando al suelo con una sonrisa comedida. También se le ha cambiado el humor, y me siento culpable por eso—. Creo que tengo algo para el dolor de cabeza, espera —continúa, dirigiéndose a la cocina—. ¿Sabes? Yo también tengo una gata. La quiero un montón. Se llama...

No le dejo hablar más, porque me voy de su habitación aprovechando que no puede verme. Me siento tan abrumado, que mi único deseo es escaparme de estas cuatro paredes que me aprisionan el pecho, salir a la calle y respirar aire fresco.

Eso hago, atravieso los pasillos, subo los escalones de dos en dos, ignoro al vigilante y salgo al exterior. Entonces, cuando la puerta se cierra tras mi espalda y me siento a solas con la noche, bajo los párpados y permito que mis pulmones se llenen de ese ansiado aire fresco, del rocío y de la paz de una ciudad tranquila.

 El murmullo de la noche que ha caído, el motor de los pocos coches que pasan por la calle que tengo en frente, los ladridos de un perro que le protesta al cielo, las pisadas de una persona que se aleja del lugar, el ulular de una paloma rezagada que se mueve entre las ramas de unos árboles, cuyas hojas se mecen debido a una ligera brisa. Unas risas a lo lejos, el molesto ruido de un claxon, varios golpes cuyo eco define la distancia, el piar de unos pájaros, el tubo de escape de una moto. Los grillos que le cantan a un verano que se acaba. La naturaleza y la ciudad conversando sin querer decir la última palabra. El sonido del teléfono que descansa en el bolsillo de mi chaqueta. Mi suspiro antes de abrir los ojos de nuevo. Bajo las escaleras exteriores del edificio, recojo mi bicicleta, me dirijo a la calle y busco apagar lo que resulta ser una alarma. Miro la pantalla en un gesto automático, pero la lucidez me regresa de golpe y, en una sola respiración, el presente empieza a hablarme sobre el pasado.

Me detengo, porque no entiendo lo que leen mis ojos.

«Tres de septiembre. Veamos las estrellas juntos otra vez».

Se me vuelve a nublar la vista mientras comprendo el significado de esta nota escrita por otra persona hace varios años. Una persona que, como puedo comprobar cuando observo mi alrededor, ya no está conmigo. Hoy, tres de septiembre, hago un parón en mi mente, regreso al recuerdo, a ese material de destrucción y construcción, y me pregunto si he hecho todo bien durante todo este tiempo, si me merezco detenerme un momento a contemplar las estrellas. Si yo mismo creo ser feliz, si yo mismo creo ir por el buen camino, ¿por qué siento que todavía me falta algo?

Ahora mismo, en algún lugar, alguien está apagando una alarma y leyendo la misma nota que yo, viajando de nuevo al recuerdo, y pienso que me haría egoístamente feliz saber que se está cuestionando los mismos temas que yo. Que, en algún lugar, hay alguien que me entiende. Como si la felicidad residiese en la comprensión de la insatisfacción.

No me hago más preguntas, tomo la bicicleta, me coloco los auriculares y pongo a reproducir Nuvole bianche; la música de piano siempre será mi favorita. Y, sin pensármelo más veces, empiezo a pedalear, a recorrer la calle sin un objetivo fijo, mirando al frente, pero sin perder de vista el horizonte oscuro que tanto querías ver conmigo. Porque aunque hoy no estés a mi lado, poco importa dónde te encuentres; todos dudamos mirando al mismo cielo.

