Capítulo II: Mateo 26:21

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1966, Treacy Village.
Domingo de Ramos, 4 de Abril.

Addy se despertó a las nueve en punto. No recibió ninguna llamada.

La luz de la mañana entraba a raudales por la ventana, moviendo las cortinas. 

Apagó el despertador y se puso en pie con un gemido doloroso.

Después de ducharse y vestirse bajó las escaleras, pensando en que podría pasar por la casa de Sharon después de desayunar, aún a riesgo de molestarla. 

Addy nunca tuvo un círculo social después del accidente en el psiquiátrico, todas sus relaciones de amistad se limitaron a una pelirroja con asma que quería ser policía, y prometió no volver a ese pueblo si conseguía salir. 

Pero Sharon había vuelto, y no se había olvidado de ella.

Con una sonrisa, al llegar al recibidor, Addy se encontró con la espalda de Roger. Su pelo rubio estaba perfectamente desordenado y húmedo. Abría la puerta a alguien.

—¿Qué le trae hoy por aquí, padre?

—Buenos días, Addy.

Roger se giró al escucharlo, encontrándose con su esposa a los pies de la escalera.

—Buenos días, Matt. ¿Los de la asociación llegaban a esta hora? Madre mía, lo siento, se me ha ido de la cabeza.

La iglesia de la isla colaboraba con organizaciones caritativas en la capital, y necesitaban voluntarios para cargar.

—No te preocupes, el ferry llegará con retraso. Cuando estés lista puedes venir.

—No. —Lo paró—. Bueno, es que ya estoy lista, solo tengo que desayunar.

—¿Le gustaría acompañarnos, padre? —Lo invitó Roger—.

Él lo miró a los ojos quizá demasiado tiempo.

—Claro.

—Pase. —Se hizo a un lado—. 

El sacerdote asintió con la cabeza y entró, envuelto por ese manto de tranquilidad que aportaban las paredes blancas bajo la luz del sol.

Tomó asiento en la mesa, y Addy le dejó una taza de café sin azúcar. Como siempre lo tomaba.
Roger se sentó, y también le dio una taza de café. Las tostadas, la mermelada, la mantequilla y el bol de fruta ya estaban puestos en la mesa.

—Gracias. —Dejó una mano en su cintura, y la acercó sutilmente para besarle el hombro—. 

—He leído en el periódico que has ganado las elecciones. —Dijo el sacerdote—.

—Ah, sí. —Declaró con una sonrisa—. Solo por pocos votos he ganado a Anthony.

—¿Haight? —Le preguntó Addy, frunciendo el ceño—. ¿Anthony Haight no estaba fuera del pueblo por negocios?

—Ha vuelto hace poco. Espera una hija, y quiere que nazca aquí.

—¿No te sientas con nosotros? 

Addy lo miró sorprendida, apoyada en la encimera.

—No, prefiero estar de pie.

—Llevo cinco años detrás del puesto, en verdad ya era hora que me lo diesen.

Matthew ni siquiera hizo ademán de querer contestarle. 

Cuando Addy terminó su desayuno, quizá demasiado rápido, dejó el bol sucio en el fregadero. El sacerdote también se puso en pie y la acompañó hasta la puerta.

—¿Llegarás para comer? —Le preguntó Roger, abriéndoles la puerta—.

—Por supuesto. 

—Como tengo el día libre terminaré de pintar el despacho, y te pondré el nuevo tocador, ¿qué te parece?

—Pues... Sería fenomenal, gracias. —Asintió con la cabeza, sonriendo sobre sus labios antes de besarlo—.

Con esa promesa Addy salió de casa con las mejillas sonrojadas y una sonrisa.

—Adoro la primavera. —Pensó en voz alta, mirando el cielo azul—.

Matthew giró la cabeza para mirarla a su lado, respirando el olor salado del mar junto con el aroma de las flores. Las calles eran adoquinadas y las casas de colores cálidos, con enredaderas decorando las fachadas.

—Deberíamos bajar a la playa esta semana. —Dijo Addy, tomando su brazo—.

—Discrepo contigo en pocas cosas, pero esta es una de ellas.

—Sé que lo odias, pero a la gente le gustaría. Y llevas once años sin mojarte los pies, Matt, ¡venga! Vivir sin ver el mar no es vivir. ¡Incluso te habrás olvidado de nadar! 

Él frunció el ceño mirándola, más serio.

—¿Cómo sabes el tiempo que llevo?

Addy giró la cabeza para mirarlo también, sonriendo.

—Se te escapó el año pasado, tonto.

Lo vio tensar la mandíbula, y volvió a mirar al frente, apartándose cuando un coche subió calle arriba.

—¿Estabas pensando en una Semana Santa en la playa?

—Sería buena idea. —Se encogió de hombros—. Hace calor, una fiesta en la arena y el agua no tiene tan mala pinta, ¿no?

—A la gente de este pueblo no le gustan los cambios. —Le respondió—.

—Siempre habrá alguien que quiera las cosas como antes.

—No vamos a hacer una misa en la playa.

—Eres un aburrido.

—Soy práctico.
Giraron la esquina y abandonaron las calles enrevesadas, andando por el prado virgen que se extendía ante sus ojos.

Lo único que alteraba ese paisaje era la enorme iglesia de madera, barnizada y pintada de un marrón oscuro. Y al otro lado, más allá del acantilado, se encontraba el mar revoltoso; golpeando con sus olas. 

—Vaya, cuánta gente... —Susurró Addy, observando el montón de personas aglomeradas en la entrada de la iglesia para ordenar las cajas con comida—.

—Sí. 

Paró justo donde estaban: a unos quince metros de la iglesia. Addy se dio cuenta, y también paró a su lado.

—¿Prefieres ir al muelle? Aquí ya hay gente.

—No, da igual. De verdad.

—De acuerdo.

La acompañó, andando a su lado.

—¿Sabes? Ayer te dije que recordaba a Sharon, pero te mentí. Solo sabía quién era porque vino a pedirme ayuda el viernes, ¿te lo contó?

—¿Qué? No. Dijo que me llamaría, pero se le habrá olvidado.

—Se habrá quedado dormida. Ella está de vacaciones.

Addy saludó con la mano a Natalia, su vecina, mientras se acercaban a la iglesia.

—Buenos días, padre. Buenos días, Addy. —Dijo la hermana Grace—.

—Buenos días, hermana. 

Se separó de Matthew para acercarse a la monja, y él las dejó para entrar en la iglesia. Abrió una de las puertas con vitrales blancos, entrando en su lúgubre despacho. Abrió la ventana tras el escritorio, y una corriente abrasadora le acarició la cara. 

Se giró y apartó las facturas para consultar su agenda.

—Tienes suerte, Addy. —La notó en cuanto su perfume entró en el despacho—. Te ha tocado en el único lugar que tenemos aire acondicionado. 

Se giró, y cerró el archivador de la estantería. Observó a Addy frente a él, frunciendo el ceño al percatarse de su expresión anodina, casi parecía enfadada. 

—Hola.

Él tragó saliva, su nuez se movió tras el alzacuellos.

—Hola. —Dejó de nuevo la agenda sobre el escritorio—. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

—Sí, bueno. —Ella le restó importancia, encogiéndose de hombros—. Las pastillas, la terapia... La fe.

Sonrió, mofándose.

Audrey Wallace estaba poseída.

Audrey Wallace estaba loca.

Audrey Wallace sufría un trastorno de personalidad múltiple.

Todo el pueblo lo sabía, lo entendía, y lo respetaban riéndose de ella en privado. 

Angelo Atwood fue el primer caso de personalidad múltiple en el pueblo, como lo anunció para que lo entendiesen, y después de Addy todos pensaron que se contagiaba. 

Él tuvo que lidiar con la terquedad y las mentes cerradas de la gente que conocía desde que era un niño.

Lo llamaban loco, se cambiaban de acera cuando lo veían, e incluso le tiraban agua bendita.
El doctor Atwood terminó su especialidad en psiquiatría infantil en Oxford, y volvió a su pueblo natal cuando una de las chicas del instituto presentó los mismos síntomas que él. Angelo trató desde el inicio la conducta de Addy, la comprendió desde una línea en la que los demás jamás podrían haber accedido, y muchos lo llamaron fraude por no poder curarla.

Christopher vivía dentro de Angelo. Era parte de él, pero no eran la misma persona.

Y otra mujer sin nombre vivía dentro de Addy. Era parte de ella, pero no eran la misma persona.

—¿Puedo ayudarte en algo? —Le preguntó el sacerdote—.

Ella lo miró detenidamente. 

—He venido a confesarme.

Matthew arqueó ambas cejas, preocupado de estar cayendo en uno de sus juegos si aceptaba. La miró a los ojos como si pudiera entenderla, como si pudiera ver a Addy a través de Ella.

—Vamos al confesionario, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Pasó por su lado, y escuchó sus pasos tras los suyos, llenando el eco de la iglesia.

Abrió la puerta y la invitó a pasar primero a la sala de techo alto, iluminada por los colores que proyectaba el vitral.

El padre Matthew fue el primero en abrir su puerta del confesionario, dejando ver una silla de terciopelo roja, mientras que ella debía conformarse poniéndose de rodillas. Entró en su cubículo y cerró la cortina.

Ahí dentro todo pareció difuminarse. 

Escuchó su silencio al otro lado. Ni siquiera pudo distinguir si continuaba ahí o si la había reemplazado el fantasma de su presencia. 

Miró hacia la pequeña ventana que los comunicaba, y vio a través de la rejilla sus manos juntas.

—¿Matthew? —Lo llamó—.

—Dime.

De nuevo silencio.

—¿Si confieso algo malo, se lo dirías a la policía?

El sacerdote soltó el suspiro que estuvo guardando, apoyando la coronilla en la pared. 

—Incluso si debiera hacerlo, no podría. —Confesó él—. ¿Quieres contármelo?

—No. Pero tengo que hacerlo.

El sacerdote, basándose en su experiencia, hizo silencio.

—Eres muy callado. ¿Siempre has sido así? —Divagó—. No me acuerdo...

—¿Sabes en qué día estamos? —Le preguntó él—.

No tuvo respuesta.

—Hoy somos tres de abril. 

—¿Tres de abril? No tiene sentido.

—De 1966.

No escuchó su reacción.

—Ya ha pasado un año... —Murmuró Ella—. Otro más, qué más da.

—Estoy aquí para ayudarte si lo aceptas, ¿qué necesitas?

—Contarte algo. —Suspiró—.

—¿Ese 'algo' es la razón por la que has podido volver?

—No lo sé, quizá.

Vio que se pasaba una mano por la cara. Para apartarse el pelo, pegado a su frente por el calor, o para recordar cómo eran sus rasgos.

—Una noche —Empezó—, Addy no podía dormir. Apenas podía moverse. Estaba tendida en la cama, mirando el techo, con esa cosa que llama marido durmiendo a su lado. Sé lo que pensaba. Pero ella quizá aún no lo sabe. Puedo verla más veces de las que se imagina, ¿sabes? Es como escuchar a alguien hablar en otra habitación.

Matthew dejó que hablara.

—Esa noche le dolía estar de pie, sentada o tendida. ¿Y sabes qué sintió mientras miraba a Roger durmiendo a su lado?

Se acercó a la rejilla que los comunicaba.

—Que ya no podía más. —Susurró, como una confesión adúltera—. Addy llegó a pedirme ayuda. Solo pensaba en coger el cuchillo de la cocina y apuñalarlo hasta no sentir las manos, creía que con la cama empapada de su sangre al menos podría dormir.

Primero escuchó el silencio, por si quería añadir algo más, y luego el sacerdote respondió.

—¿Addy se siente mal por lo que quiso hacer?

—Oh, no, padre. —Respondió, negando levemente con la cabeza—. Yo soy la atormentada, porque no pude convencerla de que lo hiciese.

Su voz se desvaneció en el eco, y las paredes de madera antigua absorbieron su confesión, junto con las de otros cientos de personas sin cara.

—¿La estás juzgando ahora? —Habló ella ante su silencio—. ¿Piensas que está loca? ¿Que es una mentirosa de mierda?

—No.

—Solo es una mujer reprimida como cualquier otra, pero quiere creer que es una santa.

—¿Addy?

Alguien entró. Ella abrió la cortina de un tirón, y vio a Roger al otro lado.

—Ah, estabas aquí. —Se pasó una mano por el pelo—. Pensaba que te tocaba cargar cajas con los voluntarios.

—Estábamos en algo privado, Roger. Podrías haber llamado. —Resumió Matthew—.

—Oh, padre, no diga esas cosas. ¿Debería preocuparme? —Sonrió—.

—Creo que no estoy en condiciones de aguantar esto. —Negó Addy—. No. Me voy.

—¿Qué dices? Venga, solo estaba bromeando.

Addy se levantó decidida a irse, pero al pasar por su lado la intentó parar.

—No me toques. —Se zafó, empezando a respirar mal—.

—Cariño. —Frunció el ceño—. ¿Qué te pasa? ¿He hecho algo malo y no lo sé?

Addy se había acostumbrado a que el hombre con quien compartía su vida fuese adicto al deporte, y midiese lo mismo que una estantería empotrada, pero Ella no.

—¿Estás bien? —La miró con preocupación—. 

—Roger —Comentó el sacerdote—, déjala.

El rubio lo miró, y volvió a su esposa después de carraspear.

—La madre de Sharon te estaba buscando hace poco. Pensaba que su hija estaba contigo, pero ya veo que no.

—¿Sharon? —Ella frunció el ceño, más cerca de Matthew que de Roger—. ¿Sharon Campbell? ¿Esa hija de puta ha vuelto?

—¿Pero qué te pasa hoy? Si ayer no parabas de hablarme de ella. 

Frunció el ceño mientras la miraba, y entonces lo recordó.

—Ah... Joder, Addy, pensaba que te tomabas toda la medicación.

Entonces aprovechó ese momento para irse, sin que volviese a pararla.

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