XLIX. Mis llamadas a la línea caliente.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng


Advertencia de edad. Lee este capítulo bajo tu responsabilidad. 

¿Qué es el amor?

El amor es una curiosa sensación de ahogo. Es sumergirte poco a poco en un mar de sentimientos que te moja, que te envuelve y que te arrastra a la deriva. O, al menos, es a la deriva a donde crees que estás yendo cuando te enamoras, y como consecuencia de esa viajera incertidumbre, afloran todo tipo de inseguridades: ¿a dónde me llevará la corriente? ¿Cuánto tiempo seré un náufrago de este sentimiento que me da fuerzas y a su vez me las mengua? ¿Me salvaré, o terminaré por ahogarme?

Es, en el momento en el que te percatas de que no estás perdido, sino que te has encontrado, cuando empiezas a disfrutar de estar enamorado. Y el agua se convierte en los gestos de cariño de la otra persona, en sus sonrisas, en sus virtudes, en sus caricias. Pero esa es la superficie. A medida que te vas hundiendo en ese mar, descubres sus defectos, sus errores, sus tristezas y sus cargas, e incluso en ellos te sientes la persona más afortunada. Así que ansías morar en ese abismo de luz oscura y no volver a la superficie, ni llegar a tierra firme, para dormir siempre, siempre, siempre, abrigado en esa profunda humanidad.

Y ese remolino de sensaciones tan único como universal es lo que siente ahora mismo la preciosa pero puñetera gata de Rainer por molestarme.

Madre mía, ¡no para quieta!

Me encuentro en la habitación de mi novio, frente al escritorio, leyendo un libro de Bioquímica que contiene palabrotas tan raras como «ciclopentanoperhidrofenantreno». Madre mía, parece un insulto alemán. Mientras tanto, Megalodón está subida a la torre del ordenador que tengo delante, jugando a atrapar mis manos cada vez que intento escribir en el teclado. La observo achinando los ojos, en una clara invitación gestual a que me deje en paz, y esta empieza a golpear la tecla de «suprimir». Será suripanta, ¡me está borrando todo lo que he escrito en el Word!

—Diosa, ¡ven aquí! —exclama Rainer cuando entra en la habitación, justo en el momento exacto en el que había decidido atacar a su mascota tirándole de los bigotes. Él se agacha y se da un par de palmadas en las piernas para indicarle que salte a ellas. Megalodón accede a su petición, pone el culo en pompa y, justo cuando salta, Rainer se aparta y la gata aterriza fuera de la habitación. Acto seguido, le cierra la puerta en las narices. O mejor dicho, en el hocico—. Hala, ya te libré de ella, ¡y sin recurrir al maltrato animal!

—Tu gata a veces es insufrible —deslizo, volviendo la vista a la pantalla, y escucho un bufido que no tengo claro si proviene del felino o de su dueño.

—¿Perdona? ¿Qué forma es esa de dirigirte a mi diosa? ¿No serás tú el insufrible?

—Hablo en serio. ¿Por qué actúa así? ¿No estará estreñida?

—Lo dudo. Además, juraría que cuando te ve le entran más ganas de cagar. —Decido ignorarlo. Apoyo la cabeza en una mano y reviso el artículo científico que acabo de abrir en el ordenador. Entonces, Rainer se acerca a mí y me abraza por la espalda, posando su barbilla en mi hombro—. Se me olvidó decirte que ayer fue cinco de marzo, así que cumplimos un mes como pareja.

—Ajá, ¿y qué?

—¿Cómo que y qué? Eres un seco —protesta, y me da un corto beso en el cuello. Yo contengo una risa y me echo hacia delante para apartarlo—. Parece que esa es tu única zona feliz.

—No soy seco, es que esas cosas me dan igual.

—Bla, bla, bla. Hazle un favor a la humanidad y tírate a una piscina.

—Mira, yo nunca celebraba ese tipo de cosas con Annie, ni siquiera los aniversarios. Lo importante no es aquello de allí —digo, señalando al calendario que hay colgado en la pared, al lado del póster de Sharknado. Después, me señalo al pecho—. Sino esto de aquí.

—Joder, Müller, eres un cursi —protesta, aunque disimula demasiado mal una sonrisa—. Pero espero que este mes haya sido, ya sabes, guay. 

—Sí lo fue, bobo —respondo, y él ya no es capaz de contener la sonrisa—. Y más te vale que para ti también.

—No estoy tan seguro. —Le dedico un corte de manga y él saca la lengua—. Por cierto, ¿qué haces con un libro de Biología? ¿Has ido aún hoy a la biblioteca central? —Asiento y él suspira, para después sentarse en la cama—. Todavía no has hecho tu parte del trabajo, ¿verdad?

—Es que no tengo tiempo. No sé cómo lo haces: vas a clases, trabajas un montón de horas, te ocupas de una casa e incluso así de ocupado sacas muy buenas notas. ¿Cuál es tu secreto?

—Ay, pequeño Müllerchen de las praderas más angostas —empieza, dándose ligeros toques con el dedo índice en la sien—. Todo eso es gracias a Gregorio Magnesio Adolfo.

—Espera, ¿quién?

—Mi cerebro, mi sesera, mi masa neuronal, mi nuez interior, mi fruto de Einstein, ¡mi órgano más sexi!

—¿Le has puesto nombre a tu cerebro?

—Ajá, ¿tienes envidia o qué?

—Es obvio que no —bufo—. Menuda tontería.

—Sí, claro, pero no ignores lo evidente: ¡la cagarruta que tienes en tu cráneo merece un nombre!

—Desvarías, ¿qué has desayunado para decir tantas burradas juntas? ¿Pienso de Megalodón bañado en ron?

—¿Qué mierda de burla es esa? ¿Es lo mejor que se le ha ocurrido a Eustakio?

—¿Qué? —suelto, sobresaturado por tantas palabras sin sentido—. Mi cerebro no se llama así.

—No me puedo creer que reniegues de su nombre. Cuánto desprecio, seguro que Eustakio está harto de ti.

—Bah, olvídame —le pido, y él se encoge de hombros como respuesta. Madre mía, es tan idiota.

Y eso es algo que te encanta, rey de las sequedades.

Cállate, Eustakio.

Eh, eh, ¿cómo te atreves a aceptar los ultrajes del enemigo? Más respetos, a mí llámame Ludwig von Cerebelus, o Lord Brainghton del Tálamo. ¿De acuerdo?

Nos quedamos en silencio, y yo ya no mantengo la vista a la pantalla, sino que me centro en lo que Rainer está haciendo: mira al techo de su habitación con gesto aburrido y bosteza. Después, se quita la converse derecha empujando la suela del talón de la zapatilla con la punta del pie izquierdo. Acto seguido, hace lo mismo con la otra. ¿Por qué se descalza así? Después se queja de que se le rompe el calzado. Es increíble cuantísimos detalles rodean la forma de ser de una persona. O quizás soy yo, que busco fijarme en cada uno de ellos.

—Joder, el uniforme del Gymnasium es agobiante. ¿A ti no te molesta? —comienza, y yo ya me preparo para un monólogo al más puro estilo Wolf: verborrea, pura verborrea—. Los uniformes deberían estar prohibidos, coartan la libertad de expresión del alumnado. Ahogan nuestras cuerdas vocales, Müller. Y son tan anticuados, creo que somos el único centro de toda Alemania que aún obliga a llevarlos. Retrógradas de la moda. El mejor momento del día es cuando puedo liberarme de esta dichosa corbata. —Se quita la prenda y después se desabrocha los dos primeros botones de la camisa. Acto seguido se tumba en la cama, con los brazos tras la cabeza—. Es tan innecesaria y ridícula.

—Pues a ti no te queda tan mal.

—Tan mal —repite, con un fingido tono ofendido—. Incluso tu forma de halagar parece sacada del desierto de Atacama.

—Y ese halago es lo máximo que obtendrás de mí, Don Soy-Un-Dios-De-La-Belleza-Y-Me-Lo-Tengo-Muy-Creído —digo con cierto retintín, y él levanta la cabeza para mirarme, con la boca ligeramente abierta.

—¿Te acabas de burlar de mí?

—Sí.

—Que de ten —me espeta. Yo me río y empiezo a escribir en mi libreta—. Dios, estoy tan cansado, tan tenso, tan agobiado, tan... Esto es tristísimo: ¡no se me ocurren más sinónimos! 

—Deberías buscar algo que te relaje, y no hablo del tabaco, ¿eh?

—Ya encontré lo que necesito —murmura—. Hablar contigo me relaja. —Dejo escapar una sonrisa y continúo escribiendo—. ¿Y a ti? ¿Qué te relaja?

Me rasco la nuca y miro al lado contrario a donde está él.

—A mí también me gusta hablar contigo.

—Más te vale. —Nos quedamos en silencio y continuamos con nuestros quehaceres. Entonces, de ahí a un minuto, lo escucho resoplar y decir, divertido—: supongo que es bonito pensar que nos basta con charlar un rato para relajarnos. Hay parejas a las que ni eso les sirve y necesitan hacer otro tipo de cosas para conseguir el mismo resultado. Qué básicos. ¿Dónde ha quedado la magia de relajarse viendo Sharknado con la persona que quieres?

—Sharknado estresa, asúmelo —le espeto, y él me lanza un cojín, el cual termina en el otro lado de la habitación. Qué mala puntería. Analizo su comentario, detengo mi mano cuando termino de escribir la palabra «péptido» y frunzo el ceño—. Por cierto, no entendí: ¿a qué te refieres con «otro tipo de cosas»?  

—Bah. Da igual, Müller. 

Me quedo en silencio. Escucho el segundero del reloj de su habitación sonar al menos cinco veces antes de que logre darle una respuesta a mi pregunta.

—Vale, ya entendí —respondo y Rainer aplaude. Qué tonto. Es ahí cuando me surge una duda—: ¿y por qué llamas básicos a esas parejas? ¿Acaso no piensas en ese tipo de cosas?

De nuevo, la habitación se llena de un mutismo que, aunque dura unos cuantos segundos, me resulta eterno. Permanezco con la mirada puesta en mi libreta, esperando mientras el bolígrafo baila entre mis dedos. 

—Sí, a veces —responde al fin—. ¿Y tú?

Tuerzo la cabeza para verlo. Él está contemplando el techo con un gesto serio.

—También. A veces.

Y, entonces, nuestras miradas se encuentran en un silencio compartido por ambos que habla demasiado. Noto lo nervioso que me estoy poniendo e imploro al cielo para que no me ardan las mejillas. ¿Que si he pensado en el sexo? Sí, como cualquier adolescente con dudas e inseguridades pero movido por una infinita curiosidad. El problema es que este tema también provoca que actúe con vergüenza, como cualquier niño que teme exponer sus más íntimos secretos y teme que los juzguen como algo indebido. 

—Te has puesto rojísimo —desliza, y yo lo miro achinando los ojos. Mierda, ahora va a empezar a burlarse de mí—. Quién diría que el tranquilo Samuel Müller tendría ese tipo de pensamientos tan pecaminosos. 

—Ya, cállate. 

