XXVII. Mi sensación de que el mundo es muy pequeño.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Me despierto a las diez de la mañana, tras pasar una mala noche donde tardé más de tres horas en conciliar el sueño. Es extraño, pero las madrugadas poseen un silencio de lo más estridente. Me siento en la cama y me dedico a meditar de nuevo en todo lo que me sucedió ayer, en lo que me dijo Gestalt:

«Debes empezar a aceptarte a ti mismo para crecer. Si niegas algo tan fundamental como tus sentimientos, ¿qué más habrá de ti que no aceptes? Lo que te da miedo, lo que anhelas, te alegra o te entristece es importante para ti, jamás un error. Asúmelo como parte de tu persona».  

Suspiro y me froto la cara con ambas manos. Ayer me expuse tanto ante mi psicóloga que soy incapaz de no sentirme vulnerable. Esa sensación lleva sacudiéndome todo el tiempo y no me deja tranquilo. Pero Gestalt está en lo cierto; me he quitado un peso de encima. Uno de muchos. Estuve horas en su despacho, hablándole, discutiéndole, temblando, teniendo miedo de todo, mientras ella me escuchaba y cuidaba de cada una de mis debilidades. Porque lo que siento, lo que le confesé, no es más que una representación de cada una de las dudas que atormentan mi vida. Así que cuando me despedí de ella, ya anocheciendo, me hizo prometerle algo: que asumiría mis sentimientos, porque sería otra forma de avanzar como persona y aceptarme a mí mismo, con mis defectos y mis virtudes. Que a pesar de lo que me dijese el mundo para minusvalorarme, yo estoy por encima del resto de opiniones, yo soy mejor que un juicio hiriente. Yo soy persona, tengo un valor que merezco.

Gestalt también me explicó que, ahora que he asumido que me gusta alguien de mi mismo sexo, puedo elegir dos caminos: el primero es permitir que mis sentimientos crezcan y aceptar la posibilidad de un posible rechazo o de una ida hacia ninguna parte. El segundo es intentar que esos sentimientos mueran y olvidarme de Rainer. No se lo he dicho a la psicóloga, pero la verdad es que estoy seguro de que no tengo posibilidades con mi compañero. Y aunque pudiese ser correspondido, no querría estar en una relación con él. ¿Para qué? Me causaría problemas, y ya tengo bastantes en mi vida. Por eso mismo, he decidido que tomaré el segundo camino: buscaré que mis sentimientos por Rainer mueran y se conviertan en un recuerdo de mis inseguridades adolescentes. Quizás no lo logre en un mes, ni mañana. Pero me esforzaré lo más posible.

Miro el papel de libreta que he colgado en la pared, al lado del póster de Oasis, el que algún día tiraré a la basura porque ahora me da pereza. En esa hoja escribí lo que me puso Rainer en el brazo, antes de que se me borrase. No tengo ni la más remota idea de lo que significa. He intentado traducirlo en el Google Translate de forma infructuosa pero, la verdad, es que no he puesto mi máximo empeño porque en el fondo, quiero escuchar la respuesta de boca de mi compañero.

—Samuel, he hecho el desayuno —me avisa Sylvia de pronto, creyéndose con todo el derecho de entrar en mi habitación sin avisar. 

La miro de arriba a abajo con los ojos entrecerrados. Viste vaqueros y un jersey rosa de cuello alto. ¡Menudo milagro! ¿Dónde ha quedado su costumbre de pasearse por la casa en ropa interior?

—¿No sabes llamar antes de entrar? —le reprocho, volviendo la vista a la pared. Ella se sienta en mi cama, apoya la cabeza en mi hombro y fija su atención en el mismo sitio que yo. 

—¿Qué pasa? ¿Temes que te pille haciendo cosas indebidas? —se burla, y yo gruño como respuesta—. Oye, ¿qué es eso que pone ahí en el papel? Me recuerda a la letra de Juud. Qué mal escribía ese chico. —Me encojo de hombros a la vez que Sylvia se vuelve a poner de pie y se acerca al folio, posando una mano en la barbilla, pensativa—. Uhm... Qué te apuesto a que pone: Paracetamol, 500 miligramos. 

—¿Qué dices? Además, eso es árabe. 

Ella da un respingo al escuchar eso y me mira, asombrada.

—¿Árabe? ¿Qué haces colgando frases árabes en la pared de tu cuarto? Uy, niño, ¿qué te dedicas a ver en Internet?

—¡Nada! —bufo, levantándome de cama y bajando las escaleras hasta la cocina, descalzo y en pijama. Sylvia me sigue mientras murmura algo acerca de Alá y el Corán. Entonces, cuando llego a la nevera y miro tostadas y huevos revueltos en un plato que está sobre la encimera de la cocina, me percato de algo que había ignorado antes—. Espera, ¿me has hecho el desayuno?

—¡Has acertado! —exclama, enseñándome el plato con un rostro de satisfacción bastante remarcable. 

Yo me siento en una banqueta y comienzo a desayunar sin saber muy bien qué decir. Lo normal es que yo le prepare la comida a mi hermana después de escuchar sus exigencias durante un buen rato. Pruebo los huevos mientras ella espera un veredicto sobre el plato. Le sonrío como respuesta y ella da una palmada, contenta. Qué curioso, esto sabe bien, realmente bien. ¿Habrá metido a un chef en casa y estará escondido debajo del sofá? O eso, o en verdad se está esforzando por mejorar cocinando.

—No hacía falta que me preparases nada, en serio. 

—Sí hacía falta, ¡tú siempre me haces el desayuno, hermanito! Y bueno, si quieres, te friego también el plato —se ofrece, colocándose el delantal y, después, los auriculares. Vale, eso ya es pasarse. Una cosa es ser amable y otra es ocuparse de todo. Yo niego con la cabeza y ella se cruza de brazos, apoyándose en la encimera—. De acuerdo, como prefieras. Además, el fregadero no echa agua, la pierde por otro sitio. 

—¿Cómo que por otro sitio? —pregunto. Ella se acerca al fregadero, gira el mando del agua fría y compruebo que no sale ni una sola gota del difusor. 

Escucho un ruido extraño que proviene del armario de abajo y la observo, interrogativo.

—Ah, eso, mira —me dice, abriendo una de las puertecillas.

Y, de pronto, un chorro de agua me impacta en la cara y echa a perder todo mi desayuno.

—¡Quieres cerrar el grifo de una vez! —le pido, porque parece que no está por la labor de hacerlo por sí misma. 

Y así es como mi hermana y yo nos adentramos en el extraño mundo de la fontanería, tras comprobar, luego de varios gritos y mojarnos repetidas veces, que el problema reside en que hay una fuga en el desagüe. La verdad es que estamos haciendo tanto el ridículo que cualquiera se preguntaría si en verdad fuimos los primeros espermatozoides en fecundar un óvulo. 

—Pues tendremos que arreglar esto con nuestras propias manos —concluye. Saca el teléfono del bolsillo y busca el número de algún fontanero que viva cerca. Cuando lo encuentra, llama, activa el altavoz y le explica nuestro problema a un hombre que posee un tono tan serio que nos cohíbe. Al colgar, me enseña su teléfono—. Bueno, pues parece que el señor va a tardar veinte minutos en llegar. Oye, ¿te gusta mi móvil nuevo?