Pienso en todas aquellas situaciones y experiencias que, desde que tengo memoria, han conformado mi vida, dándole un sentido, una razón de ser. En toda esa tinta, en todas esas páginas que me describen. Las clases de música, de canto, de ajedrez, de francés; las visitas al hospital para poder estar con una niña que amaba contar historias con sus manos, las imposiciones de mis padres y sus caricias silenciosas en mi pelo cuando llegaban del trabajo muy tarde, los prejuicios constantes y las buenas enseñanzas, aquel amigo que me hacía reír con sus ocurrencias, las discusiones con mi hermana, ignorar a mi otro hermano, el miedo constante a decepcionar al resto, correr hasta que me faltase el aliento, las tardes estudiando sin un objetivo fijo o las tardes conversando con aquellos que me ayudaron a definir la palabra amistad, los consejos de una mujer que huía del concepto de admiración pero ansiaba darle color a la vida de otras personas. Mi necesidad de luchar para entenderme. Los abrazos de Ella. La sonrisa de Él. El olvido me es inconcebible, porque me he pasado toda la vida recordando.

Y aquí rememoro con detalle este día. La voz inocente de un niño deseando proyectar su futuro en mi presente, en la construcción de mi persona, provocando que me tiemble el labio inferior al intentar contener una sonrisa, una manifestación de un gesto de lo más curioso para mí. Tan cotidiano pero asombroso como un anochecer.

 Pienso en los miedos y en la culpabilidad que consumen a mi mejor amigo. En la conversación sobre el recuerdo con mi compañero de clases. En el humano, que niega de nuevo su propia mortalidad en razón de ser eterno. Supongo que cuesta demasiado aceptar que somos insignificantes, por eso nos conmueve significar tanto para alguien. Deseamos perdurar en el recuerdo de este mundo, para no tenerle tanto miedo a una muerte sinónima de olvido. Para llenar nuestra pretenciosa necesidad de sentirnos realizados, unos héroes, con el consuelo de que pronunciarán nuestro nombre cuando hayamos muerto. Y, mientras soñamos con pasar a la Historia, nos olvidamos de que, en vida, podemos marcar la historia de otras personas y experimentar esa gratitud de ser útiles. Por eso sonrío, porque he influido en la vida de un niño que necesitaba un guía en este camino llamado vida, y eso es suficiente para mí.

Eterno es un concepto que solo existe y solo se contempla en la mente de aquellos que no pueden serlo. Y aunque dudo, dudo del mundo y de mi incapacidad de resolver mis propias dudas, no me importa, porque eso me hace sentir vivo y, mientras viva, seré eterno.

Me pregunto qué es ser completamente libre, qué es ser completamente feliz. Me pregunto tantas cosas acerca de conceptos que el ser humano ha creado y cuyo significado lleva años persiguiendo. Supongo que vivir es una constante batalla por intentar darle sentido a conceptos tan errados como esos. Supongo que nunca nos sentiremos así porque vivimos atados a nuestra mente, a esa voz que habita en nuestra cabeza y nos pregunta si eso que sentimos es verdadera plenitud. ¿Cómo vamos a definir un sentimiento con el que todos los seres de este mundo se puedan sentir identificados, si cada uno de nosotros sentimos diferente y tenemos una concepción distinta de lo que es la felicidad? Entonces, partiendo de esta incoherencia, ¿cómo podría responder las dudas de un niño que me ve como su guía?

Ojalá alguien más me entendiese. Sería un gran consuelo saber que, en cuestión de tormentos, no estoy solo en este mundo.

Quizás, si me olvido de dudar dejaré de pensar, y si me olvido de pensar empezaré a sentir en plenitud cualquier sentimiento sin desmerecerlo. Por eso, suelto los manillares de la bicicleta, dejo las manos colgando y, mientras voy sin rumbo a merced de mis pedaleos, permanezco impasible observando el cielo. Un coche me rebasa y hace sonar el claxon, y yo me agarro de nuevo a los manillares, aturdido por esa respuesta, pero pronto empiezo a reírme por mi propia imprudencia. Observo la galería de arte titilante como si buscase conversar con mis miedos, y me pregunto si tras su manto se esconde el camino que me lleve directo a cumplir mis deseos. Al fin y al cabo, la noche y los sueños siempre han ido de la mano. Me siento vivo porque así el cielo me lo pide, parpadeando de manera inconstante y con duda, mientras me demuestra su propia existencia.

Y, como si el mundo estuviese hablando conmigo, el camino empieza a alumbrarse por las luces de las farolas que se van encendiendo, una por una, a medida que me voy alejando de ellas. Yo dejo la mente en blanco, absorto con ese mágico efecto. Es como si alguien quisiese marcarme un camino. ¿Cuál será su final? No tardo ni un segundo en conocer la respuesta, porque mis ojos se encuentran, a lo lejos, con los de un pequeña gata gris que restriega su lomo contra una de las farolas. Mi sorpresa es tanta que freno con brusquedad en la acera. Me quito los auriculares, dejo la bicicleta en el suelo, tropiezo con la rueda que todavía sigue dando vueltas y me dirijo al encuentro de mi mascota. Cuando doy el tercer paso, me percato de que las farolas han dejado de encenderse justo en el lugar donde se encuentra Mondschein, y yo siento como si el mundo me pidiese que me detuviera en este punto del camino.

Me agacho para acariciarle la cabeza a la gata y ella acepta mi gesto una última vez. Acto seguido maúlla, se da la vuelta y se dirige a unas largas escaleras que terminan en otra calle que está varios metros más arriba. No sé por qué, pero vuelvo a tener la sensación de que estoy viviendo una despedida, de que no volveré a verla nunca más.

—¿Por qué me dejas tú también? —murmuro, sorprendiéndome al momento por mis propias palabras.

La observo subir los escalones hasta desaparecer en la negrura y la sigo con la mirada hasta llegar al último, por donde la luna se asoma. Recojo la bicicleta con la intención de irme de aquí cuando, de pronto, pienso en algo: vaya, parecen escaleras que conducen al cielo.

En el instante en el que esa diáfana idea surca mi mente, alzo el brazo derecho y busco tocar el cielo. Si me concentro, si lo anhelo, quizás mis dedos puedan formar caminos entre la arena del firmamento. Suspiro, contemplando las estrellas que brillan entre ellos. Bajo poco a poco la mano para acariciar este manto nocturno y hago una última petición: quisiera que la vida me sorprendiera una vez más.

Y espero, espero a que me sorprenda, para terminar riéndome de mi propia ingenuidad por creer que podría concederme ese deseo.

Entonces, como exhalado por la oscuridad, observo entre mis dedos la figura de una persona que está en el escalón más alto; en el límite entre lo terrenal y los sueños. Poco a poco, empieza a bajar las escaleras. Yo dejo caer al fin mi brazo y me dispongo a montar en la bicicleta cuando escucho un parpadeo: la primera farola averiada se ha encendido, proporcionándome una visión más clara del lugar. 

Como si la razón hubiese sucumbido a los sueños, observo con detalle a esa persona que ahora se encuentra en los últimos escalones y cuya figura es iluminada por esa farola rezagada. Ahí me siento etéreo, como si ya no existiese la gravedad bajo mis pies porque ahora soy yo el que habita el cielo. Y, tras un suspiro, noto como la negrura de la noche domina mi mente.

Porque no soy capaz de creer lo que estoy viendo.

La luz de la farola me descubre la figura de un hombre alto, igual que yo. Tiene el pelo castaño y revuelto, al igual que yo. El mismo color de ojos claro, la misma mirada resuelta, la misma sonrisa de medio lado y el mismo porte despreocupado. Dejo de pensar cuando nuestros ojos se encuentran y, de pronto, el peso de un mundo entero cae sobre mis hombros.

Siento los segundos pasar como horas y, después, el tiempo se detiene para recordarme que jamás ha existido. Entonces, tras una primera reacción de aturdimiento, me atrevo por fin a verificar la realidad que recogen mis sentidos, a decir en voz alta un nombre que llevaba tres años sin pronunciar. Lo hago con dificultad, como si cada una de sus letras me abriesen la puerta a un torbellino de emociones:

—¿Rainer? —comienzo en un susurro, plasmando la debilidad que me domina.

El chico me dedica una mirada que podría describir como dulce si no fuese porque temo ser traicionado por mi propia percepción a causa de los nervios. 

Él me responde con firmeza:

—Hola, Samuel.

Noto como toda mi existencia tiembla para, después, sucumbir a un frío que me hiela los huesos. Siento la urgente necesidad de abrazarme a mí mismo pero, cuando lo intento, suelto sin querer la bicicleta, que cae al suelo. La miro: su rueda trasera gira sin control unos segundos hasta detenerse en el momento exacto en el que Rainer da un paso hacia delante, dispuesto a acercarse más a mí.

Espera, no.

—¡No te acerques! —exclamo sin pensarlo. Doy un paso hacia atrás y tropiezo con mis miedos y mis nervios. El mundo, de pronto, me resulta un caos ilógico, donde las estrellas dejan de ser compañeras que conversan con mi existencia para convertirse en miles de luceros que me rodean y reflejan mis inseguridades. Porque, después de tres años, lo que menos me imaginé es que lo encontraría una noche de casualidad, en una calle oscura, otro tres de septiembre—. ¿Qué...? ¿Qué haces aquí?

—Samuel, tranquilo —me pide, volviendo a dar un paso hacia delante, y yo alzo los brazos para disuadirlo de que se acerque a mí.

Porque cada paso suyo me desestabiliza.

—Aléjate —exijo. Él obedece y retrocede los dos pasos que dio—. ¿Qué haces aquí?

—Es difícil de explicar.

—No es verdad. No me mientas —respondo, a la defensiva pero con mucha debilidad—. Hazlo.

—Solo quería regresar a mi hogar.

—Tu hogar no está aquí, no está en esta ciudad, ni en este estado, ni en este país.

Una ligera brisa mece su pelo. Observo unos pájaros volar entre unas ramas y a mis miedos volar entre su mirada. Con la voz impregnada de nostalgia, me responde:

—Tú eres mi hogar.

Ahí, mi corazón empieza a latir con fuerza. Contemplo las farolas que siguen apagadas y, sin seguir ninguna lógica, asustado como un niño, levanto la bicicleta con la intención de huir, pero esta vuelve a caer por culpa de la debilidad de mi agarre. Escucho como pronuncia mi nombre otra vez y me entran unas irrefrenables ganas de esconderme del mundo para poder llorar eternamente sin que nadie me moleste. Me llevo las manos a la cabeza y me pregunto si estoy soñando porque me siento aturdido, como si me encontrase en esa frontera entre la realidad y los deseos.

—Me matriculé en esta universidad —prosigue, para mi desesperación. Yo me agacho, poso las manos en la bicicleta y espero a que dejen de temblarme para levantarla de nuevo—. Creo que estamos en la misma residencia.

—Cállate.

—Eso me dijo Klaus hace un rato. No ha cambiado nada. Sigue protegiéndome como si fueras su mayor tesoro —me explica, con un tono más alegre pero igual de nervioso. Giro mi rostro para ver el suyo y descubro un golpe en su mejilla izquierda, detalle que me sobrecoge durante un instante. Cierro los párpados con fuerza porque se me nubla la mirada y suelto una bocanada de aire para intentar deshacer el nudo en mi garganta—. También hablé con...

—¡Cállate de una jodida vez!

Me dispongo a enfrentarlo, pero me encuentro con su mirada aturdida, impregnada de dolor. Arrepentido, me yergo, le doy una patada a la bicicleta y me llevo las manos al rostro, soltando un gemido ahogado.