—¿Por qué? ¿Tanta vergüenza te da? Qué mono —prosigue. Yo le lanzo un bolígrafo que atrapa en el aire. Acto seguido, me señala con él—. Venga, concédeme una entrevista y cuéntame tus secretos más sucios. ¿Cómo te sientes incumpliendo el noveno mandamiento? ¿Cada cuánto tienes esos pensamientos? Y lo más importante: ¿con quién los tienes? —Suelta una carcajada y yo vuelvo la vista al ordenador. Rainer continúa, con una voz un poco más débil—: fuentes cercanas me informan de que tienes esos deseos tan impuros con este humilde y atractivo reportero. Era obvio.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque te gusto —murmura, de forma pausada—. Y te atraigo, ¿verdad?

Repaso mentalmente su pregunta, mientras descanso la vista en la pantalla. Respiro despacio, giro la cabeza y lo observo: me mantiene la mirada, tan serena como profunda. Con su sonrisa de medio lado, su gesto despreocupado y su cabello alborotado, con los mechones cayendo por su frente. Detallo después su boca, su mentón y por último su cuello. Y más abajo, lo que muestra su camisa desabrochada: su clavícula, el inicio de su pecho. No me permito bajar más, pero en estos momentos pienso en que no exageran tanto cuando dicen que este chico es bastante atractivo. Ahora mismo, me consumen los nervios por su pregunta; sin embargo, la complicidad que me hace sentir me invita a ser valiente. O dicho de otra forma, ser sincero:

—Sabes que sí.

Suspira, yergue el cuerpo y se sienta en el borde de la cama. Extiende el brazo y me agarra de la muñeca, arrastrándome gracias a la silla de ruedas hacia donde está él. Ahora me encuentro a un palmo de distancia de Rainer, perdido en esa mirada que por momentos ahoga cada uno de mis pensamientos. Siento tensión en el ambiente, una bastante agradable y atrayente. 

—¿Sabes? Hay muchas cosas que todavía no he hecho y me gustaría compartir contigo. No sé si me entiendes —inquiere, serio. Yo no le respondo porque me da miedo equivocarme en mi interpretación de la situación, así que continúa—: el caso es que me gustaría que... O sea, yo... No sé cómo decirte esto. 

—Solo hazlo, Rainer. 

Suspira, me mantiene la mirada y habla:

—Me gustaría que mi primera vez fuese contigo. 

Y ahí me quedo en blanco. 

Oh, Dios, ¿he escuchado bien? ¿Esto va en serio o es una broma? Mi gesto de estupefacción ha debido ser de lo más notorio, porque él niega con un sutil movimiento de cabeza. Pronuncio un casi inaudible «¿Qué?» y él deja escapar una risa nerviosa. Me llevo una mano al pelo que él acompaña con la suya y prosigue: 

—¿Qué me respondes?

Abro aún más los ojos, estupefacto. Madre mía, la pregunta va en serio. Mierda, esto me ha pillado por sorpresa. ¿Y ahora qué digo? No tengo ni la más remota idea de cómo reaccionar, pero mi pie parece sí saberlo, porque empuja la silla hacia atrás hasta regresar al escritorio. Rainer se levanta de la cama, se frota el pelo, resopla y murmura algo antes de salir a buscar a su gata. 

Y atraviesa la puerta, dejándome tan consternado como abrumado por todo lo que acaba de suceder. Ay, madre mía. Vale, Samuel, medita acerca de ello de forma madura y racional. Rainer quiere tener sexo conmigo. Bien, algo de lo más normal, somos pareja. ¿Entonces por qué demonios no tuve en cuenta la posibilidad de que de verdad sucediese esto? Tengo diecisiete años y las hormonas tan poco alborotados como un asilo a las once de la noche.

Cierro el libro de Biología, aceptando el hecho de que no voy a lograr concentrarme en el trabajo. Así que suspiro y me siento en la cama, dispuesto a esperarle para tratar el tema. Escucho a Rainer mantener una conversación con su gata y, al cabo de unos segundos, asoma la cabeza por la puerta, quizás comprobando si ya estoy más tranquilo.

—Aunque no lo parezca, he tenido que reunir mucho valor para decirte eso. 

Demonios.

—Anda, entra —le pido, y él accede al momento—. Perdona, me puse nervioso. Es que... ¿Tú sabes cómo va esto?

—No. Ya sabes que nunca lo he hecho con...

—Con un chico —le interrumpo, observando como se sienta en la silla, frente a mí—, ni yo.

—No, iba a decir con nadie.

—Sí. Lo sé, lo sé... Y yo tampoco.

—Ya lo sé. —Se cruza de brazos y concluye—: pues empezamos bien, ¿eh?

Y me echo a reír. Demonios, se me han ido todos los nervios con esta conversación tan breve. ¿Cómo lo hace? Consigue que me sienta cómodo con tan solo pronunciar una palabra.

—Bueno, un día podríamos intentar algo —prosigo, y él se inclina hacia delante, interesado por lo que digo—. Pero iremos poco a poco.

—Poco a poco —repite con lentitud, algo decepcionado—. ¿Por qué?

—Porque no sé, entre chicos no va igual que entre un chico y una chica.

—Oh, sí, los chicos tienen pene —dice con una voz burlona de lo más exagerada, aplaudiendo con los dorsos de las manos y poniendo cara de idiota—. Menos mal que me lo dices, no estaba enterado.

—Mira, si tanto te interesa cómo se hace, ponte una porno gay y luego me lo explicas —le sugiero en broma, rodando los ojos en respuesta a sus tonterías.

—¿Eh? ¡Ni de coña! ¿Es que tú ves esas cosas?

—¡Claro que no!

—¿Y por qué piensas que yo sí? ¿Acaso tengo cara de tener tiempo libre para ver porno? Prefiero ponerme un capítulo de My Little Pony.

—Lo que tú digas.

—No me gusta el porno.

—Ajá.

—¿Para qué ver eso si tienes la opción de ver Mega Shark vs Crocosaurus?

—Eres tan tonto —me río, apoyando las manos en la cama, tras mi espalda. Él me mira alzando una ceja y se cruza de brazos. Al menos también parece más cómodo con la situación.

—En fin, olvidémonos del porno. ¿Qué sabemos del tema? —inquiere, y yo me encojo de hombros. 

Bien, soy consciente de que estoy a punto de decir una estupidez, pero lo haré con valentía:

—Pues... ¿Uno de los chicos es el que da y el otro el que recibe?

Y suelta una carcajada. Ahora ya no sé si en verdad quería hablar del tema o solo gastarme una broma. 

—¿Puedo grabarte repitiendo eso para mandárselo a Emma?

—Ah, cállate.

—Está bien, pero me niego a ser la segunda opción, Müller.

—Pues ni de broma pienso serlo yo, Wolf.

Nos miramos entrecerrando los ojos, retándonos a llevarnos la contraria, a discutir de un tema ahora mismo tan absurdo. Hasta que resoplamos al unísono, desistiendo porque sabemos demasiado bien lo terco que es el otro.

—Bueno, olvidémonos también de eso, Müller. Total, seguro que se pueden hacer muchas cosas más durante el sexo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo qué?

—Ni idea. Solo quería parecer un entendido en el tema.

—Ya veo. Oye... ¿Tenemos que usar condón?

—¿Eh? ¿Por qué? ¿Crees que puedes quedarte embarazado?

—¡No! —exclamo, y después me percato de un detalle—. ¿Y por qué sabemos tan poco sobre esto a nuestra edad?

—No sé. ¿El sistema educativo alemán apesta?

—A mí mis padres nunca me dieron una charla.

—Mi padre sí, pero todo era sobre el sexo heterosexual y como evitar que te visite la cigüeña. Se puso a imitar a un espermatozoide, fue horrible. 

Me echo a reír de nuevo y él sujeta mi mano. Cuando nos quedamos en silencio, empieza a acariciar su dorso con el dedo pulgar. Su tacto es tan agradable. Bueno, todo él es sumamente agradable. Y cómodo, y atrayente. 

Quizás no fue tan mala idea plantear este tema. 

—Oye, Samuel —vuelve a captar mi atención—, tenemos la casa para nosotros dos hasta dentro de unas cuantas horas. No sé si me entiendes. 

—Espera, ¿qué?

—¿Por qué no intentamos algo ahora? Podríamos echarnos unas risas investigando. —Lo miro entrecerrando los ojos, intentando asimilar sus palabras, y ese gesto en vez de disuadirlo, provoca que se acerque más a mí—. Me he sentido bastante cómodo hablando del tema, y creo que tú también. Eso es bueno, ¿no? Así que, ¿por qué no me dejas robarte un poco de tu tiempo?

Me echo un poco hacia atrás en la cama, ignorando lo rápido que me late el corazón.

—Es que, en serio, no sé cómo va esto. 

—No te preocupes por eso, yo tampoco —dice con la voz muy pausada, levantándose de la silla. 

—Pero... —titubeo—. Tampoco sé qué hacer. 

—Lo que sea que nos guste a ambos —remata, arrodillándose en la cama, sobre mis piernas.

Nos quedamos en silencio, mirándonos fijamente. Estoy inmóvil, incapaz de apartar a Rainer, incapaz de atraerlo a mí. Me pregunto por qué está insistiendo en el tema, cuando ambos acordamos ir despacio. También me pregunto si en verdad le atraigo tanto como insinúa, si en sus momentos de intimidad piensa en mí como yo pienso en él. La sola idea me avergüenza y me produce un escalofrío, pero me motiva a actuar porque ninguno de los dos se atreve a realizar el siguiente movimiento. Así que acaricio su mejilla y después sujeto su mentón, mientras paseo el pulgar por sus labios. Dios, son tan tersos, tan atrayentes que siento unas irrefrenables ganas de besarlo hasta quedar exhaustos. Sí, hablar con él me relaja, pero besarlo es otra historia, es hacer desaparecer todos los problemas en favor de una paz que confluye en su boca. 

Rodeo el contorno de sus labios, disfrutando de su tacto mientras él me observa y respira profundo. Pasa una mano por mi pecho y la baja hasta dejarla descansar entre mis piernas. Rainer abre ligeramente la boca y yo accedo a ella con el pulgar. Lo hago despacio, muy despacio. Estoy a punto de pronunciar su nombre cuando un detalle capta mi atención: cómo lo rodea con los labios y pasa la lengua por su punta, acariciándolo. Acto seguido, inclina la cabeza hacia delante en un movimiento casi imperceptible, y lo mete con lentitud hacia dentro. Yo no reacciono, me pueden los nervios. Solo me recreo en la presión que siento en mi bajo vientre y en el cosquilleo tan sumamente agradable que me produce su lengua caliente. Entonces, echa un poco hacia atrás la cabeza, sacándolo de su boca con la misma lentitud con la que entró. Y todavía me mantiene la mirada, intensificando la clara insinuación que hay tras ese gesto mientras besa mi muñeca, justo donde se puede palpar mi pulso desbocado. 

Como hipnotizado, permito que repita el mismo gesto conmigo, cambiando los papeles. Cierro los ojos y acaricio su pulgar con la lengua sintiendo como entra, sale y entra de nuevo. Dos dudas me nacen mientras intento controlar el ritmo normal de mi respiración y mis oídos se inundan con la suya, agitada: ¿por qué estoy haciendo esto? ¿Y por qué no me detengo? Siento todo mi cuerpo caliente y mis latidos retumban con fuerza en mi pecho. Él se acomoda en mis piernas y ese movimiento me desespera. Demonios, estoy demasiado nervioso.  

