XLVIII. Mis charlas sobre las estrellas, los gatos exhibicionistas y el perdón.

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—Quien sabe lo que es correcto también hará lo correcto. 

Mi voz interrumpe la de Rainer, quien observa con cierta curiosidad tanto el sobre que sostengo entre mis manos como la nota que había dentro y que acabo de leer. Nos encontramos al lado de mi casa, frente al buzón. Hace un rato que hemos salido de clases, y aunque todavía estamos a mediados de febrero, hace un sol inapropiado para esta época del año. Klaus dice que somos el experimento de algún ente superior que quiere comer alemanes a la parrilla.

—¿Quién te ha enviado eso? ¿Tu admiradora secreta alias Gestalt? —pregunta, quitándome el sobre sin pedir permiso alguno y, acto seguido, saca de su interior un libro—. El hombre que confundió a su mujer con un sombrero —lee el título y después me mira, frunciendo el ceño—. ¿Ahora Alfufre te regala novelas? Qué romántico.

—Se llama Alwufre.

—Eso es exactamente lo que acabo de decir, Müller, Azufre.

¿Qué?

Déjalo, sospecho que tiene el cerebro de un Homo erectus.

—Pues es genial. Ahora tengo algo nuevo que leer. —Le quito el sobre y lo guardo junto al libro en la mochila. Qué extraño, ¿por qué el paquete estaba todavía en el buzón? Si mi familia siempre recoge el correo por la mañana y lo deja en la sala. En fin, supongo que será otra de las múltiples formas que tienen de demostrarme lo enfadados que están conmigo pero, demonios, se están pasando un poco. Pongo la mano en el pomo de la puerta y compruebo que está cerrada, así que quito las llaves del bolsillo del pantalón—. Bien, no hay nadie en casa. 

—Así que vamos a pasar la tarde solos. —Una vez dentro de casa, me cercioro de que en verdad no hay nadie en ella y subimos las escaleras hacia el piso superior. Asiento con la cabeza y él se ríe. ¿Qué le hace tanta gracia?—. Algún día me presentaré como es debido ante los señores Müller. 

—¿Y permitir que te persigan con un bisturí para darte caza? Paso. 

—Cómo exageras —suelta una vez que llegamos a mi habitación, para después tomar asiento frente a mi escritorio—. Entonces, ¿ya terminaste de leerte el anterior libro que te regaló tu admiradora? 

—Sí, y aprendí un montón de cosas. 

—¿Por ejemplo?

—¿Sabes lo que es el condicionamiento clásico? —Niega con la cabeza y yo me siento en el suelo, apoyando la espalda en la cama—. Es un tipo de aprendizaje por asociación en la que, si juntas un estímulo que te resulta neutral con otro que te provoca una respuesta, puedes conseguir que, a la larga, el primer estímulo neutral te cause esa misma respuesta o una parecida. 

Se pone de pie frente a mí, mete las manos en los bolsillos y bufa, divertido.

—Creo que es mejor que me pongas un ejemplo.

—Ajá, vale, el ejemplo típico: hace como un siglo, un señor llamado Pávlov realizó un experimento donde hacía sonar un metrónomo frente a un perro. Como era obvio, al animal no le causaría ningún efecto interesante el ruido, que en este caso llamaremos estímulo condicionado. Lo que sí que causaba una respuesta incondicionada era meterle en la boca carne en polvo, porque el perro empezaba a salivar. A eso lo llamó estímulo incondicionado. Pero, ¿qué pasaba si, durante días, Pávlov le metía la carne en polvo en la boca a la vez que hacía sonar el metrónomo? Pues, que cuando no hubiese carne en polvo pero sí metrónomo, el perro salivaría igualmente, lo que se consideraría una respuesta condicionada. 

—Oh, qué interesante —responde a mi disertación científica, sacando unos auriculares y el teléfono de la mochila. Acto seguido, se sienta a mi lado, me coloca el casco izquierdo en la oreja y pone el derecho en la suya—. Muy interesante.

Entonces, activa la reproducción aleatoria de música y empieza a sonar Numb de Linkin Park. Estoy a punto de pedirle que empecemos a trabajar, cuando él pausa la canción y me impide hablar poniéndome la mano en la boca. 

—Tú pusiste en tu lista de objetivos que querías volver a tener una buena relación con la música. Ahora mismo, ella es un estímulo condicionado para ti el cual debes relacionar con un estímulo incondicionado que te produzca una respuesta positiva —me explica, y yo no sé qué responder. Me halaga que haya prestado atención a mi explicación y que me intente ayudar con mi problema—. Uhm... ¿Qué estímulo te podría servir?

—No sé —digo, apartándole la mano—. ¿Algo que me guste mucho? ¿Las galletas? ¿Las naranjas? ¿Una buena pizza? ¿Se nota que tengo hambre? 

Rainer me mira alzando una ceja, vuelve a reanudar la canción y se inclina hacia delante, dándome en beso en los labios. 

—¿Qué te parece esto? 

—Un buen estímulo incondicionado —mumuro con cierta vergüenza cuando ya se ha apartado de mí—. ¿Me darás uno cada vez que ponga música?

—Claro, pero... —Se levanta del suelo, me quita los auriculares y se sienta frente al escritorio—. Ahora toca ponerse a trabajar, holgazán. 

Je, mira quién fue a hablar. 

—Por cierto, ahora que hablamos de temas de psicología: ¿sabes dónde se ha metido Gestalt? Llevo sin verla casi un mes. La echo de menos. 

Espero a que Rainer responda, y él se toma su tiempo. Busca una libreta dentro de su mochila, enciende el ordenador, coge un bolígrafo de mi lapicero y, al fin, habla a pesar de estar de espaldas a mí:

—No tengo ni idea.

—¿En serio? 

—En serio —responde, menos animado mientras toma asiento en el escritorio.

—Es que pensé que quizás sigues manteniendo contacto con ella y... 

—He dicho que no tengo ni idea, Müller —sentencia, serio. ¿A qué ha venido esa antipatía?—. En fin, me voy a poner con los ejercicios de Química. ¿Quieres que salgamos a dar una vuelta luego?

—No, gracias.

Ojeo el libro que me ha regalado Alwufre algo desanimado. Rainer me observa en silencio un rato corto y al percatarse de que lo estoy ignorando, me saca la lengua. Qué niño es. Pienso en lo insistente que es este desconocido con el tema de la psicología y en lo poco capacitado que me veo para cumplir sus expectativas, si es que tiene alguna puesta en mí. Me gustaría confiar un poco más en mis capacidades. Observo mi alrededor y, respaldado por el hecho de que estamos solos, me decido a tocar un tema muy delicado que llevaba demasiado tiempo posponiendo por culpa de mi propia inseguridad. Bien, creo que ha llegado el momento:

—Rainer, ¿te puedo hacer una pregunta?

—Claro.

—¿Tú siempre tuviste claro qué ibas a estudiar de mayor?

Deja descansar el bolígrafo sobre la libreta, y yo cuento los segundos que tarda en empezar a hablar. Cuando llego a diez, me impaciento y me entran las ganas de ver su rostro. ¿Qué expresión tendrá ahora mismo? ¿De incertidumbre? ¿De cansancio? Quiero leer muchas respuestas en sus gestos pero, ahora mismo, lo que de verdad deseo es la sinceridad de sus palabras.

—No, la verdad es que no.

Agradezco esta contestación, porque aunque no la había escuchado antes de su propia voz, ya la sospechaba.

—¿Y me dirías todas las cosas que quisiste ser de mayor?

—Bueno, si eso te distrae... —murmura, con la vista todavía puesta en la libreta—. Pues con cuatro años quería ser futbolista.

¿Cómo no? Sin duda alguna, estaba seguro de que me hablaría de algún deporte. Aunque no esperaba una contestación tan obvia de su parte. 

—Oh, ¿soñabas con ser el próximo Beckenbauer?

—No —responde, tajante, tras una corta risa. Después se da la vuelta en la silla para al fin poder mirarme—. Y es mejor Gerd Müller.

—Discrepo completamente.

Sacamos los teléfonos de nuestros respectivos bolsillos al mismo tiempo, dispuestos a buscar datos acerca de esos dos futbolistas para rebatir los futuros argumentos del otro. Al darnos cuenta de que estamos pensando en lo mismo, guardamos los terminales y nos echamos a reír. La verdad es que nunca me cansaré de que nos peleemos por cualquier tontería.

—El caso es que quería ser portero. —Lo miro frunciendo el ceño y él se cruza de brazos—. Lo sé, lo sé, no es lo más común, todos quieren marcar goles y yo quería impedirlos. Pero ese sueño me duró poco; un día recibí un balonazo en la cara y decidí que ya no me gustaba el fútbol. Y a partir de ahí empecé a decir que quería ser astronauta.

—Qué típico.

—¿Qué pasa, eh? —se queja ante mi comentario, inclinándose hacia delante para ponerme la mano en la cara, ademán que yo esquivo—. ¿Te hacen gracia las pobres ilusiones de un niño pequeño?

—No, pero teniendo en cuenta que odias todo aquello que es repetitivo, y odias a la gente que odia aquello que es repetitivo —me burlo, y tras unos segundos de pausa donde Rainer analiza la frase que he dicho, opta por lanzarme una bola de papel que ha hecho a partir de una hoja de libreta que acaba de arrancar. Menos mal que no tenemos a Maud delante—, pues pensé que dirías algo como: oh, Müller, yo quería ser arquitecto de casetas para gatos extreñidos o vendedor de bidés usados.

Y, esta vez, el bolígrafo que me ha lanzado me alcanza y se enreda en mi pelo. ¿Pero qué?

—Me gustaban el espacio y las estrellas. Pensaba que eran motas de polvo que podían cogerse con la mano —comenta, con un sosiego que me contagia, mientras finge atrapar algo en el aire.

