XVI. My sign language is very bad.

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—¿Me haces el desayuno? 

—Háztelo tú, estoy ocupado.

—Pero me da pereza, y no entiendo la tostadora.

Miro a Sylvia entornando los ojos, intentando comprender en vano si habla o no en serio. Es sábado. Nos encontramos en la cocina, yo sentado frente a la mesa y ella sobre la encimera, cerca del fregadero. Por una vez, no va en ropa interior, sino que viste una de mis camisetas. Y yo estoy con los shorts del pijama, presumiendo de abdominales, que para algo Dios me dio este cuerpo de indudable atractivo. 

Y está claro que a mí me metió en el cráneo de un ser humano sin ganas de utilizar el lóbulo frontal.

—¿Qué haces? —me pregunta. Acto seguido, baja de la encimera y coge unos huevos de la nevera, con la milagrosa intención de prepararse ella misma el desayuno. 

La observo de reojo, mientras pienso en un detalle: desde que me expulsaron del Gymnasium, Sylvia me habla de una forma mucho más, no sé, ¿civilizada? No solo muestra interés por mí, sino que ha dejado de resumir mi existencia con apelativos dañinos.

«Hermano sustituto».

Es difícil de admitir, pero esta es la primera vez en diecisiete años que siento que nuestra relación es mínimamente buena. 

—Samuel —interrumpe mis divagaciones—, hoy estás en las nubes.

Ah. ¡Cierto! Me han hecho una pregunta. 

¿Que a qué me dedico? Muy sencillo. Estoy delante del teléfono, observando la lista de universidades que hay en mi estado y los circundantes, porque Klaus me está comentado por mensaje lo mucho que le preocupa elegir un buen sitio donde estudiar Farmacia y necesita que le dé mi opinión. 

Paso con tedio mis ojos entre las distintas universidades cuando dos nombres captan mi atención: la universidad de Música de Wurzburgo y la de Núremberg.

Espera, espera. Detente, Samuel, ¿qué haces? Ya no hay tiempo para eso, perdiste tu oportunidad.

El tonto, eso hago. En fin.

¿Por qué miras esas universidades? —Sylvia insiste en seguir hablando para distraerse, cotilleando la pantalla de mi teléfono—. Música... Con lo que la odias.

—Sí, un montón —le respondo con desgana.

—¿Te acuerdas de Hannes? —pregunta tras divagar un momento. Yo asiento con la cabeza y ella comienza a reírse—. Jo, era un chico tan simpático, pero a ti te colapsó media neurona y tiraste su xilófono por la ventana del conservatorio. Tuviste la expulsión más que merecida, ¿sabes? —Dejo de mirarla para que comprenda que este tema me incomoda; sin embargo, como era de esperar, no capta la indirecta—. Por cierto, ¿os volvisteis a hablar después de eso?

—¿Hablar para qué? ¿Para que me golpease con el violín de su hermana?

—No sé, es que os llevabais tan bien. Es una lástima. —Se coloca los audífonos y resopla—. ¿A qué hora coges el metro?

—A las tres —murmuro, todavía sorprendido por esta charla. ¿Estará tramando algo? ¿Y si tiene fiebre y por eso no se da cuenta de que habla con su hermano pequeño? La miro con los ojos entrecerrados mientras mastico con lentitud mi desayuno, demostrándole lo mucho que sospecho de su comportamiento. Como no se da por aludida, prosigo—: no entiendo por qué papá y mamá me piden ir a donde trabaja Erika para que me muestre el ambiente de trabajo del hospital. Podían hacerlo ellos mismos, que son médicos. La tía es enfermera. 

—Ella le comentó a mamá que quiere hablar contigo y una cosa llevó a la otra. Además, le debes una disculpa por lo que pasó el otro día en su casa. 

—Ajá. ¿Y para qué quiere hablar conmigo?

—Quién sabe. Pero tú discúlpate, que es lo más importante. 

Asiento y resoplo. De acuerdo, en eso último tiene razón. Erika no se merecía el numerito que le monté en su casa. Además, de todos mis tíos, ella siempre ha sido mi favorita, aunque desde hace dos años no la haya visitado por culpa de lo poco que me apetece aguantar a mi hermano. No sé, ella es especial, completamente ajena a la mentalidad de mis padres y mi familia. No le importa tener éxito en la vida ni ganar un buen sueldo, solo quiere ser feliz, nada más. Por tanto, hoy iré a Hoffnung, la ciudad vecina donde trabaja, para hacerle una visita, a ver si así despejo la mente, hacemos las paces y dejo que me motive con mi futura carrera universitaria. 

