XVII. Mis sentimientos por ti.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Viernes, de nuevo. Es extraño lo rápido que pasan los días cuando todo vuelve a su cauce normal de monótona tranquilidad. Estamos en clase, esperando a que la profesora Petri aparezca de una vez, porque lleva quince minutos de retraso. Klaus está tomando su zumo mañanero, observando como Adam juega en el teléfono. Tanja escribe a toda velocidad en su cuaderno, deduzco que está adelantando algún ejercicio de matemáticas. Wolf, por su parte, mira al encerado, abstraído. Lleva toda la semana con un constante gesto serio, y parece decaído. Sin embargo, no le presto atención, tampoco es que me importe. 

Mi mente está ocupada en asuntos más importantes, como el examen de Biología del próximo lunes o la cantidad ingente de tarea que nos ha puesto el profesor de Química para hacer durante fin de semana. Sí, solo pienso en eso, en nada más. 

La señora Petri hace aparición en la puerta abrazándose a un montón de papeles. Deduzco, por los pelos revueltos que lleva y las ojeras pronunciadas de su rostro, que no ha pasado una buena noche. 

—Lo siento, me pilló un atasco —se disculpa y algunos disimulamos mal una risa. Siempre utiliza la misma excusa—. Y me quedé encerrada en un ascensor, o lo que sea. —Se posiciona detrás de su escritorio y carraspea—. Terminé de corregir los trabajos que me entregasteis el otro día. —Mira a los lados, adivina lo que todos estamos pensando y prosigue—: el martes, los terminé de corregir el martes. 

—Por supuesto, si para ella los martes son lo mismo que los jueves por la noche... —susurra Tanja, sin despegar la vista de su libreta. Su larga melena castaña le tapa la cara a modo de cortina. 

—Chicos, me temo que estamos escasos de tiempo, así que, el próximo lunes, harán las exposiciones los grupos que han tenido la mejor y la peor nota. ¿De acuerdo?

Todos nos quejamos, no solo por lo incómodo que resultaría ese agravio comparativo entre el mejor y el peor, sino porque en tres días a algunos no les dará tiempo de preparar diapositivas y ensayar una presentación.

—¿No podemos exponer el próximo viernes? —pregunta Klaus haciendo un mohín y la profesora se ríe.

—Tranquilo, Kissinger, que Bauer y tú os habéis librado de hacer la exposición —contesta la señora Petri, y Tanja gruñe por un momento, apretando con fuerza su portaminas. El mal humor de esta mujer a veces me da miedo—. El lunes, al final de la exposición, os daré las notas del trabajo. Los mejores habéis sido Müller y Wolf y, los peores, Zimmermann y Spyri. 

Mis compañeros miran primero a Heidi, quien agacha la cabeza avergonzada, intentando asimilar su mala calificación. Acto seguido, todos miran al pupitre donde debería estar Annie. Sin embargo, este está vacío. 

—Oh, Zimmermann no ha venido hoy tampoco. Avisadla, por favor.

Observo fijamente su asiento. Lleva tres días sin asistir a clases, algo muy poco común en ella. Le preguntaría a Tanja por el motivo de su ausencia, pero no me atrevo porque, desde que Annie y yo nos distanciamos, nuestra amiga no ha vuelto a dirigirme la palabra y actúa como si no me conociese. Ese detalle me demuestra que, aunque nos llevábamos bien, aprecia mucho más a mi novia que a mí.

Suena la campana que anuncia el final de las clases y todos nos levantamos. Yo lo hago con una exasperante lentitud, porque soy consciente de que no tomaré el mismo bus de vuelta a casa que parte de mis compañeros. El motivo es sencillo: hoy, por fin, visitaré a Gestalt para iniciar las sesiones en el psicólogo. 

Cuando el aula está vacía, me desperezo estirando el cuerpo y bostezo. Entonces, me percato de que hay alguien observándome, sentado sobre el escritorio del profesor. Ni siquiera había reparado en su presencia.

—Samuel, ¿puedo hablar contigo? —me dice Adler, de brazos cruzados y con un tono firme y enérgico que contrasta bastante con el suyo habitual, apático. Me mira desafiante, como consciente de cuál va a ser mi respuesta.

—Y una mierda —le espeto, dirigiéndome con paso firme hacia la puerta. 

—Deja de comportarte como un capullo. Es sobre Annie. 

Ahí me detengo; ha captado mi atención de forma efectiva. Hago de tripas corazón, me armo de paciencia y me siento en el pupitre que se encuentra frente al escritorio. 

—¿Qué quieres?

Él agacha la cabeza y se lleva una mano a la nuca. Su evidente nerviosismo es potenciado por el continuo zarandeo de su pie derecho. Resopla, se frota el rostro y me mira. 

—Sabes que, aunque no lo parezca, aprecio a Annie, ¿verdad?

—Si me vienes a hablar de vosotros dos, que sepas que no me interesa lo más mínimo —le corto, preparado para bajarme del pupitre, cuando él alza las manos y niega con la cabeza—. ¿Qué? ¿Acaso no vienes a hablarme de eso? De tus sentimientos por ella.