—Oh, es un HTC. Pero ¿tú no eras una amante de los iPhone?

—¡Sí! Pero ayer entré en una tienda de telefonía y estuve molestando al dependiente para que me dijese, sin ningún tipo de engaño, cuál le parecía el mejor terminal. Y al final me dijo que el U12 estaba bastante bien. Me pareció un poco barato, pero tampoco tengo mucho presupuesto —concluye, poniendo los brazos en jarra.

—Ah... —murmuro; no tengo yo muy clara esa venta—. ¿Y cuánto tiempo lo estuviste molestando? 

—Pf, más de una hora, pero pareció no importarle. El chico era español, de Madrid, ¿sabes? Me contó un montón de cosas de su ciudad y yo le hablé de nuestra experiencia en su país. Creo que disimulé muy mal que no nos gustó nada. 

—Y yo creo que no debiste hablarle de eso.

—¡Bah! Tampoco pareció importarle. Además, fue muy amable, y me contó cosas muy interesantes. ¿A qué no sabes qué significan las siglas de HTC? 

—¿Qué?

—Hostia Tía Cállate. —Pero qué demonios—. Uhm, no sé en qué idioma está. Suena latino, ¿no crees? —Me callo, prefiero no ser yo quien le abra los ojos. En nuestra estadía en España escuchamos esa palabrota como mil veces, ¿en serio no se acuerda?—.Oye, ¿no es hoy cuando vamos a cenar con la tía Erika?

—Sí. Qué repentino fue eso.

—Ya, porque lo normal es que vayamos nosotros a visitarla. ¿De quién crees que fue la idea de esa cena? 

—Ni idea, aunque de papá te aseguro que no. —Ella se ríe y me lanza un paquete de galletas para que termine de desayunar—. Por cierto, hoy iré al hospital a visitarla, así que volveremos juntos antes de la hora de la cena. 

—Oh, ¿y eso? ¿Ya le estás cogiendo el gusto al ambiente de hospital? 

—Posiblemente —digo. En realidad fue Erika quien me pidió que le hiciera una visita. Además, llevo un mes sin hablarle—. En fin, me voy dentro de una hora. 

Cojo el teléfono y abro el Whatsapp. Ignoro todos los mensajes que he recibido, como el de Viveka, que me saluda con un meme. Me alivia que actúe como si lo sucedido ayer entre nosotros hubiese quedado en el olvido. Pero, ahora mismo, lo que deseo es hablar con otra persona. 

Samuel M.: Hey.

Rainer W.: Hey

Rainer W.: espera espera espera, dios mío, ¿acabas de iniciar tú la conversación?

Rainer W.: ¿qué clase de brujería es esta?

Rainer W.: ¿acaso están cayendo pollos del cielo?

Rainer W.: ¿los coches están siendo conducidos por rinocerontes rosas?

Samuel M.: Pero ¿qué dices?

Rainer W.: acabo de mirar por la ventana del autobús y todo correcto

Rainer W.: comprobado, el conductor es humano

Rainer W.: a ver, no pesa dos toneladas ni tiene un cuerno en la cara, pero poco le falta

Rainer W.: uhm... puede que seas Adam, ¿le has cogido el teléfono a Samuel?

Rainer W.: por favor, agéndame como Míster Sexy Wolf

Samuel M.: No soy Adam.

Rainer W.: ya ya ya, vamos a comprobarlo

Rainer W.: soi samulel muller, soi un nerd, m kreo l + mejor

Rainer W.: si me corriges o te da una embolia visual, es que eres Samuel

Samuel M.: ...

Rainer W.: vamos, embóliate

Samuel M.: Solo te escribía para decirte que sé que ayer te hablé bastante mal. 

Rainer W.: ajá

Samuel M.: Así que lo siento, me pasé de la raya. 

Rainer W.: ¿Samuel Müller acaba de disculparse?

Rainer W.: wow, no creí vivir para leer esto xD

Samuel M.: Bah.

Rainer W.: jajajaj, tan seco como siempre. No te preocupes, se que te di otra impresión cuando nos conocimos, pero en realidad los enfados se me pasan rápido

Rainer W.: además, yo también me comporté como un idiota ayer, aunque ya me disculpé varias veces y no pienso hacerlo más

Rainer W.: en resumen: no te preocupes, las cosas siguen bien entre nosotros :)

Samuel M.: Genial.

Rainer W.: por cierto, qué tal ayer con Viveka?

Samuel M.: Bastante bien.

Rainer W.: ah, guay

Rainer W.: seguro que Klaus se siente orgulloso de ti jaja

Samuel M.: Lo dudo. No pasó nada entre nosotros, ni siquiera la acompañé a su casa.

Rainer W.: aaaaah, vale vale jajajaja

Rainer W.: entendí mal, sorry xD

Samuel M.: Y sí, con respecto a lo anterior, me diste otra impresión .

Rainer W.: bueeeno, es que nos conocemos poco, pero ahora ya lo sabes

Samuel M.: Sí, nos conocemos muy poco en bastantes aspectos. 

Rainer W.: y a la vez mucho en otros, es curioso

Samuel M.: Yep.

Rainer W.: pero si quieres eso puede cambiar

Samuel M.: ¿?

Rainer W.: quiero decir, hablando se conoce a la gente, aprovechemos, que estoy en el bus sin hacer nada para charlar un rato, ¿o estas ocupado?

Samuel M.: Pues la verdad es que sí... En un rato voy coger el metro para ir al hospital de Hoffnung a hacerle una visita a un familiar que trabaja allí. 

Samuel M.: Ya hablaremos en otro momento. Adiós.

Suelto por fin el teléfono y suspiro. Estaba deseando terminar la conversación desde hace un rato porque necesito evitar a Wolf. Sin embargo, cuando vuelvo a posar la vista en el chat, me encuentro con un mensaje suyo que me deja perplejo.

Rainer W.: espera, ¿el hospital de Hoffnung? Yo también cogeré el metro en un rato para visitar a mi hermana en el hospital

Rainer W.: vamos juntos? :)

Oh, ¡demonios! ¿En serio vamos a coincidir en el mismo viaje? ¿Es que no me puedo librar de él o qué? En fin, no queda otra opción más que aceptar.

Samuel M.: Bueno, vale.

Rainer W.: bieeeen, pues charlemos un poco para conocernos, tu contesta cuando quieras, es que me aburro un montón y la chica que tengo al lado no me da charla

Samuel M.: Adelante, empieza.

Rainer W.: okay, prepárate

Rainer W.: ahora mismo, gracias a esta conversación, estoy descubriendo algo que ya sospechaba sobre ti: que eres más seco que una mierda al sol :D

Samuel M.: Gracias, tu comentario me ha cambiado la vida.

Rainer W.: contraataca, Müller, ten sangre en las venas

Samuel M.: Pues... ¿Gracias a esta conversación estoy descubriendo algo que ya sospechaba sobre ti? Que tienes charlas absurdas y te vas por las ramas hablando. 

Samuel M.: Tienes un humor bastante extraño. 