—La inocencia es adorable, sin duda. ¿Qué edad tenías?

—Cinco años. Y no sé, ¿no es genial la noche? El cielo es tan inmenso, está tan lejos y a la vez tan cerca. A Farah siempre le encantó mirar las estrellas, así que yo quería coger una y bajársela —prosigue, apoyando un codo en el escritorio y la cabeza en la mano. Vaya, escucharle hablar de esto me está resultando un tanto triste—. En fin, me olvidé de ese sueño cuando entendí que las estrellas eran astros como el sol, como este, y que están a no sé cuántos años luz. Ah, y cuando leí lo que le sucedió al Challenger. Qué miedo.

Dejo el libro a un lado y me abrazo a mis piernas. Esta conversación provoca que sienta un frío un tanto extraño.

—No conocía estos gustos tuyos.

—Ya, porque nunca te había hablado de ellos. Oye, ¿has visto alguna vez una lluvia de estrellas? —Niego con la cabeza; jamás me había interesado en eso, hasta ahora. Él saca de nuevo su teléfono del bolsillo y, tras teclear algo, vuelve a hablar—: pues no puede ser, ¡con lo geniales que son! ¿Sabes lo que son las Eta Acuáridas? —Supongo que mi cara de incertidumbre es una forma más que obvia de decir que su pregunta me ha sonado a chino mandarino—. Es la lluvia de estrellas más importante de la primavera. —Empieza a leer—: este fenómeno sucede cuando la Tierra pasa por una zona donde el cometa Halley ha dejado sus fragmentos. Aquí dice que la lluvia comienza a finales de abril, pero como cuesta verla es mejor esperar a su punto álgido, que es el seis de mayo. Hay otras lluvias mejores, de hecho suelo ir a verlas con Sonnie, pero serán después de que acabemos el curso y yo ya me haya ido, así que solo nos queda para ver la que te acabo de decir. ¿Qué te parece?

—Espera, ¿qué me parece el qué?

—Pues quedar para verlas.

—Esto... ¿Sonnie, tú y yo?

—No, bobo, solo nosotros dos. —Se ríe por mi torpeza, y yo siento que me invaden los nervios de pronto. Eso suena como a una cita, a una cita muy lejana, en realidad, porque quedan más de dos meses para que empiece mayo. Supongo que cuando llegue ese momento ya estaré más que acostumbrado a estar a solas con Rainer, pero en fin, ahora mismo no lo estoy. Es decir, lo más acostumbrado que estoy a pasar tiempo a solas con él es de día, no de noche. Ya empiezo a desvariar; ¿cómo puede ponerme nervioso eso cuando nos pasamos todo el rato metidos en la misma habitación? Espera, me está mirando raro, seguro que he vuelto a poner cara de besugo—. Claro, si tú quieres.

—Por supuesto que quiero.

—Genial. Pues se supone que se ven mejor a las afueras, cuando amanece.

—Entonces, ¿quedaríamos en la madrugada?

—O podemos pasar la noche juntos y después aprovechamos para verlas.

¿Que qué de qué? Oh, demonios, esa idea sí que me ha dejado en blanco.

—Ah, entiendo, ¿haciendo el qué? Es que la noche dura muchas horas. ¿Diez horas?

—Pues lo que tú quieras —concluye, como si fuese la respuesta más obvia del mundo—. Hablar, subir a los árboles, encender un fuego, hacer pinturas rupestres en las cuevas, dar caza a algún conejo perdido, construirle un monumento de paja a mi gata. Aunque prefiero la primera opción.

—Bien, bien. —Es verdad, vamos a estar en la intemperie, no sé en qué estaba pensando. A ver, céntrate, Samuel, que se te va el hilo de la conversación. Espera, ¿por qué me mira con esa sonrisa? Como si yo fuera un crío. Ah, este chico tiene una capacidad increíble para desviar el tema de conversación, ¿lo estará haciendo a propósito?—. ¿Y qué más aparte de astronauta?

—¡Cierto! Pues durante unos meses quise ser policía.

—¿Para impartir conducta cívica a base de palos?

—¡Sí! Pero la idea de llevar un arma no me convencía. Con diez años tuve un hámster que se me puso enfermo a los dos días; me centré tantísimo en querer curarlo que me vi a mí mismo como veterinario. Lástima que a la semana estiró la pata. Literalmente, lo encontré boca arriba, con la lengua fuera y una pata tiesa. Cuando lo vi pensé que me estaba haciendo el saludo naz...

—Sí, sí, he entendido, no hace falta que entres en detalles. ¿Y después? —pregunto, percatándome de lo mucho que le gustan a este chico los oficios donde puede ayudar a los demás.

—Llegué a pensar que podía centrar mi vida en el atletismo. Además, esa era una idea que le gustaba muchísimo a mi madre. Pero ahora ya no me convence esa opción.

—¿Por qué?

—No creo que me sepa explicar bien.

—Intenta decir lo que piensas, a ver si lo logras.

—Bueno, a mí me gusta mucho correr, no sé, me transmite una sensación de libertad que no he experimentado en otras situaciones. Seguro que me entiendes. —Asiento con la cabeza, claro que sí, alguna que otra vez me he sentido solo en el mundo corriendo y, extrañamente, esa soledad me daba libertad, era como estar acompañado conmigo mismo—. Pero a día de hoy pienso que me centré en eso solo para contentar a mi madre. Es que llegó un punto donde era tan raro verla feliz. Así que la sensación de hacer eso solo por complacerla provocó que le cogiera algo de rabia al atletismo. Por eso, de alguna forma, entiendo cómo te sientes con tus padres, Müller.

—Ya veo, debe frustrarte mucho.

—No tanto como a ti, pero sí.

—¿Te falta algo más?

Esquiva mi mirada y piensa la respuesta durante unos segundos. Es como si el tema que estamos a punto de tratar le incomodase, y no sé por qué.

—Bueno, cuando era adolescente empecé a agarrarle demasiado cariño a uno de mis profesores. A veces pensaba que, de mayor, quería ser como él. No sé, es que su forma de enseñar, de motivar y de sacar lo mejor de sus alumnos me contagiaba. Hasta que me di cuenta de que no era muy distinto al resto de personas que me rodeaban. Él me decepcionó de una forma bastante dolorosa.

—¿Por qué?

—Prefiero no hablar de ello.

—¿Y solo por eso te dejaste atrás la idea de la docencia?

—Puse esa profesión en un pedestal muy alto.

O quizás puso a otra en ese pedestal.

—Pero que los otros lo hagan mal no significa que tú lo vayas a hacer igual. Pudiste pensar que serías mejor, ¿no? Sabes cuáles son los errores de otros y puedes aprender de ellos.

—¿Tú crees?

—Claro, aunque no sé si te gusta enseñar, eso ya es otra historia. Pero eres muy bueno en todo lo que te propones.

—Oh —suelta, clavando la vista en el suelo, con el gesto serio. Cuando estoy a punto de seguir hablando para ahondar en el tema, él me interrumpe—: bah, piensas demasiado. Olvidemos eso.

—Bueno, ¿y no hubo o hay nada más que te guste?

—No, la verdad es que no se me ocurre otra cosa.

—¿Te das cuenta de que no me has hablado de la medicina en ningún momento?

Esa pregunta lo perturba y, por como tuerce la boca y endurece su mirada, también le molesta. Decido que debo ser menos brusco con mis palabras, porque todo tema relacionado con Farah le altera.

—Pensé que era algo redundante.

—No, la verdad. Esto... —titubeo. No sé cómo para continuar con esta conversación, pero ahora que he empezado, una parte de mí me pide que siga—. ¿Y desde cuándo quieres hacer Medicina?

—Desde lo que le pasó a mi hermana —responde, tajante, con una seriedad que provoca que empiece a arrepentirme de haber continuado.

—Entonces, ¿tu motivación para estudiarla cuál es?

—Ya te lo dije hace tiempo, Müller, ayudar a Farah. ¿Es que estás falto de memoria o qué mierda? —me espeta para mi sorpresa, y yo me tenso, sintiéndome demasiado incómodo y sin saber qué más decir. Rainer parece percatarse instantes después del mal tono con el que me ha hablado, y justo cuando me levanto de la cama con la intención de salir de la habitación a que me dé el aire, haciendo que mi ausencia sea una forma efectiva de terminar con la conversación, él, todavía sentado en la silla frente al escritorio, me agarra de la muñeca con cuidado para detenerme—. Lo siento, no debí hablarte así —se disculpa, y yo permanezco en silencio, mirándolo—. Es que este tipo de conversación no es mi preferida. ¿Por qué estás tan preguntón?

—Solo quería conocerte mejor, pero si te incomoda no pasa nada.

—Vale, vale, hablemos un rato más —me pide, sentándose en la cama y tirando de mi mano para que le acompañe, cosa que hago tras unos segundos de duda—. Es porque quiero ayudar a mi hermana.

—Ya. Te noto muy seguro.

—Por supuesto que lo estoy —me dice, alzando el puño apretado mientras me sonríe—, si no, esto no tendría sentido.

—Rainer, estaba pensando en algo, pero no quiero que te molestes si te lo digo.

—No lo haré.

—Es que, a ver, tu hermana está en coma, ¿verdad? —Afirma con la cabeza—. Un coma normal, ¿cierto? —No contesta nada, solo frunce el ceño, confuso. Yo opto por seguir hablando porque esperar a que lo haga él es inapropiado—. Se supone que el coma es un síndrome, ¿no? Y que suele durar entre varios días y varias semanas.

—Ajá, eso es algo que puedes leer en cualquier sitio, ¿por qué lo preguntas?

—Es que también leí que pasado ese tiempo, o hay una mejora del paciente o simplemente no la hay. Y si sucede esto último, las posibilidades de que se recupere son cada vez menores.