Pero antes de levantarme, vestirme y salir de casa, abro el WhatsApp para abordar un asunto que tengo pendiente.

Samuel M.: ¿Me vas a enviar tu parte del trabajo o no?

Rainer el segundón: envíame tú tu parte del trabajo

Inspiro y respiro. Este chico es tan rápido respondiendo como sacándome de quicio. ¿De qué va? ¿Acaso tiene que revisarme a mí las cosas? Dejando que el ego hable por mí, hago todo perfectamente. Soy el ser más detallista y atento que existe con los trabajos, por eso casi nunca he obtenido en ellos menos de la nota máxima. Si quiere encontrarme un jodido fallo, está perdiendo el tiempo.

Samuel M.: Vamos a ver, ¿qué más te da?

Rainer el segundón: eso mismo digo yo, qué más te da enviarme lo tuyo

Samuel M.: Es solo juntar las partes.

Rainer el segundón: es solo juntar las partes

Rainer el segundón: eh, capullo, no me copies

Samuel M.: ¿? Pero si he enviado el mensaje yo primero.

Rainer el segundón: y una mierda, me aparece a mí primero

Samuel M.: Oye, en serio, ¿a qué viene este cambio de actitud conmigo?

Rainer el segundón: eh? no sé de qué me hablas, no te entiendo

Samuel M.: Claro que lo sabes.

Rainer el segundón: vaya... creo que hoy estás un poco paranoico, supongo que estudiar día y noche para sacar la segunda mejor nota te ha pasado factura

Samuel M.: uf, UF.

Rainer el segundón: qué rápido pierdes la paciencia conmigo, Müller

Samuel M.: Oh, no me digas, ¿tanto se nota?

Rainer el segundón: bueno, recapitulemos: quieres que te envíe mi parte

Rainer el segundón: porque en cuanto la recibas, y remarco, EN CUANTO LA RECIBAS, como el alumno responsable y atento que eres, la revisarás y la juntarás con lo que hiciste tú, correcto?

Samuel M.: Ajá, eso mismo haré.

Rainer el segundón: bien, entonces mejor dejo de vacilarte, que tengo prisa

Rainer el segundón: te la envié ayer lol

¿Pero este qué diablos dice ahora?

Reviso el Gmail solo para demostrar que se equivoca cuando allí lo encuentro, reluciente, deseando avergonzarme: su jodido email con la parte del trabajo, a fecha de ayer.

Despliego el menú y veo la notificación que le impidió al teléfono avisarme del correo: queda poco espacio, algunas funciones del sistema pueden no funcionar.

¿Pero qué? ¿Otra vez? Este teléfono tiene una semana de vida, ¿y ya no le queda memoria? Puñetero Samsung, ¿qué parte de mi alma le tengo que vender en la Deep Web para librar espacio?

—Sylvia, ya me vas devolviendo el iPhone, que esta marca apesta.

—Ni de broma —me dice ella, abrazándose con urgencia al teléfono—. Cómprate un Hawaii.

—Huawei, Sylvia, se dice Huawei.

Samuel M.: Bueno...

Rainer el segundón: jajajajajajaja, recibido, no?

Y se ríe el muy... Buda, ven a mí, dame paz interior.

Rainer el segundón: la próxima vez fíjate mejor en las cosas, así no me haces perder el tiempo

Samuel M.: Que te den.

Dios, qué chico tan desagradable.

Salgo de mi casa con una gorra porque, aunque hace frío, el sol pega con fuerza. Tras un rato de silencioso camino, llego a la parada y me subo al autobús. Con muy mala leche, reviso el documento que me ha enviado Wolf y no doy crédito a lo que ven mis ojos: todo lo que ha escrito está perfecto, incluso ha profundizado en algunos temas sin excederse del límite de hojas, lo que le ha aportado mucha más calidad al trabajo. Es que ni siquiera hay una coma mal puesta, una frase redundante o una imagen mal referenciada. Increíble. 