—Quizás resulta evidente que estoy enamorado de ella —dice esto último con una facilidad que me pasma, como si tuviese más que interiorizados sus sentimientos. Yo tenso la mandíbula pero intento buscar la calma. Sí, es algo que ya sabía, de hecho, concluí que su mala actitud hacia mí durante los dos años que hemos compartido clases era debida a los celos—. Y ella sabe lo que siento. 

—A ver si adivino, has aprovechado que estamos mal para confesárselo, ¿a que sí?

—No, eso lo hice a principios de año —me aclara, y yo pienso en el hecho de que Annie no me había contado nada.

—En serio, Blume, ¿a qué has venido? ¿A que os dé mi bendición?

Él suelta una leve risa. Yo no le encuentro la gracia. 

—Ojalá.

—¿Qué?

—Ella está enamorada de ti, y yo la quiero lo suficiente como para no ser egoísta y preferir que sea feliz contigo —me confiesa. Esas palabras me toman por sorpresa. En ningún momento imaginé que Adler dejaría atrás toda su estupidez y nos hablaríamos en estos términos. Tampoco me llegué a imaginar que buscaría que mi relación con Annie durase—. Yo he intentado animarla en vano. No lo está pasando bien, y sé que tú eres la única persona capaz de sacarle una sonrisa en momentos como este. Así que deja de comportarte como un capullo y ve a hablar con ella.

—Pero...

—Sí, Samuel, sí, sé lo que me vas a decir —me interrumpe con hastío—. Que ella no ha buscado hablar contigo, cuando tiene más obligación que tú de hacerlo. Lo sé. ¿Pero sabes por qué no lo ha hecho? —Niego con la cabeza y él prosigue—: porque tiene miedo de que lo último que le digas es que vais a romper. No eres del tipo de persona que perdona una mentira de ese estilo, ¿no? 

—Entonces... Sí os acostasteis.

Adler esquiva mi mirada y la posa en el suelo. Los pocos segundos que invierte meditando la respuesta, empiezan a resultarme horas. Estoy a punto de repetirle mis palabras cuando al fin se decide a hablarme:

—Sí. 

Inspiro con fuerza y contemplo el techo. No sé para qué pregunto cosas evidentes, quizás solo busco martirizarme un poco. Vuelvo a mirarlo a él y continúo, expresándole la duda que, quizás, más me reconcome:

—¿Antes o después de iniciar nosotros? 

—No te lo puedo decir yo, Samuel, no es algo mío, es vuestro.

No. No estoy de acuerdo con él. Sin embargo, a pesar de que deseo darle una mala contestación, me contengo y le digo, cansado:

—De acuerdo. 

—Todo el mundo comete errores, ¿sabes? Pero lo mínimo que se merece una persona es saber si la van a perdonar o no por ellos. —Baja del escritorio, agarra su mochila, se la cuelga al hombro y camina hasta la salida, dejándome atrás—. Yo no me la merezco, pero como sigas con esa actitud de mierda, créeme, haré todo lo posible por merecérmela. 

Y se va, mientras yo permanezco mirando a la ventana, sin saber en qué pensar.

°°°

Cuando llego al despacho de Gestalt, llamo con cierto recelo a la puerta. Ella no tarda ni un segundo en invitarme a pasar. Abro, asomo la cabeza y permanezco ahí quieto, observando a la psicóloga. Está sentada tras su escritorio, con una libreta en la mano. Se ajusta las lentes, entorna los ojos y se echa hacia atrás en la silla.

 —¿Por qué te quedas ahí quieto en la puerta? Pasa, hombre, ¡pasa! 

—Estaba comprobando tu humor. El otro día dabas un poco de miedo —respondo, todavía con desconfianza. La verdad es que no quiero que me vuelva a regañar por no haber asistido a la sesión del lunes; no tuve ni los ánimos ni la valentía suficiente como para hablar con ella.

—Oye, ¡qué directo! —se queja, soltando una risa un tanto ambigua—. Perdona, tengo que reconocer que, aquella vez que hablamos, no me pillaste de buen humor. Además, este es mi primer trabajo. Pero dejémoslo en que las apariencias engañan, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Pensé que hoy tampoco te vería por aquí, Samuel. Y no te preocupes, que no te reñiré otra vez. Lo importante es que por fin te dignaste a aparecer —prosigue. Yo tomo asiento frente a ella y, entonces, se instala entre nosotros un silencio bastante incómodo. Observo como ordena sus papeles y los guarda en un cajón. Después, toma su libreta, su boli Bic dorado, se pone bien las gafas y se recuesta en su silla—. Sí, sé lo que estás pensando.

—¿Eh?

—Uf, qué incómodo. ¿Cómo le hablaré de mis problemas a esta jovencita? Son privados, aireárselos a una desconocida es tan vergonzoso —deduce mis pensamientos, fingiendo una voz masculina de lo más esperpéntica—. Sé que he acertado, porque eso fue lo mismo que pensé yo cuando fui por primera vez al psicólogo.

Empezamos bien.

—Bueno, yo... 

—Sí, fui al psicólogo de pequeña porque tenía problemas de ansiedad —me interrumpe, como leyéndome la mente—. El hombre que me atendió me ayudó a mejorar. Yo era una persona gris y él fue capaz de colorearme. Me sentí tan agradecida por ello que decidí que dedicaría mi vida a darle color a los demás. 

Me detengo a pensar durante un momento en sus palabras. ¿Ayudar a los demás? Siempre he admirado a la gente que vela por los otros de manera altruista, sin esperar nada a cambio. Así que, sin duda alguna, esta extraña mujer se ha ganado parte de mi respeto con esa última frase. 

—Entiendo, aunque ese dato de que fuiste al psicólogo tampoco es algo que me importe tanto como para impedir que te hable. 

—Pero, de alguna forma, te ha impresionado y estabas a punto de juzgar mi confesión. ¿He adivinado? —Frunzo el ceño, curioso por su deducción y ella se ríe, buscando algo entre las hojas de su cuaderno—. Mejor dejemos de hablar de mí, que es muy poco profesional, y hablemos de por qué te han expulsado. Hagamos una cosa: yo voy a enumerar cada uno de los motivos por los cuales te pusieron tres avisos por mala conducta y tú me explicas las razones de estos, ¿de acuerdo? 

—De acuerdo.

—Primer aviso: lanzar comida en el comedor escolar. Eh... ¿Me recuerdas la edad que tienes? —me dice, entre divertida y asombrada. 

—Diecisiete años. 

—¿Y por qué hiciste eso?

Miro a los lados y me rasco la mejilla. Estoy a punto de optar por no contestarle, pero sus ojos, curiosos, me impiden guardar silencio.

—Porque la anterior pareja de mi novia Annie comenzó a... —me detengo. Uf, esto va a sonar aún más ridículo en voz alta—. Comenzó a decir estupideces sobre ella y sobre mí. Después, me lanzó un champiñón a la cabeza y eso me molestó, así que le respondí lanzándole un bistec. 

—¿Y a Annie también le importó lo que dijo su exnovio? —Niego con la cabeza y Gestalt anota algo en su libreta. En serio, ¿qué está apuntado? ¿Acaso Freud teorizó sobre la relación entre la conducta humana y la comida? Es obvio que sí y que son teorías bastante turbias, está claro. Seguro que postuló que la psique del estómago de las personas está dividida en tres instancias: «ceno, como y supercomo». Ay, madre, tengo que revisar esa libreta—. Entonces solo te importó a ti, interesante. La segunda advertencia fue porque... Vaya, vaya. Fue porque te descubrieron en actitud indecorosa con la señorita Zimmermann dentro de un baño de la planta baja. Cuéntame sobre eso. 

—Una amiga de Annie le desabrochó el sujetador, me metí en el baño para abrochárselo. La señora Vettel entró, nosotros nos escondimos, ella se tiró un pedo antes de marcharse, salimos de nuestro escondite y bueno... Justo cuando abracé a Annie, volvió a entrar la profesora y nos descubrió en una posición bastante malinterpretable. Absurdo, pero verídico. 

—Oh, por favor, ¿se tiró un pedo? —pregunta, con un brillo en su mirada. Comprendo perfectamente que ese sea el único dato con el que se ha quedado de toda la historia—. Solo por eso sé que no me estás mintiendo —se mofa y muerde la tapa de su bolígrafo—. La tercera vez fue porque te peleaste con Adler Blume en los pasillos, en hora de clases. Deduzco que esa es la ex pareja de Annie. ¿Qué pasó? ¿Por qué os peleabais?

—Porque se acostaron —digo con rabia. ¿Por qué me manda responder eso? Si es más que obvio que todo el mundo sabe lo que sucedió.

—¿Recientemente? 

—No. Bueno, no lo tengo claro. 

—¿Por qué no lo tienes claro? 

—No hemos vuelto a hablar desde la pelea. 

—¿Y no pensáis hacerlo en ningún momento? —Yo me encojo de hombros como respuesta, mostrando mi indiferencia ante esa posibilidad—. ¿Cómo te sientes por lo sucedido, Samuel? 

—Normal, supongo.

—Muy normal no te has de sentir si intentaste agredir a Blume. El motivo principal de que asistas a estas sesiones es, según tengo anotado, tus ataques de ira. ¿Qué me tienes que decir al respecto?

—Que es una tontería —concluyo, con un tono de suficiencia no intencionado—. Mis demonios y yo estamos muy bien, y soy una persona muy tranquila.

—Pero no ha pasado ni un mes de clases y ya causaste dos peleas. Además, llevas desde que tocamos el tema de tus suspensiones tensando la mandíbula, apretando los puños y mirándome de una forma que me transmite de todo menos tranquilidad —señala y yo suspiro casi instantáneamente para relajarme. No me había percatado de todos esos detalles—. Cuéntame, ¿por qué te sientes normal a pesar de que todavía no has aclarado las cosas con tu novia?

—No lo sé. Es así es como estoy y no puedes forzarme a sentir de otra forma. 

—Uhm... Eso es verdad —concluye tras meditar unos segundos—. Respóndeme a la siguiente pregunta: en el momento en el que te enteraste del desengaño, ¿cómo te sentiste?

