1. Preámbulo nupcial

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En otro lugar del pueblo, en la zona del malecón, Estela y Andrés discutían frente a un local de comida rápida, a causa de una promesa que ella se negaba a cumplir, alegando que era tarde. Andrés no pensaba dar su brazo a torcer, los juramentos, desde su punto de vista, jamás debían romperse, sobre todo si involucraban alimentos.

—Exijo que cumplas lo que ofreciste —refunfuñó soltando varias bolsas de la compra—. Te acompañé toda la tarde mientras ibas de tienda en tienda; fui tu Jaime, tu Alfred, tu Hoke y tú la Miss Daisy. —El tono y la expresión melodramática fue digna de un Oscar—. Te llevé a donde querías, por lo tanto, ¡quiero mi pizza familiar con doble queso!

—Andrés, entiende que estamos atrasados a la cena que nos invitaron. Te compraré la pizza pero otro día.

—Si estamos atrasados no será por mi culpa —contestó él—. Quiero mi pizza.

—Andrés, por favor, no seas necio. En la casa de don Olvido habrá comida también.

—Ambos sabemos cómo son las cenas en casa de ese señor. Su esposa, doña Grecia, piensa que todos estamos a dieta como ella. Lo que den de comer, se me quedará en la muela. Quiero mi pizzaaaa —volvió a exigir, emulando la imagen de un niño caprichoso.

Estela meneó la cabeza, no conocía un hombre más testarudo que su hermano.

—Está bien, vamos por la pizza. Pero te la comes rápido.

A Andrés le brillaron los ojitos de felicidad.

Diez pedazos de pizza después, los hermanos se dirigían a la finca de don Olvido. Estela conducía, pero con cierto temor. A pesar de haber aprobado el curso de conducción y obtenido la licencia, no se sentía confiada frente al volante. Andrés le decía que para ganar experiencia debía manejar sí o sí. Y ahí estaba, con sus lentes puestos y achicando la vista, según ella para ver mejor. En la carretera no había más que monte y oscuridad. Su hermano, en el asiento del copiloto, iba sobándose la barriga.

—Ay, comí mucho...

—Te lo advertí, pero la gula te puede.

—Igual, no me arrepiento —respondió Andrés, todo digno—. Es una de las mejores pizzas del puerto. Debiste probar el pedazo que te ofrecí, antes hasta pedías más.

—Andrés, me caso mañana. No comeré nada que me engorde.

—Sigo pensando que Floripondio no te conviene.

—Fluver, se llama Fluver. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —protestó Estela.

—Lo que sea, da igual. Ni los patos quieren a Floripondio, lo picotean cada que va a la casa.

Estela reprimió las ganas de discutir con su hermano. Tener que conducir en esa vasta oscuridad ya era suficiente estrés.

Andrés, por su parte, no se quedó callado:

—El matrimonio está sobrevalorado. Analiza mejor ser una doña Juana, recorre el mundo y ten un amor en cada puerto. Piénsalo.

—¿Quieres que sea igual que tú? ¿Alguien que no sienta cabeza, que no quiere compromisos? —inquirió, en tono sarcástico.

—¿Te olvidaste de que estuve casado? Asumí un compromiso y salió mal. —El semblante de Andrés se ensombreció—. Por suerte existe el divorcio, lástima que la mala experiencia permanece.

Estela disimuló el malestar que las palabras de Andrés le ocasionaron. El matrimonio le dejó a su hermano una experiencia amarga. Fue una etapa difícil para la familia.

—Esa mujer... nos engañó a todos —Estela apretó el volante con fuerza.

—No quiero hablar de Mónica. —Subió el volumen de la radio, cerró los ojos y se perdió en sus recuerdos.



—¿Dónde andarán Andrés y Estela que aún no llegan? —Humberto observó su reloj.

—Ya deben estar cerca. —Leticia ladeó la vista hacia la entrada de la casa—. Ah, mira, ahí están. —Sacudió la mano para atraer la atención de sus hijos.

Los hermanos identificaron a su madre y se encaminaron hacia la mesa donde estaba ella y el resto de la familia. Se alegraron de ver a Concha, su esposo e hijos, a quienes no veían muy seguido, debido a que vivían en la capital.

—Eduardo, qué grande estás, ya nos pasaste a todos. —Andrés se paró junto a él, la disparidad de tamaño era notable—. Y qué pinta te cargas, se nota que la galanura es de familia —expresó orgulloso, hablando a través de su cubrebocas de Darth Vader.

Raia compuso cara de what ante la afirmación de su tío. No resistió las ganas de protestar.

—¿Estás ciego, tío? ¿Por dónde ves guapo a Eduardo?

—No le hagas caso, tío —dijo Eduardo con gesto de superioridad—. Raia está envidiosa del perfil griego que tengo. Obvio, sé que no soy el hombre más hermoso, pero tengo lo mío, humildemente.

—Muy bien, sobrino, el amor propio debe primar ante todo —celebró Andrés —. Y tú Raia, eres igualita a tu tía. Siempre criticando.

Tía y sobrina se miraron ofendidas.

—Ignóralos, Raia. Son tal para cual —bufó Estela, quitándose la mascarilla celeste con iniciales F&E.

Concha miró el cubrebocas en actitud divertida y curiosa, formuló una pregunta a su hermana intuyendo el significado:

—¿Esas iniciales significan Fluver y Estela? —arrugó el entrecejo—. Oh, qué romántico.

—¿Romántico? —intervino Andrés—. Qué falta de glamour, me dan vergüenza ajena.

—A mí me da vergüenza salir contigo con esa mascarilla de Darth Vader que usas —contraatacó Estela—. Y esa obsesión por saludar a tus amigos imitando la voz de ese personaje.

—Yo... soy tu hermano —susurró Andrés, en cuanto oyó que le disgustaba lo que hacía—. Ahora te toca decir: ¡noooo!

—Estás loco, no te seguiré la corriente. Tienes treinta y dos años, madura.

—Y tú con treinta y amargada. No quiero ni imaginar cuando llegues a los cincuenta, directo al asilo, te aviso.

—Ustedes nunca van a cambiar. —Leticia meneó la cabeza. Andrés y Estela, desde que tuvieron uso de razón, vivían en una constante discusión. Al menos en la adultez se había convertido en un juego cómico entre ellos que no le causaba mayores preocupaciones.

—¡Excelente imitación! —Eduardo chocó el puño con Andrés.

Raia iba a objetar, su tío llevaba la delantera; debía emparejar las cosas. Mas sus deseos de apoyar a su tía quedaron cancelados cuando vio aparecer al mesero con los postres.

Si había algo que anulara lo que Raia tuviera en mente, era la comida.

El mozo dejó los platillos y preguntó a los otros ocupantes si deseaban cenar. Estela pidió ensalada y Andrés una porción de pastel de chocolate.

—¿No que habías comido mucho? —Lo miró burlona.

—Para el postre siempre hay espacio, ¿verdad sobrinos?

—Por... supuesto —respondió Eduardo con la boca llena.

—El postre es lo más rico que hay —concordó Raia.

El tiempo avanzó entre risas y el ponerse al día de los chismes de temporada. No era lo mismo chismear por teléfono que hacerlo en vivo y en directo. Las expresiones de asombro, el "cuéntame más" tenía otra relevancia al ser face to face.

El intercambio informativo fue interrumpido por don Olvido. Su esposa iba agarrada de su brazo derecho, y una joven del izquierdo. No se podía eludir la diferencia de tamaño entre él y las mujeres. El hombre mayor se caracterizaba por una alta estatura y complexión delgada, mas no era la talla o la delgadez lo que llamaba la atención, sino la expresión severa e intimidante.

—¿Qué tal la cena? ¿Todo bien? —preguntó Olvido, sonriendo. En un intento de suavizar sus facciones.

—Sabrosa, ¿se puede repetir? —Bromeó Humberto.

—Claro compadre, ¿cuántos platos desea?

—Tranquilo compa. Estamos llenos, ¿verdad? —miró alrededor.

Todos asintieron, excepto Eduardo y Raia. La satisfacción de sentirse llenos no se reflejaba en sus rostros.

Por suerte, don Olvido poseía lo último en dispositivos auditivos, el "Phonak 3000", y gracias a él logró escuchar los ruidos que emitieron las panzas de los chicos. Aunque también pudo hacerse de la vista gorda y seguir de largo, pero dada la poca cantidad de comida que solía servir su mujer le pareció justo que los chicos repitieran. Se veían tan famélicos.

El anciano alzó la mano y urdió un gesto que el mesero entendió a la perfección.

—¿Recuerdan a mi nieta, María Elisa? —dijo don Olvido, desviando la vista a la muchacha que sujetaba del brazo—. Llegó hace unos días de Guayaquil, pasará las vacaciones de verano con nosotros.

—Claro que nos acordamos —confirmó Leticia—. ¡Cómo has crecido, niña!, y qué guapa estás.

—¡Es un clon de tu hija! —rio Humberto.

—¡Gracias a Dios se parece a mi hija y no al feo de su padre! —interrumpió Grecia, cruzando las manos y agradeciendo al cielo.

—¡Abuela! —se quejó la chica.

— Lo siento cielo, pero es la verdad. Por suerte los gustos de tu madre no repercutieron en ti.

—Estela, tú no has de tener tanta suerte. —Andrés aprovechó la situación para lanzar una pulla a su hermana—. Si te casas con Floripondio, no te quejes cuando les hagan bullying a tus hijos.

Doña Grecia echó más leña al fuego:

—Estela, tú eres tan linda, y ese novio tan feo que tienes.

Estela apretó los puños bajo la mesa para no decirle lo que pensaba ante tanto atrevimiento. Al final Leticia intervino en su defensa.

—Estela ama a Fluver, ella no se fija en las apariencias, sino en los sentimientos.

Grecia apretó los labios, le picaba la lengua para decir más cosas.

Don Humberto, que conocía lo chismosa que era su esposa, y lo que le costaba callarse, cortó la charla, excusándose en que tenía que verificar si la baldosa estaba limpia.

En cuanto estuvieron solos, Estela le pegó un codazo a su hermano.

—¡Ay! —Andrés emitió un quejido lastimoso—. ¿Qué tienes ahí, un brazo o una estaca?

—Si mis hijos salen feos es problema mío y de Fluver, no tuyo —contestó airada.

—Ya, no te sulfures. Fue solo una broma.

Estela se negó a hablarle.

Al perder su principal objeto de bromas, las atenciones de Andrés se enfocaron en sus sobrinos. Especialmente en Eduardo, cuya expresión no pasó desapercibida. El chico mantenía la mirada fija en el sitio por donde se fueron los anfitriones. No se necesitaba ser un genio para saber que la belleza de la chica lo cautivó.

—Te gustan mayores, ¿eh, sobrino?

—¿Qué? No, no, solo estoy atento al mesero —respondió, al verse descubierto.

—¡Ajá! Te pillaron. —Raia soltó una risotada—. Pierdes el tiempo, esa chica nunca se fijará en un puberto como tú.

—Tengo diecisiete años, y casi soy universitario —aclaró, informando que en un par de meses ingresaría a la universidad—. ¡Ahí viene la comida! —Justo a tiempo, pensó Eduardo—. ¿Ven que no era mentira?

Andrés rio, y aprovechó para probar un poco de la comida que había traído el mesero.

—Si continúan comiendo de esa forma, mañana no les va a entrar la ropa —avisó, Armando.

—Lo más probable... es que no haya... boda —murmuró Andrés con la boca llena.

—Ya quisieras. —Estela rompió el silencio—, deberías apoyarme en lugar de ponerme el pie. Ninguno de los novios que he tenido te han caído bien, a todos les pusiste un pero. ¡Y esa manía de cambiarles el nombre!

—¿Alguno de ellos te convenía? —contraatacó él—. Noviazgos largos, sí, pero se echaban para atrás cuando llegaba el momento de oficializar la relación.

—Sin mencionar que eres muy celosa, mijita —agregó Leticia—, indirectamente los alejaste.

—¡Mamá! ¿Te vas a poner de parte de Andrés?

—Mi mami no ha dicho nada que no sea cierto. Celosa y malhumorada, además. En eso compadezco a Floripondio, lo que le espera a tu lado.

—No me importa lo que piensen. Mi matrimonio con Fluver es un hecho y será maravilloso. —Agarró la copa de vino y se la bebió de una sola.

—Ver para creer. —Andrés extendió tres dedos de su mano y empezó a enumerar—: Primero, la boda se canceló por la cuarentena; la segunda vez se postergó porque la mamá tuvo que operarse del apéndice; y la tercera vez... Floripondio se quedó atascado en una huelga campesina y no lo vimos hasta después de cinco días, esto último muy sospechoso. ¿Qué otras señales quieres, Estela? El universo no quiere que te cases.

—Si el tío lo dice, yo le creo. A mí tampoco me cae bien Floripondio... Fluver —corrigió Eduardo ante la mala cara de su tía.

—Ni los patos quieren a Floriano —recordó Andrés—. ¿Han visto cómo se ponen cuando lo ven? Y ni hablar de Lucas, él sí que lo odia. La gente que ingrese a la familia tiene que pasar por la aprobación de los patos, ellos sienten las vibras, y Florindo las debe tener bien negras. —Se estremeció con exageración.

—Que Lucas y los otros patos odien a Fluver no impedirá que me case con él —recalcó ella.

—Basta, Andrés. Deja de molestar a Estela. —Concha sintió el deber de apoyar a su hermana menor—. Fluver podrá ser gordo, feo, enano, con pésimo gusto para vestir, pero ella lo quiere y debemos respetar su decisión.

—Conchi, tú sí que sabes reconocer las virtudes en las personas. Gracias por apoyarme, supongo.

—No hay de qué, Estelita. Para eso estamos las hermanas.

La familia siguió conversando de la boda y de otros temas. La noche avanzó y llegó la hora de partir.


Faltaban pocas horas para el enlace marital, Estela tenía los nervios a flor de piel. Arrodillada en la cama de su cuarto, en pose de oración, elevó la vista al techo y suplicó al universo o a cualquier entidad que en ese momento anduviera trabajando horas extras, para que todo saliera bien.

Y sí, alguien escuchaba sus peticiones, pero optaba por ignorarlas. 




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