Introducción

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La tarde en la zona de la costa se presentaba nublada y con ligeros chubascos. A pesar de ser verano, las lluvias se mantenían y el calor era insoportable. El aire acondicionado, no es que no funcionara, Armando había comprado el auto sin ese accesorio para ahorrarse unos cuantos dólares, y ahora su familia estaba pagando las consecuencias. Desde luego, nunca admitiría que cometió un error.

Aún faltaban cuatro horas para llegar a la playa; el motivo del viaje no era precisamente vacacionar, sino la boda de la hermana menor de Concha, un evento que, por capricho del destino, fue pospuesto en varias ocasiones, impidiendo que la novia adquiriera el rango de señora.

Armando bajó un poco más los vidrios al ver a su mujer abanicarse con la mano. La idea no resultó del todo mal: si bien una ráfaga de aire refrescó el ambiente, uno que otro bicho se coló en el interior del automóvil.

En la parte trasera, Raia emitió un quejido, el movimiento de un insecto que se posó en su frente, la despertó. Mas esto no fue lo que provocó que pegará un grito de protesta.

—¡Quita tu pie de mi cara! —gruñó a su hermano.

Eduardo fingió estar dormido, mientras reía por dentro.

Raia no toleró esa actitud desconsiderada, hizo lo propio dada la situación: le jaló unos cuantos vellos de la pierna. En consecuencia, el joven lanzó un grito de profundo dolor.

—¡¿Qué te pasa?! Casi me arrancas la piel. ¿Qué te costaba decir que quitara el pie?

—¡Lo hice, y ni bola me paraste! Ay, qué asco —dijo, sacudiéndose los dedos—. Depílate, oye.

—Ni loco haría eso. Mis vellos me protegen del frío, o sea.

—Claro, se nota a leguas —se burló.

—Sí, y también me protegen de las picaduras de mosquitos. Pero contigo harán fiesta cuando lleguemos a la casa de los abuelos. —Eduardo sonrió malicioso.

—Esta vez vengo preparada contra esos bichos. —Raia sacó del bolso un frasco negro de letras blancas y rojas.

—Eso no es para los mosquitos, es el gas pimienta de papá. ¡No se te ocurra abrirlo!

Armando miró por el retrovisor al escuchar que lo mencionaban.

—¿Qué pasa allá atrás?

—Raia agarró por error tu spray creyendo que era loción antimosquitos. Con lo despistada que es, no se hubiera dado cuenta hasta que fuera demasiado tarde. ¿Ves por qué es importante saber inglés, Raia? —rio divertido.

—Errores comete cualquiera —se defendió—. ¡Y me hubiera dado cuenta mucho antes! ¡Y sí sé inglés! Se me pasó por alto leer la etiqueta, nada más.

Los hermanos continuaron discutiendo, sin ceder ante las pullas del otro.

—¡Bastaaa!, no quiero oírlos por lo que resta del camino. —Concha se frotaba las sienes debido a un incipiente dolor de cabeza—. Ustedes harán que envejezca prematuramente. Bien decía mi madre: no tengas hijos, mejor ten gatos —susurró bajito.

—¿Qué cosa de los gatos, mami? —preguntó Raia.

—Nada hija, le decía algo a tu papá.

Varios kilómetros después llegaron a la ciudad de Puerto Cruz. Ingresaron a una finca de extensión mediana, Armando estacionó el auto frente a una vivienda de tres pisos. La casa de estilo campestre era una maravilla a la vista, tenía dos escaleras a ambos lados, rodeada de árboles de plátano, palmeras y un gran césped en la parte delantera.

Un grupo de patos fueron los primeros en recibir a la visita, graznaron alegres y agitaron las alas. Las patas, al ver a Armando, arrimaron el cuello a sus piernas demostrando el afecto que sentían hacia él.

Esto último no le gustó a Concha, miró a las patas con desconfianza. Agarró a su esposo del brazo, para dejarles en claro que ese hombre era suyo.

El graznido de las aves atrajo a una pareja de ancianos que sonrieron en cuanto identificaron a los visitantes.

Raia y Eduardo esquivaron a los patos, fueron hacia donde estaban los sexagenarios, o eso pareció.

—Ah, tan lindos mis niños, desesperados por ser los primeros en saludar a sus abuelos. —Concha miró con ternura a sus bendiciones, pero su expresión cambió al percatarse de lo que estos hicieron.

Los muchachos rodearon a la pareja e ingresaron presurosos a la casa. Ambos subieron por la escalera de la izquierda, arrastrando las maletas.

Raia llevaba la delantera, y para ampliar la distancia, dijo:

—¡Un dólar! —Señaló a un lugar cualquiera.

Eduardo se detuvo de inmediato, tratando de ubicar la moneda.

—Siempre caes con eso, hermanito —dijo desde el interior de una de las habitaciones, que había marcado como suya. Prendió el aire acondicionado, mientras se reía tirada en la cama.

—¿Hasta cuándo caeré con ese truco? —se reprochó.

Tras ellos apareció Concha, con un color carmín en la cara, y no a causa del calor.

—¡A ver, maleducados, a saludar a los abuelos! —exigió enfadada.

—Iba a saludarlos en este momento —respondió Raia, acercándose a ellos—. Sucede que primero entré a la casa para sacar de la maleta el regalo que les traje. —Extendió una caja de galletas hechas migas—. Lo siento, debieron dañarse con el viaje —gimió sentimental.

—Tranquila cariño, el detalle es lo que cuenta —sonrió la abuela.

—¿Y tú? —Concha achicó los ojos en dirección a Eduardo.

—La naturaleza me llamaba, mami. —Compuso una mirada afligida—, no aguantaba las ganas de orinar.

—No pasa nada —respondió el abuelo—. Concha, ya no retes a los chicos, les generas estrés.

Concha alzó las cejas, sorprendida, mas no dijo nada. No tenía sentido discutir con sus padres.

—¡Buenas tardes, don Humberto, doña Leticia! —Saludó Armando, que en ese momento entraba a la casa cargando el resto de maletas—. ¿Y la novia? ¿Dónde está que no la veo? —Ladeó la vista por toda la casa.

—Estela se fue con Andrés al local de eventos. Al parecer hay un problema con las carpas —informó Humberto.

—¿Ese par juntos? —rio Concha—. Se la pasan discutiendo todo el tiempo.

—Pues ahí van. Son como perros y gatos, pero no pueden estar el uno sin el otro —dijo Leticia—. Y dado que Estela se casa, Andrés anda servicial con ella, lo que me parece extraño.

—Algo ha de querer. Mi hermano no da puntada sin dedal. —Concha volvió a reír.

—¿Y qué problema hay con las carpas? —preguntó Armando—. Con la mala suerte que parece tener Estela a la hora de casarse, espero no sea motivo para que la boda se posponga de nuevo. ¡Ya sería la cuarta vez!

—No es nada grave, solo algo relacionado al color, no son del tono que pidió Estela. —Aclaró Leticia.

—Acomoden las cosas y alístense que tenemos un evento en la noche. —Humberto cambió de tema—. Don Olvido nos invitó a cenar a su casa, les dije que ustedes venían. No se demoren, a mi compadre le gusta la puntualidad. Esto lo digo especialmente por ti, Raia.

Mucho tiempo después, luego de varios gritos que exigían a Raia apurarse, la familia se dirigía a la casa de un anfitrión muy respetado entre la comunidad de Puerto Cruz.

—¿Mis hermanos llegarán a la casa de don Olvido? —consultó Concha a su madre.

—Sí, ahí nos alcanzarán, si es que no se han matado antes.

—Son treintañeros y no dejan de pelear como si fueran niños —agregó Armando, conteniendo una risa—. Espero que ustedes no vayan por el mismo camino. —Volteó la vista a sus hijos.

Los jóvenes no se dieron por aludidos. Sus pensamientos estaban puestos en los manjares que degustarían, y si podrían repetir algún plato.



¡Bienvenidos, lectores!

Por lo general las historias inician con los personajes principales, en este caso me pareció interesante iniciar con el elenco secundario para que tengan su minuto de fama, o capítulo en este caso jaja. 

¿Qué les pareció? Dejen sus comentarios. Me encantará leerlos.   🧡












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