—Mal —murmuro, evitando todo contacto visual por vergüenza.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿Qué pregunta es esa? —inquiero, molesto por la obviedad—. Me sentí mal porque una de las personas que más me importaba me estuvo engañando, y jugó con mi confianza para continuar con sus mentiras. Porque ella era una constante en mi día a día, un punto de apoyo, porque me encantaba su compañía, sus ocurrencias, sus tonterías. —Suspiro, tuerzo la boca y me atrevo a mirar a la psicóloga, que está atenta a mí con un gesto imperturbable—. Pero cuando pienso en Annie como mi pareja, no sé, ya no siento nada. 

—Bien, eso es un poco extremo, ¿no crees? —pregunta, pero yo no respondo—. Dime algo: cuando todo iba bien entre vosotros dos, ¿qué sentías por ella? ¿Amor? —Desvío la mirada a la pared que tengo a mi izquierda y me mantengo en silencio—. Samuel, ¿cómo era vuestra relación?

—Normal, creo. La verdad es que estábamos muy unidos. Aunque casi nunca teníamos esos roces que hay entre las parejas, no sé si me explico. —Por favor, joder, dime que sí, no quiero ahondar en esto.

—Que sí, que no había mucho contacto físico. ¿Os acostabais?

Socorro.

—No, nunca nos acostamos. —Inspiro, suspiro, y me preparo para desahogarme. Adiós, vergüenza—. Supongo que no éramos una relación normal. El caso es que no lo hacíamos porque ella me decía que no se sentía preparada, pero en realidad tenía miedo de que descubriese que se había acostado con otro antes. Eso es algo que no entiendo, porque si me lo hubiese dicho en su momento, no me habría importado. Es decir, tuvo una vida antes de mí, pero prefirió mentirme. Lo que me hace pensar que la realidad es que me ha sido infiel y por eso se lo calló. —Me froto la cara y resoplo—. Ya sé que todo esto es una tontería, pero me duele.

—Mira, primero: recuerda que el hecho de que algo no siga el patrón normal no significa que sea menos real. Y segundo: tus motivos, aunque no se compartan, aunque no se entiendan, desde el momento en el que te afectan son importantes y nunca una tontería. ¿Entiendes? —Yo asiento con la cabeza, implorando para que la sesión finalice. Ella prosigue—. Háblame de Annie. ¿Cuándo os conocisteis? ¿Cuándo iniciasteis la relación? 

—¿Qué? ¿Por qué quieres saber sobre eso?

—En todo momento mantienes la versión de que ya no sientes nada cuando piensas en Annie pero, desde que empezamos a hablar de ella, tu lenguaje corporal ha denotado no solo enfado, sino también nerviosismo. Y no me baso en lo tenso que estás, sino en que estás temblando.

Fijo la vista en mis manos temblorosas y, después, observo a la psicóloga con molestia.

—¡Oye! No me parece bien que te dediques a señalarme ese tipo de cosas porque... 

—Samuel —me interrumpe—, puede que mis métodos no te parezcan los más adecuados, pero me están sirviendo para mostrarte algo: ¿te has parado a pensar que, quizás, lo sucedido te ha afectado lo suficiente como para no ser capaz de sobrellevarlo y, por tanto, has decidido bloquear tus sentimientos por ella para sobrevivir a esta mala experiencia?

Abro ligeramente la boca, sin saber qué responder. Medito sus palabras y llego a una conclusión: no, eso imposible. ¿Bloquear sentimientos? ¿Qué se cree esta mujer que somos las personas? ¿Aplicaciones de teléfono? ¿Máquinas? No sé qué me estorba más de esta situación, si sus elucubraciones absurdas o que esté analizando cada detalle de mi persona, hablando como si tan solo le hubiese sido necesaria una sesión para conocer lo que ronda en mi cabeza.

 Acomodo la espalda en el respaldo de la silla. Asimilo que esto va para largo, así que le doy vueltas a mi cabeza un momento; hacía tiempo que no pensaba en el día que conocí a Annie.

—Nos conocimos a los seis años.

—Sigue.

—Yo antes vivía en otra casa, cerca de la de ella; mis padres y su madre trabajaban en el mismo hospital. Ellos llegaban muy tarde a casa, así que mi hermana Sylvia me cuidaba. Una noche que estábamos solos, Sylvia enfermó y fuimos a urgencias. A mí me dejaron en una sala de espera vacía. Recuerdo que me aburrí mucho, muchísimo, pero en un momento dado, escuche la voz de una niña en otra sala, tatareando la canción de un anuncio de churros. —Me río al recordar aquello y entonces olvido por completo que Gestalt me está escuchando—. Recuerdo que caminé hacia el origen de esa voz y, al llegar, me encontré con una niña bastante pequeña; de mi edad, pero bajita. Yo no era alguien muy hablador, así que supuse que la ignoraría; sin embargo, hubo un detalle que hizo que me acercara a ella: estaba jugando con sus manos, y sus dedos paseaban por sus piernas. No sé, parecía tan entretenida con ese simple juego. Me resultó bastante curioso, así que fui hacia ella y le pregunté qué hacía. Me dijo que sus manos... —Levanto las mías y las pongo sobre la mesa, simulando que caminan—. Que eran personas, que eran sus padres, que caminaban felices, cogidos de la mano. O sea, me pareció tan absurdo y adorable. ¡Manos cogidas de la mano! —Me vuelvo a reír y miro a la psicóloga, está tan absorta y tan atenta a mi charla, que siento vergüenza y noto un leve rubor en mis mejillas. Ah, si es que soy idiota—. El caso, es que es estuve hablando con ella y me agradó bastante. Parecía tan feliz. Así que busqué la forma de volver a verla. Me dijo que pasaba casi todas las noches en esa sala porque su padre no estaba en casa a esas horas. Le prometí que al día siguiente la acompañaría. Monté un alboroto en casa con tal de lograrlo. —Oh, Dios, ¿por qué estoy contando esto?—. Y así cumplí mi promesa. Después, descubrimos que vivíamos a diez minutos de distancia el uno del otro. Así nos pasamos prácticamente la mayor parte del tiempo juntos, yendo de una casa a otra para vernos.

—Ah, me huele a historia de primer amor, ¿no?

—No, o sea, sí. Supongo que la novia de los cuatro años y de los trece no cuentan, ¿no? 

Gestalt se ríe de una forma bastante amable, como si mi comentario le diese ternura, como si estuviese frente a un niño pequeño. Bah. 

—Depende, ¿a quién querías a los trece años? 

—A Annie. 

—¿Y te lleva gustando desde...?

—Desde que la conozco, aunque nunca se lo dije.

Se apoya en el escritorio, se inclina hacia delante y me pregunta:

—¿Te das cuenta? —Levanta las manos y se señala la boca con los dedos índices—. Has pasado de estar tenso a no parar de sonreír.

Me detengo un momento a analizarme: no solo me duelen las mejillas por sonreír, sino que noto latir con rapidez mi corazón, y un calor agradable en mi pecho. Unas sensaciones que estaba ignorando por pensar demasiado, ocultando sentimientos que se pueden resumir en mi vergüenza y mi amor por esa chica. Quizás juzgué demasiado rápido los comentarios de Gestalt, quizás sí es verdad que había activado un botón de bloqueo para protegerme. Me llevo las manos a la frente, abrumado por esta oleada de sentimientos que me sacuden, los que me había esforzado por ignorar durante estos días para salvarme a mí mismo. Dios, soy tan tonto. 

—¿Y ella? —continúa la psicóloga—. ¿Qué sentía por ti?

—Supongo que nada. Annie tuvo muchas parejas antes que yo. 

—¿Y eso no te importaba?

—No, ¿por qué me iba a importar? Al fin y al cabo, Annie era libre de estar con quien quisiese. Aunque sí me importó que saliese con su último novio, Adler, porque en esa época ella se volvió alguien muy infeliz. Nos distanciamos y ese chico alimentaba su baja autoestima, pero yo la seguía queriendo. Así que, el día que me llamó para que fuese a su casa, que nos besamos y supe que le gustaba pues... Me quedé contento. 

Supongo que esa frase resume demasiado mal como actué ese día: atontado, sin poder creerme lo que había sucedido, mientras Klaus me seguía a cada lado burlándose de mí. Incluso me llamó a las doce de la noche para seguir riéndose un rato.

—¿Y por qué la querías?

—Porque ella era distinta a todo lo que estaba acostumbrado a tener en mi vida. Porque me hacía más feliz. Simple.

—No lo veo tan simple. Es muy difícil lograr que la complejidad ahogante que nos define encuentre un lugar donde sentirse sencilla.

—¿Sabes? Me hace gracia que hables de lugares, porque pensé algo parecido el sábado pasado: que el amor es la parada de una estación.

—Te equivocas; el amor no es la parada, es el camino —me corrige, y yo la contemplo, absorto en sus palabras—. Tras haberte escuchado, estoy más que segura de que te has cerrado en banda con tus sentimientos como forma de protegerte a ti mismo. ¿Tú qué opinas? —Yo frunzo el ceño sin atreverme a responder y ella suspira—. Creo que deberías hacer caso a tu corazón e ir a hablar con ella, Samuel.

—¿Por qué yo?

—Porque, ahora mismo, ambos estáis detenidos en el mismo camino que compartíais juntos y necesitáis avanzar, ya sea juntos o separados. No puedes estar siempre quieto.

—Entiendo.

—Soy consciente de que no te puedo decir qué hacer, pero deduzco que esto es lo que necesitabas escuchar.

—Creo que sí. 

—Para avanzar como persona, uno debe tener las cosas claras, ¿no crees? La incertidumbre es enemiga de la felicidad, cuantos menos temas dejes en el aire, mejor. Si hablas con ella, avanzarás porque lograrás sacar adelante un tema que te estanca. Si después de hacerlo el resultado es positivo, podréis seguir caminando juntos en la vida y aprenderéis de los errores. Si es negativo, aunque duela, no será el fin del mundo porque podrás construir otra historia con alguien. Con otra persona que cuente historias con sus manos —me dice, colocando sendas manos en el escritorio, simulando que son personas que caminan juntas. Así, como hacía Annie—. El lunes me cuentas como fue y hablamos sobre otro tema, o sobre lo mismo, ¿de acuerdo? —Asiento con la cabeza y ella me sonríe, buscando algo en su cajón. Ah, una piruleta—. No es que quiera echarte, pero en cinco minutos te pasa el último bus y a mí me suena la barriga. ¿O quieres contarme algo más? 

—No, en realidad. Necesito coger ese autobús. 

—Pues hasta luego —se despide, metiéndose la piruleta en la boca mientras me guiña el ojo. Yo me voy de su despacho y salgo del edificio corriendo porque me niego a comerme dos horas de camino a pie hasta mi casa.

Vaya, jamás pensé que las charlas con esta mujer me servirían de algo.

°°°

Y aquí estoy, a las ocho de la noche, ante la casa de Annie. Me acerco a la puerta y, antes de llamar, medito en lo que me ha movido hasta aquí. Gestalt tiene razón, la extraño. De hecho, desde que me despedí de la psicóloga, he sentido una especie de agobio en mi pecho, como si me faltase algo. Y la culpabilidad me arremete por haber dejado sola a mi novia cuando la gente comenzó a acosarla. Quizás necesitaba desahogarme con alguien antes de comprender que necesito que arreglemos nuestros problemas porque la echo de menos y la quiero. Así que, sin más dilación, levanto la mano y llamo a la puerta repetidas veces. 

—¡Papá! ¿Para qué llamas si ya te di las llaves? —escucho la voz de Annie agitada acercándose, y unos pasos fuertes. Deduzco que está bajando las escaleras. Espera, ¿ha dicho papá? 

Mi pareja abre la puerta de golpe, molesta. Solo lleva una toalla cubriéndole el cuerpo y otra en la cabeza. Yo abro ligeramente la boca para pronunciar un saludo, o lo que sea, porque me siento abrumado ante su presencia. El caso es que, al percatarse de quién soy, entrecierra la puerta y se esconde tras ella.

—Annie, quiero hablar contigo. ¿Puedo pasar?

—No, no puedes —contesta al momento, con la voz temblorosa—. Por favor, vete.

Enmudezco, observando como poco a poco va cerrando la puerta del todo. Entonces, recuerdo las palabras que me dijo Adler a la mañana:

«Tiene miedo de que lo último que le digas es que vais a romper». 

Doy un paso al frente e impido que cierre.

—Te echo de menos —digo y, de pronto, veo su cabeza asomándose. Sus mejillas sonrojadas y después sus manos temblorosas sobre la madera. Por un momento creo que se le están aguando los ojos y algo se estruja en mi pecho. Asiente con la cabeza y retrocede. Después abre más la puerta y me invita a pasar.

—Espérame un momento en la sala. Voy a vestirme. —La obedezco y me dirijo hacia donde me ha pedido, entrecerrando los ojos porque todavía no se han acostumbrado a la claridad del lugar. Me siento en un sofá y observo mi alrededor: todo parece bastante ordenado, un detalle que me resulta extraño, ya que su casa suele ser un caos y lo más normal es encontrar ropa sucia en el suelo—. Anke y Axel no están, se han ido al cine —me avisa, antes de desaparecer por las escaleras que conducen al piso superior. 

Diría que estamos solos, pero la presencia peluda y de rabo alzado de Australopithecus me aclara que no, que él, el gran rey de la casa, sigue allí. Pasa a mi lado, me echa una mala mirada y sisea, antes de desaparecer por la cocina con la postura más felinamente digna que le puede salir a un gato. Es un divo, sin duda alguna. 

—Eh, gato, ¿qué tal la diarrea? —le pregunto antes de que desaparezca.

—Samuel, ¿subes a mi habitación? —me dice Annie casi en un susurro. 

Me giro y la veo asomada en la barandilla de las escaleras. Acto seguido, las sube y desaparece. La sigo, caminando con lentitud. Entro en su habitación, levemente iluminada por una vela aromática. Palpo la pared, buscando el interruptor de la luz y, cuando lo encuentro y lo pulso, descubro que ninguna bombilla se enciende.

—¿Qué le pasa a tu luz?

—Lo siento, se volvió a fundir la bombilla y no encontré ninguna de repuesto en casa. 

Me da la espalda mientras enciende una vela. Cuando termina de hablar, se gira. Yo la observo: tiene el pelo mojado, sujeto en un moño alto. Viste solo una camiseta larga y sin mangas que se le pega al cuerpo. Deduzco que por las prisas no le ha dado tiempo a secarse bien. Aparto la mirada al darme cuenta de que estoy siendo un tanto descarado y ella sonríe durante un instante, para después volver a su gesto serio.

—¿Cómo estás? —me pregunta y no puedo evitar sorprenderme de que, en efecto, esté preocupada por mí. 

—Más o menos, ¿y tú? —digo, y ambos nos sentamos en su cama, a una distancia prudencial—. Hoy no has ido a clases.

—Estoy más o menos, como tú. 

Detallo sus piernas cruzadas, el hecho de que en esa posición la camiseta no le cubre la ropa interior, pero sí lo hacen sus manos, apoyadas en la cama. La abertura del cuello me deja entrever su escote, y una gota de agua le recorre la mandíbula, descendiendo por su piel hasta llegar al comienzo de sus pechos. Yo trago saliva, desvío la mirada a la única ventana de la estancia y suspiro. Aún ahora me doy cuenta de cuánto le he estado extrañando en más de un sentido. 

Contemplo su habitación: la luz de la vela alumbra las fotos que cuelgan de las paredes. Muchas, demasiadas. Localizo unas pocas donde sale ella con sus anteriores parejas. Puedo distinguir distintas etapas de su vida por la edad que aparenta, o la ropa que lleva puesta. En ninguna está con Adler, pero sí localizo una de aquella época en la que eran novios; tiene un rostro tristón, y ahí recuerdo su actitud y lo distinta que era a la chica de ahora. Entonces, me pregunto si Annie cambió por estar conmigo. Si la ayudé, al menos, a ser más feliz. 

—Hablemos —prosigo, y de pronto ella agacha la cabeza y muestra una actitud reacia—. Quiero que esto siga. O sea, nosotros, nuestra relación.

—¿Y es necesario que hablemos de eso? No lo veo tan importante. —Yo la miro frunciendo el ceño y ella deduce que eso último me ha molestado, así que intenta proseguir su charla—. Es decir, fue error, ya está. Por favor, no le demos tantas vueltas. Es solo hurgar en la herida, ¿no crees? Que nos queramos es lo más importante. Venga, Sam, dejemos el tema, por favor.

Su voz tiene un deje desesperado que me incomoda. Yo me detengo un momento a pensar en mis siguientes palabras. Pero una parte de mí busca comprender por qué acaba de decir que el tema de nuestro distanciamiento no es tan importante. 

—Annie, sí es importante porque lo nuestro es una relación seria, me hiciste daño. Si queremos seguir con esto, debo saber todo lo que sucedió y comprenderlo. Me has estado mintiendo durante dos años. Sinceridad ante todo, ¿recuerdas?  

—¿Qué me quieres decir? ¿Que si no te explico las cosas no hay un nosotros? 

—Sí, que si no hay sinceridad esto no funciona. 

—Bien —responde, y desde hace un momento noto que tanto su tono como su actitud son los de alguien molesto, detalle que no entiendo—. ¿Y qué quieres saber?

—Annie, sabes perfectamente la respuesta: quiero saber qué pasó entre Adler y tú.

Suelta un leve gruñido y rueda los ojos. Cruza los brazos adoptando una posición defensiva. Su actitud me resulta innecesaria.

—Nos acostamos una vez, Samuel, ya está. ¿Qué importan los detalles?

Intento ignorar la punzada de dolor que he sentido en el pecho y dejo que la incomprensión hable por mí:

—¿Qué te pasa? Claro que importan. Dime cuándo y dime por qué no me lo dijiste. 

Ella inspira, se frota el cuello y tuerce la boca. Es curioso, pero en este mismo instante, una parte de mí guiada por la esperanza está completamente segura de cuándo se acostó con él: antes de que nosotros iniciásemos la relación. Estoy tan, pero tan seguro, que de camino a su casa ni siquiera me planteé la posibilidad de que fuese después. Por esta misma razón, por esta estúpida ilusión abrigada por mi ingenuidad, es que su siguiente respuesta que suelta sin titubear me resulta inesperada:

—Fue después, horas más tarde de que iniciásemos la relación. 

Abro mucho los ojos, la mente se me pone en blanco y contengo la respiración. Aprieto con mis manos la tela del vaquero. Busco su mirada, pero ella prefiere contemplar su edredón.

—Y... —titubeo, porque siento que se me quiebra la voz—. ¿Hay algo más que deba saber? 

—Sí. Ese día te dije que Adler y yo habíamos roto, pero no era verdad. Rompí con él después de visitarte, tras acostarnos.

Me levanto, me llevo las manos a la nuca y camino hacia la pared que tengo delante, sin saber qué decir. Los ojos se me nublan y siento que esta habitación se vuelve aún más pequeña por momentos. Medito durante instantes que me parecen eternos, intentando no ser consciente de que ella ahora sí me está observando. Entonces, no sé qué es lo que me lleva a decir las siguientes palabras, quizás el hecho de que mis sentimientos están a flor de piel, mezclándose el dolor con el amor. No tengo ni la más remota idea, pero digo algo que, si me paro a analizar, quizás no es lo más indicado, pero sí lo que dicta mi corazón:

—Annie, yo te amo, joder —suelto y ella se echa hacia atrás en la cama, siendo ambos conscientes de que es la primera vez que uno de los dos dice esas palabras. Por momentos creo que se ha asustado y ha odiado mi confesión.

—¿Por qué? 

—¿Cómo que por qué? 

—No. —Su voz tiembla y se atraganta  con sus palabras—. No puedes amarme, mucho menos después de esto. No es lo correcto. Samuel, reacciona, ¡te engañé desde el inicio! La mentira se me fue de las manos, lo fastidié todo, me burlé de tu confianza. 

—Pero te perdono —suelto. ¿Por qué? No lo sé, tampoco me entiendo a mí. Quizás es miedo, quizás ahora que lo veo más probable, temo perderla.

Y es, con esas palabras, como provoco la ira en ella. Se levanta, sujeta uno de sus peluches y me lo lanza, con los ojos llorosos. Sin pensármelo dos veces me acerco a ella y la sujeto por los hombros, por el mero hecho de que no soporto verla así, y le prometí, el día que comenzamos la relación, que nunca la haría llorar. Y aquí estoy, fallando en mi promesa, sin comprender qué es lo que le sucede.

—¡No puedes perdonarme! ¿No te das cuenta? No lo merezco y tú no debes aceptarlo. No eres así, no te rebajes por mí —solloza, golpeándome el pecho para alejarme.

—¿Qué estás diciendo?

—¡Que te vayas! ¡Que no me insistas! —Me acerco más a ella, buscando abrazarla. Por un momento parece ceder a mí pero, entonces, me empuja—. ¡No! No me interesa esta relación, ni tus sentimientos, ni nada. ¡Solo quiero que me dejéis tranquila!

—¿Qué significa esto? He venido aquí para arreglar las cosas. ¿Acaso el problema no era que tenías miedo de que te hablase para romper contigo? ¿O en realidad es que no querías enfrentarme? —le pregunto, desesperado por comprenderla, y ella me dedica una mirada que destila un odio que jamás había visto en ella. 

—Eso te lo ha dicho Adler, ¿no? Idos los dos a la mierda. 

Me da un empujón que no logra desestabilizarme, por lo que intenta huir de mí, pero yo la agarro del brazo para obligarla a mirarme a los ojos.

—Annie, ¿por qué te estás comportando así? ¿Has tenido algún problema? ¿Tu padre te está molestando?

—¡No te importa! —chilla, librándose de mi agarre—. Largo de aquí, Samuel. 

Consigue empujarme por la puerta, echándome de su cuarto. Miro a mi alrededor y después la miro a ella, confuso; su rostro triste no se corresponde a la fiereza de sus palabras.

—No voy a irme cuando estás así, Annie —me sincero, tan desesperado como lo está ella tras escuchar mis palabras.

—Oh, ¡por Dios! ¿Por qué? 

—¡Porque no puedo irme cuando estás llorando! No lo soporto.

—Claro, cómo no. El gran Samuel Müller vuelve a la acción, siendo superior a los demás con sus buenos sentimientos, perdonando al malo. Con su familia unida en una gran casa, su bonita vida arreglada, su ego de mierda, sus buenas intenciones, sus notas impecables y su dinero por castigo. Pero luego ni siquiera es capaz de salir en defensa del otro cuando lo pasa mal, como un cobarde victimista. Ni siquiera serías capaz de ayudarme ahora. Y claro, ¡yo soy la mala de esta historia! ¿Y tú siempre eres el bueno? El santo que perdona a la pecadora. ¡Que la perdona! ¿De que vas? ¡Don perfecto! Me tienes harta, estoy cansada de ti, ¿qué es lo que no entiendes? 

—Lo que no entiendo es qué te pasa. No estás diciendo esto en serio, solo te mueve el dolor, ¿verdad? —pregunto, en una súplica desesperada porque cada una de sus palabras se me ha clavado como un puñal en cada centímetro de mi cuerpo—. Dime qué pasa. Déjame ayudarte. 

—Oh, por favor, ¡cállate de una vez! ¿Es que eres tan simple que ni siquiera entiendes mis palabras? 

Durante un segundo, su veneno me hace enmudecer. Entonces, hago la pregunta de la cual más temo su respuesta:

—¿Acaso no me quieres?

—¡No! ¿No lo ves? Ni te quiero, ni te amo —dice, llorando a mares pero con una facilidad que me destroza. Yo me quedo ahí, quieto como una estatua, observando como agarra la puerta y, mientras la cierra de un golpe, me grita—: ¡Hemos terminado! 

Permanezco inmóvil, sin tener la más remota idea de qué hacer. Alzo la mano con la intención de llamarla, pero el mero gesto me vuelve a provocar una punzada insoportable en el pecho, y yo respondo soltando un suspiro cargado de dolor que juraría que me ha roto en mil pedazos. Me giro, queriendo huir de esta horrible sensación. Bajo las escaleras agarrándome del pelo, temblando. Cuando alzo la vista al frente, me percato de que en el recibidor hay un hombre alto y de aspecto demacrado que me está observando con su abrigo a medio quitar, mientras sujeta una cerveza. 

—¿Y tú quién eres? —me pregunta. Yo paso a su lado y rebaso la puerta principal.

—Ni idea —respondo, antes de desaparecer dando un portazo. 

Camino por la calle con un nudo en la garganta que impide que respire con normalidad. Cuando llego a la altura de un banco, intento sentarme, pero lo único que consigo es arrodillarme en el suelo, llevarme las manos a la cara y sucumbir por fin a un llanto que, en vez de liberarme, me apresa en mi dolor. La luz de la farola que tengo en frente se apaga, dejándome a solas con el desasosiego de una noche oscura. Ahí comprendo que no puedo amar la complejidad de las personas cuando ni siquiera las entiendo. Y, por primera vez en la vida, deseo reencontrarme con esa sencillez que me hacía sentir feliz.

°°°

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro