CAPÍTULO DIEZ

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12 de septiembre de 1973, Santiago. 


Cuando llevaba casi dos minutos tocando el timbre para que le abrieran, se rindió. Con el ceño fruncido, estiró el brazo y de la cima del dintel de la puerta cogió la llave que, había sabido desde el principio, le permitiría entrar sin tener que llamar hasta ponerse el índice derecho en carne viva. No importaba cuántas veces se repitiera la escena, cada vez que iba a buscarla hacía el mismo inútil intento. Era una estupidez perder el tiempo, en especial ese día, pero tampoco ayudaba el hecho de que nunca sabía con qué podía encontrarse en el interior de la casa. Por eso prefería darle a la mujer siquiera la oportunidad de recibirlo como el resto de la gente. 

Tras girar la llave en la cerradura, la puerta se abrió con un chirrido. Aquel sería el único saludo amable que alguien le dirigiría esa mañana, estaba seguro de ello. Con un suspiró leve, volvió a dejar la llave en el dintel y por fin entró. 

Como siempre, se quedó a un par de pasos de la entrada y activó todos sus sentidos para detectar si no había nada extraño. Tuvo suerte: el lugar esta limpio. No siempre era tan afortunado, a pesar de que la casa tenía sus propias y fuertes armas de protección. La principal era su única habitante, que al mismo tiempo era la más voluble. Ahí radicaba el problema. Aún recordaba la ocasión en que nada más entrar se topó con un Intruso que se le abalanzó encima porque tenía miedo de que la mujer lo enviara al Más Allá. Tuvo que calmarlo a punta de anécdotas sobre el Mundial de Fútbol de 1962, porque el hombre se había muerto pocos meses antes y no había podido verlo. 

Cerró la puerta y la penumbra invadió el pasillo, a pesar de que no era más que las once de la mañana. Tosió, no supo si por el polvo que flotaba en el recibir o por uno de esos resfriados que lo aquejaban al menos seis veces al año. Esperaba que fuera lo primero, aunque si era el polvo tendría que convencer a la dueña de casa de hacer algo respecto a la limpieza de lo que ella llamaba, con expresión de querer soltar una carcajada despectiva ante su propia broma, "el cuartel general". Era más fácil recuperarse de un resfriado. 

Llegó a la sala y allí vio lo mismo de siempre: libros, archivos, documentos y objetos desperdigados por doquier, sin ningún tipo de orden. No tuvo más remedio que torcer el gesto y seguir hacia la escalera que lo llevaría al segundo piso. Esperaba que ella se encontrara allí y no fuera otra de esas mañanas donde simplemente desaparecía y él tenía que buscarla por todos lados, el Santiago de los vivos, el Otro Santiago y hasta la Zona Beta. Una vez no tuvo más opción que pedirle a una de sus amigas brujas que la buscara por el mundo astral o algo así. 

Las cosas que tenía que soportar. 

Pisó cada escalón lo más fuerte que pudo, para así despertarla con el bullicio, aunque no tenía demasiada fe en esa técnica. Lo más probable es que la mujer no estuviera o que durmiera con su profundidad habitual. No se equivocó. Cuando la encontró en la primera pieza del segundo piso, dormía como si no hubiera mañana. No hacía falta ser muy inteligente para deducir que había estado trabajando toda la noche. La pregunta de verdad importante era en qué. 

—Emilia, despierta.

Los ronquidos, con suerte, cambiaron apenas su frecuencia. El joven se paró junto a la cama y la observó con los ojos entrecerrados. 

—Emilia... Ya es tarde, vamos.

Nada. 

—Emilia. ¡Emilia!

La mujer se removió y murmuró algo ininteligible, a menos que se tratara de algún verso en latín. Podía ser y eso era lo peor.  

—Entonces me voy... —Se giró hacia la puerta y caminó hacia ella con fingida lentitud—. No puedo esperarte para ir a resolver lo de hoy.

Cuando alcanzó la puerta, escuchó movimiento a su espalda. 

—¿Qué mosca te picó, Víctor? ¿Una vieja no puede dormir tranquila?

El joven borró la sonrisa de triunfo antes de volverse a mirarla. 

—Son más de la una de la tarde —mintió. 

—¿Y? Yo me acosté a las nueve de la mañana?

—Vaya... —murmuró, aunque no le sorprendía lo más mínimo—. ¿En qué andabas?

—No, no... primero cuéntame por qué interrumpiste mi merecido descanso. ¿Qué pasó?

Emilia aún lucía adormilada y Víctor deseó poder darle la noticia con ella más alerta, ojalá después de que se hubiera duchado y puesto ropa limpia. 

—¿Ayer estuviste ocupada todo el día?

—Sí. Tenía que estudiar algunas cosas. ¿Por qué?

—Sin escuchar ni siquiera la radio, me imagino. 

—Déjate de dar vueltas innecesarias. ¿Qué pasó?

Víctor suspiró. Había llegado la hora de dar las malas nuevas. 

—Ayer hicieron un Golpe de Estado. Los militares. Todos. Pinochet a la cabeza. Allende se suicidó. 

La mujer lo observó con la boca abierta, en una expresión de sorpresa que no era muy común ver en ella. Tenía el pelo aún oscuro desordenado y la ropa arrugada. Parecía una escolar, no la adulta de más de cincuenta años que era. 

—Me sorprende que no te hayas enterado de nada. 

Emilia se puso de pie y se acercó a la única ventana de la habitación, que daba al pequeño callejón en el que estaba ubicada la casa. En pleno centro de Santiago y a pocas cuadras de distancia de la Moneda, el foco de la acción del día anterior, ella debería haber sentido incluso los bombazos. 

—Esta casa es especial, tú ya lo sabes —susurró, con los ojos fijos en el exterior—. Chile podría ser conquistado y reconquistado y aquí no te enterarías. A menos que fuera conquistada por fantasmas, claro. 

Se hizo el silencio por un instante, hasta que Víctor se decidió a hablar. 

—Allá fuera todo está muy extraño. Tenso. 

—¿Cómo lograste llegar?

—A veces ser un Lassner tiene sus ventajas. —Cuando Emilia lo miró, sonreía con tristeza—. ¿Qué pasará ahora?

—¿Cómo saberlo?

—Y con nosotros, ¿qué pasará? ¿Qué pasará con lo que hacemos?

—Nada, Víctor. No dejará de haber fantasmas, incluso puede que haya más. 

El joven asintió, sus ojos azules brillando a pesar de la tenue luz que alumbraba la habitación. 

—Y tenemos el caso de los niños desaparecidos... —murmuró—. ¿Era por eso que estudiabas tanto ayer?

—Sí. Aunque todavía no tengo respuestas... Esto tomará tiempo. Deberías venirte a vivir aquí, en especial en estas circunstancias. 

—No quiero volver a ser una carga, Emilia. 

—No eres una carga, tonto. Eres mi socio. Y como mi socio, Almahue #8 está a tu disposición. 

—Lo pensaré. 

Ambos asintieron, saboreando el pequeño momento de calma antes de ponerse a trabajar. De pronto, Emilia dejó caer los hombros con pesar. 

—Ese hombre, Allende, me caía bien. 


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