Rainer W.: je, ese humor lo adquirí de pequeño y lo refiné con los años

Rainer W.: me pasaba todas las tardes en la calle, jugando al fútbol y haciendo el payaso

Rainer W.: tenía unos amigos bastante idiotas, pero no me superaban

Rainer W.: y jamás lo hicieron

Rainer W.: porque si alguien lo intentaba, no se le volvía a ver con vida

Samuel M.: ¿Debería asustarme?

Rainer W.: puede...

Rainer W.: a ver, que conste que es broma

Samuel M.: Ya lo sé, no soy tan crédulo.

Rainer W.: lo anotaré en mi libreta de cosas sobre ti, ¿y qué hay de tu infancia? seguro que eras más de tenis que de fútbol

Samuel M.: No, la verdad es que de pequeño casi nunca jugaba a nada.

Rainer W.: oh, ¿y eso?

Samuel M.: Me pasaba casi todo el tiempo estudiando, yendo a clases de piano y violín o con el profesor de francés.

Rainer W.: espera, ¿sabes tocar esos dos instrumentos?

Samuel M.: Sí, y muy bien, pero los abandoné hace como tres años.

Rainer W.: entonces el violín con el que te vi hace unos meses era tuyo y no de un amigo

Samuel M.: Ajá.

Rainer W.: ya me parecía a mí, eres un sucio embustero

Rainer W.: ¿y hablas francés?

Samuel M.: Oui, je parle français.

Rainer W.: ¿bule bucusea avec mua, se sua?

Samuel M.: Se escribe «Voulez-vous coucher avec moi ce soir»

Rainer W.: ya empezamos

Rainer W.: pues eso:  voulez-vous coucher avec moi ce soir, Müller

Samuel M.: ¿Sabes lo que significa eso?

Rainer W.: no, voy a buscarlo

Rainer W.: oh, joder jajajaja perdón, perdón, soy un indecente

Rainer W.: pues es una pena que hayas dejado de tocar el piano, a mí me encanta, de hecho mi hermana también lo tocaba

Rainer W.: un día de estos te tienes que marcar un Für Elise ahí todo post moderno, eh

Samuel M.: Paso. 

Rainer W.: sospecho que te gusta (o gustaba) la música de piano. ¿tu favorita?

Samuel M.: Mondscheinsonate. 

Rainer W.: oh

Rainer W.: eso es genial

Rainer W.: bueno, ¿animal favorito? ¿tienes mascotas? creo que no vi ninguna en tu casa, a no ser que escondas un hámster en un cajón, en ese caso eres un monstruo

Samuel M.: No me gustan los animales, así que no tengo mascotas. 

Rainer W.: ¿en serio? ¿tampoco te gustan los gatos?

Samuel M.: No.

Rainer W.: ahora entiendo por qué mi diosa Megalodón te odia

Rainer W.: te haré cambiar de opinión, Müller

Samuel M.: Inténtalo.

Rainer W.: ya verás, ya verás

Rainer W.: así que... eres un niño rico que tocaba el piano y el violín, pero no jugaba al tenis, su música favorita era la de ópera y odia a los animales

Rainer W.: qué interesante

Samuel M.: Exageras, ¿y en qué momento he dicho yo lo de la ópera?

Rainer W.: no sé, ¿me lo he inventado?

Rainer W.: ¿qué música te gusta? 

Samuel M.: No me gusta la música.

Rainer W.: joder o.o

Samuel M.: ¿Y a ti? ¿Qué géneros te gustan?

Rainer W.: el reggeaton

Rainer W.: el pop latino

Rainer W.: y la bachata

Samuel M.: ¿Qué? 

Samuel M.: Me acabo de plantear seriamente lo de bloquearte.

Rainer W.: ¿por qué? 

Rainer W.: ¿te ha costado asimilarlo?

Rainer W.: ¿quieres que te lo repita «despacito»?

Samuel M.: No hagas eso. 

Rainer W.: «tú, tú eres el imán y yo soy el metal»

Samuel M.: Basta.

Rainer W.: «me voy acercando y voy armando el plan»

Rainer W.: «solo con pensarlo se me acelera el pulso»

Rainer W.: «despacito, quiero respirar tu cuello despacito, deja que te diga cosas al oído para que te acuerdes si no estás conmigoooo»

Rainer W.: ¿Müller? e.e

Samuel M.: Estaba comiendo una galleta.

Samuel M.: Ahora procederé a bloquearte.

Rainer W.: nooo

Samuel M.: ¿De verdad te sabes la canción entera?

Rainer W.: no, de hecho estoy haciendo un copia y pega de Google

Samuel M.: ¿Tienes idea al menos lo que significa la letra?

Rainer W.: no, no sé español

Samuel M.: Busca, busca.

Rainer W.: oh, dios, soy un depravado

Samuel M.: ¿En serio te gustan los géneros que has dicho?

Rainer W.: no, para nada, te estaba trolleando, pero el trolleo me ha vuelto cual boomerang

Estoy a punto de decirle que dejaré de contestarle porque necesito prepararme para salir, cuando alguien toca el timbre. Me dirijo a la puerta mientras mi hermana se mira en el espejo del teléfono para comprobar si tiene el pelo arreglado. Al abrirla, me encuentro con un hombre alto, blanco, rubio y de ojos azules, que debe rondar las cuarenta años. Deduzco, por la caja de herramientas que lleva en la mano, que es el fontanero. Me dispongo a saludarlo, pero algo me detiene al momento: las facciones de su rostro me recuerdan demasiado a alguien.

Me hago a un lado para dejarlo pasar. Él accede al recibir, escruta lo poco que se puede ver de mi casa y dibuja un gesto hosco. 

—Chico, ¿dónde está la fuga?

—Ah, en la cocina, ahora le digo dónde.

Lo acompaño hasta su destino y me siento de nuevo frente la encimera. Observo como el hombre se tumba en el suelo y mete la mitad del cuerpo en el armario que hay debajo del fregadero. Mientras, Sylvia le da explicaciones que nadie ha pedido sobre cómo nos hemos peleado con la tubería. Él le muestra una herramienta y la agita en el aire, indicándole con ese gesto que está ocupado y que se calle. Mi hermana no capta la indirecta y le pregunta cómo se llama lo que le está mostrando, y que si puede ayudarlo en algo. La respuesta de «una llave inglesa» parece silenciarla definitivamente. Está claro que no tiene ni idea de cuál es su función ni de cómo se utiliza. Y, para qué mentir, yo tampoco. 

Durante un rato que me resulta eterno, el fontanero se dedica a trabajar sin pronunciar ni una sola palabra, detalle que incomoda a mi hermana, que me mira como pidiéndome que sea yo quien inicie una nueva conversación. Me atrevería a decir algo, pero el mal humor de este hombre acobardaría a cualquiera. Entonces, observo como se yergue para limpiar su llave inglesa, busca otra herramienta en su caja de metal y se queja de que tenemos el desagüe lleno de «mierda». Juro que incluso el tono con el que se expresa me recuerda demasiado a alguien. Por eso mismo, me atrevo a hablarle para confirmar mis suposiciones:

—Nosotros somos Müller, Sylvia y Samuel Müller —me explico, señalando primero a mi hermana y luego a mí—. ¿Y usted?

—¿Has dicho Samuel Müller? Me suena de algo ese nombre... —murmura, provocando que mis sospechas se acentúen—. Yo soy Johann. 