—Sí, pero seguro que también leíste que siempre hay una posibilidad de que despierten, aunque sea muy baja ¿a que sí?

—Es que como tú mismo has dicho, son muy bajas, hasta el punto de convertirse en un milagro.

—Pero insisto, aún hay esperanzas. ¿Sabías que hubo gente que despertó del coma tras más de quince años? ¿O tras la intervención de los médicos? Por estimulación cerebral o métodos parecidos. ¿Ves? Sí que hay esperanza, así que deja de verle el lado negativo a todo, que parece que me estás diciendo que nunca va a despertar, y eso es lo que hace mi padre.

—¿Lo que hace tu padre?

—Ajá, diciendo que no hay nada que hacer, que no se puede salvar, que hay que dejarla descansar. Y yo digo que sí hay esperanzas, que un día puede despertar, y si necesita ayuda para eso, yo puedo dársela —responde, con una rapidez y seriedad que me hace sospechar hasta qué punto tiene interiorizadas esas palabras.

—¿Y por qué tú?

—Porque soy su hermano, porque nadie luchará con más fuerza por salvarla que yo, por eso mismo. Müller, si haces estas preguntas es porque no me entiendes y pensé... No sé, que lo hacías.

—Sí que lo hago, ¿pero y si nunca despierta? ¿No habrás dedicado tu vida a algo imposible? ¿No sentirás pena por no haberte dedicado a otra cosa?

—No pasa nada porque habré estado cuidando de Farah, como ella hacía conmigo.

—¿Y quién va a cuidar de ti mientras tanto?

Esa pregunta parece descolocarlo un instante. Nos mantenemos en silencio, mirándonos, y soy más que consciente de hasta qué punto le está desagradando lo mucho que indago en este tema.

—Pues no sé, ¿alguna chica que conozca en el futuro y que me aguante como soy?

Vale, eso ha dolido. Sin embargo, decido pasar por alto ese comentario porque quizás lo haya dicho sin pensarlo.

—No me refiero a eso. Mira, lo primero que te diré es que la misión de un médico es cuidar de todos, no de alguien en especial.

—Bueno, ya lo sé, eso también me pareció redundante.

—Y lo segundo es que si una persona se vuelca demasiado en otra, se olvida de sí misma.

—Algo que no va a pasar conmigo.

Creo que este es el momento idóneo para cerrar la conversación, porque no está yendo por el camino que yo quiero.

—Pues recapitulemos: tu hermana está en un coma del que puede salir, ¿cierto? Y estamos hablando de que enfocarás tu futuro en una causa posible.

—Exacto.

—¿Eres sincero conmigo?

—Claro que sí, Samuel.

Y, entonces, hago la pregunta final que me parece clave:

—¿Y contigo?

Pregunta que, como temí, no iba a tener una buena respuesta. Me excedí en mi envalentonamiento.

—¿A qué viene este interrogatorio? —Se levanta de pronto de la cama, molesto. No sé a quién quería engañar creyendo que sería capaz de llevar esta conversación en buenos términos. Es algo demasiado serio—. Este no es un tema agradable. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo siento —me apresuro a decir, levantándome de la cama para seguirle—, tienes razón, es mejor que dejemos el tema.

—No, eso quise hacer antes y tú no me hiciste caso, ahora no me apetece que la terminemos cuando a ti te dé la gana —me responde, con un tono bajo pero una gravedad que me demuestra lo enfadado que está. Mierda—. Es mi vida, son mis decisiones, no tienes por qué analizarme cuando quieras, no tienes ese derecho, ni tú, ni Gestalt, ni nadie. ¿Qué os importa a los demás lo que haga? Yo soy el único que sabe lo que mejor me conviene.

—¡Eso no es verdad! —exclamo, molesto por esa última afirmación, detalle que le pilla desprevenido.

—¿Qué?

—No es solo tu vida, no son solo tus decisiones. No existe nada en esta vida que sea solo tuyo, no somos... ¡Aj, Wolf! No somos seres individuales.

—¿Qué estás diciendo?

No respondo al momento, porque necesito ordenar mis ideas, y eso mismo hago, mientras empiezo a recoger el mínimo desorden que hay en mi habitación: guardo las libretas, apago el portátil, dejo nuestras mochilas en una esquina y poso el bolígrafo que estaba en el suelo al lado de los que usaba Rainer. Él me observa detenidamente, y cuando estoy a punto de hablar, detecto unas bolas de papel debajo de mi cama. Cosa de Mondschein, que las pocas veces que sale del armario se dedica a jugar al fútbol profesional en el Bayern de Celulosa.

—Que no estamos solos, que nuestra vida está formada por nosotros mismos y las personas a las que dejamos entrar en ella —empiezo, metiendo la mitad superior del cuerpo con dificultad bajo la cama—. Que has sonado como un egoísta que está solo en su mundo y al que no le importan los demás. No, Rainer, no, no estamos solos en este mundo, por eso buscamos compañía, y cuando la conseguimos nuestras acciones afectan al resto. ¡Ah, demonios, gata! —bufo, y es que acabo de percatarme de que hay una cosa negra y extraña en una esquina y no logro alcanzarla. Cuando al fin le echo la mano y palpo su textura peluda y dura, contengo una palabrota y me doy un cabezazo contra una de las tablas del somier. Auch, eso también ha dolido—. ¿Y sabes qué? —continuo, saliendo de debajo de la cama y limpiándome la mano contra el pantalón de forma desesperada—. No es verdad eso de que uno mismo sabe mejor que nadie lo que le conviene. Yo también pensaba así hasta que conocí a Gestalt y me di cuenta de que a veces vamos o nos guían por un camino equivocado, y no nos damos cuenta porque o estamos ciegos o porque nos resulta cómodo equivocarnos. Y en ese camino no solo nos hacemos daño a nosotros sino a la gente que nos sigue.

Permanecemos en silencio, manteniéndonos la mirada. Yo me llevo la mano a la cara y percibo un olor a gato mojado de lo más característico. ¿Pero qué?

—Menudo discursito me has soltado, Müller, todo un logro teniendo en cuenta que eres un chico de pocas palabras. Qué bien te tiene enseñado Gestalt —comenta, con un retintín que me resulta bastante innecesario—. Pero ese no es mi caso.

—¿Que no es tu caso? ¿Entonces por qué hablas como si fueses el único dueño de tu vida cuando la estás compartiendo con otras personas?

—No lo entiendes, nadie lo entiende porque os habéis rendido.

—Es verdad, no lo entiendo, no puedo entender algo que solo tú has vivido, y si te digo que sí te estoy mintiendo. Pero sí sé lo que es dedicar tu vida a otra persona, olvidarte de ti mismo hasta el punto de no saber quién eres. No quiero que pases por lo mismo, me dolería.

—¿En serio? —inquiere, acercándose a mí hasta romper la distancia entre ambos, y yo afirmo con la cabeza, apartándome—. Pues no tiene por qué dolerte. Voy a hacer lo que me dé la gana y punto.

—¿Aunque sea inútil? ¿Aunque te frustre? ¿Aunque no te guste? ¿Aunque quieras hacer otra cosa?

—¡Sí, Samuel! —exclama, sobresaturado por tanta insistencia y tanta pregunta—. Aunque no me guste, ¡es lo que me toca!

—¿Te estás escuchando? Eso no es lo que me dices cuando hablamos de lo mío. —Se da la vuelta y resopla, harto. Yo ya no sé por dónde huir para terminar con esto—. Mejor dejemos el tema de una vez, pero al menos entiende que ahora mismo estoy en tu vida, que todo lo que te afecte me afecta aunque no sea en la misma medida. Asúmelo, es parte de dejar entrar a alguien en tu vida, y si no quieres aceptarlo asume entonces que te quedarás solo. Y créeme, ni tú quieres quedarte solo ni nadie de tu vida lo permitiría.

Rainer, que ha mantenido en este último momento una mano en la frente y otra apoyada en la cintura, las deja caer y me mira de perfil, serio.

—No lo entiendo.

—¿Qué no entiendes?

—Por qué ya no me apoyas. Cuando te conté mi propósito me apoyaste desde el primer momento, y ahora ya no. ¿Por qué? ¿Qué ha cambiado, Samuel? —No sé qué responder, porque hacerlo sería decirle la verdad, que su padre me ha dicho que Farah no va a despertar nunca, y eso no le gustaría en absoluto, pero una parte de mí me exige ser sincero con él. Dios, no debí empezar esta conversación, estoy en un laberinto sin salida—. ¿Sabes? Si algo me gustó de ti es que me apoyabas cuando nadie lo hacía. Y ahora ya ni siquiera tú lo haces.

—Sí que lo hago.

—No lo haces, rebobina y piensa en todo lo que me has dicho desde que llegamos aquí, Müller, esa no es la forma de hablar de alguien que me apoye. ¿Dónde está el chico que conocí hace más de cinco meses? ¿El que terminó apoyándome?

Soy consciente de que he cometido dos errores en esta conversación: el primero ha sido buscar abarcar más de lo que podía, pensar que era capaz de controlar un tema tan duro, pero no, porque yo no soy psicólogo ni terapeuta, no soy su mente ni un consuelo, solo juego a intentarlo. No tengo el poder de sanar las heridas del chico que tengo delante, aunque mi necesidad de protegerlo me haga pensar que sí. Porque todos ansiamos sabernos útiles para las personas que queremos; es una curiosa forma de decirnos que podemos cuidar también de nosotros mismos. Porque al final acabamos sintiendo que ese alguien que tanto apreciamos es una extensión de nuestro corazón, de nuestra persona.