—Dios, Samuel... —murmura cerca de mi oreja, con la voz entrecortada. 

Abro los ojos y lo encuentro observándome con tanta intensidad que me ahogo en su mirada. Actúa como si estuviese ante la visión más atrayente que existe, y esa actitud me cohíbe. Se detiene, sujeta mi rostro con ambas manos y acerca su boca a la mía. Cuando nuestras respiraciones se entremezclan, habla:

—¿Puedo continuar?

Inspiro profundo, buscando fuerzas para responder pero siendo incapaz de hacerlo. Apoyo una mano en su  pecho y él suspira. Entonces, me domina el miedo.

No estoy preparado. 

—Rainer, ¿estás en tu cuarto? —interrumpe la voz de su padre al otro lado de la puerta. Y yo respondo a esa repentina voz empujándolo.

Oh, joder. ¡Oh, joder!

 —Sí, papá, estoy con Samuel —responde él, tras dedicarme un par de insultos en voz baja por mi brusca reacción, pues por mi culpa se ha caído al suelo. 

Me levanto al momento de la cama y me aseguro de que, en efecto, le hemos puesto el pestillo a la puerta. Me llevo las manos a la cara e intento tranquilizarme. Tengo el corazón en la garganta. 

—Eh... ¿Por qué está cerrado? ¿Qué hacéis?

Oh, Dios, ¿qué tipo de pregunta es esa? Sintiéndome juzgado por los ojos del recato y la rectitud, me dirijo a la puerta para abrirla y mentirme a mí mismo y, de paso, al señor Wolf.

—No estamos haciendo nada —empiezo, acelerado—, todo está bien, ¿ve? Todo perfecto, todo tranquilo, gracias por preguntar, aunque usted no ha preguntado nada.

—Chico, ¿qué estás diciendo? —pregunta, y ambos miramos a su hijo, que sigue con el culo en el suelo y parece algo aturdido—. ¿Estoy interrumpiendo algo?

—No, qué va, si yo ya me iba —termino, recogiendo mi mochila—. No me había dado cuenta de la hora que era, Rainer, nos vemos mañana. Hasta luego.

Y me largo de la casa a todo correr ante la cara de perplejidad de ambos, olvidándome de paso el libro que había cogido en la biblioteca. Demonios, qué vergüenza, ¡qué vergüenza! ¿Por qué actué de esa forma tan ilógica con Rainer? ¡No me entiendo!

La venganza de Lord Brainghton se ha consumado, pequeño lento.

°°°

Martes por la mañana. Mis compañeros y yo entramos en el vestuario masculino después de una clase de Educación Física de lo más agotadora. Bueno, todos no, falta Wolf, que se dedica a pasear por el pasillo con la camiseta quitada, luciendo su cuerpo frente a las chicas. Desde lo sucedido ayer, casi no nos hemos dirigido la palabra aunque él lo ha intentado, porque no tengo la valentía suficiente como para mirarlo a la cara. Soy idiota. 

Klaus está sentado en un banco, refrescándose con su dosis de zumo mañanero. Adam se dedica a mirarse el vientre en el espejo con cara de papá orgulloso, acunando un supuesto abdominal entre sus manos. Sí, he dicho uno. Y he dicho supuesto. 

—Mira, Samuel, ya no eres el único con tableta.

—¿Estás hablando de tu barriguita de bebé? —deslizo, detalle que toma como una auténtica ofensa. Adler se aprieta el puente de la nariz y cierra los ojos, como conteniendo las ganas de soltar unas cuantas malas palabras, y se larga del vestuario.

—No le hagas caso, Müller te tiene envidia —desliza Rainer cuando entra en la estancia, y Adam le mira el vientre para después achinar los ojos, con gesto de molestia.

Los ignoro y me quito la camiseta para cambiarme, pero justo cuando esta me cubre la cara, escucho el sonido de una cámara. Pero ¿qué demonios?

—¿Quién acaba de sacar una foto? —inquiero. Adam señala a Adolf, responsabilizándolo, y se coloca de espaldas mientras teclea a toda velocidad en su teléfono. ¿Qué planea?

—¡Yo no he hecho nada! —protesta Adolf, agarrando de la camiseta a nuestro compañero. Qué temperamento—. Adam te ha sacado una foto.

—No, yo no he hecho eso, y tampoco la he subido a Instagram.

—Madre mía. ¿Has subido una foto mía quitándome la camiseta?

—¡No! Puntualicemos: le saqué una foto a tu vientre sin la camiseta. Culpa de ella, que se dedica a mostrarse por ahí como dios la trajo al mundo.

—¡Vete a la mierda, dame eso! —Intento quitarle el teléfono pero él alza el brazo para impedirlo. ¡Demonios! Klaus nos observa con gesto de hastío, mientras sigue bebiendo su zumo. Cuando por fin le quito el móvil y accedo a su Instagram, me encuentro con una foto mía medio desnudo y varios comentarios en ella, así que leo el último—: quién fuera queso para frotarse en ese rallador... ¿Qué mierda?

—Esa ha sido Viveka, ¿verdad?

—Obvio. Espera, ha dejado otro comentario: ¿quedamos el jueves? Hace tiempo que no hablamos. ¿Qué te parece en el centro? Puedes ir sin camiseta si quieres, a mí no me importa. Por cierto, ¿qué tal? ¿Cómo te va todo? Espero que ese cuerpo no pase hambre. Esta cuenta es terrible, dile a Adam que deje de sacarse fotos frente al espejo. El mundo merece algo mejor. Gracias por alegrarnos el día, xoxo.

—Alta mierda —protesta Adam recuperando su teléfono, mientras Reinhardt y Adolf se van del lugar—, voy a borrar eso.

Y se larga también del vestuario, mascullando palabras ininteligibles.

Klaus, Rainer y yo nos quedamos solos, los tres sin camiseta, mirándonos de forma incómoda. Bueno, aunque Klaus parece muy entretenido bebiendo por su pajita. Espera, su cara está adoptando un gesto de lo más raro, y está juntando los ojos mientras pone la boca en forma de pico. Ahora el brick de zumo emite unos sonidos burbujeantes, de aspiración frustrada. Oh, pobrecito, se le ha acabado la bebida, así que se pone la camiseta y sale del vestuario de forma muy digna, ignorándonos.

Rainer suspira y mira al techo, yo apoyo los brazos en las piernas y clavo la vista en el suelo. Qué aburrimiento, ahora toca clase de religión. Qué ganas de...

—Le saqué una captura a la foto que subió Adam.

—¿Qué mierda? ¿Por qué has hecho eso? —inquiero incorporándome al momento, y él me observa moviendo las cejas—. Bórrala ahora mismo.

—¿O qué?

—Te lanzo el teléfono al váter.

—Cógelo si te atreves —desliza con burla, metiendo el terminal en el bolsillo del pantalón.

—Ya no me importa tanto meter la mano ahí, y si quieres luego te meto el codo en la cara —digo intentando sonar lo más serio posible, en vano, pero él me ignora—. Oye, ¿sabes qué? Que te den. 

Termino de vestirme, recojo la mochila y salgo del vestuario seguido por Rainer, que todavía no se ha puesto la camiseta. Subo las escaleras hacia la segunda planta y nos cruzamos con varias chicas, que cuando ven a mi compañero se llevan las manos a la boca ocultando una risita.

—Perdonad, es que con tanta belleza suelta me han entrado calor —les dice Rainer, y ellas sueltan un grito que mezcla un sentimiento de sorpresa y halago. Bah. 

Tropiezo con un escalón y me llevo una mano al pecho. Necesito relajarme un poco, en serio. 

—Oye, espera, ¡era broma! —insiste cuando me detengo frente a las taquillas. Abro la mía y él se sitúa al lado. Menos mal que ya lleva la camiseta puesta—. Müller, escúchame. ¿Qué te pasa? Desde ayer estás muy raro. ¿Es por lo que pasó en mi casa? —Lo ignoro y me pellizca la mejilla. ¡Auch!—. Pensé que estabas cómodo con la situación.

Cierro la taquilla con fuerza y descubro la cara de Adler al otro lado, que nos está mirando con los ojos achinados.

—Sí, sí, ya me voy. Tranquilos, seguid con lo vuestro —murmura con su decadente tono de voz deprimido.

Cuando nuestro compañero se va, le respondo:

—Mira, déjalo. No lo entenderías.

—Eso no lo sabrás hasta que me lo digas, Samuel. 

—Que lo dejes —suelto, vigilando que no tenemos a nadie cerca porque casi todos los alumnos han entrado ya a sus respectivas aulas.

—Genial, así que ayer la jodí y no piensas decirme por qué —me responde, y noto cierta molestia en sus palabras. Sin embargo, su enfado no me hace cambiar de opinión, así que asiento—. ¿Es en serio? 

—Es en serio.  

Él se da la vuelta y, antes de a entrar en el aula, murmura:

—Está bien, tómate tu tiempo. Vamos a clases, bobo. 

Llego al aula y me encuentro con la profesora Ratzinger de pie frente al encerado, discutiendo con la nueva psicóloga. Escucho palabras sueltas, como que la primera le increpa a la segunda que quiera coger su hora de clases para dar una charla cuando tenemos que estudiar el Apocalipsis. O eso o que su presencia es un apocalipsis para ella, no tengo claro cuál de las dos cosas ha dicho. También le echa en cara que no tiene ni idea de cuál es su nombre. Vaya, ya no me siento solo en esta incertidumbre. La psicóloga, mientras tanto, hace caso omiso a sus reproches, solo la observa con una sonrisa de oreja a oreja mientras asiente con la cabeza. Madre mía, no sé por qué, pero esos cabeceos me han recordado a los que hacen las palomas cuando caminan.

—¿Cómo estáis hoy? —pregunta ella cuando mis compañeros y yo hemos tomado asiento en nuestros respectivos pupitres, dejando a la profesora con la palabra en la boca.

—¡Bien! —exclamamos todos al unísono. Todos salvo Reinhardt y Adler; él nunca está bien, él solo odia al mundo.

—¿Y qué es bien? —Annie se lleva una mano a la cara, exhausta, yo resoplo como respuesta. Qué mujer tan irritante—. Ya veo que nadie quiere dar una definición de ese sentimiento. Una pena, sin duda alguna. Retomando al tema principal: hoy, como cada año, vamos a tener una charla sobre educación sexual.

Oh, Dios, ¿por qué justo esto hoy? ¿Por qué el mundo me odia?

—¿Y tú de qué te ríes? —le espeto a Wolf, que oculta su risa tapándose la boca mientras mira a la ventana. Idiota.

Todos mis compañeros ponen una cara de fastidio bastante notoria. Todos salvo Klaus, a quien siempre le ha hecho demasiada gracia este tipo de charlas. Dagna, por su parte, empieza a despotricar sin importarle que la psicóloga le escuche, porque como siempre dice, está más que harta de que unos ineptos nos hablen del sexo de una forma tan superficial y mojigata cuando hay tantas cosas interesantes para tratar sobre el tema.

—Ya estamos de nuevo con la misma tontería de siempre —desliza Adam, recostando la cabeza en el pupitre—. ¡No quiero más charlas!

—¿Por qué? —inquiere Wolf, que está bastante perdido en este tema.

—¡Ah, cierto, que tú eres nuevo! Pues porque todos los años el psicólogo del centro nos da la misma charla sobre sexo donde nos asusta hablándonos de las enfermedades de transmisión sexual, nos muestra fotos de lo más desagradables y después nos reparte a cada uno un condón. ¡Eso no tiene lógica ninguna! Evidentemente, después de ver un pene gonorreico no querré tener sexo en mi vida —concluye, aunque su deducción acaba de ser de lo más rara—. Todos los años la misma historia.

—Oh, no te preocupes por eso —desliza de pronto Tanja, quien tiene la vista fija en el encerado, aburrida—. Creo que esta vez va a ser distinto, mirad.

 Nos señala con el dedo índice la mesa del profesor, y es ahí cuando descubrimos que la señora X —insisto en que la llamaré así porque no tengo ni idea de su nombre—, está sacando de una bolsa de la compra un montón de... Sí, de plátanos, y está repartiendo uno a cada alumno, junto a un condón. ¿Pero qué demonios?

—Vamos a aprender a poner un preservativo usando un plátano —nos explica, y nadie contesta porque estamos demasiado ocupados disimulando nuestra cara de estupefacción ante pedazo metáfora fálica. ¿Por qué siempre me pasan cosas tan absurdas?—. Vamos, empezad.

Seguimos en silencio, intentando asimilar su petición. Acto seguido miramos con atención a Dagna, quien cada año nos repite lo mucho que le encantaría ser ella quien diese la charla sobre sexo. ¿Qué estará pasando por su mente ahora mismo? Ni idea, pero lo deducimos por cómo se le están abriendo las ventanas de la nariz y como observa a la psicóloga con los ojos entrecerrados. Parece que se está conteniendo las ganas de soltar algún improperio, pero contemplar a Heidi intentando abrir su condón mientras su plátano rueda por la mesa hasta caer al suelo parece envalentonarla a hablar. Porque sí, porque esta charla es tan absurda como el hecho de que un plátano ruede.

—Ni de broma, yo no pienso hacer esa tontería —declara, cruzándose de brazos y de piernas. La psicóloga la observa con los ojos muy abiertos, hinchando el pecho como una paloma cortejando a una hembra. Voy a terminar llamándola señora Colombo. De ahí a unos segundos, ambas comienzan una discusión de lo más ridícula.

Observo lo que están haciendo parte de mis compañeros con sus respectivos plátanos —Dios, jamás creí que pensaría una frase así—: Adler lo aparta con un bolígrafo, harto. Adolf se dedica a pintarle caritas, Emily y Emma juegan a las espadas con ellos, Maud se queja de que el suyo está verde y Annie lo usa para rascarse la espalda. Klaus contempla la fruta que le ha tocado —bastante pequeña en comparación con la del resto— y después se contempla el paquete. Acto seguido, exclama que «no le representa». Adam mira para mi izquierda, con la boca ligeramente abierta y cara de pasmo. Un segundo después todos clavan sus ojos en el mismo punto. ¿Qué es lo que sucede?

Giro la cabeza para averiguarlo cuando me encuentro que Rainer, con todo el descaro del mundo, le está quitando la monda a su plátano. Cuando consigue su propósito, lo mete en la boca y se lo come. En dos malditos bocados.

—¿Qué pasa? —dice él, una vez que ha tragado—. Tenía hambre. Total, esto es una tontería.

Apreciación que escucha la psicóloga.

—¡Ya me tenéis harta! Niño, tú y tu compañera Dagna, salid ahora mismo de este aula.

—Ni de broma —protesta la increpada, levantándose de su asiento para dirigirse a sus compañeros—. ¿Cuántos de vosotros queréis impedir que un platanito os deje embarazados? —Nadie le contesta. Ella coloca los brazos en jarra, con una sonrisa orgullosa—. ¿Y cuántos queréis que dé yo la charla sobre sexo y no esta mujer?

Todos alzan la mano sin dudarlo, mostrando su conformidad. Klaus incluso se ha puesto de pie para reafirmar lo de acuerdo que está con esa idea. La psicóloga está a punto de protestar, cuando la profesora Ratzinger interviene.

—A mí me parece una idea genial, ¿por qué no nos sentamos y escuchamos a nuestros alumnos? Seguro que tienen temas muy interesantes de los que hablar.

La psicóloga va a responderle, pero el hecho de que todos la estemos mirando con gesto de enfado parece cohibirla, porque termina accediendo a nuestra petición asintiendo con la cabeza. Dagna se sienta en el escritorio de la profesora, sonríe, inspira y comienza a hablar:

—Muy bien, pues estaba pensando que sería genial que hablásemos de nuestras experiencias sexuales para que los demás aprendamos de ellas. De paso, también podríamos plantear nuestras dudas sobre el sexo y las relaciones en confianza, sin que nadie nos juzgue, ¿no creéis? —Varios de mis compañeros se muestran reticentes, detalle que ella nota al instante—. Pero como no todos somos tan atrevidos a la hora de exponer nuestras preocupaciones, ¿qué os parece si me escribís notitas anónimas con vuestras dudas? Y yo las respondo. Total, ya tenemos más que claro que el sexo sin precaución causa embarazos y transmiten enfermedades. Nos lo repiten todos los años.

Me río por lo contenta que parece Dagna hablando del tema. Entonces, Rainer golpea mi mesa con la mano para captar mi atención.

—Venga, tenemos que plantear las dudas que teníamos ayer.

—¿Eh? Ni de broma. Dagna se dará cuenta de quién hace cada una de las preguntas. 

—Pues cambia un poco tu letra y ya está. Vamos, Müller, tenemos que aprovechar este momento.

Resoplo y me froto la cara, hastiado. Está bien, pondré mi letra en cursiva para disimular. Ah, demonios, ¿por qué accedo a este tipo de cosas? Escribo mi duda en un papel, lo doblo con esmero para que no se abra en el momento menos indicado —cuando se lo dé a Dagna—, y al cabo de cinco minutos, esta recoge el papel de cada uno de nuestros compañeros. Le pregunta a la psicóloga si ella no tiene ninguna duda, detalle que a la señora le parece de lo más descarado, y lo demuestra con un sonoro «Ja». Después, se dirige de nuevo a la mesa, coge uno de los papeles, lo desdobla y empieza a leer:

—¿Tuviste alguna experiencia amorosa desagradable? —Vaya, esa pregunta es un poco invasiva y no tiene mucho que ver con el tema, así que deduzco que la ha formulado Maud. Sin embargo, a Dagna parece no importarle—. Ay, pues sí. Yo salí hace unos añitos con un chico de diecinueve años. Supongo que ahora os estaréis preguntando qué hacía con alguien tan mayor. La respuesta es que no tengo ni la más remota idea. O sea, yo era nueva en eso del amor y siempre parecí mayor de lo que soy en realidad por motivos más que evidentes. Dos motivos, en este caso —aclara, señalándose los pechos—. En aquel entonces me pareció genial que alguien tan mayor se fijase en mí. No sé, me hacía sentir especial. 

—¿Pero eso no es un poco raro? —suelta Tanja, nuestra portavoz cuando tenemos vergüenza de pronunciar lo que sea que se haya instalado en nuestras pubertas mentes.

—Lo es, ese fue mi primer error, no percatarme de eso. ¿Pero qué iba a saber? Solo era una cría. Siempre nos dicen que la edad no importa, que solo es un número. Y yo digo que eso solo se aplica en la adultez. En mi caso éramos dos personas en una etapa distinta de la vida; una estaba deshaciéndose de sus pijamas de las princesas Disney, el otro estaba peleándose con los exámenes de su segundo año de carrera. Era extraño, pero no pude ver eso, porque o sea, él era súper cariñoso conmigo. Cada día me mandaba mensajes con corazoncitos y me recordaba lo bonita que era. Era muy detallista, me regalaba flores, me esperaba siempre a la salida del colegio, me presentó a sus amigos. Era tan genial. Pero todo empezó a empeorar por los siguientes detalles que os voy a comentar ahora —explica, colocándose bien la falda, y acto seguido se quita la pulsera de oro de la muñeca y empieza a hablar mientras juega con sus cuentas. Parece algo nerviosa por tratar este tema—. Se preocupaba cuando no le contestaba un mensaje pronto. Al principio pensé que eso era tierno, pero un día que salí con una amiga, me quedé sin batería en el teléfono. Cuando lo volví a encender por la noche, habiendo pasado seis horas, me encontré con que tenía casi cien mensajes de él. ¡Horrible!

»Al principio los mensajitos eran cariñosos, pero los últimos eran muy agresivos. ¡Mucho! Decían cosas como que lo ignoraba, que quién me creía que era yo, que si le ponía los cuernos. Al día siguiente se disculpó, y yo de ilusa lo perdoné. Pero esas actitudes se siguieron repitiendo cada semana; empezó a molestarle con quién salía, me alejaba de mis amigos, quería que me tapase para que otros hombres no me viesen. Me importa bien poco que algunas personas romanticen ese comportamiento, un hombre que hace eso te considera de su propiedad —aclara, y ha estirando tanto la pulsera que por un momento creo que va a romperse—. Llegó incluso a pelearse con un amigo que estaba enamorado de mí. Me sentía agobiada y muy acosada. Y entendí lo tóxica que era la relación cuando me percaté de que me daba miedo que me visitase, o me escribiese. Hablé con mi madre y ella me recomendó que cortase la relación. Es muy importante hablar con un adulto, no quedarte solo en este tipo de situaciones, aunque no lo parezca. Le di la patada a ese chico, y aunque al principio no lo aceptó, y se puso muy violento, terminó entendiéndolo. Sobre todo cuando uno de mis hermanos le amenazó. Ah, era un cobardica y yo una boba.

 —No eras una boba —le defiende Annie, y esta se encoge de hombros y desdobla otra nota.

—¿Cuándo debería perder uno la virginidad? Uh, interesante pregunta. Y la respuesta es tan sencilla como complicada: cuando uno quiera y se sienta preparado. Aquí usaré de nuevo el ejemplo de mi ex pareja: él llevaba años preparado, yo no. Me insistió varias veces en hacerlo, pero yo me negaba. Al principio aceptó mi decisión, pero terminó hartándose de esperar, así que empezó a mandarme indirectas camufladas con palabras suaves. Primero me dijo que me iba a encantar el sexo, después que si así me sentiría mayor. Pues mira, eso no es verdad. Sigues siendo el mismo crío come mocos, no hay nada de extraordinario en tener sexo, solo es una función biológica tan normal como respirar —aclara. Ah, esta chica es genial—. Como me explicó mi madre: hay otras formas de sentirse adulto, y una es lidiar con las responsabilidades. Pero bueno, da igual. Después, el chico este me dijo que todos sus amigos se habían acostado ya con sus parejitas, que era una forma de demostrar amor, y eso me hizo sentir muy mal.

»Mi consejo es uno: que no os importe lo que hacen los demás. Por culpa de comentarios como el de mi ex, mucha gente se avergüenza de ser virgen o de no tener pareja y sufren burlas. Hay gente que no quiere tener sexo en su vida, y es su decisión. ¡Ah! Por cierto: si alguno se siente mal por ser virgen, que sepáis que según unos estudios, la media de edad a la que los alemanes tienen su primera relación sexual es de dieciocho años. Pero lo que digan los estudios no es la ley; cada uno tiene sus motivos para esperar. 

