CAPÍTULO ONCE

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13 de septiembre de 1996, Santiago. 


Ezequiel, acostado en su cama, sentía el latido aún acelerado de su corazón. Era el único sonido, si es que se trataba realmente de un sonido, que percibía en medio de la noche. Ni siquiera su hermano roncaba como era costumbre, quizás porque el día había sido demasiado agotador, dejando el niño en un estado casi comatoso. Él, por el contrario, tenía los ojos abiertos de par en par y los sentidos alerta. Tenía demasiadas cosas en las que pensar. 

Otra noche, se habría levantado para recorrer la casa hasta que el sueño comenzara a cerrarle los ojos, pero en ese momento no podía hacerlo. Muy rara vez llevaba a cabo alguno de sus paseos cuando su padre tenía libre, porque el hombre tenía el sueño tan liviano como él. Parecía estar siempre atento a cualquier movimiento o ruido extraño, incluso durmiendo. Y eso incluía los pasos de Ezequiel. 

Aún recordaba la ocasión, unos tres años antes, cuando se levantó para ir a ver si su mamá dormía bien. Como siempre, había salido al pasillo que conectaba su dormitorio y el de Zacarías con el de sus padres, procurando hacer el menor ruido posible. Al llegar a la puerta, que solía estar abierta, había mirado hacia el interior. Las respiraciones de ambos eran profundas y calmadas, y el niño suspiró con alivio. Entonces se dio cuenta de que su padre lo observaba con fijeza. El solo recuerdo enviaba de nuevo un potente escalofrío a su espalda y aún soñaba a veces con esa mirada fija, suspicaz y alerta, como si él fuera un peligroso extraño. Desde entonces evitaba salir de su habitación cuando su papá estaba en casa, aunque las ganas le carcomieran.  

Se giró en la cama y quedó de cara contra la pared, los ojos fijos en las pruebas de un viejo dibujo de las Tortugas Ninja que Zacarías había hecho a los siete años y que él había intentado tapar con tempera. Siguió el trazado del lápiz rojo con la yema de los dedos, intentando respirar hondo y así calmarse. 

Habían pasado unas seis horas desde la prueba de valor en las Torres de Agua, prueba en la que él había salido vencedor. La mayor parte de lo sucedido era una mezcla borrosa en su mente. Ya no recordaba bien si había sido Catalina la primera o la segunda en salir corriendo, o si Marco y Agustín habían intentado disuadirlo de lo que planeaba, o en qué momento su había regresado al interior del edificio circular. Pero sobre todo, no tenía claro cómo habían vuelto a casa ni los detalles del reto de su mamá por la demora. Tenía la vaga impresión de que las explicaciones las había dado Zacarías, algo relacionado con una tarea sin terminar y un castigo. Tendría que preguntarle al día siguiente y, sobre todo, darle las gracias. 

Volvió a girarse en la cama hasta quedar boca arriba. Cerró los ojos y volvió a verlo, como si sus párpados fueran en realidad el telón blanco de sus pensamientos: alto, quizás igual de alto que su padre, vestido con lo que parecían cinco capas de ropas y con la cabeza cubierta por una boina cuyo color era una tonalidad indefinida de café. A él lo recordaba sin problemas. Más que un recuerdo, lo sentía como si fuera un tatuaje en la memoria. 

Lear. Así se llamaba. Él había percibido ese nombre en la mente del desconocido, pero nada más, ni siquiera un leve destello de alguna historia oculta bajo su rostro. El tal Lear era como una página en blanco, excepto por su nombre. Y Zacarías aún recordaba que había asentido cuando lo había pronunciado, sin sorprenderse ni un poco ante el hecho de que el niño supiera eso.

—Lear —había repetido entonces, horrorizado de que esas cuatro letras pudieran ser toda la información que conocía del hombre que tenía al frente—. ¿Por qué no...?

La pregunta había quedado en el aire. Luego Zacarías frunció el ceño todo lo que su tersa piel de doce años le permitía y desvió los ojos por primera vez desde que Lear había aparecido. Observó los objetos a su alrededor, cada uno de los cuales parecían tener décadas de antigüedad. El hombre y él estaban en el centro de las velas puestas en círculo y las páginas de libros en el suelo crujían con cada pequeño movimiento. El niño por fin lo entendió. 

—Usted vive aquí —dijo y el desconocido volvió a asentir. De pronto, tuvo la necesidad de escuchar su voz, de comprobar que no se lo estaba imaginando—. No puedo ver nada... en su mente. Solo su nombre. Nada más. 

El desconocido parpadeó, acompasando el movimiento con su respiración. 

—Está bien. No hay nada que saber. 

—Pero usted sí sabe quién soy... Lo que puedo hacer. 

Lear asintió. 

—¿Cómo?

—Porque te esperaba y aquí estás.

—Ezequiel. Así me llamo. —había exclamado, casi gritando, ansioso de que el hombre lo supiera. 

Zacarías, en el presente, murmuraba algo en sueños. Ezequiel se giró para observarlo, pero la inquietud de sus hermano duró apenas unos segundos. Él, por otro lado, se sentía como si acabaran de tirarle un agua fría a la cara. Tal vez se había quedado dormido sin darse cuenta. Estaba agotado, sí, pero no podía dejar de darle vueltas a lo sucedido, al edificio circular y su túnel, a la presencia de Lear y al hecho de que, según él, lo estuviera esperando. ¿Esperando para qué?

Pero en especial, lo mantenía despierto el hecho de saber tan poco sobre el desconocido, cuando él era capaz de saberlo todo o casi todo sobre las personas. Solo una cosa tenía clara: debía averiguar más sobre Lear. El problema estaba en que tendría que hacerlo como lo hacía el resto de la gente y él no estaba acostumbrado a eso. 

Pasados unos minutos, se quedó dormido. Soñó, no con el hombre del edificio circular, sino con Julieta. Con todo lo sucedido, prácticamente la había olvidado. Ahora la historia de la niña lo llamaba para que junto a ella conociera el lugar que llamaban El Nido y a sus habitantes. 


*******************************


12 de Septiembre de 1973, Santiago. 


Lo primero que Julieta sintió al despertar fue hambre, muchísima hambre. La sensación la atacó apenas abrió los ojos, incluso antes de estar por completo despierta. Cambió de posición, los párpados todavía cerrados, y pensó que pronto su madre entraría en la habitación para decirle que debía levantarse para ir al colegio. Una sonrisa de satisfacción anticipada asomó a su cara, entre las mantas y el pelo despeinado. En su mente visualizó una marraqueta con queso puesto al tostador, la especialidad de su mamá y su desayuno favorito. Le pediría uno o quizás dos. 

Entonces escuchó voces desconocidas. Julieta abrió los ojos por completo, el cuerpo tenso y todos los sentidos alerta. Al fijarse en lo que tenía al frente vio una pared grisácea, con manchas, nada que ver con la pared de su dormitorio, que estaba pintada de un suave color amarillo. Su color favorito. 

De golpe, la niña lo recordó todo. No estaba en su casa, mucho menos en su dormitorio. Su madre no iba a llegar de un momento a otro a despertarla. Es más, ni siquiera sabía dónde estaba ninguno de sus padres. Francamente, tampoco sabía dónde se encontraba ella misma. La noche anterior había seguido a una niña, una niña llamada Polilla con una rata de mascota, por calles que no reconoció del todo tanto por el miedo como por el cansancio. Tras ese viaje en medio de la oscuridad, la tal Polilla la había metido a una casa grande, de tres o cuatro pisos de alto, a través de una puerta que rechinó en medio del silencio. 

Luego todo se volvía bastante difuso. Seguramente había caído rendida de sueño muy poco tiempo después de llegar al lugar y, por lo que comprobó en ese instante, alguien se había preocupado de que se durmiera sobre una improvisada cama, con varias mantas encima. 

Las voces se acercaron un poco más al otro lado de la puerta. No pudo definir cuántas personas eran, pero parecían dos o tres adultos. La niña no supo qué hacer, si levantarse y esperar a los desconocidos así o hacerse la dormida. Antes de que pudiera decidirse, la puerta se abrió y alguien atravesó el umbral. Los pasos sonaron como los de alguien que llevara pantuflas o estuviera cansada.

—Parece que sigue durmiendo —dijo una voz de mujer. Debía ser mayor que su madre y quizás por eso caminaba arrastrando los pies—. La pobre debe estar muerta de cansancio. 

—¿Y qué vamos a hacer cuando despierte? —El segundo desconocido era un hombre, pero Julieta fue incapaz de decir si era joven o viejo. 

—Primero darle de comer. De ahí ya veremos.

—Sabes que no podemos recibir más gente. Menos ahora, con la que se viene por culpa de los milicos. 

—Tú preocúpate de averiguar dónde anda tu hermana. De esta niña me ocupo yo. ¿Estamos?

Se escuchó un profundo suspiro. 

—Estamos. Me voy... El Quiltro dice que puede saber dónde está la Flaca. 

—Entonces anda. Esa cabra me pone nerviosa andando allá fuera. Sobre todo con la que está quedando o va quedar.

—Ya, me voy, me voy... 

Un sonido similar a un beso hizo que Julieta estuviera punto de voltearse para ver a los adultos a su espalda. Pero no lo hizo. Con el cuerpo cada vez más tenso escuchó al hombre salir. 

Pasaron los segundos y Julieta pensó que tal vez la mujer también se había ido, quizás sin emitir sonido, a pesar del susurro que provocaban sus pasos. O quizás estaba aún ahí, observándola. ¿Era tiempo ya de terminar su actuación?

—El desayuno está servido abajo. Entre antes te levantes, mejor, porque hay un par de sabañones por aquí que se comen todo. 

Antes de que la niña pudiera responder o moverse, la mujer también se fue, cerrando la puerta a su espalda. Solo entonces Julieta se atrevió a girarse, mirando por encima de su hombro hacia la habitación en la que se encontraba. Vio muebles y ropa, todo apilado contra las paredes hasta el punto de dejar solo un estrecho pasillo en medio. Al final de este se encontraba el rincón en el que ella había dormido. A su izquierda, una ventana con los vidrios sucios le indicó que debía ser temprano en la mañana. 

Se sentó en la cama y notó por primera vez que solo llevaba la blusa del colegio y la falda plisada. Ambas prendas estaban arrugadas y sucias, pero ese era el menor de sus problemas. El más inmediato de sus problemas era el hambre que hacía gruñir a su estómago; al parecer para solucionarlo debía bajar, aunque no supiera qué o quién la estaría esperando. ¿Era un lugar seguro en el que se encontraba? Si al menos estuviera Polilla cerca...

La puerta volvió a abrirse, y Polilla en persona asomó la cabeza a través del hueco. 

—¡Ya despertaste! La Matrona dice que bajes o que te quedas sin comer. 

—¿La Matrona...?

—Sonámbula dices que haces muchas preguntas. ¡Y no hay tiempo para preguntas!

Para ilustrar esto último, Polilla salió corriendo, dejando la puerta abierta. Sus ligeros pasos se alejaron por un pasillo y luego, a más distancia, bajaron por una escalera. Una parte de Julieta quiso quedarse allí, inmóvil y a salvo. La otra parte quiso correr tras la extraña niña. Tenía miedo, pero también curiosidad por descubrir qué clase de lugar era ese en el que se encontraba. 

Y hambre, se dijo. Tenía muchísima hambre. 


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14 de septiembre de 1996, Santiago.


Al día siguiente de su primer encuentro con Lear, Ezequiel despertó aturdido, no supo si de cansancio o preocupación. No tenía muy claro sobre qué hacer a continuación; más bien, no tenía claro cómo llevarlo a cabo. Una cosa era evidente: era imperioso (le gustaba esa palabra) volver al edificio circular y reencontrarse con Lear. 

Ahí era donde comenzaban los problemas. Al ser sábado, no podía llegar y salir de su casa y volver un rato después. Siempre existía la posibilidad de esperar hasta el lunes, para ir después del colegio, pero se sentía incapaz de esperar dos días enteros. Necesitaba ir lo más pronto posible. De haber estado solo su mamá en la casa, la situación no habría lucido tan lúgubre. Pero su padre tenía libre hasta el día siguiente. Dudaba que el hombre le diera permiso para salir así como así y él no se sentía lo suficientemente preparado para mentirle. 

A lo largo de la mañana, mientras hacía su cama y ordenaba la habitación junto a su hermano, barajó una opción tras otra. Su papá era el obstáculo de casi todas, lo cual no era una sorpresa. Si solo se fuera con sus amigos a jugar un partido de fútbol o algo así...

Escuchó que su hermano le hablaba, pero no captó lo que decía. Lo vio al otro lado de la pieza, con sus zapatillas de gimnasia que su mamá lo había mandado a limpiar en la mano.

—¿Qué?

—¡Lávate las orejas!

—Déjame, pesado. 

Zacarías le hizo morisquetas, pero Ezequiel se mantuvo impertérrito.

—Te estaba preguntando quién era el hombre de ayer. 

Abrió la boca de sorpresa ante las palabras del niño. Era obvio, pero él ni siquiera se lo había planteado: su hermano debía estar muy perdido con lo que sucedido el día anterior. A pesar de su ayuda, él no había tenido la amabilidad de explicarle nada. 

—No sé... Aparte de que vive ahí y se llama Lear no sé nada.

—¿Es un mendigo?

Ezequiel se rascó la cabeza, incómodo. 

—Sí, yo creo que sí. ¿Qué le dijiste ayer a la mamá? 

—Que me castigaron por no hacer una tarea. Se lo creyó. Siempre se lo cree todo. 

Zacarías se rió entre dientes. Sus carcajadas eran agudas y contagiosas, como las risas de las mascotas de los malos de Disney. 

—Gracias —dijo, sin poder sumarse a la diversión de su hermano menor—. Pero no le vuelvas a mentir a la mamá. 

—Bueeeeeno —respondió el niño al tiempo que rodaba los ojos—. ¿Cuándo vamos a ir de nuevo?

—¿A dónde?

—A dónde va a ser, burro. Donde el mendigo. 

Ezequiel abrió la boca, sin saber qué decir. De pronto le pareció que lo mejor era mantener alejado a Zacarías de todo eso, al menos mientras no supiera más cosas sobre Lear. 

—No volveremos a ir. Fue por ganarle a Catalina y Pedro, para que te dejaran tranquilo. 

—No mientas —murmuró el niño, los ojos entrecerrados clavados en su hermano—. Tú quieres volver a ir. 

—No...

—¿Vas a ir hoy?

—No, Zacarías...

—Pero mi papá no nos va a dar permiso—. De pronto, Zacarías hizo chocar ambas zapatillas en gesto de triunfo—. ¿Y si decimos que vamos donde la abuela? 

Ezequiel lo miró con la abierta por la sorpresa.

—Donde la abuela... —Las cosas fueron encajando poco a poco en su mente—. ¡Eres un genio!

—Lo sé. Me debes unas papas fritas. 


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Algunas horas después, tras almorzar con sus papás y llamar a su abuela para avisarle de la visita que le harían, ambos niños se encontraban en el comedor de la mujer, comiendo leche asada. Ezequiel no tenía hambre, a diferencia de su hermano, que comía como si llevara horas sin echarse algo a la boca, pero procuró no deja una gota de postre. Su abuela odiaba cuando no se comía todo y en ese momento necesitaba su ayuda más que nunca. 

Miró a su derecha, donde se erguía un mueble de madera que llegaba hasta el techo y que era su parte favorita de la casa de la mujer. Por mucho que lo estudiara en cada una de sus visitas, siempre tenía la impresión de descubrir algo nuevo, algún adorno que no había visto o una foto cuyo retratado no le sonaba. Eso era algo bueno, porque cada vez que eso sucedía él le preguntaba a su abuela de dónde había sacado el objeto en cuestión o quién era la persona que aparecía en la fotografía. La pregunta acarreaba una respuesta y la respuesta se convertía de una forma u otra en una historia. 

—Estaba rico el postre parece, ¿ah? —dijo su abuela, que salía en ese momento de la cocina con un jarro lleno de jugo de manzana.  

—Sí, estaba ex-qui-si-to —exclamó Zacarías—. Si Ezequiel no se come todo...

—Ezequiel se lo va a comer todo. ¿Cierto, mijito?

—Sí, abuela. 

La mujer, que era apenas una cabeza más alta que su nieto mayor, puso el jarro sobre la mesa y se sentó frente a ellos. Los miró de una forma a la que Ezequiel ya estaba acostumbrado, pero que nunca dejaba de llamarle la atención. Desde pequeño se preguntaba si no sería así que él miraba a los demás para descubrir más de ellos. 

—¿Y cómo les va en la escuela?

—Bien. Yo me saqué un seis el otro día en Lenguaje. Un seis, abuela. Casi un siete. 

—Qué bueno. La próxima tiene que ser un siete. ¿Y tú, Ezequiel?

—Bien. 

—Me alegro. ¿Cómo están los papás?

La pregunta sonó tensa, lo que no sorprendió a Ezequiel. Su abuela, la única viva que tenían, era la mamá de su papá, pero no se llevaba bien con él. Solo se veían en las fechas importantes y muy de vez en cuando el resto del año, a pesar de vivir a media hora de distancia. El hombre dejaba que sus hijos la visitaran, pero la anciana rara vez los visitaba a ellos. Los motivos de esa tirante relación era un secreto de familia, pero el niño sabía desde hace mucho tiempo que la razón era algo que se arrastraba desde que padre decidiera hacerse carabinero. 

—Bien. Le mandan saludos. 

Era mentira, al menos por parte de su hijo. Su madre les había enviado con algunas frutas y un saludo formal. 

La mujer asintió, la mirada fija en sus manos por un momento. Luego la alzó hacia Ezequiel. Sonreía y el gesto le marcaba suaves arrugas junto a las comisuras de los labios. 

—¿Qué se traen entre manos?

—¿Nosotros?

—Sí, ustedes. 

Ambos niños se miraron, Ezequiel muy pálido y Zacarías bebiendo jugo con fruición. Tras unos segundos, el primero decidió que era tiempo de intentar el siguiente paso. 

—Abuela, ¿nos guardas un secreto?

—Depende del secreto

—Es que...

—¡Ezequiel tiene polola!

El aludido miró a su hermano con expresión de horror, hasta que escuchó que su abuela se reía. 

—Así que era eso... Pero mijo, si usted es muy chico. 

—Es que... ella es muy bonita. 

—¿Cómo se llama?

Pensó con rapidez en un nombre que no fuera el de ninguno de sus compañeras de curso. 

—Andrea. 

—¿Y quiere ir a verla ahora? 

—Sí... Pero mis papás no...

—No se preocupe. Vayan, pero no se demoren mucho, ¿ya? Que si no después su mamá me llama y le tengo que mentir. 

—¡Gracias!

Siguiendo un impulso, Ezequiel fue hasta donde la mujer y la abrazó. Ella le correspondió durante unos segundos, antes de hablarle al oído. 

—Cuide a su hermano, ¿ya?

Se separó de su abuela y la miró, viendo en sus ojos un brillo extraño. Travieso. Lo sabe, pensó, antes de descartar la idea. ¿Cómo iba a saberlo?

—Vayan y no se demoren. 

Ambos niños se despidieron de ella en la puerta, sonriendo por la facilidad con la que habían logrado su propósito. Tardaron unos quince minutos en llegar a las Torres de Agua, contando el tiempo que les tomó entrar a un almacén y comprar comida para Lear, a modo de regalo y, también, ofrenda de paz. 

Cuando las torres y el edificio circular por fin aparecieron frente a ellos, Ezequiel se preguntó si la puerta de este último estaría abierta tal como el día anterior. Si no era así, no sabría qué hacer a continuación. Todo eso estaba siendo un paso a paso muy estresante. Mientras esperaban que el semáforo cambiara a verde, deseó lucir tan confiado como su hermano. Tal vez, se dijo, la clave de su confianza era tenerlo cerca en esos momento. 

—Si la puerta está cerrada, no importa. Volvemos el lunes después del colegio —le dijo.

Pero la puerta estaba abierta y Lear, el extraño hombre que vivía dentro del edificio circular, los estaba esperando. 


GRACIAS POR LEER :)

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