Estoy tan concentrado buscándole defectos a lo que ha hecho mi compañero, que casi me paso de parada. Me bajo del autobús y llego a la estación, pensando en todo lo que tengo que revisar de mi trabajo para que parezca aún mejor que el suyo. Estoy tan obcecado que, cuando me dispongo a entrar en el metro que me llevará a la ciudad de Hoffnung, choco contra la puerta porque todavía no se había abierto. Retrocedo esperando a que se abra, agarrándome la gorra. Un señor canoso me mira raro; su perro de raza Akita se oculta de mí tras sus piernas, con las orejas gachas y el rabo entre las patas traseras. 

Una vez dentro, me siento y miro a la nada, fundiéndome con el ambiente adormecedor. Las puertas del metro se cierran, la gente se distribuye por los distintos espacios, el bullicio deja paso, poco a poco, a un silencio a veces interrumpido por palabras cruzadas que se pierden en el aire y en mi mente. En un momento dado, se me empiezan a cerrar los párpados. El viaje no es largo, así que no quiero despistarme y pasarme de parada.

Por el rabillo del ojo, observo a una pareja demostrar su amor al mundo de una manera que me incordia: se sujetan de la mano, se hablan con cariño; él le acaricia la mejilla a ella, y ambos comparten una risa cómplice. Resoplo. Me molesta ver como la gente cree que ha encontrado al amor de su vida, a la persona indicada, actuando como si el tiempo se hubiese detenido, cuando la única y cruel realidad es que el tiempo sigue avanzando, el amor muere y las personas cambian; te fallan, te demuestran que la felicidad que construiste sobre sus promesas es ficticia y la derriban con sus mentiras. 

Odio las parejas, son tan desagradables. 

A raíz de los últimos problemas que he tenido con la que, a día de hoy, no sé si sigue siendo mi novia, no hago más que pensar, con frustración, que no tengo ni la más remota idea de qué es el amor. ¿Es la construcción social de los soñadores más frustrados, como me dice siempre Klaus? O, quizás, es un sentimiento generoso, comprensivo, empático, donde la comunicación no brilla por su ausencia pero incluso los silencios lo fortalecen. Donde la palabra no es demandada y, a la vez, le da razón a su existencia. 

Me pregunto dónde podría sentir algo así.

Espera, ¿por qué digo «dónde»? Hablo como si el amor fuese una de las paradas de una estación de metro. Una parada en el corazón de una persona...

Bah. Solo pienso tonterías.

Miro al frente para entretenerme y me distraigo con una visión que me resulta del todo idílica, como una de esas imágenes que mirarías durante horas por lo agradables que son y lo ajenas que están a todo lo que les rodea, destacando por su agradable extrañeza: un joven y una niña dormidos en los asientos de enfrente. Ella, que no debe sobrepasar los seis años, cabecea de vez en cuando y se aferra al brazo del chico que tiene al lado para no caerse. Me fijo en él: viste igual que yo, con Converse, pantalones vaqueros, gorra y cazadora. Solo que esta última es de color militar y la mía es negra. Intento verle la cara, pero entre que tiene la cabeza inclinada hacia delante y que la gorra le tapa el rostro, no logro distinguir quién es. Y, entonces, la niña abre los ojos y con un tirón en el brazo despierta a su acompañante. Ahí veo algo que me sorprende: esta se señala primero a la boca y después hace varios movimientos con las manos. Y él le responde gesticulando de la misma forma.

Un sentimiento de pena me recorre cuando comprendo que estoy delante de una niña sordomuda. Nunca había tenido un caso tan joven ante mis ojos. Mientras observo como el chico, que mantiene la cabeza gacha, saca un caramelo del bolsillo, me pregunto cómo será vivir sin escuchar el más mínimo ruido, sin poder comunicarte con nadie de ninguna forma más que con las manos. Aislado socialmente debido a la poca gente que sabe el lenguaje de signos, yo incluido. Me cuestiono si esa niña extrañará el mundo de los sonidos, siendo que, quizás, jamás lo ha conocido. Si algún día sentirá nostalgia del piar de los pájaros por la mañana, el bullicio de las charlas entre familiares, la risa de la persona amada, la melodía producida por un violín o, simplemente, el ruido del metro. Levanto las manos y me las llevo a las orejas, intentando escuchar por un momento el silencio, queriendo comprender solo por un segundo como se debe sentir esa niña aislada del mundo sonoro. Y, justo cuando el mutismo me envuelve casi en su totalidad, observo como el chico le ofrece un caramelo sin envoltorio a la pequeña, agarrándolo con dos dedos. Esta, con toda la inocencia vertida en una gran sonrisa, se mete en la boca tanto el caramelo como la punta de los dedos del joven.