—Quizás debería de explicarme desde el principio —comienza con serenidad. Yo me froto los ojos y asiento con la cabeza—. Supongo que te preguntarás cómo me ha tratado la vida durante estos tres años. Bueno. Las primeras semanas en Noruega me resultaron bastante complicadas no solo porque os echaba mucho de menos, sino porque me sentía perdido, como si no tuviese ningún objetivo en aquel lugar, como si no encajase. Pero en vez de regodearme en mi tristeza, intenté adaptarme rápido, y lo conseguí. El primer gran paso que di fue ir a un psicólogo, como tú me pediste, porque llevaba demasiado tiempo cargando con el peso de una vida que me sobrepasaba, y era consciente de todo el daño psicológico que sufrí durante mi infancia y mi adolescencia. También me matriculé en la carrera de profesorado en el área de matemáticas —dice eso último con una sonrisa sutil, y yo evoco recuerdos que creí en el olvido—. Por fin sentí que llevaba las riendas de mi propia vida. Seguí trabajando para pagar mis gastos y, además, continué yendo al médico. Cuando mi pierna se curó por completo, retomé el atletismo. Me volví mejor que antes, y hasta empecé a ganar competiciones.

—¿En serio? —inquiero con un rastro de emoción. Esta pregunta no la hago yo, sino el chico de diecisiete años que se ilusionaba como un niño por cada uno de los avances de la persona que tengo en frente y, ahora, lucha por volver a manifestarse, a pesar de que ya no es su momento—. Pero... ¿Y tu familia? Te fuiste por ellos.

 —Sí, claro que fue por eso —prosigue mientras mira sus manos con una sonrisa amarga que pronto se evapora—. Me fui de Alemania siguiendo a mi padre, porque me pesaba no tener casi recuerdos de lo que era regresar a una casa y encontrarte con una madre que se alegraba de verte, una hermana que te abrazaba y un padre que contemplaba, sin arrepentirse, la vida que había formado a nuestro lado. Pero, cada vez que llegaba a casa, mi padre y mi tía estaban en el trabajo, y mi prima en el colegio. Ellos seguían haciendo su vida, sin moldearla a mis sueños. Y ahí empecé a darme cuenta de que esperaba más de lo que la realidad podían darme. Dime algo, Samuel, ¿por qué a pesar de esforzarme, mis sueños no se cumplían?

—No lo sé...

—Ya, yo tampoco lo sabía. Cuando compartía tiempo con ellos, no dejaba de pensar que Ruwa era mi tía, no mi madre y que Fatima era mi prima, no Farah. Qué sentimiento de frustración tan patético. Me volvía loco dejando que me carcomiese un pensamiento que no entendía: si ya tenía todo lo que quería, ¿por qué seguía frustrado? ¿Por qué nunca estaba conforme con nada? ¿Por qué, Samuel, tenía esa sensación de agobio en mi pecho? ¿Por qué a pesar de estar haciéndolo todo bien, sentía que fallaba algo y, además, me faltaba algo? Dime, ¿no has sentido lo mismo a largo de este tiempo?

—No —respondo, y me miento de una manera tan descarada que me arrepiento de mi contestación. Él me observa, decepcionado, y por un momento me pregunto si necesitaba sentirse comprendido por alguien.

—Le planteé todas estas dudas a mi psicólogo hace tiempo. Su respuesta fue tan contundente que me costó aceptarla: "te duele la realidad que estás viviendo porque tú no llegaste a este lugar persiguiendo un futuro, sino un pasado". Esas fueron sus palabras. Me dijo, también, que intenté tapar mis heridas con una familia sustituta que fingiese ser la que perdí, cuando lo que tuve que hacer fue asimilar que no la tendría de regreso y, a partir de ahí, seguir adelante. Porque mientras los demás avanzaban, yo siempre me esforzaba en intentar arreglar mi pasado olvidando mi presente.

—Oye... —murmuro, como si hablar me diese tiempo a ordenar mis pensamientos.

—Huí de este lugar pensando que así terminaría con mi dolor, pero el problema nunca estuvo en Freude, ni en Alemania, ni en Noruega. El problema estaba en mí, por eso seguí sintiendo que algo fallaba. 

Analizo una a una sus palabras y, ahora, soy yo quien da un paso al frente porque, de alguna forma, mi miedo ha sido sustituido por coraje.

—¿Qué intentas decirme? —exclamo, y él me mira sorprendido—. ¿¡Que nuestra jodida despedida no sirvió de nada!?

—¿Es que no lo entiendes? Sí sirvió, Samuel, porque ahí más que nunca entendí que seguía estancado, que había condicionado tantísimo mi vida a una desgracia, que ni siquiera era capaz de valorar genuinamente los momentos de felicidad que esta al fin me daba. Yo crecí mucho a tu lado, pero todavía necesitaba crecer más, y gracias a ese viaje, gracias a separarme de ti, lo logré. Y cuando empecé a asimilar la realidad de mi familia, no dejé de preguntarme: ¿cuál es el secreto para ser feliz? El psicólogo me dijo que jamás encontraría ese secreto en una lista de deseos por cumplir, que no debí hacer una. Porque la felicidad reside en uno mismo y en nuestra capacidad para solventar los deseos y carencias que sentimos con el paso del tiempo, no en una hoja estática incapaz de reflejar la variabilidad de nuestros sueños y nuestro constante cambio como personas. Me entregué a un pasado estático en vez de vivir el presente. Por eso, tengo siempre en cuenta sus palabras: lo que no puede ser, no puede ser. Lo demás es lo posible; lucha y alcánzalo.

—Rainer... —murmuro, pensando en que la facilidad con la que ha dicho esas palabras solo me demuestra cuantísimo las pensó y, quizás, cuánto le atormentaron. Y aunque en el fondo entiendo cada uno de sus sentimientos que me comparte, yo sigo aquí quieto, perdido ante su presencia, ante su mirada, ante su voz y ante la torpeza de su ser—. No... No entiendo qué intentas decirme con todo esto. 

—Te olvidé —continúa, y sin entender por qué, me duelen sus palabras—, de verdad que lo hice. Había días en los que ni siquiera recordaba tu existencia. Te olvidé, pero a veces despertaba pensando en alguien y en nadie a la vez. Te juro que en estos tres años entendí lo importante que era el amor propio y aprendí a amarme, pero eso no impedía que a veces despertara en la noche, deseando compartir mi felicidad con alguien, y no por ello me quería menos a mí mismo. Y supe, en el momento en el que sentí esa necesidad de dar mi amor desligada a un nombre, que estaba preparado para entregarle mi mundo a otra persona. Pero no encontré a nadie que comprendiese mis errores, que me hiciese sentir el calor de un hogar. Y aunque eso no me importaba, porque sabía que el tiempo me llevaría hacia la persona indicada, un día me encontré pensando en ti otra vez y, de nuevo, causaste en mí ese efecto, esas ganas de sonreír. Porque conocerte hizo que me diera cuenta de que hay cosas muy buenas ahí fuera, solo tenía que abrir los ojos y dejar de estar triste. Porque he aprendido a saber quién soy durante y gracias a que tú luchas por saber quién eras. Y cuando recordé con claridad esa enseñanza, empecé a pensar más y más en ti cada día, hasta el punto de sentirme enamorado de tu forma de hacerme ver la vida y de tu persona.

 —Para —balbuceo, abrumado, sin atreverme a mirarlo a los ojos, intentando controlar mis nervios, en vano. Porque el problema no es que mis manos tiemblen, sino que tiembla mi mundo entero en sus manos—. ¿Acaso te estás declarando?

—Lo hago —responde, tajante. Y, de pronto, a mi espalda, la siguiente farola se enciende.

—No tienes el derecho.

—Entonces lo pido —prosigue, dando un paso hacia delante. Sé que es inútil exigirle que se aleje, porque noto en su mirada que no tiene ni la más mínima intención de deshacer su avance—. Lo pido y lucho por ti todas las veces que no lo hice en el pasado. Porque en vez de lamentarme por todos mis errores, vengo aquí a solventarlos y a demostrar que aprendí de ellos. No puedo cambiar recuerdos estáticos pero puedo moldearme en base a ellos. Y aquí y ahora, te demostraré a ti, a tu amigo y al mundo entero si hace falta ¡que no soy un cobarde! —exclama, dando otro paso hacia delante—. Soy feliz. Quiero compartir mi felicidad contigo. Porque me convertí en la persona que me merezco y, además, ¡soy la persona que te mereces!

—Para —le pido, consciente de su cercanía—. No quiero que te arrepientas de nuevo, no lo soportaría.

—No me arrepentiré de nada. Y supe que jamás tendría dudas de esto desde el momento en el que me pregunté qué necesitaba para ser completamente feliz. ¿Y sabes a qué conclusión llegué? Que el día que me permitiese ser un poco egoísta y me olvidase de esa plenitud, empezaría a sentirla. Ahí entendí que lo único que me faltaba era compartir mi mundo con alguien que comprendiese mis tristezas, mis debilidades, mis alegrías y mis sonrisas. Así que hoy, más que nunca, soy egoísta por mí y lucho por ti. —Se detiene, busca recuperar el aliento, se señala al pecho y, con una sonrisa triste, me dice—: yo también deseo hacer las cosas bien, Samuel.

Justo cuando él me transmite los mismos miedos, deseos y preguntas que a mí me carcomían minutos antes, los mismos que me llevan carcomiendo desde hace meses, descubro qué era lo que le faltaba a mi vida: esa persona que me comprendiera cuando mi mundo se volvía un puzle cuya última pieza se había perdido en un mar de dudas. Aquella que me desenredase cuando anudaba una parte de mi existencia. Aquella en la que pudiese reflejar un pedazo de mi alma sin sentirla ajena. Escucho otro parpadeo; las farolas se encienden una por una, con rapidez, alumbrando un camino antes oscuro. Un elemento externo solucionó la avería y, sin saberlo, alumbró cada recóndito lugar en mi interior.

Nos miramos a los ojos, observando en el otro nuestras almas y, sin poder evitarlo, me derrumbo. Me dejo caer de rodillas en la acera, contemplo el cielo y empiezo a llorar tras tres años sin derramar ni una sola lágrima. Si llorar es de débiles, me permito hacerlo frente a la persona que me da la libertad de mostrar mi verdadero ser, sin tapujos. Y si llorar es de fuertes, te demostraré que lo soy incluso cuando derrame mi última lágrima.

Porque tú me entiendes.

Aquí y ahora me siento más feliz que nunca, porque al fin tengo la seguridad de que los ojos que me miran me comprenden sin juzgarme, porque yo también soy tan complicado, tan débil, tan torpe, tan egoísta y a la vez tan capaz, tan fuerte, tan altruista y tan sencillo. Y esa inconsistencia a ti no te importa, es más, te gusta, porque tú eres igual que yo: tan imperfecto, tan humano.

Tú no dudas ni un momento. Das un paso al frente, y otro, y otro más, hasta llegar a donde me encuentro, para después arrodillarte y abrazarme con fuerza. Y cuando siento tu cuerpo abrigar el mío, me vuelvo ilógico e infantil, con tu calor llenando mi pecho y mis ojos inundándose de lágrimas, por lo que me permito errar y sucumbir a un llanto que no controlo.

—Volviste —murmuro—. Rainer, volviste. Volviste —repito, abrazándolo, abrazando cada parte de su ser temiendo que se escape entre mis dedos de nuevo, como si él fuese la arena de un reloj, como si fuese el mismo tiempo—. ¡Volviste! Estás aquí. No te vayas otra vez, por favor. No te vayas...

—No me iré, te lo prometo.

—Gracias —digo entre sollozos. Entonces, me percato con total claridad de que ambos estamos arrodillados en el suelo y prosigo—: espera, no te agaches por mí, ya me levanto.

—Es que quiero abrazarte —me interrumpe, dejándome mudo—. Y si no quieres que me agache por ti, me levantaré contigo. 

No me muevo ni le permito levantarme. Durante unos segundos me pregunto cómo puede ser posible que recuerde unas palabras tan sencillas que le dije hace tres años. Entonces, en ese mismo instante, yo también recuerdo una frase suya, que regresa a mi mente como una suave brisa, abrigando cada recóndita parte de mi ser: puedes cambiar el mundo de una persona con un simple gesto altruista y cuando lo consigues, esa persona ya no te olvida.

Y ahí, rebosante de gratitud, entiendo que ese es mi legado en la vida y el amor es lo que me hace eterno. 

—No pienso soltarte nunca —balbuceo, como un niño medroso, aferrándome a su chaqueta. Quiero ser egoísta. Era el último toque que necesitaba para sentir que la felicidad me embriagaba, era lo último que necesitaba para poder escribir mi definición de felicidad. Empezando por la palabra egoísmo, prosiguiendo con la palabra amor, terminando con la palabra eterno—. Rainer, Rainer...

—Samuel, te eché tanto de menos. 

Aunque intento impedírselo, él se separa de mí, me sujeta el rostro con sus manos y me observa, transmitiéndome un sosiego que llena de paz mi mundo. Ahí me percato de que me sonríe mientras también llora. No le molestan mis lágrimas, al igual que nunca me molestaron las suyas. Acaricia mi mejilla, acerca su rostro al mío, besa mi frente y, después, agarra mis manos. En este contacto, recíprocamente cálido, agacho la mirada nublada y me pregunto por última vez en mi vida: ¿me merezco esto? ¿Merezco el amor que por mí siento y que hacia mí están sintiendo?

A partir de este mismo instante, me prometo a mí mismo que en vez de preguntar, en vez de dudar sobre mi felicidad, recordaré cuál ha sido mi legado y alzaré la voz para reafirmarle al mundo entero que merecí, merezco y mereceré todo lo bueno que reciba en esta vida.

 —Me he esforzado —le digo—. Me esforcé para ser la mejor versión de mí mismo. Yo...

—Bajaste tu propia estrella, ¿no? —me interrumpe, y yo vuelvo a viajar tres años atrás, a aquella noche en la que Rainer se despidió de la chica que nos unió y que le mostró que el mundo era una moneda de dos caras. Pero también viajo a aquella época en la que me enamoré de un chico que era como un tornado, que llegaba de imprevisto arrasando con todo a su paso, esperando a que le hiciera un lugar en este mundo porque era incapaz de encontrar el suyo en la vida, al igual que yo. Ahora entiendo que ese lugar que tanto buscábamos no existía, solo teníamos que construirlo entre los dos—. Lo has hecho bien, Samuel. Has sido el mejor.

Conmovido, doy las gracias de corazón, porque esas son justo las palabras que necesitaba escuchar.

—Incluso abrazarte me hace feliz —murmuro, mirando por última vez el cielo. Las estrellas han dejado de titilar, mis dudas han dejado de existir.

Me limpio las lágrimas con la manga de la chaqueta y, de paso, también se las limpio a él. Y así permanecemos un buen rato, mirándonos de forma nítida a los ojos, porque el cielo sí está en nosotros.

Acaricio tu rostro y tú acaricias el mío, porque somos obras construidas con otras manos. Porque tu sonrisa es mía, mi sonrisa es tuya, y ambas forman esta historia.

Me dirijo a ti, que me enseñaste tantas cosas.

Para decirte que hoy dejo de pedir perdón y te agradezco.

Por enseñarme a amar la vida, 

Rompiendo mi monotonía.

Fin. 

°°°


Has llegado al final de esta historia. Espero que te haya gustado. No te olvides de dejarme, por primera o por última vez, tu opinión sobre esta historia. Te estaré muy agradecida. Adiós y gracias por acompañarme en este viaje. 


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