En alguna parte de este extraordinario mundo, una vez oí una frase que clamaba así: «las despedidas no son finales, son comienzos».
Pero si aquella cita era cierta, ¿por qué resultaba tan doloroso decir adiós?

Mis orbes que en algún momento se achicaron en una sonrisa, ahora se encuentran enjuagadas en un líquido salado. Sorbo mi nariz y la manga de mi camiseta gris es el testigo de mi desconsolado llanto. El ser frente a mí pretende hacer gala de una falsa fortaleza que no resulta más que una vil mentira para los dos.

Como estrellas fugaces en una oscura noche de verano, las memorias de nuestro comienzo aterrizan en mi cabeza y amenazan con destruir la frágil estabilidad que he construido en los últimos minutos. Las preguntas se hacinan en mi cansada mente y trato sin mucho éxito de contener las miles de expresiones frustradas que guardo en mi interior.

Amor me sonríe pero es un gesto doloroso y nunca creí que algo tan genuino pudiera clavarse en el alma como un afilado cuchillo, desgarrando todo cuanto encuentra. Pero supongo que, desde que conocí al ser que ahora me dice adiós, he aprendido muchas cosas. Y una de ellas es; que hay sonrisas que saben a despedida.

Como todos los humanos hacemos muy de vez en cuando, alzo las comisuras de mis labios y le devuelvo la mentira de que ambos estamos bien con un simple gesto. El joven de cabellos rubios se gira sobre sus talones, el sonido de sus pasos pasa desapercibido al mezclarse con el caos provocado por el tráfico.

En busca de la persona que anhela ser, Amor se marcha dejándome en esa calle llena solo con personas y lágrimas. Aunque pretenda negarlo, sé que cabe la remota posibilidad de que nunca más le vea volver y en mi corazón, busco la respuesta a una duda que no ha dejado de atosigar y asfixiar a mi cabeza.

¿Cómo pudo suceder, que un ser poco humano y destinado al amor, se enamorara de la joven engañada que le despertó con una maldición?