El segundo error ha sido decirle una verdad a medias; intentar averiguar qué le sucede y mostrarle el camino correcto cuando yo mismo le estoy ocultando las razones para seguirlo no es efectivo. La verdad es a veces la mejor guía, el único cartel que indica el rumbo que se debe seguir en la vida. Estoy a punto de confesarle que su padre me ha contado que Farah está en un coma irreversible, porque me duele ocultárselo; sin embargo, ver como Rainer recoge su mochila con la intención de irse de mi habitación provoca que me calle y acepte una realidad: que esa confesión sería muy brusca, que lo haría sentir demasiado expuesto y desprotegido, y eso lo enfadaría más. Ojalá alguien me explicase cuál es la mejor forma de mostrarle a alguien la verdad de la que lleva años huyendo.

Me he comportado como un niño caprichoso, sí, con el capricho de querer ver feliz al fin a alguien.

—Elige quién quieres que esté a tu lado, Wolf, la persona de hace cinco meses que no tenía ningún vínculo contigo o la persona que está preocupada y enamorada de ti.

Esa última frase que he dicho sin pensar y de la que ahora mismo me estoy avergonzando parece sorprenderlo demasiado. El caso es que, acto seguido, observo como se le escapa una sonrisa un tanto agridulce.

—¿Es en serio? ¿Eso sientes por mí?

—Olvídalo —contesto al momento, esquivando su mirada, y él se acerca a mí y me abraza con fuerza, pegando mi espalda contra la puerta—. Venga, no desvíes el tema de conversación. Y suelta, pegajoso.

—Ya verás cuando se lo cuente a Megalodón, va a querer atropellarte con un avión de guerra —bromea; sin embargo, su tono de voz suena demasiado decaído.

—Eso no tiene sentido. ¿Y por qué hablas con la idiota de tu gata? —protesto, intentando apartarlo, y entonces escucho un maullido proveniente del armario. Mondschein ha sentido las vibraciones de la ofensa a su madre—. Oye, no intentes irte cuando algo vaya mal entre los dos.

—Lo siento, tienes razón.

Suspiro, agradeciendo esta calma. Acomodo la cabeza en su hombro y acaricio su pelo, mientras me acostumbro al silencio. Es ahí cuando me vuelvo a percatar no solo de lo tenso que está, sino de lo errática que es su respiración. ¿Por qué?

—Oye, Rainer, yo te apoyo, en serio, porque tú eres sincero conmigo y contigo, ¿verdad?

Basta, deja de hacer esa pregunta.

—No... —le escucho murmurar, y noto como me aprieta con más fuerza entre sus brazos—. No sé.

—¿Qué?

—Es que todos dicen que no lo soy.

—¿Por qué? —inquiero, separándome de él para verle la cara, extrañado por esta repentina sinceridad—. Si no quieres hablar del tema no pasa nada.

—Porque todos dicen que ella está... —Silencio. Atisbo su mirada cansada, él cierra los ojos y se lleva una mano a la frente. Sujeto su brazo, pensando que se está mareando. ¿Qué le sucede?—. Es que me duele la cabeza, perdón.

Lo guío hasta la cama y escucho su respiración, más acelerada. Se sienta, y se arrincona en una esquina abrazándose a sí mismo, con los ojos aún cerrados. Yo me mantengo impasible, sin ni siquiera poder asimilar su reacción. Y ahora más que nunca me siento culpable de intentar manejar una situación que no me corresponde y es demasiado delicada. Está claro que no valgo para esto.

—Rainer, ¿qué te sucede? —le pregunto cuando se aprieta el pecho—. No... No parece que te encuentres bien.

—No te preocupes, me pasa de vez en cuando.

—¿El qué?

—A veces me dan... Me dan crisis de ansiedad. Pero da igual, aún... aún no ha comenzado así que puedo controlarlo. ¿Por qué no...? —Pausa, inspira profundo y después espira despacio—. ¿Por qué no me hablas de cualquier cosa para distraerme?

—Lo siento —suelto, dirigiéndome a la cama y arrodillándome a su lado. Ahí me percato de que está temblando—, esto es culpa mía.

—¿Qué tonterías dices?

—Es que por mi culpa estás así.

—Eso no es verdad —dice despacio, como si estuviese demasiado exhausto—. Pero si sigues hablando así no me vas a ayudar a estar mejor.

—Pero...

No me da tiempo a continuar, porque me agarra de la muñeca y me atrae a él para abrazarme de nuevo. Así nos mantenemos un rato largo, puede que una hora, quizás más, escuchando su respiración controlada, pausada y profunda con la que intenta tranquilizarse, a la vez que busca mi calma acariciando mi espalda, besando de vez en cuando mi frente. Porque sabe que la culpa me está carcomiendo por dentro por comportarme de forma tan insistente y, en mi opinión, egoísta, y la duda de si lo he tratado como una prueba para ver mis propias capacidades me llena aún más de culpa. No soy Gestalt, no lo soy, tengo que metérmelo en la cabeza y olvidarme de ayudarlo en un tema del que no estoy capacitado. Porque solo soy un chico de diecisiete años. 

°°°

Toda la preocupación que tengo hacia mi compañero aumenta al día siguiente, porque no aparece por clases. Tampoco lo hace el jueves. Ni siquiera me responde los mensajes, ni las llamadas. Sin embargo, hoy, viernes, se digna a hacer aparición como si nada hubiera pasado, como si no se hubiese ausentado dos días seguidos, y opta por no dirigirle la palabra a nadie durante todo lo que dura la jornada lectiva. El hecho de que está absorto en su mundo queda en evidencia cuando responde «Tratado de Viena» a una pregunta de integrales que le formula el profesor Endler. Y yo no puedo evitar sentirme demasiado mal por el mero hecho de que sé que soy el causante de esta actitud tan decaída y distante. No he dejado de darle vueltas al tema, necesito hablar con Gestalt sobre el hecho de que no tengo ni la más remota idea de qué hacer de mi vida. Es más, quiero preguntarle por qué me envía esas notas, si es que es ella, y por qué me ve capacitado para la psicología, o es que solo es un capricho suyo.

Es, por ese motivo, que me encuentro ahora mismo ante su despacho, comprobando por enésima vez si ella se encuentra dentro. Para mi sorpresa, cuando poso la mano en el manillar de la puerta, descubro que esta está abierta, así que accedo al interior sin ni siquiera pedir permiso.

—¡Buenos días, Gest...! —Mi alegría se muere a la vez que mi voz cuando me encuentro con una mujer que ronda los cincuenta años, con una cara rechoncha que le acentúa, no sé cómo, un gesto infantil de lo más desagradable. ¿Quién es esta mujer?—. Perdón, ¿y la psicóloga?

—¿Me dices tu nombre? —responde, con una voz aguda demasiado melosa.

—Samuel Müller.

—Samuel Oliver Müller, tú tienes citas los lunes y viernes. Hoy es viernes, así que siéntate, por favor.

—Claro, pero, ¿dónde está Gestalt?

—Se ha tomado un descanso, está de baja, así que seré tu nueva psicóloga hasta que ella vuelva. —¿Qué? ¿Por qué? No entiendo nada—. Gestalt no me ha dejado ningún tipo de anotación sobre ti. Así que, si no te importa, repasaremos los motivos por los que estás tomando estas sesiones.

—Sí me importa —me apresuro a decir, aterrado ante la idea de volver a tocar asuntos que he dejado en el pasado, pues me resultan desagradables y no me aportan nada—, preferiría no hablar de ellos.

—Interesante —murmura con sorna, recostándose en su silla y escribiendo en su libreta—. El paciente todavía no ha superado los problemas que lo trajeron aquí.

Pero qué dice. 

—¡Claro que los tengo superados!

—También es irascible, una cualidad para nada buena.

¿Me está vacilando? Sin duda alguna, lo está haciendo.

Creo que amo a esta mujer.

—Perdone, pero esto se me está haciendo un poco incómodo.

—¿Te avergüenza hablar de ti? Chico tímido, inseguro.

—No es eso, es que... —titubeo, y me llevo una mano al pelo. ¿Estoy soñando? No me puedo creer que esta mujer vaya a sustituir a Gestalt—. Verá, cómo se lo explico...

—Se confunde al hablar.

—¡Señora, por favor!

—¿Cómo que señora? ¿Qué edad me echas?

—Es que ni siquiera sé su nombre  —le explico, sorprendido por la facilidad con la que ha conseguido agobiarme, y ella vuelve su vista a la libreta que sujeta entre sus manos.

—Toma confianzas demasiado rápido.

Esto debe ser una broma.

Calla, que estoy disfrutando de tu sufrimiento.

—¡Uy! Creo que debo irme —le interrumpo, mirando la hora en el teléfono—, estoy a punto de perder el autobús y me esperan en casa. Lo siento mucho, hablamos el próximo lunes, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, pero me gustaría que ese día me trajeras una redacción describiéndote a ti mismo y a tu familia, quiero leerla. Se puede saber mucho de una persona por las palabras que usa y su capacidad de abrirse y sincerarse ante un papel. ¿Te parece bien la idea?

Yo asiento, contrariado. Genial, ¿qué voy a decirle? Que tengo dos padres, dos hermanos y un gato que se tira pedos. Firmado: mi indudable atractivo. Mejor que le haga la redacción Mondschein, seguro que le queda mucho más interesante. Sería algo así como: miau, miau, miau, pedos, miau. 

—De acuerdo, pues hasta luego —le digo, y ella ni siquiera aparta la vista de su libreta para despedirme. Pero qué poco profesional.

Salgo del despacho y cierro la puerta, analizando este breve encuentro y el hecho de que no tengo ni la más remota idea del nombre de esa mujer. La llamaré señora Equis. Apoyo la espalda en la madera de la puerta y suspiro, cuando me percato de que hay una persona delante de mí, observándome con cierto recelo. 

—Oh, hola, Annie —le digo a mi compañera sin ni siquiera pensar en mis palabras, o en el hecho de que no nos hablamos por culpa de nuestro desastroso último encuentro, y ella se lleva una a la boca y mira a los lados, algo confusa. 

—Sigue esa señora tan rara ahí dentro, ¿verdad? —pregunta, señalando al despacho. Cierto, que ella también va a psicólogo del Gymnasium, al igual que Tanja

—Sí.

—Jolín —protesta, frunciendo la boca y agachando la cabeza—. ¿Dónde se ha metido Gestalt? Esa mujer sin nombre solo se dedica a enseñarme figuras raras en folios y a preguntarme qué es lo que veo en ellas. 

—¿Y qué tal te ha ido?

—Mal. En una de ellas vi un pollo asado en vez de un jarrón y eso le pareció un esperpento psicológico. Me echó un sermón durante media hora. Casi me echo a llorar —me explica, mientras caminamos hacia la salida del centro. Qué incómodo es esto, ¿es que ya no está enfadada conmigo? Lo dudo. Una vez fuera, me nace la imperante necesidad de pedirle perdón por cómo la traté, pero su voz me interrumpe cuando ya he abierto la boca—. Extraño a Gestalt. Qué gran verdad esa de que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde.

Nos detenemos en la parada más cercana, donde ya están algunos de nuestros compañeros. Al cabo de unos segundos, frena ante nosotros un autobús. Pienso qué respuesta darle durante un momento; sin embargo, a ella no parece importarle mucho lo que tenga que decir, porque sube al transporte sin despedirse. Yo me encojo de hombros y la sigo. Busco dónde huecos libres para ponerme cuando alguien me arrastra hacia unos asientos.

—Hola, Müller —me dice Rainer, y yo miro a los lados buscando alguna bicicleta que, obviamente, no voy a encontrar.

—¿Wolf? ¿Qué haces en el autobús?

—Hoy voy a tu casa, si no te importa. ¿Va a haber alguien allí?

—No lo sé, ¿por qué?

—Por nada, es que quería agradecerte que te preocupases por mí el otro día.

—¿Eh? —suelto, y entonces él me rodea los hombros con su brazo para acercarme a él y me susurra en la oreja, con una voz pausada:

—Que quiero compensarte por haberte preocupado por mí, y por mi ausencia.

Me aparto, sintiendo un escalofrío, y la única reacción lógica que me nace es echar las manos hacia atrás y aferrarme a quien sea que esté agarrando.

—Ay, por Dios, Samuel, quita tus manos de encima, ¡me estás tirando de la falda! —exclama Dagna. Klaus se levanta de su asiento, armado con su bote de zumo como si se tratara de una espada, y corre en su ayuda. 

—¡No le metas mano a mi reina!

—¿Cómo que tu reina, orangután? —le increpa, dándole un manotazo en el brazo. Y el brick de zumo sale volando, impacta en el techo del autobús y le cae en la cara a Adler, quien suelta un gruñido casi tan gutural como sus gustos musicales.

Je, se lo tiene merecido.

°°°

 Llegamos a mi casa y abro la puerta principal, implorando al cielo para que haya alguien. Espera, quizás debería desear que esté vacía. ¡Ah, qué poco me aclaro! Cuando accedemos al interior, escuchamos un ruido proveniente de la sala. Suspiro, aliviado, me asomo para saber de quién se trata y me encuentro a Sylvia sentada en el sofá, mirando la televisión vestida con un pijama que deja muy poco a la imaginación y abrazada a un bol de palomitas. Está acompañada por Samuel, que concentra todas sus energías en leer un libro, ahora no sé cuál. Ella me mira por el rabillo del ojo y decide ignorarme. En fin, esto es como si no hubiese nadie en casa.

Decido no saludarlos y Rainer y yo subimos las escaleras en silencio, aunque, ahora mismo, mi mente está sumida en un completo alboroto. ¿Qué es lo que planea que hagamos? Uf, mi cerebro no deja de darme respuestas de lo más turbias a esa pregunta. O no tan turbias. Cuando entramos en mi habitación, él tira la mochila a un lado, se sienta en la cama y yo me quedo de pie, cerca del escritorio, sin saber muy bien qué hacer. Es, entonces, cuando se desanuda la corbata y la deja sobre el colchón, para después desabrocharse los dos primeros botones de la camisa mientras me mantiene la mirada.

—Bueno, creo que ya es hora de que te dé lo que te debo —me dice con una sonrisa de lado. Ay, madre de todas las purezas omnipresentes, ¿por dónde puedo escapar? O mejor deja tu omnipresencia a un lado, demonios. Vale, no sé qué estoy diciendo—. Te has puesto pálido, Müller —prosigue tras levantarse de la cama. Entonces se dirige a la puerta y, para mí sorpresa, la abre. Acto seguido, se va de la habitación.

¿Pero qué?

Lo sigo por las escaleras bajando los peldaños de dos en dos para darle alcance lo más rápido posible. Demasiado tarde, porque él ya ha entrado en la sala de estar donde se encuentran mis hermanos. Lo sujeto su brazo para llevármelo de allí, pero se niega con un movimiento de cabeza. Ahí me percato de que ninguno de los presentes en la estancia le está prestando la más mínima atención a mi novio. Qué bordes.

—¡Hola! ¿Qué tal? —les saluda, y mientras Samuel sigue sumido en su lectura, mi hermana frunce el ceño y lo analiza con la mirada, intentando averiguar el motivo de este acercamiento. Entiendo su desconfianza, esto ha sido raro. Creo—. Esto... Llevo un par de semanas viniendo de vez en cuando a esta casa, y ni siquiera os he saludado como es debido.

—Lo sé —responde ella, bajando el volumen de la televisión con el mando a distancia y posando el bol en la mesita que tiene en frente.

—El caso es que me siento mal por eso, así que quería saludaros y agradeceros pues vuestra hospitalidad —se explica, llevándose una mano al pelo.

—No te preocupes, mi hermanito suele hacer eso de traer gente y no avisarnos ni presentárnosla.

Decido ignorar la mirada afilada que me ha dedicado y me apoyo en el marco de la puerta, esperando a que Wolf termine con esta incómoda situación y se percate de que lo mejor es que volvamos a mi habitación.

—Oh, veo que Oliver es igual de torpe en la escuela que en casa —prosigue, risueño. ¿Pero qué diablos está diciendo?—. Por eso vine aquí, nunca tengo oportunidad de saludar y él suele hablarme de vosotros así que...

—¿En serio? ¿Te habla de nosotros? —Afirma con la cabeza. Ay, madre, dónde me he metido—. Tú eres Rainer Wolf, ¿cierto? Eres el chico que también quiere esa beca, como mi hermanito. ¿Qué te ha contado?

—Sí, ese mismo. Me contó que eres médico, que sacabas unas notas geniales y que estudiaste un tiempo en Estados Unidos.

Sylvia me observa con una mirada mucho más suave que la de antes. Incluso diría que detecto cierta sorpresa en su rostro.

—Sí, aunque me tomé un año sabático.

—¿Y qué tal te fue en ese país?

—Bastante bien, ¿por qué?

—Nada, quería saber cómo fue tu experiencia, para prepararme —se explica, tomándose la libertad de sentarse en el sofá que hay frente a mis hermanos. Yo mejor sigo donde estoy y mantengo las distancias. Parece que a Sylvia le ha gustado esta pregunta, porque sonríe mientras se acomoda en su asiento.

—¡Pues me lo pasé genial! Aunque al principio me costó un poco adaptarme porque, por ejemplo, el inglés de los alemanes es un poco bruto. —Empieza a mesarse el pelo y mira hacia arriba mientras rememora sus vivencias—. La gente de la residencia donde vivía era muy fiestera, no tanto como nos muestran en las series de televisión pero sí había algo de esa esencia, así que no me aburrí en ningún momento. Aunque engordé como diez kilos allí.

—¿Mucha comida basura?

—Ni la pronuncies, los estadounidenses comen fatal, y son un poco... ¿vagos? Por no hablar de que el nivel educativo de allí me pareció bastante bajo, ¿sabes? Muchos no sabían dónde situar a Alemania en el mapa. ¡En fin!

Je, habló de huevos la gallina.

—Pues sí que se cumplen los tópicos —desliza Rainer. Mi hermana apaga la televisión y da unos golpecitos en la mesita para que él tome asiento. Mi pareja se encoge de hombros como respuesta y obedece. Ella parece encantada de tenerlo más cerca.

—¡Y tanto! No sabéis qué, pero una vez salí de fiesta con unos amigos de allí y nos cruzamos en la calle con un señor grandísimo —dice, poniendo los brazos como formando un círculo—, con un peluquín ridículo, la piel naranja, cara de cabreo, una hamburguesa en la mano, un pantalón con estampados de la bandera americana y una pistola de fogueo colgada de la espalda. Por supuesto, llamamos a la policía. Ay, y cada semana retransmitían por televisión una persecución por carretera. ¡Y lo peor! Durante un mes tuvimos problemas con varios chicos que se disfrazaban de payasos y rompían las papeleras y las puertas de la residencia. Un caos. Pero quitando esos problemas me pareció un país genial, no tan genial como este pero... Es lo que hay.

—Ah, qué interesante. —Eso es lo único que dice Rainer como respuesta, consternado por unas anécdotas tan raras. Así es mi hermana, aficionada a los tópicos y a los datos irrelevantes como forma de entender la vida.

—Veo que estás muy seguro de que vas a conseguir esa beca.

—Eso espero, sí. Aunque alguien me lo está poniendo un poco difícil, ¿verdad que sí, Oliver? —me pregunta Rainer, y yo ruedo los ojos como respuesta.

—Mi hermanito es muy listo, demasiado.

¿Era necesario hablar con ese retintín, Sylvia?

—Ajá, tendré que esforzarme un poco más para poder con él —desliza, apoyando las manos en la mesita mientras me guiña un ojo.

—Sí, pero tampoco te pases que lo traumas.

—Chicos, estoy aquí —les recuerdo, pero me hacen caso omiso.

—En realidad no tendrás que esforzarte porque él no quiere esa beca —puntualiza Sylvia, con cierto hastío, para después dirigirse a mí—. ¿A que no? Con lo que te costó ser el mejor.

Yo opto por no contestar, porque no tengo claro si incluso le agrada en lo más mínimo mi presencia en esta habitación, así que Rainer toma la palabra por mí:

—Pero eso está bien, ¿no crees? Va a hacer lo que él quiere y eso es lo importante. —Mi hermana frunce la boca y se mantiene en silencio. Sí, ya sé que no opina lo mismo—. Perdona por ser tan entrometido pero, ¿tú siempre quisiste hacer medicina?

—No, qué va —responde riéndose, como si fuese lo más obvio del mundo, mientras abanea una mano frente a la cara—, yo nunca quise hacer nada porque nunca encontré nada que me llamase la atención.

—¿Nada de nada?

—No, solo me metí en Medicina porque así lo quisieron mis padres. Menos mal, porque si no iba a estar perdidísima en la vida. Además, obtuve una media envidiable. Fui la mejor alumna de mi promoción. Estoy segura de que hiciera lo que hiciese, me habría ido genial. Los Müller tenemos mucha cabeza, ¿sabes?

—Eso he visto.

—Y de claro ejemplo me tienen a mí.

—Dato que me ha repetido varias veces tu hermano. 

—¿En serio? —me pregunta, y yo afirmo con un leve movimiento de cabeza. Bueno, es verdad que he ensalzado las cualidades de mi hermana estudiando, y me he reído un poco más de la cuenta a costa de sus torpezas, pero eso Wolf lo ha omitido. Alabados sean los microondas.

—Es genial tener tanta confianza en uno mismo —prosigue él, alabando el optimismo que tiene mi hermana hacia sus propias capacidades—. En clase tenemos un compañero que no sabe qué hacer con su vida y está muy agobiado por eso.

Cierto, Dustin.

—Bueno, ahora que lo miro desde la perspectiva de alguien que ya ha terminado la universidad, pienso que tampoco es para tanto estar tan preocupado. Creo que si te lo propones puedes hacer lo que te dé la gana, aunque seguro que es genial dedicarse a lo que a uno le gusta.

—Es verdad, no está nada mal hacer lo que uno quiere —suelta de pronto mi hermano, detalle que nos sorprende a los tres. Y vuelve a sumergirse en la lectura, ignorando el hecho de que lo estamos mirando, esperando a que diga algo más.

Yo me pongo a pensar en todo lo que se ha dicho, confundido por este nuevo punto de vista. ¿Desde cuándo Sylvia piensa así? Aunque, a decir verdad, nunca le he preguntado nada respecto a este tema. En realidad nunca le he pedido su opinión sobre nada, detalle del que, ahora mismo, me arrepiento bastante.

—¿Ves, Oliver? —me pregunta Rainer—. Tus hermanos te apoyan.

Demonios, ¿por qué hace ese comentario? Es demasiado significativo.

—Oliver, ¿acaso yo he dicho lo contrario? —me reprocha mi hermana, y aunque al principio me siento mal por haberla ofendida, luego pienso que solo dice eso para quedar bien ante una visita, detalle que me molesta.

—Entonces, ¿por qué me demuestras lo contrario, Sylvia?

—Porque tú nunca me cuentas nada y yo no soy adivina. Incluso le has hablado de tus dudas de futuro a un amigo que conoces de hace poco tiempo y no a mí.

—¡Eso, Müller! ¿Qué clase de hermano eres? Contando cosas tan importantes a gente que no comparte tu apellido —suelta Rainer, regodeándose en una situación de lo más incómoda—. Uy, uy, parece que tenemos a alguien que necesita aprender valores a base de pa...

—Cállate, eres idiota —le espeto, y mi mal humor parece alentarlo en vez de detenerlo.

—Incluso me ha contado que tenéis problemas con las cañerías de la cocina.

—¿¡Oliver!? —exclama mi hermana, levantándose del sofá, y detecto un ligero rubor en su rostro—. ¿Qué tipo de charlas tienes con este chico?

—Unas terribles, sin duda —afirma Rainer, cruzándose de brazos, muy serio. Voy a obligarle a que se trague a su gata, en serio. Sin embargo, cuando me quiero dar cuenta, mi hermana se ha llevado una mano a la boca para ocultar una risa. Espera, ¿está contenta?

—Este chico me cae muy bien —confiesa, y entonces me percato de algo: Rainer no se estaba regodeando en este ambiente tenso, intentaba que fuese más agradable. Y, en efecto, lo ha conseguido.

—Oye, ¿qué estás leyendo? —le pregunta a mi hermano, mientras sujeta su libro sin permiso. Samuel está tan absorto en la lectura que sospecho que no se ha enterado de que tiene a un desconocido delante—. Hey, 1984. Me lo empecé a leer hace dos semanas.

Samuel levanta la cabeza, algo molesto por la interrupción, y le mantiene la mirada a Wolf durante un tiempo que me resulta eterno, detalle que nos sorprende tanto a mí como a Sylvia. Luego clava sus ojos en los míos y pronuncia con lentitud unas palabras de lo más extrañas:

—Este chico es clavado a ti.

Y vuelve a la lectura.

—¿Qué tonterías dices? No se parecen en nada. Bueno, tienen los mismos ojos, y... El mismo peinado, y medís lo mismo, ¿no? Ay, no sé —concluye ella agitando la cabeza a los lados un segundo, como intentando borrar un pensamiento incómodo de su cabeza. Madre mía, ¿ya le había echado el ojo o qué? En fin, la verdad es que a veces pienso que exageran con el parecido que hay entre nosotros dos—. Y Samuel, te están hablando, saluda o algo. Es que es un chico un poco borde —se apura a decirle a Rainer, dando una explicación forzada a una situación que ella cree como incómoda para el ajeno a este hogar.

—Ah, da igual, no pasa nada. Es un coñazo que te interrumpan cuando lees, ¿verdad que sí? —le inquiere mi compañero, sentándose al lado de mi hermano, y este asiente con la cabeza y acerca más el libro a su cara, mandándonos una indirecta. Vaya, ¿se habrá dado cuenta de la ironía de su pregunta?—. Voy casi cincuenta páginas por delante de ti. ¿Te hago spoiler?

—Ni se te ocurra.

—Al final los cerdos se vuelven igual de tiranos que los humanos.

Samuel cierra el libro de golpe, observa a mi novio con los ojos entornados y suelta una breve risa. Oh.

—Esa es otra obra de Orwell.

—Ja, te asusté por un momento, ¿eh?

Suspiro, un poco más relajado. Hacía tiempo que no mantenía una conversación con mis hermanos. Rainer y yo nos miramos y le sonrío como agradecimiento; creo que lo que más me impresiona de todo esto, es lo fácil que le ha resultado hablar con Samuel. Quizás siempre ha sido sencillo, pero yo lo complicaba todo por culpa de mis rencores.

—Veo que os lleváis muy bien —nos dice de pronto Sylvia tanto a mí como a Rainer—, pero ten cuidado, hermanito, que tu amigo el coletas se va a poner celoso. —Sí, sé que se refiere a Klaus. Hace mucho tiempo que no hablamos y lo echo de menos, pero cada vez que intento acercarme a él, sale huyendo—. ¿Sabías que Samuel se ha metido en un curso de cocina?

—¿Qué? ¿Y eso?

—Ni idea, no me lo quiere decir —bufa, pinchando a mi hermano en la barriga con los dedos para molestarlo, gesto que no tiene ningún efecto en él—. ¿Por qué no se lo dices a Oliver ya que está aquí?

 —Si tanto insistes. —Samuel cierra el libro, carraspea y se mantiene un rato en silencio, haciéndose de rogar. Yo me siento a su izquierda y Rainer a su derecha. Cuando Sylvia le amenaza con leerle la última frase de su libro, él comienza a hablar—: porque no me di cuenta de lo importante que era cocinar bien hasta que empecé a comer en esta casa. Es todo un arte, sin duda alguna.

Yo me echo a reír, pero mi hermana abre la boca de forma exagerada y se lleva las manos al pecho, demostrándonos lo ofendida que está.

—¡Eh! Yo no cocino tan mal, ¡sois unos exagerados! —Y yo me sigo riendo, incrementando su molestia—. Al menos logré que nuestros padres tuviesen un tránsito intestinal normal. ¿Sabes los problemas que tienen los cuarentones para ir al váter? —Madre mía, parece que la vergüenza de que la escuche un invitado se le olvida cuando la ofenden—. En fin, yo me voy a vestir, que en un rato saldré a comprar. Samuel, tú me vas a acompañar, así que arreglate. 

Mis hermanos salen de la sala y me quedo a solas con Rainer. Cuando estoy a punto de decirle algo, él apoya la cabeza en mis piernas y me interrumpe.

—Yo también me voy a ir.

—¿Qué? ¿Por qué? —inquiero. Él tira de mi camisa para besarme, pero yo se lo impido poniendo un cojín en su cara—. Idiota, cómo te arriesgas.

—Vete a hablar con ella.

—¿Eh?

—Y vete a comprar con tu hermano, hazme caso —me pide, y yo no entiendo a qué viene esto. Se levanta del sofá y sube las escaleras hasta mi habitación. Al cabo de un minuto, aparece con su mochila y se dirige a la puerta principal—. Tú intentaste ayudarme, yo hago lo mismo por ti. ¿No querías empezar a tachar cosas de la lista?

—Sí, pero...

—¿Por qué tantos peros? Tú intenta hacer las paces con ellos y luego llámame por la noche con el resultado, ¿sí? —Abre la puerta y levanta el puño para que se lo choque, gesto que le correspondo—. Despídelos por mí. Nos vemos el lunes. ¡Chao, Müller!

Cierro la puerta y apoyo la espalda en la madera, pensando en todo lo que acaba de suceder. ¿Hasta qué punto la comunicación puede solucionar muchos problemas? No tenía ni la más remota idea de que Sylvia me apoyaba, ni de que era tan fácil hablar con Samuel hasta que Rainer apareció en mi casa para mostrarme, con su simpatía, que yo estaba viendo una versión rencorosa de mi realidad. Porque es cierto, nunca pedía la opinión de mi hermana porque la infravaloraba, un sentimiento que siempre sentí recíproco, y cada vez que intentaba hablar con mi hermano, me dominaba la rabia y desistía en el primer intento.

Suspiro y subo las escaleras. Una vez en el piso superior, llamo a la puerta del cuarto de Sylvia y ella me la abre, permitiéndome entrar.

—¿Ya se ha ido tu amigo? —Asiento y ella empieza a desvestirse frente al espejo de cuerpo que tiene en su armario—. Lástima, quería despedirme.

—Sylvia, siento mucho lo que te dije el otro día —empiezo. Mi hermana se coloca una camiseta a toda prisa y se da la vuelta para mirarme con el ceño fruncido—. No sabía que me apoyabas, creía que opinabas lo mismo que papá y mamá y querías que estudiase Medicina. —Bufa, mostrando su inconformidad hacia lo que he dicho. Quizás, lo que más le molesta de todo esto es que la haya malinterpretado—. Tienes razón, nunca te pregunto lo que piensas. Aunque tampoco es que tú estés muy por la labor de hablar conmigo.

—¿Y tú qué? Nunca me dices lo que piensas y luego sueltas bombas como la del otro día. Aunque eso ya da igual. Ahora por lo menos he podido saber lo que opinas de mí.

—Pero...

—Cuando termines el curso me iré a Austria.

—¿Qué? ¿Por qué? —pregunto, sorprendido. Ahí me percato de algo: que la voy a echar mucho de menos, que me va a dar pena que se vaya. Quién lo diría, porque cuando inicié este curso lo único que deseaba era que se largara de una vez de casa. Cómo han cambiado las cosas.

Ella pone los brazos en jarra y me mira con una sonrisa. Puede que se haya percatado de que esta noticia no me ha sentado muy bien.

—Porque tenías razón, permití que una persona me hundiese. Es hora de que reaccione y deje de andar perdida.

—Lo siento —me apresuro a decirle por el mero hecho de que parece algo decaída repitiendo las palabras que le dije la otra vez.

—No, Samuel —niega con la cabeza, y yo agradezco que use mi primer nombre—. No pidas disculpas, tú siempre me ayudas. Lograste que viese lo mejor de mí misma cuando estaba hundida y ahora has logrado que despierte. No de la mejor forma, pero sí de una efectiva.

—¿Cuándo hice lo primero?

—¿Recuerdas esa noche en la que me contaste que rompiste con Annie y yo te conté mis problemas con Juud? ¿Recuerdas también lo que hiciste? Me abrazaste. Todo lo que me dijiste me hizo sentir muy bien y a la vez muy mal, pero me hiciste recapacitar mucho. De pequeña quise tanto a Samuel que cuando me alejaron de él, me comporté como una niña caprichosa y te eché la culpa. Y con el paso del tiempo me olvidé de ejercer mi papel de hermana contigo. ¿Sabes una cosa? Pensé que me detestabas.

—Eso no es verdad —respondo al momento con una firmeza que intenta transmitirle seguridad en mis palabras. Vaya, nunca pensé que aquella charla había sido tan importante para ella. La tomé como un simple desahogo por su parte. Qué increíble es el poder de las palabras.

—Pues fue lo que me transmitiste el otro día, y lo que me transmitías siempre. Cuando volví a casa lo primero que hiciste fue quejarte de mi presencia, ¿recuerdas?

—Sí, pero lo hacía porque tú nunca me tratabas bien, y me llamabas niño sustituto...

—Lo sé, lo sé. Lo siento por eso. ¿Me perdonas? —Asiento con la cabeza y ella sonríe—. Hablar con tu compañero que me diera cuenta de que estaba equivocada; a pesar de todo tú me quieres, y yo te quiero. Así que me voy —concluye, posando las manos en las caderas—, ¡al fin! Y todo gracias a ti.

Me llevo una mano a la frente y suspiro. Esto se siente tan bien. Demasiado bien. Después de diecisiete años de mala relación aquí estamos, sincerándonos, apoyándonos y queriéndonos.

—¿Y ya lo saben papá y mamá?

—Sí, de hecho la primera en sacar el tema fue mamá, no yo.

—¿Qué? —suelto, confundido. ¿Qué me quiere decir con esto? ¿Que han tenido en cuenta algo de todo el discurso que les di el otro día?

—Tuvimos una charla sobre lo que dijiste y yo llegué a la conclusión de que tenía que irme. Mamá lo apoya y me está animando bastante. Papá ya es otra historia, sigue muy molesto por tu actitud.

—¿Y mamá no?

—Sí, pero a su manera. Ella te ha escuchado, Samuel, pero le cuesta mucho sobrellevar todo. No es una persona fuerte, y aunque no lo parezca le ha sentado mal lo que dijiste.

—Entiendo —miento, no sé qué pensar acerca de lo último, porque nuestra madre es una persona completamente desconocida para mí en muchos aspectos, alguien a quien no comprendo, hasta el punto de que el adjetivo débil asociado a su figura me ha sorprendido. Aunque la palabra fuerte habría causado el mismo impacto en mí.

—Gracias por todo, hermanito —me dice, entonces me sujeta de la muñeca para acercarme a ella y, acto seguido, me da un abrazo. Es curioso, porque aunque soy más alto que ella, ahora mismo me siento muy pequeño entre sus brazos—. Cuando me vaya te echaré mucho de menos. Eres un cielo.

Y, entonces, me besa en la mejilla.

—Me... ¿Me has dado un beso? —inquiero, y por inercia me limpio la cara con la manga de la camisa, gesto que ella detiene sujetando mi mano—. Está bien, está bien.

—¡No hagas que me arrepienta, tonto! Ya me cuesta bastante ser cariñosa, imagínate lo que he sufrido haciendo eso. 

—Que sí, que eres un ser frío y sin corazón que detesta el contacto físico. Por cierto, ¿puedo ir solo yo a comprar con Samuel?

—¿Eh? ¡Y me lo dices ahora que ya me vestí! —protesta, y acto seguido empieza a quitarse la ropa. Toda la ropa. Madre mía, hay algo que se llama pudor, ¿sabrá cómo funciona?—. Anda, ve. Y ojito con cómo lo tratas, ¿o te tengo que recordar lo último que le dijiste?

—No, créeme que no.

Mi hermano y yo salimos de casa una vez que empieza a anochecer. Yo me mentalizo del tiempo que estaremos juntos: quince minutos en el camino de ida, quince en el de vuelta, más el rato que tardemos en hacer toda la compra. Espero que esto no sea incómodo. No lo es, ¿verdad? Y aun así me pueden los nervios. Los primeros minutos de trayecto los pasamos en silencio; él con la vista fija en el suelo, yo con los brazos tras la cabeza, observando el cielo. Solo están la Luna y una estrella bastante grande que no logro reconocer, así que cojo el móvil y la busco en internet. Oh, así que se trata de Venus, la primera estrella que sale al atardecer, también visible cuando amanece. Morgenstern o lucero del alba. Interesante, interesante. Mejor miro por dónde camino, que no quiero tropezar. Un gato se dirige hacia nosotros con una decisión envidiable y se detiene a un metro, para después sentarse en la acera y empezar a lamerse con gusto sus partes nobles. Por favor, cuánto desparpajo derrochado en un solo gesto. Paso por encima de él, pensando en que los gatos tienen un extraño problema conmigo, y decido que ya es momento de iniciar la conversación:

—¿Qué? ¿Emocionado por empezar el curso de cocina? —le pregunto a mi hermano, y él se encoge de hombros, aún con la mirada gacha.

—Supongo.

—¿Hiciste alguna prueba en casa?

—Sí.

—¿El qué?

—Varias comidas.

Cierto, este chico siempre ha sido muy escueto respondiendo. Pero no pasa nada, eso no va a impedir que pueda mantener una buena conversación con él, al igual que lo hizo Wolf.

—Ya veo, ¿qué opina mamá sobre el curso?

—Le parece bien.

—¿Y papá? —Me percato de que se dirige a la calle equivocado y le detengo, extendiendo el brazo para señalarle el camino correcto—. Es por ahí.

—Ah, es verdad.

Espero a que responda la pregunta, en vano. Resoplo y localizo el supermercado a lo lejos. Bueno, esta charla está siendo más infructuosa de lo que esperaba.

—¿Tienes la lista de lo que vamos a comprar?

—Sí —responde, sacando un papel del bolsillo. Después lo desdobla y lo lee—: tres docenas de huevos, dos lechugas, un pollo, un saco de patatas, jabón y papel higiénico. Ah, y tampones para Sylvia.

Cuando él también observa el supermercado a lo lejos, apura el paso, dejándome atrás. Lo vuelvo agarrar del brazo y se gira para verme, contrariado. ¿Se comporta así porque esa es su forma de ser o porque no quiere estar conmigo? Necesito averiguarlo, aquí y ahora:

—Sé sincero: ¿estás muy enfadado conmigo?

—No, Samuel.

Lo suelto y me quedo en silencio, pensando en que nunca había escuchado mi nombre salir de su propia boca. 

—No me llames así —le pido—, ese es tu nombre.

—También es el tuyo.

Soy un iluso, era obvio que me iba a resultar mucho más difícil que mi hermano me perdonase porque me he pasado años ignorando su existencia a propósito. Cuando los problemas son demasiado enrevesados cuesta demasiado arreglarlos.

—¿No hay nada que me quieras decir al respecto?

—¿Sobre qué?

—Sobre todo lo que solté el otro día, cuando vino de visita Erika, cuando me peleé con papá y mamá.

Se da la vuelta y mira al supermercado, con impaciencia. Siento que lo estoy incordiando.

—No tengo nada que decirte.

—Insisto, por favor.

—Bien, ¿quieres que hable? Pues mira, yo no sabía todo eso que dijiste —comienza, llevándose una mano al brazo contrario, nervioso, y de nuevo esquivando mi mirada—, y que lo siento mucho por la presión que has soportado durante toda tu vida por mi culpa... Porque soy un error.

Me quedo en blanco durante un instante. Jamás en mi vida había pensado en lo duro que es escuchar que alguien se califique a sí mismo como un error. Sobre todo si ese alguien es una persona que lleva mi sangre. Necesito que entienda que no es verdad.

—Tú no eres un error, Samuel, de verdad que no.

—Lo sé, solo repito tus palabras —responde, y en cierta forma escucharlo me hace daño, porque es recordar todos los fallos que he cometido con él, muchos a consciencia. Lleva razón, aquí el único que le ha llamado error he sido yo—. Supongo que ahora entiendo por qué siempre mantenías las distancias conmigo. Nunca querías hablarme, ni acercarte a mí cuando ibas de visita a casa de Erika. Yo me daba cuenta de esas cosas.

—Perdona, no tenía ni la más remota idea. Solo pensaba en mí.

—¿Alguna vez me has preguntado cómo me siento? —Esa pregunta me resulta tan irónica. Yo lo pasaba mal porque Sylvia nunca se interesaba en saber cómo me sentía cuando me insultaba, mientras que yo no tenía interés alguno en saber cómo se sentía Samuel mientras despreciaba su compañía por culpa del dolor y el rencor. Niego con la cabeza, él se lleva las manos a los bolsillos de la chaqueta y comienza a caminar hacia el mercado. Yo lo sigo y, al cabo de un par de minutos, nos detenemos frente a la puerta principal. Entonces, él carraspea antes de volver a hablar—. Me dejaron tirado en casa de Erika. Ni siquiera vi crecer a mi hermano pequeño y nunca supe el motivo. Ahora, con todo lo que dijiste, he empezado a entenderlo.

—Samuel... —murmuro, intentando tocar su hombro, pero él se aparta.

Ahora mismo me doy cuenta de demasiadas cosas: lo desconocido que es este chico para mí, el buen trabajo que hizo Erika educándolo y, ante todo, que él ha sido sin duda alguna la persona que más ha sufrido por sus propios problemas. Estoy a punto de insultarme por haberme quejado de mi sufrimiento, cuando recuerdo las palabras de Gestalt enseñándome que todo lo que sienta es importante porque me afecta.

—La diferencia es que yo nunca me he enfadado contigo —remata, sujetándome a mí del brazo para después acariciarlo, un gesto que me sorprende. ¿Qué está pasando? ¿Acaso me está perdonando? No tengo ni la más remota idea, pero el cúmulo de emociones que se está arremolinando en mi pecho me está ahogando—. ¿Te has dado cuenta? Esta es la conversación más larga que hemos tenido nunca.

—Y habrá más —me apresuro a decir, y él asiente con la cabeza, colocándose frente a la puerta del establecimiento. Cuando esta se abre, noto como empieza a ponerse nervioso. Acto seguido, da un paso hacia delante y desaparece tras la cristalera automática, no sin antes dar una última respuesta:

—Seguro. Voy a comprar, ya vengo. 

Me siento en la acera y me abrazo a mis piernas, apoyando la cabeza en las rodillas. Clavo la vista en el suelo, cansado, y tras intentar tranquilizarme en vano, decido llamar a Rainer.

Hola, ¿qué tal te ha ido? —me pregunta cuando responde al teléfono. Lo único que escucho al otro lado del auricular es su respiración pausada y el sonido de la televisión. O eso creo que es.

—Bueno, me ha ido bastante bien con Sylvia, pero Samuel es otra historia. ¿Qué estás viendo?

¡The VelociPastor! Una peli sobre un cura que por la noche se convierte en dinosaurio y lucha contra el crimen ninja con ayuda de una prostituta.

—Suena apasionante.

Era eso o ver por cuarta vez Pirañaconda —se ríe, pero no me apetece darle una respuesta, así que suspiro y dejo que pase el tiempo en silencio—. ¿Estás bien?

—Creo que sí. ¿Sabes? Mi hermana me perdonó y me dio un beso. ¡Un beso! Por primera vez en mi vida. Ah, quizás te parezca una tontería lo que estoy diciendo.

En absoluto.

—Y estuve hablando con Samuel. De hecho, acabamos de salir a comprar y nunca había tenido una charla tan larga con él. No sé, he perdido tanto tiempo con mis hermanos, pero estoy contento, porque creo que puedo solucionar esto a partir, aunque cueste. Demonios, seguro que te parezco un niño pequeño ahora mismo —digo de forma atropellada, y ante su silencio yo me río, nervioso.

Podría pasarme toda la noche escuchando tu risa.

Ahora soy yo quien enmudece ante la sinceridad de sus palabras, pronunciadas de forma serena. Aprieto los labios y noto lo nervioso que me he puesto, ya que me tiembla la mano que sujeta el teléfono.

—No exageres.

No lo hago.

Seguro que sí.

—Gracias por tu ayuda. No habría logrado nada sin ti.

Eso no es verdad. Fue una tontería lo que hice.

—No, significó mucho para mí. Tendré que llamarte cada vez que tenga un problema, no confío mucho en mis capacidades.

Sigues como antes, buscando mejorar. Está claro que he tenido suerte contigo.

—Rainer...

—Me encanta cómo eres. Y cómo me haces ser. —Miro a los lados y después me froto el pelo, inquieto. Noto un calor en el pecho que me abruma y, cuando quiero darme cuenta, se me han aguado los ojos. Y no sé por qué—. Necesito asegurarme de que me iré de aquí habiendo conocido a un gran chico seguro de sí mismo, que cree en sus capacidades. Un chico tan torpe que no se da cuenta de lo increíble que es. Sabes de quién hablo, ¿no?

—Sí.

Dilo.

—De mí.

Claro que de ti.

Me llevo una manga a la cara para limpiarme las lágrimas. A lo lejos, una paloma apresura su vuelo para resguardarse entre las ramas de la copa de un árbol. Suspiro, al mismo tiempo que el viento mece sus hojas. Uno de los columpios del parque que hay al lado del supermercado comienza a mecerse. Es como si mi propia exhalación los hubiese movido. Y, por un momento, puedo creer que ha sido obra mía.

—Rainer.

¿Sí, Samuel?

—Nada.

¿Nada? —escucho que dice con tono burlón, y entonces recuerdo la noche de Halloween donde casi nos besamos.

—Cállate, idiota.

Oye, tú estate tranquilo, da lo mejor de ti mismo para acercarte a Samuel y ya verás como todo irá bien. ¿Verdad que los hermanos son lo mejor que hay en este mundo? Después de los gatos, claro.

—Cuando no son unos pesados sí.

Cuidado, que eres el hermano pequeño, quizás el pesado eres tú.

—Bah, lo dudo —respondo, y escucho como se ríe. Un grito proveniente de la película capta mi atención. ¿Cuántos ninjas habrán muerto a manos de ese cura amante del dinosaurio del Chrome?—. Creo que ya tengo que colgar.

Está bien, yo me voy a trabajar. Buenas noches, Müllerchen.

—Buenas noches, Rainfarn.

Cuelgo y guardo el teléfono. Vuelvo a abrazar mis piernas y apoyo la cabeza en las rodillas. Un sentimiento de felicidad y pena me inunda el pecho de igual manera, abrumándome, y en ese momento, la necesidad de levantarme y buscar a mi hermano domina mis pensamientos. Es entonces cuando el sonido de la puerta automática capta mi atención. Después, su voz.

—¿Por qué lloras?

Levanto la vista y lo observo, sin importarme que vea mis lágrimas. Me levanto, me acerco a él y lo sujeto por los hombros, como pidiéndole permiso para acercarme más a él. Samuel se mantiene en silencio, sin entender qué sucede. Ahí olvido toda espera, tiro de él hacia delante y le doy, por primera vez para ambos, un abrazo. Es una buena forma de empezar a demostrar que de verdad somos hermanos.

—Lo siento, siento haber sido un estúpido todo este tiempo. Te lo juro que te voy a compensar. Vamos a pasar más tiempo juntos a partir de ahora, ¿te parece? —le pregunto con la voz tomada, consciente de lo acelerado que hablo. Él se mantiene tenso, sin corresponderme al abrazo ni responderme. No pasa nada, yo lo entiendo—. Tú nunca tuviste culpa de nada, solo era yo que estaba frustrado. De verdad que lo siento, lo siento mucho.

—Entiendo.

—Te quiero, Samuel.

—Y yo a ti —me responde, y esas palabras, sumadas a todo lo que he vivido hoy, me aseguran más que nunca que puedo enfrentar mis problemas y los retos que me presenta la vida pero, además, me enseña algo muy importante: que no hay motivo alguno para dudar de mi persona y mis propias capacidades. Que quien da lo mejor de uno mismo, consigue lo que tanto ansía.

°°°


Hola ^^ ¿Qué tal todo?

Os dejo capitulito (enorme como siempre jeje) espero que mínimo os sacará una sonrisa.
U os la saco yo a base de palazos e.e

Cómo siempre, sorry por las faltas.

Por cierto, os dejo un dibujo que me hizo de regalito CmCimi súper gracioso. xDDD



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