Y vuelve a meterse bajo el fregadero. 

—¿Johann qué?

—¿A qué viene este interrogatorio? —le escucho decir con hastío, y su voz resuena con eco dentro del armario.

—Perdón, mera curiosidad.

—Wolf, Johann Wolf. 

Me tenso en mi asiento, mientras una repentina vergüenza me sacude. Dios, esto tiene que ser una coincidencia. Cojo el teléfono y vuelvo a escribirle a mi compañero:

Rainer W.: acabo de ver un Volkswagen escarabajo de color amarillo, ¿está muy mal que le dé una cachetada en la calva al señor que está sentado delante de mí?

Samuel M.: ¿Tu padre es fontanero?

Samuel M.: Alto, rubio, muy pálido y llamado Johann.

Rainer W.: ¿cómo mierda sabes eso?

Samuel M.: Está en mi cocina, arreglándome el fregadero.

Rainer W.: ¿qué? 

Ahora lo entiendo. Como sospechaba, tengo en casa al padre de Rainer. ¿Cómo puede ser posible que el mundo sea tan pequeño?

¡Muy bien, Samuel! Has sabido atar dos cabos sueltos, hallar una explicación genética al parecido de este hombre con el chico que te gusta. Estoy tan orgulloso de ti. Ahora pídele la mano de su hijo en matrimonio y todos contentos. Aunque mejor hazlo cuando tenga sus herramientas lejos.

Como el tiempo se me está echando encima, intento ignorar lo que acaba de suceder, me preparo para salir, me despido de Sylvia y del señor Wolf y salgo de casa. En el autobús de camino a la estación, me dedico a pensar en que ese hombre es demasiado parecido a mi compañero y, a la vez, es muy diferente a él. No lo digo por su pelo rubio, ni por su tez pálida, sino por el aura que irradia: tosca, solitaria, triste. Todo lo contrario a su hijo. Pero no voy a juzgarlo por eso, no tengo el derecho de hacerlo, sobre todo teniendo en cuenta que lo más probable es que fuese alguien feliz hasta que perdió a su esposa y, tiempo después, a su hija. Me pregunto hasta qué punto le dolió descubrir que Farah se había... 

Cierro los ojos con fuerza, intentando alejar esa duda de mi mente. ¿En qué demonios estoy pensando? Eso no es sano para nadie. Decido concentrarme en el hecho de que, esta noche, asistiré a un espectáculo de lo más desagradable: Erika Schneider y Frieda Müller, frente a frente, comiendo el diabólico plato que prepare Sylvia. Oh, Dios, eso va a amargarlas más. Ojalá cocine mi padre. En serio, ¿de quién fue la brillante idea de esa cena?

Me bajo del autobús y me dirijo a la estación de metro subterránea. Cuando llego a uno de los andenes, busco a Wolf con la mirada. Una vez que lo localizo entre la muchedumbre camino hacia él de forma despreocupaba, intentando demostrarme a mí mismo que tenerlo cerca no me afecta, pero me miento. A medida que me aproximo, noto que me late más fuerte el corazón. Y no me extraña, es la primera vez que lo veo desde que tuve la charla con la psicóloga donde reconocí que siento algo por él, y no tengo ni la más remota idea de cómo actuar. Me detengo, me froto la cara e inspiro con fuerza. Me estoy comportando como un idiota. ¿Qué pensará de mí si descubre lo que siento? Quizás se moleste, quizás me eche en cara que lo mire de una forma distinta a la que él me mira. Porque es imposible que sienta algo por mí, ¿verdad?

No entiendo por qué tengo este tipo de dudas, si en realidad no quiero ni comenzar una relación con Rainer. Espera, ¿una relación? Imposible, ya estoy desvariando. 

Y, aún así, una parte de mi ser, una que tiene libre albedrío sobre mis sentimientos, desea saber si es posible que él sienta algo por mí. Quiere jugar con esa posibilidad, tentarla, regocijarse en ella. Una parte que podría llamar egoísmo o, quizás, capricho. 

Entonces, cuando estoy a pocos metros de distancia de Rainer, una chica que debe rondar nuestra edad aparece a su izquierda y lo abraza efusivamente, pisoteando con saña las ideas que acabo de tener y haciéndome sentir aún más estúpido de lo que pensé que llegaría a ser. Él responde a ese gesto abrazándola con más fuerza y yo vuelvo a frenar mis pasos. 

No debería mirar esto, no debería porque me hace daño. Entonces, ¿por qué no aparto mi mirada de ellos?

Rainer se percata de mi presencia y se separa de la chica. Acto seguido levanta un brazo y abanea la mano, saludándome. La chica me observa curiosa, arrugando la nariz. ¿Quién es ella? Nunca me dijo que tuviese una novia, además, hace tres meses se lió con Dagna. Joder, tres meses son muchos días, quizás encontró a alguien en ese transcurso de tiempo. O puede que ella solo sea una amiga pero, ¿por qué esa cercanía? 

Joder, ¿qué son estos pensamientos tan dolorosos?

Como yo no avanzo, Rainer se acerca a mí dando grandes zancadas, arrastrando consigo a la chica, a quien agarra de la mano. Entonces yo me fijo en su aspecto: de estatura media, una piel tan pálida que parece cristalina, cabello corto castaño y ojos color avellana. En verdad es bastante guapa. Por un momento su mirada se me hace conocida, pero ese pensamiento se aleja de mi mente cuando veo la mano de Wolf soltando la de ella y apoyándose en su hombro. 

—Hey —me saluda él, con una amplia sonrisa. Después mira a su acompañante—. Sonneschein, él es Samuel. Samuel ya que estamos haciendo un esfuerzo en conocernos, te voy a presentar a alguien muy importante para mí. —Me llevo una mano a la sien, mareado. No, no lo hagas, no lo digas—. Ella es mi... —¿Por qué sigues?—. Mejor amiga Sonneschein.

—¿Qué? —pregunto al momento, dejando escapar una sutil sonrisa, tan asombrado como aliviado. ¿Pero por qué me alivio de que no sean pareja? Debería desearlo, debería implorar al cielo un montón de motivos por los que debo olvidarme de Rainer, por los que él no es para mí.

—¡Oh! Así que este es el famoso Samuel —dice ella, curiosa, escrutándome de la cabeza a los pies—. Pues sí que es guapo. Muy guapo —remarca con lentitud—. ¿Tienes novia?

Yo frunzo el ceño como respuesta, contrariado, y Wolf da un paso hacia atrás, mirando a su amiga con los ojos entrecerrados. 

—Sonnie, no, que acabas de conocerlo, vas a asustarlo —le reprocha y ella infla los mofletes como respuesta—. Eres una ardilla.

—¿Entonces no sois nada? —pregunto de golpe, demostrando que la curiosidad está unida a la mala educación y, tras un breve silencio incómodo donde ambos se miran, comienzan a reírse. 

—¡No! Bueno, fuimos novios cuando teníamos seis años, pero nuestras hermanas no aprobaban la relación, así que rompimos una semana después, en los columpios del cole. ¡Una historia de amor breve, pero intensa! —responde Sonnie, abrazándose de nuevo a mi compañero. Él le acaricia el pelo. Qué cariñosos son entre ellos.

Ahora que lo pienso, Rainer tiene una forma de demostrar afecto o cercanía bastante poco común. Es como si se olvidase de que existe el espacio personal, y eso mismo me demuestra ahora, porque acaba de pasar su brazo por mis hombros y me ha unido al abrazo. Parecemos un sándwich. 

—En dos minutos viene nuestro tren, Müller. ¿Entonces no nos acompañas? —le pregunta Wolf a su amiga tras soltarnos, y ella niega con la cabeza—. ¿En qué te necesita tu hermana?

—Bah, en una tontería. Schmetterling quiere que la ayude a ordenar unas cosas en casa. Lo siento, chicos; no podréis disfrutar de mi compañía.

Espera, ¿ha dicho Schmetterling? No, no puede ser, esta es demasiada coincidencia. Lo del padre de Wolf tiene un pase; sin embargo, esto es exagerado. El mundo es muy pequeño, pero tampoco microscópico. 

—Oye, Sonnie, una duda: ¿cómo te apellidas?

—¿Oh, por qué lo preguntas? ¿Acaso estás interesado en quitarme el apellido? —dice, dedicándome una mirada pícara, mientras me da un codazo en el vientre.

—¡Gestalt! Se apellida Gestalt —responde Rainer, y yo creo perder la respiración por un momento. El mundo debe estar gastándome una broma pesada en este mismo instante y se está regodeando en la cara de idiota que acabo de poner—. Es la hermana pequeña de la psicóloga de nuestro Gymnasium

«¿Sabes algo, Samuel? Tengo una hermana pequeña de tu edad. Es bastante revoltosa y tiene una personalidad muy fuerte, algo que envidio bastante. Muchas veces practico mis dotes de psicóloga con ella. Pero al final la siento en el diván y le hablo de mis dudas, que son demasiadas, aunque no lo parezca».

Esas palabras de Gestalt retumban en mi cabeza. El miedo me domina y creo perder el equilibrio justo cuando el metro se detiene frente a nosotros. Mierda, Gestalt, la única persona que conoce mis sentimientos por Rainer, es la hermana mayor de su mejor amiga. No, esto no puede ser. ¿Y si le ha hablado de mí a Sonnie?

En un ataque de pánico, llevo una mano al bolsillo de mi cazadora y busco mi teléfono. Estoy a punto de llamar a la psicóloga para preguntarle si, por algún casual, le habló a su hermana sobre los sentimientos que tengo por su mejor amigo o si, por el contrario, estoy paranoico y poseo una imaginación demasiado fértil. Fértil porque ahora mismo los imagino a ellos tres, contándose mis secretos como ancianas cotillas y riéndose de mí. Dios mío, me siento tan vulnerable y expuesto ahora mismo. 

—Müller, vámonos —me dice Wolf, devolviéndome a la realidad. Miro como abraza a Sonnie y esta le da un beso en la mejilla, deseándole suerte—. ¡Venga, que lo perdemos!

Me despido de la hermana de Gestalt y subimos al metro. Cuando se cierran las puertas, buscamos dónde sentarnos; por suerte hay bastantes sitios libres. Pronto localizamos a la tía y la prima pequeña de Rainer, Fatima. Él va con paso apresurado a su encuentro y abraza a la niña, la levanta en brazos y toma asiento, colocándola en sus piernas. Yo me pongo a su lado. La mujer, que me saluda presentándose como Ruwa, prefiere permanecer de pie cerca de nosotros. 

Permanezco en silencio los cinco primeros minutos de viaje, porque no tengo ni la más remota idea de qué decir. Me siento un intruso en ese ambiente familiar formado por ellos tres, que se miran y se sonríen demostrando que se conocen de toda la vida. Entonces, los vestigios de un pensamiento anterior vuelven a ocupar mi mente con más fuerza: Rainer es cercano con todo el mundo. Yo no soy alguien importante o especial. Creer que sí lo soy me volvería un tonto y un iluso. 

Odio estar aquí.

Opto por recostarme en mi asiento y mirar a la nada, cuando la mano de Fatima se posa en mi pierna. Balbucea mientras me da palmaditas en la rodilla, intentando llamar mi atención. Le sonrío y toco su nariz con el índice, lo que ella interpreta como una invitación a usar mi dedo como chupete. Ruwa, que contempla la escena en silencio, se ríe durante un instante y después vuelve a poner un gesto serio. Fatima intenta comunicarse conmigo usando las manos. Yo niego con la cabeza para hacerle saber que no la entiendo. 

—Te pide comida —murmura Rainer—. A esta niña le encanta comer, ¿a que sí, glotona? —le pregunta a su prima, dándole un golpecito en el hombro. Esta le ignora y sigue distraída conmigo—. Pues sí que es verdad que tocabas el piano.

—¿Eh?

—Tienes los dedos largos, típica mano de pianista —aclara, y yo centro mi atención en como Fatima me chupa el dedo meñique—. Así que hoy conociste a mi padre, ¿eh? —comenta, cambiando repentinamente de tema. Yo afirmo con la cabeza, Fatima me imita—. ¿Y qué tal la experiencia? 

—Interesante —musito, no sé qué más decirle porque no estuve con ese hombre más de diez minutos. 

—¿Con interesante quieres decir desagradable? Fue un borde, ¿verdad? Puedes decírmelo, no te cortes. Eso es que estaba sobrio. 

Me quedo mudo, intentando asimilar todo el veneno que ha soltado mi compañero en tan solo una frase. Y ahí es cuando me percato de que estoy viendo otra faceta suya. No hace falta ser un genio para comprender que la relación con su padre es tensa y eso, de alguna forma, me sorprende; han perdido a una madre y esposa, a una hermana e hija, ¿no deberían estar más unidos que nunca? ¿Por qué ha sucedido todo lo contrario? ¿Acaso tienen una relación basada en echarse las culpas el uno al otro? 

—Rainer... —La voz con acento árabe de Ruwa interrumpe mis pensamientos. Levanto la vista y me percato de que nos mira con cierto pesar mal disimulado—. Anda, ¿por qué no llevas a Fatima a pasear? Parece bastante inquieta.

Él acepta, coge en brazos a su prima y se la lleva al otro lado del metro, procurando agarrarse a las barras de sujeción. Yo no paso por alto el gesto triste con el que se aleja. Mientras, Ruwa me inspecciona con la mirada y, después, me dice:

—Te conozco, tú eres el chico con el que coincidimos hace más de un mes en el metro, el que se peleaba en lenguaje de signos con mi sobrino. Menudo par de críos —se burla—. No sabía que os llevabais tan bien. Te llamas Samuel, ¿verdad?

—Sí, Samuel Müller.

—Ya veo. Rainer y tú sois... amigos, ¿no?

No sé qué responder. ¿Lo somos? Tenemos una relación bastante extraña, pero cercana. El problema es que, debido a lo mal que comenzamos, nunca he logrado verlo como un amigo, y puede qué él a mí tampoco. 

—Pues no lo tengo claro, la verdad, porque hace poco tiempo que empezamos a llevarnos bien. Pero creo que sí, que ya nos podemos considerar amigos. Aunque no nos conocemos mucho.

—No hace falta hacerlo para crear un vínculo de amistad, chico. Pero sí, puedes llamarlo amigo; se nota que para mi sobrino eres importante. Y viceversa.

—¿Eh? ¿Por qué? —la interrogo, y ella me observa con una suspicacia que no se me pasa por alto.

—Por la forma en la que os miráis.

—¿Qué? —pregunto con la voz entrecortada, nervioso. Ella niega con la cabeza, como restándole importancia a lo que me ha dicho; sin embargo, yo no lo hago.

—Además, en todos estos años solo me ha presentado a su mejor amiga. Muy importante debes de ser para él si me ha permitido conocerte —me explica, y yo agacho la mirada, nervioso por su insinuación. No quiero ilusionarme aunque lo hago, lo hago mucho. Demasiado. Pero, quitándose eso, no logro entender por qué mi compañero esconde a su tía de las demás personas—. Dime algo: ¿te ha hablado de su hermana?

—Sí.

—Entiendo.

De nuevo se instala el silencio entre nosotros, como si no hiciese falta decir nada más, como si esa respuesta, esa simple afirmación, hubiese resuelto todas sus dudas. Esto me resulta demasiado incómodo; parece que esta mujer me lee la mente. ¿Qué habrá notado en mí? ¿Y a qué se referirá con la forma en la que él y yo nos miramos?

Wolf regresa con su prima y se sienta a mi lado. Ruwa se aleja unos cuantos metros de nosotros y fija su vista en el apático y negro paisaje subterráneo que se vislumbra tras los cristales. Yo observo por el rabillo del ojo lo que hace mi compañero: mueve las manos, intentando hablar con su prima. No sé qué le dice, pero debe ser algo divertido porque la niña, que gesticula de forma exagerada, se dedica a asentir con la cabeza, dar palmadas y abrir mucho los ojos.

—¿Cuándo aprendiste el lenguaje de signos? —le pregunto, movido por la curiosidad.

—Empecé a estudiarlo cuando supe el problema de Fatima, hace casi seis años.

—Es un bonito detalle —reconozco. Desde el primer momento me lo pareció.

—Ella se lo merece.

—¿Te costó mucho?

—Sí, pero al menos es gratificante. ¿Quieres que te enseñe alguna palabra? —Yo me encojo de hombros como respuesta. Fatima se abraza a su primo—. Bien, te enseñaré las más importantes. Solo imítame. —Se lleva los dedos de mano a la barbilla y después echa la mano hacia atrás. Yo hago lo mismo—. Eso es «danke» —aclara. Después se frota con las puntas de los dedos el dorso de la izquierda. —Eso es «entschuldigung». —Ahora se señala, yo me señalo. Después pone sus manos cruzadas sobre su pecho y yo hago lo mismo. Por último me señala a mí y yo lo señalo a él. Al darse cuenta de ese último detalle me sonríe, recostándose de nuevo en su asiento—. Y eso es «ich liebe dich».

Rainer y yo nos mantenemos en silencio, mirando cada uno al lado opuesto a donde se encuentra el otro. Un sentimiento de vergüenza me sube por el pecho hasta llegar a la garganta, y los vistazos mal disimulados de la tía de Wolf no me ayudan a relajarme. Doy las gracias porque el metro se detiene y llegamos a nuestro destino. Salimos de la estación, la mujer y yo en silencio, Rainer y Fatima riendo, mientras esta última, subida a los hombros del chico, juega con su cabello.

A medida que nos acercamos al hospital, el ánimo de Rainer va descendiendo de forma demasiado notoria; está tenso, su mirada se mantiene en el frente y no hace caso de las llamadas de atención de su prima. Parece estar en su mundo. Con esta actitud me demuestra una debilidad producto del miedo o quizás también del dolor, que lo hace tan humano como al resto de personas. Él no es una sonrisa perpetua y ese detalle hace que me guste más su forma de ser.

A veces pienso que soy masoquista.

Cuando llegamos al hospital, nos separamos con una breve despedida. Me habría gustado acompañarlos, servir de apoyo, pero ni me lo han pedido ni debo entrometerme en sus asuntos familiares, sobre todo si son tan serios. Ignoro por completo el sector de información y busco por mí mismo a Erika en la cafetería de personal, ya que es la hora del descanso. La encuentro en una mesa, charlando animadamente con otras enfermeras y su novia Nadja. Esta última parece un tanto desubicada en ese grupo, ya que el resto de doctores y algún que otro farmacéutico están reunidos en otras mesas, formando grupos cerrados muy ajenos al de enfermeros, técnicos de laboratorio y demás trabajadores. Mi tía me saluda efusivamente, dándome un fuerte abrazo cuando me acerco a ella y, acto seguido, me presenta a sus compañeros. Aún no me acostumbro al hecho de que me llame por mi segundo nombre: Oliver.

Me paso la mayor parte del tiempo yendo de un lado a otro con Erika, viendo trabajar a Nadja en temas médicos que aún no entiendo o descansando en los asientos de plástico que hay desperdigados por los pasillos porque no quiero ser un estorbo. Por más que lo intento, no logro acostumbrarme al ambiente tan sobrio, pulcro y monótono de un hospital. Siento que no está hecho para mí. Si acabo trabajado en un lugar como este, me frustraría demasiado rápido.

Echo la cabeza hacia atrás y la apoyo en la pared. A pesar de que ahora no estoy haciendo nada, no me arrepiento de haber venido aquí. He podido pasar tiempo con Erika y, aunque al principio me disgustaba la idea, he podido pasar tiempo con Rainer. Además, también he conocido detalles sobre su carácter y sobre su vida que me han permitido contemplar la complejidad de su trazado.

Para ser sincero, llegué a pensar que si conocía sus imperfecciones, me resultaría una persona menos llamativa. Pero ha resultado ser todo lo contrario; me ha gustado ver su faceta triste, molesta, rencorosa, humana. Y eso me confirma, sin lugar a dudas, lo que más temía: él me gusta de verdad. Me gusta mucho. 

Sí, eres increíblemente masoquista.

Por la tarde, cuando Erika termina su turno, me comenta que regresaremos a Freude en metro, que Nadja usará su coche porque cuidará de mi hermano hasta que regrese de la cena, si es que no se queda a dormir con nosotros. Ambos caminamos hasta la estación y nos subimos al metro sin hablar de demasiadas cosas; toda la conversación se centra en mis banalidades y sus preocupaciones. Cuando llegamos a nuestro destino, llamamos a un taxi para que nos lleve a mi casa. Allí dentro, envalentonado por el silencio y el ambiente un tanto tenso que crea el taxista, le comparto a mi tía la duda que teníamos Sylvia y yo por la mañana:

—¿De quién fue idea lo de la cena?

—Mía.

Esa respuesta me sorprende. Estaba seguro de que la idea había sido de mi madre, en un afán de ser agradecida y demostrar con una fingida simpatía que la relación con su hermana va viento en popa. Ahora mismo estoy algo nervioso; no tengo claro que es lo que pretende mi tía. Estoy casi seguro de que mamá piensa lo mismo que yo y de que papá está soportando sus preguntas y conjeturas sobre el comportamiento de Erika. 

Al llegar a casa, mis padres nos saludan con la mayor formalidad posible. Entonces, se da la típica conversación artificial de siempre: «¿cómo estás? ¿Qué tal el trabajo? Te veo mejor que antes, tienes buena cara». Es tan aburrido escuchar tanta educación forzada. En casa de mi tía se comportan igual pero, por lo menos, el tema de mi hermano da para unas cuantas conversaciones más. Lo extraño es que ella nos visite a nosotros, porque es en este tipo de situaciones alejadas de lo cotidiano donde se nota que la relación es bastante gélida. 

Cuando llegamos al comedor y nos sentamos a la mesa, mi madre busca de forma desesperada temas de conversación que Erika sabe seguir gracias a su capacidad de hablar incluso con las piedras cuando le apetece. Yo miro la cena. Lo que ha cocinado Sylvia me recuerda a Annie porque es uno de sus platos favoritos: Eisbein, también conocido como codillo de cerdo con patatas cocidas y chucrut. Uf, la verdad es que está incomible.

Noto que Sylvia está esperando a que demos un veredicto sobre la comida, así que me dispongo a hablar, cuando Erika me interrumpe.

—¿Lo has hecho tú, cariño? Está bueno —dice nuestra tía, provocando una sonrisa de satisfacción en mi hermana.

—Sí —prosigo yo—. Estas patatas tienen un toque personal. 

Eres un maldito mentiroso y arderás en el infierno junto a estas patatas quemadas. 

Sin embargo, el resto de presentes en la mesa no dicen nada. Mi madre le dedica una mirada severa a mi padre que dura un instante. Seguro que le ha reprochado que no haya preparado él la cena. Sylvia salió a ella en el hecho de que casi nunca hace nada en casa; mi padre se ocupa de la mayor parte de las tareas y yo también ayudo cuando tengo horas libres. Al menos mi hermana quiere cambiar; quizás se ha dado cuenta de que estamos en el siglo veintiuno y en casa tenemos que ayudar todos. 

—La verdad es que nuestros horarios son matadores, ¿verdad que sí, Dieter? —dice mamá, cortando la carne con verdadero entusiasmo. Mi padre asiente con la cabeza.

—Uf, no me quiero poner en vuestra piel, debe ser horrible llegar tan tarde a casa —responde Erika—. A veces pienso que tuve suerte de encontrar un puesto tan relajado en mi hospital. 

—He oído que tienen problemas.

—Detalle que me preocupa, han empezado a despedir a gente —explica. Entonces, recuerdo que la madre de Annie trabaja allí y me preocupo. Espero que todo le vaya bien—. En los pasillos solo se respira malestar. Las salas de espera se están llenando y a veces se nos acumula incluso el trabajo que no nos corresponde.

—Bueno, es lo que tiene estar en un hospital público —suelta mamá. No sé por qué hace un comentario tan innecesario. A veces parece que quiere recalcarle de cualquier forma que trabaja en un hospital privado—. Tampoco entiendo como es que, si tenían un déficit anual de seis millones de euros, se dedicaron a hacer obras de ampliación. Le añadieron una planta más al edificio, ¿no?

—Sí, la verdades que eso no tuvo mucha lógica. 

—Para nada. 

—No te preocupes, seguro que no tendré problemas.

—Ya. Una duda, ¿quién está cuidando de Samuel? —pregunta mi madre acerca de mi hermano. Erika levanta una mano abierta y se señala la boca, indicándole que le dé un momento para tragar. 

—La está cuidando una amiga en mi casa. 

—Una amiga de confianza, espero.

—Por supuesto. La conozco del hospital.

—Oh, me alegra que estés haciendo amigos, sobre todo si son de ese ámbito. 

—A mí también —responde Erika con cierta incomodidad; el comentario de mi madre ha sonado como si estuviese tratando con una niña—. La verdad es que la gente de ese hospital es muy amable, fue maravilloso encontrar trabajo ahí.

—Después de probar suerte por sexta vez en distintos centros, ya era hora de que te pasase algo bueno.

—Tienes toda la razón —murmura, centrando su atención en una de las patatas de su plato—. Envidio a los que encuentran trabajo a la primera.

—Yo lo hice, yo encontré trabajo a la primera. 

Miro a mi madre con los ojos muy abiertos. ¿Es en serio? ¿Tenía que hacer ese comentario? Erika está tensa, parece que va a responderle de mala forma en cualquier momento.

—¡Muy bien, Frieda! Felicidades —dice entre risas—. ¿Quieres un premio por eso?

—No, ya lo tengo. 

Mi padre agarra su vaso y observa con autentica devoción el agua que contiene, como si intentase intercambiar su cuerpo con ese líquido. Lo siento, papá, la física no ha avanzado tanto, ni la fantasía. Mi hermana me mira, buscando decirme mediante lenguaje no verbal algo que yo ya sé: que esto es demasiado incómodo. 

—Frieda, una cosa... 

—¡Qué bueno que mi hijo está siendo cuidado por una amiga tuya! —interrumpe mi madre a su hermana. ¿Por qué vuelve a tocar ese tema?—. Por cierto, Dieter, no sé si te enteraste, ¿recuerdas a Gretchen, la de pediatría? Esa que coincidió con nosotros en la facultad. —Mi padre asiente con la cabeza, dándole pie a que sigue hablando—. Resulta que comentan que es lesbiana. ¡Mírala que lista! Se dio cuenta de que se le estaba pasando el arroz y se ató a la primera persona que apareció. Un poco desesperada para acabar con una mujer, pero... Dicen que su novia es un poco, ¿cómo decirlo? ¿Hombruna? Aunque no sé de qué me extraño, ella también lo es, y hay cosas que se notan desde lejos. Dios los cría y ellos se juntan.

Termina de hablar y le dedica una mirada afilada a su hermana. Esta se arrima a la mesa y esquiva una insinuación quizás demasiado evidente, pero que a mí me confunde. ¿Por qué habla así? Acaso... ¿Acaso sospecha algo sobre Erika y Nadja? Como ella misma ha dicho, hay cosas que se notan desde lejos, sobre todo dentro de una familia. 

Y ahí es cuando, de pronto, me preocupo por mí. 

—Frieda, no por parecer poco femenina eres lesbiana, ni tampoco por empezar una relación con una mujer después de llegar soltera a los cuarenta te conviertes en una desesperada. Además, es la primera vez que te escucho hablar de manera tan despectiva sobre las relaciones homosexuales. —Se lleva una mano a la frente y suspira. Parece repentinamente agobiada—. ¿Por qué has sacado este tema en la mesa, así, sin venir a cuento? 

—No sé. ¿Quizás para que dejes de una vez esa estúpida sonrisa fingida? —le espeta. El gesto de Erika se torna a uno que no logro descifrar. Por un segundo, creo notar miedo en él—. Vaya, qué seria te has puesto. He conseguido lo que quería, ¿verdad?

Mi padre se levanta de la mesa, seguro que para buscar una cerveza en la cocina. Yo no sé ni qué decir ni qué pensar, estoy alucinando, pero no solo eso: me estoy sintiendo mal, demasiado mal. Y a Erika no le ha hecho ni pizca de gracia el cariz que ha tomado esta conversación.

—Frieda, te has pasado. Además, ese no era un tema adecuado para tratar en la mesa. 

—¿Y el motivo de esta cena si es adecuado, Erika?