»Y por si a alguien le interesa, al final ese chico me hizo sentir tan insegura de mí misma que la última vez que me insistió en tener sexo, casi forzándome, cedí. Cosas que pasan. En fin. Con esto quiero daros otro consejo: no es no. No te sientas en la obligación de tener sexo con alguien solo porque es tu pareja. Aunque no lo creáis, muchos casos de violación suceden entre parejas.

—Mujer, qué bocota tienes —suelta Emily, que se está abrazando a su rodilla—. ¿Quién te ha explicado todo eso?

—Mi madre, además de dirigir un hotel, es sexóloga —explica, y después lee otro papel—. ¿Puedo contraer una enfermedad de transmisión sexual haciendo sexo oral? Pues por supuesto. Es muy importante usar protección cuando se tiene sexo anal, vaginal u oral, porque en las tres zonas puede haber contacto de fluidos.

Uhm... Puede que esto me esté aclarando alguna duda.

—¿Te masturbas? ¿Todas las chicas lo hacen? —prosigue. Madre mía, que cotilla está la gente—. Ay, pues yo sí, y la mayoría de las chicas también. Y que sepáis que es tan normal hacerlo como no hacerlo. De nuevo, es tu decisión. A ver, a ver, otro papelito. ¡Uh! ¿Cuál es el punto G en los hombres? Vaya, vaya, este es un tena espinoso —suelta, sin contener una sonrisa ladina—. Dicen que está en cierta zona a la que no todo el mundo quiere ir, ya sabéis, la próstata. —Klaus se lleva una mano a la cara, cansado. Madre mía, ¿fue él quien hizo esa pregunta?—. Vaya, ¿he ofendido la masculinidad de alguien?

—¡Claro que no! —contesta Klaus, para disfrute de todos.

—Quien se pica ajos mastica —canturrea nuestra compañera, y coge otro papel, doblado a consciencia—. ¿Me puedo morir ya? Ay, calla, Adler. A ver, otro más: ¿cuáles son tus fetiches sexuales? Esta es obvio que sí la has hecho tú, Klaus.

—¿Y el anonimato, preciosa Dagna?

—En mi sobaco, y que sepas que mi fetiche es que me toquen los codos, algo que tú nunca harás —responde, para dolor de nuestro compañero, que se lleva una mano al pecho con un gesto de dolor similar a si le hubiesen atravesado el corazón con un puñal—. A ver, sigo. ¿Qué opinas de que hay parejas donde uno le tiene que pedir permiso al otro para poder salir con sus amigos? Pues con todos los respetos, que cada uno haga lo que quiera, pero me parece de todo menos normal. ¿Tienes un novio o un padre? Si quieres ir con tus amigos hazlo, están limitando tu libertad cuando te lo niegan. Y esto es algo que no se debe permitir y está muy extendido. Por cierto, chicos, esperaba más dudas sexuales. A ver este papel... ¿Qué opinas de que haya gente que le revisa los móviles a su pareja?

—¿Puedo contestarla yo? —pregunta Adam, levantando el brazo para pedir el turno, y Dagna asiente con la cabeza, abaneando una mano—. Venga, me toca. Porque hace un tiempo estuve con una chica que me revisaba siempre los mensajes e incluso contestaba por mí cuando estaba ocupado. No había manera de explicarle que estaba invadiendo mi intimidad. Ella decía: «¿por qué te pones así? Si no tuvieses nada que esconder no te importaría. Somos pareja». Y si ella tuviese algo de confianza en sí misma y en mí no me haría eso. Un día le puse contraseña al móvil y se volvió una furia. Fue horrible. Tampoco hay que permitir esas actitudes, es otra forma de ser controlador.

—Totalmente de acuerdo, ahora a ver si hablamos de sexo —repone nuestra compañera, desdoblando otro papel—. Oh, esto es interesante: ¿hay pastillas anticonceptivas masculinas? Sí, pero a día de hoy todavía están en periodo de prueba. Que yo sepa, todavía no han salido al mercado. A ver, otra pregunta: ¿cómo es el sexo entre mujeres? Pues... ¿Alguien me puede dejar dos tijeras? —pregunta, y tanto Tanja como Annie sacan las suyas y alzan los brazos para mostrarlas. Dagna se lleva una mano a la boca y empieza a reírse, detalle que ellas no entienden—. Claro, vosotras dos, ¿cómo no? Pues mirad, las mujeres pueden practicar el sexo oral —empieza a enumerar con los dedos—, la masturbación o la penetración con los dedos o cualquier objeto como un dildo. ¡Ah! También está el tribadismo, que es la frotación entre los genitales. Uf, la lista es muy larga. Mejor sigamos con otra pregunta. —Ella abre otro papel y yo observo como Klaus se cruza de piernas y empieza a tamborilear la mesa, nervioso. Madre mía, siempre le han encantado ese tipo de temas—. ¿La primera vez duele? No siempre, pero les puede doler tanto a hombres como a mujeres, aunque en los primeros no es tan común. 

Oh, no me lo había planteado ese detalle. Miro por inercia a Rainer y me encuentro con que él me observa de reojo, con cierta cara de preocupación.

—Tss, Müller. Müuuuuuulleeer —empieza a llamarme en voz baja, pero como intuyo de que quiere hablar, decido ignorarlo—. Apellido de mugido, sonido de vaca, hazme caso.

—¿Qué diablos quieres ahora, pesado?

—Entonces a mí y a ti... ¿También?

—Yo que sé.

—Pues pregúntaselo.

—Ni de broma, hazlo tú.

—¿Eh? ¿Cómo que yo? —inquiere, ofendido—. Deshonra sobre ti, deshonra sobre tu vaca.

—¡Aj! ¿Y cómo diablos le pregunto eso sin que suene raro?

—Yo qué sé, pregúntale si en general le duele a parejas de chicas y de chicas, así, para disimular.

—Wow, eres todo un estratega —le suelto, y cuando me percato de que Adler me está escrutando con la mirada, decido bajar la voz—, pero no voy a hacerlo.

—Venga, lo echamos a piedra papel y tijera —me pide, y yo accedo por el mero hecho de que sé que va a perder, pero al menos así me deja en paz—. Piedra papel, tijera —y sacamos los dos tijera. ¿Pero qué?—. Joder. Piedra papel tijera.

Y volvemos a sacar lo mismo de antes.

—Chicos —nos interrumpe Dagna—. La pregunta sobre lesbianas fue hace un rato. —Espera, ¿qué?—. A ver, qué tengo por aquí: ¿una pareja de dos hombres debe usar condón cuando mantiene relaciones? —Vale, es evidente quién ha hecho esa pregunta, y no he sido yo—. Claro que sí, como dije antes por el sexo anal también se pueden contraer enfermedades. Además entre chicos hay muchísimo riesgo, incluso con el sexo oral. Condón siempre. —Miro de nuevo a Rainer y me encuentro con que este se está riendo, qué idiota—. A ver, la siguiente: ¿qué posturas sexuales pueden hacer dos hombres? Uy, ¿quién está haciendo estas preguntitas? —inquiere, mirando en dirección a donde se encuentran Klaus y Adam, y estos niegan con rapidez su implicación en dicha duda. Ahora Rainer se está riendo mucho más, y lo disimula demasiado mal. Madre mía, parece que se va a poner a llorar de tanto que aguanta la carcajada—. Bueno, los chicos pueden hacer muchas cositas entre ellos, y no solo hablo del sexo anal. Porque todos nos imaginamos la típica postura del activo y el pasivo, el que da y el que recibe. Pero también está la masturbación mutua, los tocamientos, el sexo oral, el frot.

—¿El frot qué? —se le escapa a Wolf, y todos se giran para verle, detalle que le incomoda. Ja, jódete.

—El tocamiento entre penes, la lucha de espadas —salta de pronto Emma, arrodillándose en su asiento, tan emocionada que se le ha olvidado su timidez.

—Oh, vale.

—¿Seguro que lo has entendido? Puedo explicaros si quieres.

—¿Explicaros?

—Explicarte —se corrige, y él niega con la cabeza. ¿Qué pasará por la mente de esta chica?

—Atendedme, chicos, que solo me queda una pregunta —nos llama la atención Dagna, desdoblando el último papel—. A ver... Me encantaría saber con cuántas chicas se ha acostado Klaus.

—¿Qué? —se le escapa de pronto al pronunciado, esta vez con un tono serio bastante creíble—. ¡Esto sí que es una invasión de mi privacidad! ¿Por qué queréis saber eso?

—Vamos, siempre estás hablando de las chicas con las que te lías. Eres tan macho —ironiza Tanja, demostrando por innumerable vez la animadversión que siente por nuestro compañero—. ¿Con cuántas te has acostado ya para acumularlas en tu repisa de victorias personales?

Klaus la mira apretando el puño, desbordante de rabia. Está claro que el desprecio es mutuo.

—¿Has sido tú la que ha hecho esa pregunta?

—¡Claro que no!

—Pues me vale.

—Tienes que contestaaar —canturrea Dagna.

—Eso, contéstale al amor de tu vida, ¡machote! —interviene Emily.

—Bien, ya que tanto os interesa la vida íntima de los demás... —comienza Klaus, frotándose las manos al pantalón mientras mantiene la vista clavada en su pupitre. No me lo puedo creer, ¿de verdad va a decirlo?—. Pues soy virgen.

Y el silencio se instala en la clase, pronosticando un futuro alboroto. Como cuando cae un vaso al suelo, y te encoges esperando el próximo ruido del cristal rompiéndose al tocar la superficie.

—¡¿Eh?! —suelta al unísono casi toda la clase. Yo no, ese es un detalle que ya conocía de él.

—¿Qué pasa? ¿Sorprendidos? Yo también soy de esos que espera una chica especial para dar el paso —se defiende Klaus, tan rojo como un tomate maduro, pero aún con el gesto serio—. Y puede que parezca un idiota todo el tiempo, pero yo le doy mi atención a quien aprecio de verdad, Dagna. Solo a quien aprecio.

Y lo que parece ser una declaración de amor en público, entra por el oído de nuestra compañera y sale por el otro.

—Pst, pues qué bien, me alegro por ti.

Le daríamos más atención a este curioso momento romántico para nada recíproco, pero el bailoteo que Emma sobre su silla capta nuestra atención. Se columpia de un lado a otro, emocionada y con una sonrisa tan radiante que nos resulta de lo más extraña. Emily resopla, agarra a su hermana por la falda para que se detenga y habla:

—Eh, Dagna. Mi hermana también quiere aportar algo a la charla, pero le da vergüenza.

—¿Por qué? ¡Levántate y ponte frente a todos nosotros! ¡Venga! Que aquí puede participar todo el mundo.

Observamos como Emma se levanta de su asiento, llevándose los dedos a la boca. Con sumo cuidado enciende el ordenador del profesor. Reinhardt le enciende el proyector y contemplamos con estupefacción lo que está buscando en internet. Oh, Dios, mío. No puede ser cierto lo que ven mis ojos.

—Esto, yo... ¡Pues sé mucho sobre el bondage y los objetos sexuales y puedo explicaros los que queráis! —¿Pero qué demonios?—. Son temas muy tabú de los que hay que familiarizarse. Mirad —y señala con el puntero láser un montón de fotos de juguetes para nada infantiles—: esto es una mordaza, esto son grilletes. Aquí vemos dildos, lubricantes, látigos, kits de sujeción, arneses, bolas chinas, cuerdas, strap-on, estimuladores con control remoto, anillos para el pene, pinzas para los pez...

—Esto es tan incómodo —escucho murmurar a Adolf. Dustin mira la pantalla del proyector sin entender la mitad de las cosas que aparecen en ella. Heidi se tapa la cara y dice algo acerca de que a su abuelo no le gustaría saber lo que le enseñan a su nieta en clases de Religión.

—¿Y qué es eso de ahí con forma de silbato? —le interroga Adam, que parece el único más intrigado que perturbado.

—Oh, eso no me acuerdo como se llama, pero te impide eyacular.

—¿Cómo?

—Pues cuando tienes sexo, te lo metes por el agujero del pene, ya sabes, por la uretra.

En mutismo que reina en el aula es ahora muchísimo más palpable. Entonces, una vez que nuestros cerebros han asimilado esa información, empezamos a reaccionar: a la profesora de religión se le cae un lápiz, Klaus se protege la entrepierna, Adolf pega un grito bastante agudo, Dustin sigue en la inopia, sin entender nada. Adam, por su parte, se ha puesto blanco, muy blanco.

—Oh, ¡joder! —exclama Wolf, cerrando con fuerza los ojos mientras da manotazos en la mesa, sufriendo con esa imagen mental—. Menudo dolor de huevos me acaba de dar.

—¡Me está doliendo el pene que no tengo! —dice Tanja, y Emma nos mira sin entender qué sucede.

—Pero ¿qué pasa?

—Ay, Emma —suelta Dagna en un tono maternal, posando una mano en su hombro—, ¿qué te dedicas a leer?

Y Emily, que lleva un rato intentando disuadir a la dramática de la señora Palomo de meter a su hermana en el psicólogo, da la respuesta que todos estamos pensando:

—Créeme, no querrías saberlo.

°°°

 Me desperezo, dejo de lado los ejercicios de química y miro la hora en el teléfono: diez de la noche, hace ya un buen rato que ha oscurecido. Me siento cansado porque me he pasado la tarde entera estudiando, así que me alejo del escritorio, apago las luces y me tiro en la cama. Nada, no escucho absolutamente ningún ruido excepto el incesante tic tac del reloj de pared y el sonido de algún coche circulando por la calle residencial. De pronto, este ambiente monótono y aburrido es interrumpido por la melodía que avisa de una llamada entrante. Miro la pantalla de mi teléfono para saber de quien se trata y, acto seguido, respondo:

—¿Qué horas son estas para llamar? —le reprocho con un fingido tono serio a quien está al otro lado del auricular.

Perdóname, vejestorio, no me di cuenta de que estaba llamando a la residencia de ancianos de los Müller —me dice Rainer, con una evidente voz cansada.

—Sabes que es broma. ¿Cómo estás? ¿Ya terminaste tu turno en la cafetería?

Sí, al fin —suspira, agotado—, de hecho ya estoy en mi cuarto. Pero no tengo ganas de estudiar, me duele la cabeza.

—No te preocupes, mañana te ayudo.

—¿En serio? Gracias —murmura con lentitud y, tras una breve pausa, continua—: no te estoy interrumpiendo, ¿verdad?

—¡Qué va! Acabo de terminar de repasar.

Oh, ya veo. Oye, ¿cómo hablas tan alto a estas horas? ¿No tienes a tus hermanos incordiando por ahí como siempre?

—Se han ido a cenar con mis padres, así que estoy solo hasta a saber cuándo.

Mierda, ¿cómo no me dices eso antes? Me habría pasado por tu casa, ¿sabes cuántas películas basura nos quedan por ver? El otro día me encontré un mojón maravilloso: avispas mutantes asesinas que echan fuego por la boca, Samuel, ¡por la boca!

—Necesitaba concentrarme para el examen del jueves.

¿Me estás llamado distracción? ¿A mí? —pregunta, indignado, y me lo imagino claramente señalándose el pecho, así que me río—. ¡Duh!

—Duh.

No me imites, Müller.

—No te imito, Wolf.

El original se puede copiar, pero su esencia jamás igualar.

—Le llamaban el poeta.

Tras una breve carcajada suya que provoca que aparte el teléfono de la oreja, nos quedamos en silencio. Solo escucho su respiración pausada, y por un momento pienso que no me importaría oírla durante toda la noche. Todas las noches.

Oye, ¿sigues molesto conmigo?

—No. —Hago una pausa, me llevo la mano a la frente y suspiro—. ¿Sabes? En realidad no estaba molesto contigo.

—Entonces, ¿por qué tenías tan mal humor?

—Da igual, déjalo.

No lo dejo. Dime.

—Nope, olvídalo.

Samuel, me importa saber lo que te molesta y te deja de molestar.

Sonrío. No puedo seguir negándome cuando es tan considerado conmigo. 

—Bueno, yo... —titubeo, me armo de valor y continúo—: me siento bastante perdido cuando no llevo el control de una situación, o cuando no la entiendo porque es nueva para mí. ¿Sabes? El otro día, contigo, me puse muy nervioso por las cosas que hablamos e hicimos y me cabreé por mi forma de actuar. Ahora me da vergüenza incluso mirarte a la cara y eso me fastidia porque me siento como un torpe o un cobarde.

¡Samuel! ¿Tanto te costaba decirme esto? —me reprocha.

—Quizás sí que soy un cobarde.

Hey, no te preocupes, a mí también me da vergüenza decirle ciertas cosas al chico que me gusta cuando lo tengo en frente. O hacerlas —me explica, y yo me siento cohibido por su sinceridad—. La próxima vez que queramos dar un avance, mejor que no sea cara a cara, que nos volveremos tontos.

—No propongas imposibles, no creo que exista forma de hacer eso.

Uhm... Puede que no —murmura, meditativo—. No sé.

—Si la hay avísame, genio de las relaciones.

Vale.

—Puf, qué pereza me  da madrugar mañana —me quejo, cambiando de tema, pero él no me responde. Miro con cierto desprecio mi libreta de ejercicios y suspiro. Si pudiese disparar rayos X con los ojos, la quemaría. 

¿Y qué haces ahora? —consigue decirme tras un rato. Su voz pausada me transmite una calma que se fusiona de forma adecuada con la paz de la noche.

—Nada, estoy tirado en cama. ¿Tú?

Igual, debería ponerme el pijama, pero me da una pereza...

—¿Pereza por qué?

Está a medio metro de mí. Eso es demasiado.

—Uf, ahora entiendo.

¿Ya te has acostado?

—No, es que tampoco he cenado, de hecho ni siquiera me he quitado el uniforme. De milagro no se me ha olvidado la cabeza en el autobús.

Vuelve a quedarse callado. Yo mantengo la mirada en un punto cualquiera del techo. Hace un rato tenía frío, pero hablar con él me instala una calidez en el pecho de la que no logro acostumbrarme. Estoy a punto de decirle algo para interrumpir este silencio que, en realidad, no me desagrada en absoluto, cuando escucho su voz susurrante, tímida:

Deberías hacerlo.

Frunzo el ceño. Eso ha sonado extraño, aunque quizás solo sean imaginaciones mías.

—Cuando te cuelgue lo hago.

¿Y por qué no lo haces ya?

Ahora solo soy yo el que enmudece. ¿Qué le pasa? Está un poco raro. Aprieto con fuerza el teléfono y noto un hormigueo recorriendo mis manos. Una pequeña parte de mí me explica con prisas lo que está sucediendo pero otra, más pesada y razonable, me pide que me controle y siga con mi habitual tranquilidad.

—Eh... ¿Pues porque hace frío?

¿En serio? Porque yo tengo calor.

—¿Tú teniendo calor? Qué poco creíble, ¿no tendrás puesta la calefacción muy alta? —pregunto, y acto seguido lo escucho bufar.

No, no tengo la calefacción puesta, Müller.

—Oh. ¿Acaso tienes fiebre?

No es eso —responde, tras dejar escapar una corta risa.

—Pues no se me ocurre otro motivo por el que tengas calor en marzo.

Inocente —se burla, detalle que me molesta.

—No entiendo, ¿por qué?

Silencio.

Oye, Samuel.

—Dime.

Haré una cosa: yo me desabrocharé la camisa para combatir el calor, pero luego tú también lo harás, ¿va? —me pide, con una voz sugerente que capta por completo mi atención. Siento varias cosas en mi cuerpo: calor, nervios y una presión que desciende por mi bajo vientre. Afirmo con un hilo de voz y, al cabo de unos segundos, él vuelve a hablar—: ya está, te toca.

Pienso en lo que está sucediendo, en cómo estoy reaccionando, en él tirado en su cama, agotado, con la camisa abierta y el torso descubierto. Siento la respiración más pesada y, cuando aflojo el nudo de la corbata y mi mano se desliza por el primer botón para desabrocharlo, caigo en cuenta de algo que no puedo seguir ignorando, así que me detengo.

—Espera, ¿estás intentando mantener una llamada sexual conmigo?

¿¡Qué!? —exclama, nervioso—. No, ¡no! O sea, sí. Müller, qué corta rollos.

—Oh, Dios mío —dejo escapar al instante, asombrado. ¿Qué demonios le pasa? Jamás creí vivir este tipo de situación con él—. Madre mía, ¿en qué estabas pensando?

¡En nada! Tú me dijiste que te avisase si encontraba una forma de dar algún avance sin morirnos de la vergüenza estando cara a cara. Bien, pues ya he encontrado uno. —Intento mantenerme serio, pero esta situación me resulta tan absurda que no puedo evitar echarme a reír—. Ah, qué corte. 

Rainer se escucha tan tímido que nadie diría que hace unos minutos se estaba burlando de mí. Debería vengarme...

—Con que ahora soy una línea caliente, ¿eh? Pues que sepas que cobro dos euros por minuto.

¡Cállate!

—¡Qué tierno! Estás muerto de vergüenza ahora mismo, ¿a que sí?

Que te den.

—Eso era lo que querías imaginar ahora mismo, ¿verdad?

¡Samuel! —se queja mientras intento contener una carcajada—. No me puedo creer que me estés vacilando.

—Tengo que aprovechar la oportunidad. Además, eso te pasa por haberte burlado de mí.

¡Yo no hice eso!

—Claro que sí, cuando no me estaba enterando de lo que pasaba. ¿Te suena? Fue hace cinco minutos.

Rencoroso, te vas a enterar.

—¿De qué? A ver.

Eh... ¿No sé? —Me río—. Ya vale, ¿a que voy a tu casa y te llevo una peli de topos?

—No te pases. Además, ¿dónde piensas encontrar una?

No dudes de mis habilidades en la Deep Web.

—Ya llevas veinticuatro euros de factura —le aviso, mirando los minutos que han transcurrido desde el inicio de la llamada.

Me da igual, y no te pienso hablar más.

—Claro que lo harás.

Estoy hablándole a la nadaaa —canturrea, serio. Yo no soporto la risa.

—Oh, venga, no te pongas así. Reconoce que esto es muy divertido.

Sí, claro. Lo que tú digas. Pero al menos yo ofrezco ideas, aunque sean malas. No como otros.

—Nadie ha dicho que sea una mala idea —murmuro.

¿Eh? ¿No?

—Ajá, así que no te enfades. Puedo animarte de nuevo si quieres. ¿Y si bajo la mano?

¿Oh? ¿Va en serio? No juegues conmigo.

—Por supuesto que va en serio. ¿Sabes? Ahora mismo estoy tocando algo suave.

¿Samuel? —escucho su voz, entrecortada—. Esto, yo...

—Oh, sí, qué suave está mi rodilla —digo, en un esfuerzo sobrehumano por aguantar la risa y fingir un tono serio.

¡Ah, vete a la mierda! Voy a colgar.

—Vale, vale, subo la mano.

Me da igual.

—Estoy tocando algo duro.

No escucho.

—Uhm... Es una pena, porque está muy duro —suelto, con una voz sugerente que sé que ha llamado su atención, porque escucho como, tras una pausa, suspira—. ¿No te apetece tocarlo?

No voy a caer de nuevo en tu broma.

—No es una broma. ¿Te apetece o no?

Sabes que sí —responde al momento.

—Oh, sí, ¿quién no querría tocar mi vientre duro?

Al demonio, a mí nadie me vacila: te vas a enterar.

—Sí, sí, ya me estoy enterando —me burlo, para mi deleite y su enfado—. ¿Qué vas a hacer? ¿Patearme el trasero? Hay unos cuantos kilómetros de distancia entre nosotros. ¿Te lo recuerdo?

—¡Aj! Pues...

—Pues ¿qué, genio? Acepta tu derrota, Wolf.

Me estoy quitando la camisa, Müller.

—Mira tú qué bien —digo, tras una carcajada—. ¿Sacándole provecho al dinero que vale la llamada a la línea caliente?

Por supuesto. Ahora desabróchate la tuya.

—¡Nope!

Hazlo —me ordena, tajante.

—No te vas a salir con la tuya —le igualo con dificultad su tono serio porque esto me resulta demasiado gracioso.

Venga, dijimos que sería divertido investigar.

Recuerdo que eso solo lo dijiste tú.

Niégame que en el fondo te está gustando esto.

—Es que...

Samuel, ya no estamos cara a cara, no tengas vergüenza —me pide. Tras un breve silencio, vuelve a hablar, rogándome—: déjame imaginarte así.

Inspiro hondo, sorprendido por el repentino cambio en su voz; cuando quiero darme cuenta, me fijo en que la mano que no sujeta el teléfono está bailando sobre el primer botón de mi camisa. Sí que hace calor.

—Está bien, idiota. Déjame quitarme la corbata primero —le digo. Acto seguido, tiro la prenda a un lado—. Solo me desabrocharé los primeros botones y listo. ¿De acuerdo?

Joder...

—¿Y ahora qué pasa?

Nada —me responde y, tras dudarlo, sigue—. Que con eso me llega. De momento.

—¿Te llega para qué?

Inocente.

—¡Eh! —me quejo—. ¿Por qué? —Solo escucho una leve risa—. ¿Ahora me vacilas tú a mí?

Las tornas han cambiado, Müller —me dice, con una voz tan suave que provoca que la respuesta que iba a darle se muera en mi boca—. Sigue desabrochando tu camisa. Despacio.

Ahí es cuando la curiosidad domina mis palabras.

—Oye, ¿qué haces?

Disfruto imaginándote.

—Entiendo —miento, no tengo claro lo que pasa. O quizás no quiero tenerlo claro—. Ya me la desabroché.

Pues quédate con ella así. Ya tienes calor, ¿verdad?

—Un poco.

¿Solo un poco? Entonces desabróchate el pantalón.

Aprieto los labios y repito para mis adentros lo que me acaba de pedir. Me siento tan liviano que mi nerviosismo es lo único que me recuerda dónde me encuentro. La presión en mi bajo vientre aumenta más y más. No puedo negarlo, se siente bien, demasiado, así que obedezco su petición.

—Hecho. ¿Y ahora?

Haz como yo: mete la mano.

—Ajá.

Y... —duda. No puedo pasar por alto su voz ronca, su respiración más agitada. Entonces, luego de un suspiro, termina la frase—: tócate.

Tras un breve momento de asimilación, empiezo a tener una batalla mental entre mi moral y mi necesidad desobedecer cualquier norma que me impida ser yo mismo. ¿Debería obedecerle? Ya no hay nada que me avergüence, ni que me grite que me detenga. Estoy libre de dudas.

—Vale. Lo haré.

—¿En serio?

—Sí —respondo con cierta timidez—. ¿Tú ya lo estás haciendo?

Oh, sí —responde al instante. Acto seguido lo escucho reírse en bajo. Espera, ¿qué?—. Uf, me pone mucho tocarme el brazo.

—¡¿Qué?!

¿Quién ha vacilado a quién ahora, eh? ¡Ja! Yo siempre venzo, Müller —se jacta, pero yo me niego a desaprovechar este momento de valentía. Necesito demostrarme a mí mismo que no soy un cobarde. 

Cierro los ojos, ignoro su retahíla de burlas y le interrumpo, tajante:

—Tócate conmigo. Ahora.

Es ahí cuando su risa se muere. Tras unos segundos, lo escucho afirmar con una voz tan débil que me hace comprender que ha aceptado mi petición sin bromas de por medio. Así que hago lo que hemos acordado sin pensarlo dos veces, por impulso, por deseo, cumpliendo con lo que él estaba buscando. Mi mano fría se encuentra entonces con algo duro y caliente, algo que no es mi vientre. Joder, no me había dado cuenta de que se me había puesto así.

¿Lo estás haciendo? —me pregunta, con un deje de desesperación que no creí que me gustaría tanto.

—Sí.

Dios, Samuel. Me encanta imaginarte.

Cierro los ojos y me concentro en su respiración agitada. Lo imagino: tumbado en su cama, sin su camisa, dándose placer mientras piensa en que yo hago lo mismo y eso, sin duda alguna, me excita aún más, así que acelero el ritmo.

—Ahora sí que tengo mucho calor —le aclaro, y escucho una leve risa que me encanta.

Oye, no tengo ni la más remota idea de qué decirte.

—Yo tampoco, incluso sin verte la cara me da vergüenza hacer esto.

Estoy igual que tú —se sincera, y pienso que a pesar de sentirnos cohibidos, me gusta esta situación tan hilarante y excitante al mismo tiempo.

—Dime cualquier cosa, me gusta escuchar tu voz.

No seas adorable en momentos así, por favor —me pide—. ¿Sabes?

—Dime.

Ahora mismo me encantaría estar ahí contigo.

—¿Sí?

Sí.

Esa simple afirmación es un deleite para mis sentidos, pero quiero seguir explorando cada uno de sus pensamientos, disfrutarlos, así que vuelvo a preguntar:

—¿Haciendo qué?

En tu cama, sobre ti, mirando la cara que pones mientras sustituyo tu mano por la mía.

Suelto el teléfono, lo dejo descansar sobre la almohada y llevo el dorso de la mano que tengo libre a la frente; estoy sudando y no me extraña: todo mi cuerpo está ardiendo. Me recreo en sus últimas palabras. Lo imagino sobre mí, amando, tocando y besando cada centímetro de mi piel. Flexiono las piernas, cierro con más fuerza los ojos y suspiro. Mi otra mano no se detiene ante mi pronta llegada al límite y acelera el ritmo ascendente y descendente. No lo soporto más, así que cojo el teléfono para decírselo:

—Rainer, oye...

—No, todavía no. Déjame alargar esto un poco más —me pide, con la voz agitada, tan agitada como la mía—. Nunca tengo la oportunidad de tenerte así. Estás muy duro, ¿verdad?

—Sabes que sí.

Y sabes que quiero escuchártelo.

—Estoy tan duro como tú.

Seguro... —susurra, le está costando hablar—. Hazlo más despacio. 

—Vale —respondo, obedeciendo su petición. Entonces, un sentimiento agridulce se instala en mi pecho: lo echo de menos. 

—Oye, Samuel... Tú ya sabes lo que quiero hacerte, pero ¿y tú? Dime qué me harías.

—Tumbarte en mi cama.

Ajá...

—Besarte, besar tu cuello, bajar por tu pecho.

Sigue.

—Bajar por tu vientre.

Samuel... —me susurra, y escucho un leve gemido que acompaño. Yo ya no sé ni qué hago, ni qué digo, hasta he perdido la noción del espacio, porque estoy más que seguro de que estoy ahora mismo a su lado, y eso es imposible—. Sigue.

—Te bajaría el pantalón.

Qué más me harías.

Aunque al principio pienso en quedarme callado, termino cansado de las dudas y los miedos, así que me envalentono a ser sincero.

—Lo tocaría hasta hacerte llegar.

Dios —suspira, desesperado—. Dime cómo.

—Lo metería en la boca... Lo chuparía.

No me puedo creer lo que he dicho, pero esta mezcla entre los nervios y la excitación provocan que empiece a perder la batalla y me entregue al placer que me domina. 

Samuel, no puedo más.

Ni yo tampoco, porque llevo un buen rato aguantando las ganas de terminar. Así que soltamos los dos a la vez el móvil y damos rienda suelta a lo que estamos experimentando, al placer que sentimos. Cierro los ojos y abro ligeramente la boca para ayudar a mi respiración agitada. Una mano sujetando mi pelo, la otra abajo, moviéndose rápido, algo temblorosa por los nervios de esta primera vez. No soporto el calor que siento, que se concentra en mi bajo vientre dejando al resto del cuerpo como dormido. Y me permito perderme en mi imaginación, donde él es el protagonista de todos los pensamientos que me producen está excitación. Así hasta que no lo aguanto más y, tras jadear en bajo por última vez, termino.

Me doy un momento para descansar, para volver a la realidad y recuperar el ritmo normal de mi respiración. Cuando creo que lo he logrado, al menos un poco, siento como me va dominando un sentimiento de vergüenza cada vez más palpable. Agarro el teléfono con la mano que tenía libre y vuelvo a la llamada.

—Oye —empiezo, con el corazón desbocado a causa de los nervios—. Rainer, yo...

Voy ahora mismo a tu casa.

—¿¡Qué!? ¡No!

Oh, sí, por supuesto —afirma, aún con la voz algo tomada—. No me puedo creer lo que hemos hecho.

—Basta.

Ay, estás muerto de la vergüenza ahora mismo, ¿a que sí? —se burla, vengándose porque le dije eso mismo antes.

—Cállate.

Deja que me duche, en media hora estoy allí.

—Espera, no, no, no.

¿Por qué no? —protesta, con una voz de lo más infantil—. Quiero conocer al chico que está detrás de la línea caliente.

—Pf, bueno. Entonces... ¿Tengo que poner a cargar el portátil? Digo, ¿vas a traer tu peli o algo?

Y escucho una carcajada.

Inocente.

—Ya vale, ya te has vengado.

Me llevaré a mí, y eso es más que suficiente —dice, otra vez con esa voz suave—. Te veo en un momento. Y déjate esa camisa puesta, ¿eh?

Voy a protestar, pero me cuelga. Y es ahí, en ese silencio nocturno, mientras noto como poco a poco la sangre regresa a todas las partes de mi cuerpo y el frío vuelve a dominarme, que me pongo aún más nervioso por mi primera experiencia de índole sexual. Y la primera con Rainer. Oh, Dios, ¿qué hemos hecho? ¿Y ahora qué quiere? ¿Por qué viene a mi casa? Joder, joder, quién me mandaría vacilarle.

Me meto en la ducha maldiciendo a todo lo maldecible, Qué vergüenza, él va a venir a verme, ¿y qué le digo? Salgo de la bañera, me resbalo y casi me trago el grifo del lavabo. Ya, tengo que dejar de estar nervioso, parezco un niño pequeño. A ver, Samuel, solo vístete y vete a tu habitación a pegarte unos cuantos cabezazos contra la pared. Jum, podría vestir a Mondschein con mi camisa y que se haga pasar por mí. Interesante, interesante.

Cuando estás nervioso eres rematadamente idiota.

Al terminar de vestirme, me percato de que me domina un miedo horrible y empiezo a sentirme mal. Esto que he hecho ha estado bien, ¿verdad? No ha importado que haya sido de forma tan poco común, ni con una persona de mi mismo sexo, ¿cierto? Me llevo las manos a la frente y noto como se me nubla la vista. Dios.

Es ahí cuando recibo una llamada perdida, me asomo por la ventana y veo a Rainer de pie frente a la entrada del jardín, con las manos en los bolsillos.

—¡Hey! Pásame tus llaves para que pueda entrar.

Accedo y se las lanzo. Él entra en la casa y entonces decido salir de mi cuarto para interceptarlo antes de que suba por las escaleras.

Es en el instante en el que estoy cruzando la puerta en el que lo oigo: al coche familiar aparcando delante del garaje. Oh, mierda. ¡Santa mierda!

—¡Oliver! Hemos llegado —me advierte Sylvia en un tono bastante animado, y escucho como sube las escaleras y se detiene frente a mi habitación. Espera, ¿no se ha cruzado con Rainer? ¿Dónde se ha escondido?—. ¿Puedo pasar? He comprado unas napolitanas para mí y para Samuel, ¿quieres que las compartamos?

—¿No es un poco tarde para comer algo? —le suelto tras abrir la puerta, poniéndome frente a ella para impedir que mire dentro de mi cuarto, con un gesto de cabreo que le resulta de lo más inofensivo.

—No, qué va, de hecho Samuel está... —Mira a los lados, buscándolo, y ambos observamos como nuestro hermano se detiene ante la puerta de su cuarto, bosteza, la abre y antes de meterse en la habitación, nos despide con un movimiento de mano—. Quizás tengas razón.

—Segurísimo, de hecho pareces muy cansada. ¿Por qué no te vas a dormir tú también?

—Ay, ¿tú crees? Pues la verdad es que sí que me he sentido cansada desde la mañana, lo mejor es que me vaya a dormir. Hasta mañana, pequeñín —me dice, apretándome las mejillas antes de irse. Pero qué cariñosa.

Sin embargo, decido olvidarme por completo de ese afectuoso detalle. Cuando ella entra en su habitación, cojo el móvil y me encuentro con que Rainer me están mensajeando, hablando solo.

Rainer W.: no se suponía que teníamos la casa para nosotros dos solos?

Rainer W.: traidor, me has mentido

Rainer W.: eooo, aquí la línea caliente, estás con otro cliente? Pensé que teníamos exclusividad

Rainer W.: ya no veo a nadie, voy a subrir a tu cuarto xD

Rainer W.: así, a lo loco, que ya no huelo el peligro

Rainer W.: aunque quizás el peligro me huele a mi

Rainer W.: y yo huelo jodidamente bien 

Samuel M.: Por Dios, ¿pero qué estás haciendo aquí? Fuera.

Rainer W.: ni de broma, yo he pagado pr un servicio y pido unas condiciones mínimas de atención al cliente

Rainer W.: exijo un minimo de respeto, trabajo demasiadas horas

Rainer W.: y asi me lo pagas?

Rainer W.: TÚ NO ME ENTIENDES, NIÑO BURGUÉS

Samuel M.: ESTÁS DESVARIANDO, LARGO DE MI CASA.

Rainer W.: ERES UN SER HUMANO HORRIBLE

Samuel M.: ¿Dónde estás escondido?

Rainer W.: en uno de tus múltiples baños, el que esta al lado de las escaleras. Sabes? Si me asomo por la puerta puedo ver a los suegros desde aquí jeje

Rainer W.: nunca te han dicho que tu madre es muy guapa?

Rainer W.: la verdad es que tiene unos ojazos azules preciosos

Rainer W.: aunque se parecen a los tuyos asi que iugh jajajajaj

Samuel M.: Bastardo, quita los ojos de encima de mi madre. Ya pareces Klaus.

Rainer W.: me estas comparando con ese santo de los zumitos, patrono de los codos?

Rainer W.: buenas noticias: tus padres se han metido en la cocina así que subo a buscarte

Samuel M.: ¡Espera!

Salgo corriendo hacia las escaleras, me cruzo con él y lo agarro por los hombros con la suficiente fuerza como para que perdamos el equilibrio y caigamos. Rainer aterriza sobre mí y yo sobre los peldaños, haciéndome un daño horrible en la espalda.

Lo primero que hago es analizar lo cerca que está su rostro del mío. Lo segundo es darme cuenta de que no hemos hecho el suficiente ruido como para alertar a alguno de los habitantes de esta casa. Y, lo tercero, es que desde nuestra posición se escucha con claridad la conversación que están manteniendo mis padres.

—Qué bueno estaba el estofado de ese restaurante —comienza mi madre. 

—Sí, y me sentó bien en el estómago. Extrañaba no tener que ir corriendo al baño —continua mi padre.

—¿Cuántas barras de chocolate guardabas en el armario para compensar los platos de Sylvia?

—No me hagas hablar.

Alzo la vista y los miro a través de las barandas. Están de pie frente a la mesa que preside la cocina. Ambos se abrazan y, cuando se separan, ella deja escapar un leve suspiro. Parece desanimada.

—Es mejor que nos vayamos —me alerta Rainer. Está algo asustado y no entiendo el motivo—. Escuchar conversaciones ajenas desde las escaleras nunca trae nada bueno. 

Lo ignoro y vuelvo a concentrarme en mis padres ya que mamá ha tomado la palabra. 

—Entonces, ¿en qué queda el otro tema, Dieter?

—Ahora no sé, Frieda. ¿Acaso quieres buscarle otra carrera al niño?

—No, que la busque él.

—Sabes que ese plan no me convence en absoluto.

—Bueno.

Y la pausa que hace ella me permite sumergirme un momento en mis pensamientos. Espera, ¿acaso han tenido en cuenta todo lo que les dije aquella tarde, tal cual y como me hizo sospechar Sylvia? No me lo puedo creer, mamá se está planteando la idea de que no haga medicina. Y aunque a ninguno de los dos le convenza la idea, el mero hecho de que se la planteen es todo un avance para mí.

—¿Y ese cambio de actitud? —inquiere mi padre—. Ya te dije que el niño se pasó de la raya, no te culpes.

—Ya lo sé pero, ¿recuerdas lo que yo le decía a mi madre? Era algo parecido a lo que nos dijo él. 

Papá sujeta su muñeca para atraerla a él y le da un corto beso en la mejilla. 

—¿Sabes qué? Tengo más barras de chocolate en el baño.

Ellos se disponen a salir de la cocina, riéndose, con la intención de dirigirse al cuarto de baño que está cerca de las escaleras. Qué demonios, ¿dónde guarda papá todo eso? Rainer y yo nos levantamos y subimos corriendo a mi cuarto antes de que nos descubran. Cuando entramos, le pongo el seguro a la puerta y suspiro.

—Vaya —comienzo, captando su atención—. No me puedo creer lo que les he oído hablar.

—¡Sí! Es genial que por fin vayan a apoyarte. Te dije que todo iría bien. —Afirmo con la cabeza y él me sonríe, aunque no soy capaz si quiera de igualar la alegría de su gesto—. Oye, ¿qué pasa? No pareces contento.

—Es que me pasé todo este tiempo pensando que nadie me había escuchado, y ahora descubro que sí, aunque fuese un poco y no sé, me siento tan...

No sigo hablando, porque él me agarra de la mano, se sienta en el suelo apoyando la espalda en la pared y me fuerza con un tirón a acompañarlo. Entonces, sujeta mi cabeza y la empuja hacia la izquierda para que la apoye en sus piernas. Así permanezco un rato, tumbado, mirando al techo mientras uso a mi novio como almohada y él me acaricia el pelo.

—¿Prefieres no hablar de eso? —me interroga, y yo murmuro un casi imperceptible «sí»—. Bien, pues ahora dejaremos el tema, además, no me gusta verte triste. Pero mañana hablaremos de nuevo de esto.

—Me verás igual de triste.

—Entonces lo hablaremos por llamada, chico de la línea caliente.

—Ah, cállate —le digo, estampando la palma de la mano derecha en su cara. Entonces, regresan a mi mente todos los recuerdos de lo que pasó antes entre nosotros, así que me levanto dispuesto a mantener una distancia prudencial con Rainer. Él también se levanta; parece contrariado por mi reacción—. No sé por qué has venido —empiezo, tocándome el brazo izquierdo con la mano contraria—. Pero es mejor que te vayas. Además, necesito dormir.

—¿Puedo dormir contigo? —me pide de pronto, con una voz muy débil, sin ni siquiera mirarme a la cara.

Ahí es cuando yo me quedo en blanco. Nunca habíamos compartido la misma cama. ¿Por qué me pide esto ahora? ¿Qué pretende que hagamos?

No me da tiempo a hacerme más preguntas, porque sujeta mi mano con cuidado y me arrastra hasta la cama. En menos de un minuto, me encuentro bajo las sábanas, frente a Rainer, quien me abraza pegando su rostro a mi pecho. Y yo no sé ni qué decir, ni qué pensar, ni qué hacer. Ni tampoco qué conclusión sacar de esto.

—No hay quien te entienda —le digo, y él se aferra más a mi cuerpo como si fuese su salvavidas, como si necesitase mi protección. Suspiro, acaricio su cabeza y cierro los ojos—. Tonto. 

Alcanzo el interruptor de la lámpara y apago la luz, sumiéndonos en un ambiente mortecino producto del lejano alumbrado de la calle. Nos mantenemos en silencio, con él abrazado a mi cintura y yo dándole vueltas a todo lo que sucedió hoy y lo que le escuché decir a mis padres, a mis inseguridades, a mis nervios, a mi necesidad de controlar las cosas. Todas esas sensaciones que son solo mías y que me retrasan o envalentonan a la hora de actuar. Porque en momentos tan cruciales de mi vida es cuando me doy cuenta de que esta es solo mía, que aunque esté subordinada a decenas de factores, sentimientos y personas, este es un viaje que en cierta forma depende solo de mí mismo y de mis decisiones. Aunque creo que, ahora mismo, ni siquiera las entiendo bien.

Se me va nublando la vista poco a poco, y lo último que escucho antes de sumergirme en la oscuridad es su respiración pausada.

Hasta que, de pronto, despierto en la cama. Es de madrugada y no hay nadie conmigo. La noche está incluso más oscura que de costumbre, y el reloj de pared no deja de hacer el mismo y monótono ruido. Suspiro y, de pronto, me invade el frío de su ausencia. 

Enciendo la pantalla del móvil. Una nota se refleja en la pantalla:

«Buenas noches».  

°°°


¿Que tal estáis?

Feliz semana a todos xD

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro