Capítulo 1

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El día en el que todo da inicio no es más que otra mañana soleada de verano. Sentada tras el mostrador de la tienda, mis brazos están apoyados sobre la forma cuadrada de cristal donde los clientes suelen extender sus tarjetas de crédito, mi cabeza recostada sobre éstos mientras mis labios se forman para largar el séptimo suspiro de la hora.

De fondo, mis compañeras mantienen una conversación de la que no soy parte y en la que tampoco tengo la intención de incluirme. Pero, contra mi propia voluntad, las chicas me inmiscuyen en su trivial charla sobre dios sabe que.

—¿Y tú que opinas, Nara?
—Levanto unos centímetros mi cabeza, lo justo para enfocar con mis ojos marrones a las chicas, de mi boca escapa un sonido mostrando que ni siquiera he estado atenta a ellas. Dalia rueda los ojos sin ningún tipo de disimulo.

—¿Cuál crees que es mejor para el verano? —Entre sus dedos con uñas pintadas de rojo, hay dos perfumes. No tardo más de un milisegundo en encogerme de hombros.
—He trabajado aquí dos años; ya no diferencio un perfume del otro. —Jordan suelta una carcajada pequeña que intenta cubrir presionando sus labios con la palma de su mano.

Dalia le regala una mirada para nada amistosa y la nueva trabajadora, cambia su postura para fingir seriedad y me mira por encima del hombro de la tercera en discordia.
—¿De verdad has perdido el olfato? —Las comisuras de mis labios se extienden para crear una sonrisa. Es divertido porque ella solo lleva aquí un mes.

No le doy una respuesta y Dalia, la más veterana de las tres, da varias palmadas al aire al grito de "¡a trabajar!". Pero mientras que la novata Jordan se pone a colocar con cuidado cada frasco, lo único a lo que yo me dedico es a contar los minutos restantes hasta el final de mi jornada.

Una señora cuya edad pasa los cuarenta y cuyas manos parecen hechas de porcelana, entra en la perfumería y mira de un lugar hacia otro, sin buscar nada concreto. Sin demasiado cuidado, toma uno de los frascos entre sus manos y lo observa.
Parece como si quisiera medir sus proporciones, examinar cada uno de sus detalles en busca de la más mínima imperfección.

Un perfume es igual que un libro; lo que importa es lo que se encuentra en su interior. Pero al igual que ocurre con las personas, nadie se atreve a mirar más allá de un envoltorio imperfecto.

En un gesto torpe, la señora deja resbalar el perfume y éste se estrella con un estruendo contra el suelo. El olor se hace insoportable en segundos o al menos así ocurre para Jordan y la propia mujer. Ésta se disculpa, probablemente pide perdón más veces que en toda su vida. Pero Dalia no tiene ningún tipo de piedad y, sin esperar ni un minuto, le reclama el importe del perfume; —quien rompe, paga.

Yo la fulmino por encima del hombro de la torpe mujer pero mi gesto queda diluido cuando la veterana vendedora no se toma ni un solo segundo en devolverme la mirada. La tarjeta de crédito se desliza por el mostrador, la tomo entre mis manos y cobro el perfume. Por décima vez, la mujer pide disculpas y yo trato de aplacar mi culpa susurrando un triste «está bien».

Cuando abandona la tienda, me pongo de pie.
—¿Era necesario que la trataras así? —Dalia entrecierra sus ojos de un intenso negro y se cruza de brazos justo después.
—¿Cuánto cobras al mes, Nara? ¿algo menos de dos mil?
—Frunzo el ceño, no entiendo la pregunta.

—Esa señora llevaba un bolso que cuesta tu sueldo de un año pero tú habrías preferido pagar ese perfume antes que pedírselo a ella. En un mundo de tiburones, tú eres el pez que no hace más que huir. —Abro la boca con la intención de defenderme pero mi reloj marca las dos y mi jornada termina.

De debajo del mostrador tomo la caja envuelta y una sonrisa se desliza por mis labios.
—¿Es para Jerry? —Jordan me observa con sus ojos azules llenos de entusiasmo y al tiempo que me habla, se recoge su melena rubia en una coleta alta.
—Hoy es su cumpleaños y voy a sorprenderle; cree que salgo en cuatro horas.

El camino de vuelta me resulta más largo de lo que alguna vez ha sido; el sol ciega mis ojos por momentos y mi tobillo se tuerce en más de una ocasión. Irónicamente, llegar hasta casa, hasta Jerry, resulta como un camino al infierno. Supongo que el universo siempre deseó avisarme pero las personas ignoramos lo que no deseamos escuchar.

Al entrar en nuestra casa, oigo ruidos provenientes de la habitación y mi ceño se frunce involuntario. Al llegar hasta ella, en mi boca se crea una exclamación: —¡Sorpresa!
Pero al final, la sorprendida acabo siendo yo.

De las sábanas de nuestro dormitorio emerge la cabeza de Jerry, desnudo. Junto a él, una chica -también desnuda- cuyo rostro no me resulta familiar.
Mi cuerpo y mi mente entran en un shock y de alguna manera, me niego a llorar. Me niego a actuar como deseo hacerlo, a creer lo que mis ojos ven.

Del suelo tomo sus ropajes, los lanzo sobre ellos y me retiro al salón. Me siento con calma y retiro sin mucho apuro uno de mis tacones de color rojo. La chica sale corriendo, sus ojos se quedan estancados en los míos mientras se aleja. Jerry sale poco después.
—Nara, por favor... yo...

Levanto el dedo índice en su dirección, pidiendo silencio.
Me retiro el segundo zapato y camino descalza para abrir la puerta de nuestra... mi casa.
El hombre camina, aún sin la camiseta puesta y con una expresión que difícilmente logro entender. ¿Culpa tal vez? ¿o lo único que lamenta en realidad es haber sido descubierto?

—Nara...
Antes de cerrar, tomo su regalo y se lo estrello sin fuerza en el pecho. Mi boca expulsa un tibio «feliz cumpleaños» y cierro después.

Y es entonces y solo entonces, cuando me quedo sola en el lugar que solíamos compartir, cuando soy consciente de lo que acaba de suceder.

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