Mientras ella le da las gracias con un leve balbuceo y un movimiento de manos, este le dice en su lenguaje lo que deduzco que es un «de nada». A mí se me escapa una sonrisa y pienso en que, quizás, ese chico ha aprendido el lenguaje de signos por la  niña. Vaya, qué dulce puede llegar a ser una persona para con otra cuando comprende sus carencias y quiere hacerla sentir integrada. 

Él alza la cabeza permitiéndome ver su rostro. Entonces, casi me atraganto con mi propia saliva. Mi primera reacción es bajar la visera ocultando mejor mi cara para, después, maldecir al mundo.

Me cago en diez, ¿es que me voy a encontrar a Wolf en todos los sitios a los que vaya? 

—Cuántas veces te voy a decir que no le des dulces a Fatima, Rainer. —Una voz femenina capta mi atención y la de mi compañero de clases. Se trata de una mujer que está de pie frente a él, es alta y tiene un porte muy elegante. Melena azabache, tez morena, ojos de un azul intenso. Camisa blanca, falda entubada y negra, como sus tacones. Pero su acento exótico es lo que más capta mi atención; parece árabe—. Luego se queja de que le duele la barriga.

—Por un caramelo no pasa nada, ¿a qué no? —le pregunta mi compañero a la niña mientras le aprieta la punta de la nariz. Esta infla los mofletes y le agarra la mano para jugar con sus dedos. La mujer suspira y toma asiento a su lado—. ¿Por qué te sientas? Con lo mucho que te gusta estar de pie y mirar con desprecio a los débiles que acomodan su culo —se burla, y ella se agacha para acariciarse los tobillos. 

—Estoy cansada, me he pasado todo el día de aquí para allá. Además, ese hombre que se ha bajado en la anterior parada, el rubio, me ha desanimado. 

—¿Eh? ¿Por qué?

—Se ha pasado todo el rato mirándome, ha sido tan incómodo. Supongo que es porque soy si...

—Porque eres preciosa, por eso ha sido —le interrumpe él, y a la mujer se le escapa una risita que, al momento, es sustituida por una mueca de enfado. 

—¡Niño insolente! No le hables así a tu tía —le recrimina, dándole un golpe en el hombro a Rainer, mientras la niña, que parece fascinada con ese gesto, imita a la mayor y empieza a golpearle el hombro.

De pronto, él alza la vista al frente, y a mí no me da tiempo de ocultar mi rostro. Me doy cuenta, por el gesto de asombro y luego de hastío que se le ha dibujado, que me ha reconocido. Entonces, levanta el cuello de la cazadora para taparse, demostrándome que se siente incómodo con mi presencia, no tengo claro por qué.

Estoy a punto de cambiarme de asiento para dejarlo tranquilo, cuando él entrecierra sus ojos fijos en mí y resopla. Acto seguido se remanga, levanta las manos y hace unos movimientos con ellas. ¿Pero qué?

Haré un inciso: el año pasado aprendí algunos insultos en el lenguaje de señas inglés. Sucedió en un día de aburrimiento, estudiando esa asignatura en casa de Annie. A ella se le ocurrió mirar las últimas páginas del libro y allí aparecían un montón de fotos con las gesticulaciones según el insulto. Fue una tarde improductiva, pero bastante graciosa. 

Y aquí está Rainer, ante mí, poniendo el dedo índice y el pulgar en forma de círculo. La niña se ríe y yo tenso la mandíbula, mientras mi cerebro, que va a mil kilómetros por hora, repasa a toda velocidad todo lo aprendido aquella tarde de vagancia.

Porque, literalmente, me ha llamado «asshole», es decir, gilipollas.

Jodido Wolf.

En ese momento nos enfrascamos en una encarnizada y poco épica guerra de insultos mudos. La anciana que está sentada a mi lado se agarra la cruz que tiene como colgante y se aleja de mí asustada, mientras yo me toco el dorso de la mano derecha con la izquierda y después aprieto su pulgar. Rainer me mira entrecerrando los ojos, intentando descifrar mi insulto. Entonces, su boca pronuncia un silencioso «piece of shit», que es exactamente lo que le he llamado.

Dios, somos tan maduros. 

Wolf se lleva una mano a la frente, llamándome bastardo, mientras un señor que simula leer el periódico nos vigila con el ceño fruncido. Yo deletreo con mis manos la palabra «douchebag» y él se quita la gorra y la tira en su asiento, ofendido. Nos miramos fijamente, siendo conscientes de tres detalles: que estamos empatados en esta guerra, que no recordamos más injurias gestuales y, que el próximo que insulte, se proclamará vencedor. Por eso mismo, en un acto movido por nuestra admirable madurez, orgullo y ganas de salir victoriosos, nos remangamos y, a la vez, hacemos un gesto universalmente conocido, digno de hombres serios y de actitud intachable. 

No, por favor, ¿por qué tengo que ser el cerebro de este idiota?  

Sí, nos hemos hecho el corte de manga, demostrando lo críos que somos, y mantenemos muy dignamente el dedo corazón alzado ante la mirada de espanto de la niña. 

—¡Maleducado! —exclama la mujer morena que acompaña a Rainer, golpeándole con la gorra en la cara—. ¡Haciéndole gestos obscenos a un desconocido! Ya verás cuando se lo diga a Johann. 

De pronto, el metro se detiene en mi destino, la estación de Hoffnung, así que me levanto. Las puertas se abren y me bajo con el único deseo de perder de vista a Wolf. El problema es que tanto él como sus acompañantes también se bajan, así que acelero el paso. Salgo a la calle y me pierdo entre los transeúntes, deseando que haya tomado otro camino. Cuán equivocado estoy porque, al mirar al otro lado de la otra acera, me encuentro a la mujer morena y a Rainer con la niña subida a su espalda, caminando en la misma dirección que yo. ¿Es que acaso nos estamos dirigiendo al mismo sitio?

Y sí, nos dirigimos al mismo sitio, porque entramos a la vez en la puerta principal del hospital mientras nos dedicamos decenas de insultos con la mirada. Ellos desaparecen al adentrarse en un pasillo a mi izquierda, y yo me dirijo al frente. 

El recibidor en el que me encuentro es inmenso, y tiene el ambiente propio de un hospital: amplio, impoluto, huele a detergente y parece que se puede patinar en su suelo. A mí me entra un escalofrío cuando escucho a lo lejos la sirena de una ambulancia y me llevo las manos a la frente. Este hospital es enorme y tiene doce plantas, ¿cómo diablos voy a localizar a mi tía? Me acerco a la ventanilla de información y le hablo a una señora que se está limando las uñas con cara de aburrida.

—Perdone, quería saber en qué área puedo encontrar a Erika Schneider. 

La señora deja la lima a un lado, me escruta de arriba a abajo y se ríe con el mayor de los desprecios mientras le dedica una mirada cómplice a su compañera. ¿Y a esta qué le pasa?

—Recursos humanos está ahí delante —me dice, señalando a otra mujer que se encuentra a un par de metros de nosotros, sentada ante una mesa que parece bastante desubicada ahí, en medio del hall. Yo me despido y ella contiene su risa para, cuando yo me alejo, comenzar a susurrarle algo al oído a su compañera. 

Maravilloso, ahora soy objeto de burla en el sector de información. 

Me dispongo a ir hacia esa mesa cuando una mano me agarra del brazo, deteniéndome. Me giro y me encuentro con mi tía Erika, vestida con un uniforme azul oscuro de enfermera. Tiene el pelo recogido en una coleta en la que baila un boli Bic, y dibuja una amplia sonrisa en su rostro. 

—¡Oliver! Cariño, al fin has llegado. Llevaba un buen rato esperándote. Vamos a tomar algo a la cafetería, que estoy en mi hora del almuerzo.

Me arrastra por los pasillos mientras medito en el hecho de que no me ha dado tiempo ni siquiera a saludarla. A veces esta mujer me sorprende, tan correcta y tan entregada. Cuando hace un par de días se ofreció a mostrarme el hospital, no comprendí el motivo. Pensé que estaría enfadada conmigo por el espectáculo que monté en su casa. Sin embargo, si lo pienso un poco, no logro imaginármela enfadada. Me resulta imposible. Es demasiado comprensiva y paciente, demasiado sosegada, todo lo contrario a como la describe mi madre. 

Llegamos a una cafetería alumbrada por una gran cantidad de ventanales. Como no encuentro a nadie vestido con la bata ni el uniforme del hospital, deduzco que esta es la cafetería dedicada a los visitantes. Ella me pide que busque asiento y nos colocamos cerca de una máquina expendedora. Desaparece y, al cabo de un par de minutos, se sienta ante mí cargando dos palmeras de chocolate, dos cafés y una empanada, que agarra como si se tratase de un pulpo.

—Bueno, tenía tantas ganas de hablar contigo —me suelta, dándome uno de los bollos y un café—. Sobre todo después de lo que me contó tu madre tras la pelea que hubo en mi casa.

—Eh... —balbuceo sin sentido, meditando en si este es el momento correcto para disculparme—. Con respecto a eso.

—Sí, ya sé que lo sientes. Samuel es un poco agobiante y tú no tienes mucha paciencia con él. Lo comprendo. Pero espero que sea la última vez que te comportas así, ¿de acuerdo? —Yo asiento con la cabeza, dejando la palmera sobre la mesa—. Así que vas muy en serio con el tema de estudiar Medicina, ¿eh?

—Sí, te han informado bien. 

—Interesante. —Se ríe mientras se recuesta en la mesa, apoyando la barbilla sobre ambas manos. Yo la miro interrogativo. ¿Qué es lo que le da tanta gracia hoy a todo  el mundo?—. Veo que Frieda y Dieter te están moldeando a su gusto al igual que hicieron con tu hermana. 

Frunzo el ceño y analizo su repentino cambio de actitud. Qué comentario tan feo. ¿Dónde ha dejado sus buenos modales? ¿Será que se siente envalentonada porque papá y mamá no me acompañan?

Aunque lo disimulan cuando están juntas, mi madre y Erika nunca se han llevado muy bien, hecho sorprendente ya que esta última se ofreció a encargarse de mi hermano. A veces me pregunto por qué se inició esta batalla entre ambas, cuál es el motivo de esta relación tan llena de fricciones. Desde que tengo memoria, mamá siempre comenta que la tía fue una mala hermana, una persona envidiosa que buscó de forma desesperada distanciarse de su familia, que le causaba problemas a mis abuelos y que, finalmente, debido a su mal carácter, se quedó sola. Erika, por su parte, se ha mantenido ajena a este cruce de descalificaciones, demostrando una personalidad respetuosa y amable que no se parece en nada a cómo la describen en mi casa. Pero quizás, ahora, me esté mostrando con este tipo de apreciaciones cómo es en realidad, pues nunca estuve a solas con ella hasta el día de hoy. 

—Me parece que ese comentario sobra. 

—Oh, lo siento. —Tuerce la boca, se echa hacia atrás en su asiento y suspira—. Hoy no tuve un buen día. 

—¿Por qué?

—Se rumorea que habrá recortes en el personal sanitario. Mis compañeros están muy enfadados. Hay bastante tensión en el ambiente. Pero eso no es culpa tuya. Espero no haberte incomodado. 

—Da igual —me apresuro a responder, y busco cambiar de tema—. ¿Qué quieres que hagamos en el hospital?

—Nada, en realidad.

—¿Eh?

—Me apetecía hablar contigo. —Junta las manos y las apoya en la boca. Me escruta con la mirada, seria—. Siempre te tuve mucha estima, ¿sabes? Así que cuando Frieda me recordó hasta qué punto vas en serio con el tema de estudiar Medicina, me vi en la necesidad de profundizar en nuestra relación. En plan, hablar los dos de forma más seria, porque ya no eres un niño, ¿sabes? Además, ambos sabemos que, en el fondo, no te apetece ni un poco que te enseñe el hospital, ¿o me equivoco? —Yo no sé qué responder, porque esa deducción me ha pillado desprevenido. Erika se acerca más a mí, de forma confidencial, y prosigue—: necesito saber si sigues con la costumbre familiar de estudiar Medicina por vocación o en realidad lo haces por obligación. 

Medito un instante esa pregunta, solo un instante, porque una duda nace en mí, apoderándose de mis inseguridades y haciéndolas suyas. ¿Qué es la vocación? ¿Alguna vez la he sentido?

—Porque quiero —le digo, porque me niego a que me vea dudando. Para mí, esa es una muestra de debilidad.

—Entiendo. —Baja los brazos y los cruza, apoyados en la mesa. Mira a los lados, como vigilando que nadie nos escuche. Entonces, sigue hablando—: en lo que se refiere a personalidad, no te pareces ni un poco a tus padres, tampoco a Sylvia. Por eso no me sorprende tanto tu respuesta. Tú eres... No sé, distinto. Me recuerdas a mí.

—¿A ti?

—Sí, y creo que tu madre lo sabe y lo detesta —comenta, con una sonrisa que no logro interpretar.

Me acomodo en la silla y esquivo su mirada.

—Erika, ¿qué quieres contarme?

—Mira, antes de hacer lo que acordé con mi hermana y mostrarte el hospital para meterte más ideas raras en la cabeza, quiero ser un poco egoísta y comenzar a hablar del motivo por el que te pedí que vinieras aquí: que entiendas por qué soy la oveja negra de la familia. 

—No entiendo, ¿con qué intención?

—Para conocernos mejor, para que me ayudes. Y, si se da el caso, para servirte de ejemplo, para que veas que hay más de un camino en esta vida. —Carraspea y la observo con detenimiento. Sea lo que sea que me quiere contar, parece que debe importarme, así que le presto toda mi atención—. No quise ser igual a tu madre, ni quise ser tan correcta y educada como me pedían tus abuelos. Mi relación con Frieda se torció porque ella, como buena hermana mayor, buscaba lo correcto para mi vida, pero basándose en la suya. Le decepcionó que yo estudiase Enfermería en vez de Medicina, que me dedicase, supuestamente, a vagabundear por ahí en vez de hacer cursos, estudiar y conocer gente que ella consideraba interesante. Si no hacía las cosas igual que ella, mis padres se molestaban. Era... Frustrante. Pero no permití que el mal ambiente familiar me cohibiese y, aunque al principio me afectó a la autoestima no contar con el apoyo de las personas que me criaron, logré salir adelante y ser quien hoy en día soy. Sé que mi hermana sigue decepcionada conmigo, y no hace falta que me lo niegues, pero yo no le guardo rencor. El caso es que... ¿Sabes algo? Parte del rechazo que existió en mi hogar me impidió que me aceptara a mí misma por completo. —Estira los brazos para sujetar mis manos y me mira con una sonrisa de boca cerrada—. He estado mucho tiempo sola y... Bueno, esto es difícil de decir.

—¿Qué sucede?

—Escucha, no tengo más familia además de mi padre, mi hermana y vosotros, mis sobrinos. Pero a ti siempre te he tenido un cariño muy especial. Así que hoy me gustaría continuar con el proceso de aceptarme a mí misma. Empecé con Samuel y ahora continúo contigo. El caso es que...

Busca algo en el bolsillo del pantalón. Parece nerviosa. Llama a un número y, cuando parece que le responden, la expresión de su cara cambia por completo a una radiante y demasiado feliz. El brillo de su mirada me hace comprender que habla con alguien a quien aprecia demasiado. 

—¿Nadja? Baja cuando puedas, mi sobrino ya está aquí.

Cuelga, guarda el teléfono y me mira entre sonriente y complacida. Y de pronto algo hace click en mi cerebro, y comienzo a percatarme de muchas cosas aunque, a la vez, prefiero obviarlas todas y huir de ellas. 

—Erika, la mujer con la que hablabas... ¿Quién era?

Me mira, entrelaza sus manos con las mías y pronuncia las siguientes palabras, despacio:

—Vas a conocer a mi pareja, Oliver. Se llama Nadja. 

Justo cuando dice eso, aparece una mujer en la puerta de entrada de la cafetería que, tras echar un vistazo por las mesas, se acerca a nosotros. Mi tía la saluda con la mano efusivamente y yo la observo con detenimiento: es alta, de porte elegante, con una figura estilizada por una bata blanca. Su melena negra le llega a la cadera, y sus serenos ojos color miel transmiten una confianza que me asombra. Estoy ante una mujer que rebosa feminidad, y me reprendo a mí mismo por sorprenderme ante ese detalle. Cuando ella me ofrece la mano para saludarme, yo me bloqueo.

Mierda, ¿qué significa esto? ¿Erika es lesbiana? 

Busco en mi mente todo lo que he aprendido acerca de la homosexualidad, de las relaciones de esta índole, y me percato que lo poco que sé lo aprendí de niño. La homosexualidad era lo mismo que una palabrota, «eso no se dice»; que un tema incómodo o escabroso, «de eso no se habla» o que tocar a un bicho con las manos, «eso es asqueroso».

Correspondo a su apretón de manos; es firme, al igual que el mío. Ambas parecen bastante animadas. Yo, por mi parte, no sé qué pensar.

—¿Y bien? —me pregunta mi tía, y como ve que no hablo, lo hace ella—. Nadja es farmacéutica. 

—Sí, trabajo en el área de diagnóstico clínico del hospital —prosigue Nadja. Se acerca a Erika y la abraza por los hombros—. Conocí a tu tía en una de las cafeterías del personal. Qué suerte tienes, ¿eh?

La mujer me guiña un ojo, mostrándose, por primera vez, cercana. Yo desvío la mirada y carraspeo, pidiendo por favor que las mejillas no me traicionen relevando un sonrojo. Esta mujer es demasiado atractiva.

—Oliver, ¿no vas a decir nada? —me pregunta mi tía, y yo suelto con toda sinceridad lo que estoy pensando:

—Mamá te va a matar. 

Ella se ríe como respuesta y yo me arrepiento de mis palabras. Entonces soy consciente, debido a su humor, de hasta qué punto ha interiorizado y aceptado el rechazo hacia su orientación sexual.

—Lo sé, por eso mismo no le voy a contar nada de esto, de momento. Pero dime tú, ¿qué opinas? 

—¿Por qué necesitas saberlo? —le respondo, intentando no sentirme involucrado en el tema—. No importa lo que opine yo, sino tú. Es tu vida, son tus elecciones.

—Claro que importa, necesito saber en quién puedo encontrar apoyo.

Medito durante un instante acerca de lo poco que me enseñaron sobre todas las orientaciones sexuales distintas a la heterosexual, de lo ajeno que ha estado ese tema en mi vida. No sé, se supone que esto está mal, que algo extraño sucede con ellas dos, ¿no? Un error. Se han equivocado, están confundidas. Eso es lo que me ha inculcado mi familia y, en cierta forma, la sociedad en la que me he criado. Por eso mismo, mi mente siente un extraño rechazo impuesto hacia esta situación que provoca que aparte mis manos de la mesa y no disimule una mueca de desagrado. 

Sin embargo, cuando contemplo a la hermana de mi madre sonreír mostrando sus encías, tan plena y tan poco discreta, algo se mueve en mi pecho, invitándome a sonreír también. Ahí me pregunto si estoy en el derecho de opinar en lo más mínimo sobre la vida sentimental de otra persona. Es decir, ¿por qué le tiene que importar a alguien a quién quiere Erika? Si incluso parece más feliz de lo normal con esta mujer, y eso es lo más importante. Ha encontrado su felicidad de forma poco convencional, sí, pero al fin y al cabo esa es la meta de esta vida, sentirse dichoso, ¿no? Además, ella está compartiendo su vida con alguien, como tanto quería mamá. 

Es ahí cuando me percato de algo: puede que Erika esté viviendo con plenitud ese sentimiento generoso, comprensivo, empático, donde la comunicación no brilla por su ausencia pero incluso los silencios lo fortalecen. Donde la palabra no es demandada y, a la vez, le da razón a su existencia. Está viviendo el amor en la máxima expresión de la palabra, y la envidio por ello. 

—Es... Es genial —respondo sin convencimiento y ambas se abrazan, juntando sus rostros en un gesto afectuoso.

—Esto es lo que quería enseñarte, pequeño médico —murmura, mientras le da un beso en la mejilla a su pareja—. Que no tienes que limitarte a seguir el camino que te han marcado tus padres. Hay muchas más formas de ser feliz.

Entonces, tanto Nadja como Erika me agarran de los brazos y me arrastran fuera de la cafetería, riendo y hablando con total confianza, como si se conociesen de toda la vida. Durante la tarde, las acompaño y me enseñan el hospital. De vez en cuando me dedico a escuchar sus conversaciones, banales y, a su vez, cargadas de un significado íntimo que solo dos personas que se aman pueden descifrar en su totalidad. Y, mientras pasan las horas, una duda crece con más fuerza en mí: ¿Erika, hasta qué punto se sintió dichosa al liberarse de la carga de su secreto? ¿Qué tipo de felicidad le aborda al que se acepta por completo a sí mismo? 

¿Una plena? 

°°°

Bien, os voy a dejar por aquí unas cositas:

¡Insultos en el lenguaje de signos inglés! Porque nunca sabes cuándo necesitarás insultar a alguien con las manos. e.e


La cara de troll de esta señora es lo más jajaja

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