Mi tía se pone pálida. Aprieta los labios porque, por un momento, creo que le están temblando. Se recuesta en el respaldo de la silla, carraspea y suelta el tenedor, decaída. 

—¿Qué sabes?

—No sé —suelta mi madre, encogiéndose de hombros mientras se limpia la boca con una servilleta, como restándole importancia a la actitud alicaída de Erika—. La gente habla y yo no estoy sorda. ¿Quién es esa amiga tan amable de la que nunca le has hablado a tu hermana? 

—Nadie. 

—Ya, claro, ¿cómo se llama?

—Nadja... —susurra ella, tras un rato meditando la respuesta. Como si un nombre fuese demasiado pesado para pronunciar, como si decirlo abriese las puertas de un secreto—. Se llama Nadja, es farmacéutica, la conocí en el hospital.

—Y os vais a casar. 

Todos, incluido mi padre, que acaba de llegar al comedor con una lata de cerveza, miramos a Erika con los ojos muy abiertos. ¿Ese era el motivo por el que quiso cenar con nosotros? ¿Iba a decirnos de golpe que iba a casarse, que era lesbiana? ¿Es que no se dio cuenta de que era demasiada información que asimilar para mi madre? ¿Es que no la conoce en absoluto? Ni siquiera entiendo por qué no me lo dijo antes, siendo que yo soy el único de la familia que sabía que tenía una novia.

—Así que ya sabes que me gustan las mujeres, ¿eh? Qué calladito te lo tenías —dice Erika, llevándose las manos a la cara. Suelta un profundo suspiro y aparta el plato—. Me siento tan estúpida.

—Me enteré este lunes, me lo dijo una compañera de trabajo que te vio una tarde paseando con tu novia. Ambas llevabais alianzas. ¡Os besasteis en plena calle! ¿En qué estabas pensando, Erika? 

—¿Cómo que en qué estaba pensando?

—¡Sí! Toda la gente viéndoos, todos sabiéndolo, ¡todos salvo yo! Y me tengo que enterar por una compañera de trabajo. ¿Te parece normal? Tengo que enterarme por terceras personas de que mi hermana es lesbiana.

Un atisbo de esperanza se dibuja en los ojos de Erika, pero desaparece al escuchar esa última frase. Da un golpe en la mesa y le dedica a mi madre una mirada cargada de odio que jamás creí ver en ella. Es como si estuviese mostrando sus verdaderos sentimientos en un solo gesto.

—¿Qué te importa? ¡Es mi maldita felicidad, no la tuya!

—No, tu felicidad siempre fue llevarnos la contraria en todo, no parecerte a mí. ¿Tan horrible soy? ¿Por qué me odias tanto? No quisiste estudiar Medicina, no quisiste hacer nada de lo que hacía yo, de lo que te pedían papá y mamá. ¡Te encantaba molestarlos, te encantaba hacerlos sufrir! Y mientras tanto tú te ibas tan contenta por ahí con tus amigos, con tus novios y con tus fiestas. Pero ¿sabes quién se quedaba en casa pagando los enfados que tenían ellos contigo? ¡Yo! La niña que encontrabas llorando todas las noches que llegabas borracha a casa —brama, dejándonos a todos paralizados—. Y luego, años después, tengo que aguantar que me hables con esa estúpida sonrisa de mujer que no ha roto un plato en su vida, que te hagas la santa que ayuda a todos, la correcta y la amable, la salvadora que cuida a su sobrino porque su hermana no es capaz. Te portas con el resto del mundo como no te portaste con tu familia, pero ahora vienes aquí y pretendes que aceptemos que te vas a casar con una mujer, actuando como si estuviésemos obligados a hacerlo, ¡como si te debiésemos algo! ¿A qué has venido, eh? ¿A buscar nuestra aprobación? ¿Nuestro apoyo?

—Sí, Frieda, ¡vengo a buscar vuestro maldito apoyo! —grita Erika, al borde del llanto—. Y deja de retratarme como una mala persona, ¡tú nunca me has entendido!

 —¡Y tú nunca me has entendido a mí! No vas a casarte, y si lo haces, no volverás a vernos, ni a mí, ni a mis hijos. 

Nuestra tía retrocede para alejarse de la mesa y, negando con la cabeza, le dice:

—Qué amenaza tan rastrera. Eres igual que decepcionante que mamá.

Esas palabras consiguen callar a mi madre, quien de pronto ha perdido toda la fuerza para seguir discutiendo.

—Eres igual que ella —continúa—. Igual de cerrada de mente, igual de estricta, igual de falsa, igual de doble cara, igual de mentirosa, igual de egoísta, igual de mala persona —le enumera en voz alta porque sabe que mi padre, que la observa iracundo, está a punto de echarla. Mamá, por su parte, parece estar a punto de llegar al límite; aprieta con fuerza la servilleta mientras le tiemblan las manos, tensa la mandíbula e inspira con fuerza, como si se estuviese a punto de explotar—. ¡Y sí, voy a casarme aunque tú no quieras! Porque soy lesbiana. ¡Y es normal! 

Y, justo ahí, mi madre pierde el pulso y explota:

—No, no es normal. ¡Es de enfermos y eres una enferma! 

Un golpe en la mesa las interrumpe, aunque no lo ha dado Erika, sino yo. En medio de tan acalorada discusión, nadie se había percatado de mí, de mis nervios, de lo mal que me estaban sentando los comentarios venenosos que se estaban soltando en la cena, nadie. Ahora todos me miran, ahora todos intentan comprender por qué estoy temblando, por qué mi rostro dibuja una mueca de ira bastante marcada, por qué tengo los ojos aguados, por qué me ha afectado tanto esa última frase que ha pronunciado mi madre.

Me levanto de la mesa, tirando los cubiertos con tal fuerza que rebotan en la madera y caen al suelo. Y ahí, cruzando la puerta principal que da al jardín de la casa, me pongo a llorar como la persona débil que soy, esa que solo busca contentar y vive de las opiniones ajenas, esa que desea ver feliz a sus padres por encima de su propia felicidad. Miro a mi alrededor: nada, no tengo ni un solo sitio a dónde ir. Así que apoyo la espalda en el Mercedes que hay aparcado frente al garaje y me dejo caer hasta sentarme en el suelo. Pongo la cabeza entre las piernas flexionadas y empiezo a contar hasta quince para tranquilizarme. Nada, no lo logro. Y, de pronto, siento las manos de alguien agarrándome de los brazos. Levanto la vista y me encuentro con una Erika que ya no llora, pero está asustada. 

—Cariño, ¿por qué has reaccionado así? —pregunta. Quizás intuye la respuesta, o quizás no tiene ni la más remota idea.

Y yo no pienso decirle la verdad.

—Por nada, es que no me ha gustado ver como os tratabais mamá y tú. Pero yo te apoyo, Erika. Me alegra mucho que te vayas a casar —logro decir tras aclarar la voz, y eso último es verdad. Apoyo y apoyaré a quien busque ser feliz, da igual cómo. 

—¡Gracias, Oliver! —exclama, dándome un abrazo muy fuerte, ahora llorando y riendo a la vez. Al fin y al cabo, solo es alguien que busca apoyo entre sus seres queridos. 

Así que le devuelvo el abrazo, con la única intención de reconfortarla, olvidándome de mí y de mi dolor. 

°°°

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro