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La noticia de la muerte de la abuela Rosalinda me tomó por sorpresa. Si bien tenía una edad considerable para imaginar que el desenlace estaba cerca, por palabras textuales de mamá y por qué no decir graciosas, ella "nos enterraría a todos".

Rosalinda era una mujer admirable, de gran fortaleza y corazón. Había tenido la amabilidad de criarme como una nieta más y si no fuese por la tozudez y obstinación de mi madre, yo también podría haberme educado en el colegio "Nuestra Señora del Huerto", en la localidad de Olivos, entidad de formación católica a la que asistieron sus únicos nietos de sangre, Leonardo y Alejandro.

Recordar mi infancia siempre me traía una sonrisa al rostro.

Había crecido a la par de Leo, el menor de los Bruni tal como si fuese mi propio hermano...aunque en algún momento las cosas pudieron haber pasado a mayores.

Nos encontrábamos a menudo en alguna parte del mundo que coincidíamos, hablábamos de muchísimas cosas pero jamás traspasaríamos la línea de la amistad. No reconocer que era un potrazo, era inútil.

No tan rubio como cuando era pequeño, sus ojos verdes eran combustible para cualquier hormona. 

Junto a él, yo cometía las travesuras más insólitas y vergonzosas como la de conformar uno de mis primeros desafíos vocales.

 Leo me enseñó a andar en su bicicleta cuando apenas me era posible alcanzar los pedales. Gracias a mi insistencia, él me acompañó a la tienda de tatuajes, a mis 17 años, donde perpetré un delicado corazón en la muñeca izquierda, el cual dolería y mucho.

Mi madre adoraba a Leo; cada vez que me veía a su lado fantaseaba en silencio con que fuésemos pareja. Sin embargo, nada de eso era posible: el dueño de mis llantos, de mis risas, de mis sombras y mis luces no era Leonardo y aún habiéndoselo dicho en su propia cara, nunca se resignaría a aceptar que lo único que obtendría de mí era una noble y leal amistad.

Agradecí que continuase siendo incondicional a pesar de esa angustiosa declaración.

De todas las ciudades cosmopolitas en las que me radiqué durante estos años, Nueva York era la última y la más dinámica, atractiva y pluricultural. En ella sentía la energía necesaria para no recordar que estaba sola en un país lejano.

Extrañaba a mi Buenos Aires natal, estar con mi madre y conversar con ella de muchas cosas. Pero quedarme allí, en la casona de los Gutiérrez Viña no era lo mejor. La ciudad completa me arrastraba a un pasado que pretendía mantener inactivo.

Con la rebeldía propia de una adolescente, viajé cada minuto de mi vida incesantemente quizás en oposición a mi madre, quien jamás se habría atrevido a disfrutarla.

La abuela Rosalinda me apreciaba mucho, me trataba como a una igual. No así su hija Bárbara, la mamá de Leo y Alejandro, quien me tildaba de insolente y de llevar por mal camino a su hijo menor.

Bárbara Gutiérrez Viña, de imponente figura y cabellos platinados, odiaba que fuese la oveja negra descarriada que viviese en su casa gratuitamente. Irreverente, yo la desafiaba. Más me prohibía que me acercara a Leo, menos resultado obtenía.

Leo era un chico grandioso, de buen promedio estudiantil, atleta, excelente para los números pero que vivía bajo la sombra de la perfección de su hermano mayor.

Acartonado, estricto y responsable, Ale o Alejo, como solía llamarlo Leo, parecía no tener dientes...puesto que nunca sonreía. Sin embargo, algo en él me atrajo sobremanera desde siempre.

"Su seriedad no podía ser perpetua; sus ojos no pueden estar siempre fríos..." me repetí mil veces durante mi adolescencia a modo de desafío personal, proponiéndome descubrir cuál sería su talón de Aquiles.

Alejandro era aún más perfecto que su hermano: ancho de espaldas, voz gruesa, modales estudiados y un rostro de rasgos suaves y armoniosos, lucía era intimidante. Desde pequeño, nunca se involucraría en los juegos en los que participábamos su hermano y yo. Negándose sistemáticamente a tratarme cuando lo hacía era distante y gruñido mediante.

Confinado a estudiar en el extranjero, la familia se vio consternada pero regocijada ante su partida: el hijo pródigo debía instruirse en la Universidad de Oxford, en Inglaterra, para tomar la presidencia y manejo general de los laboratorios de la empresa familiar con sede en Londres y México.

Junté mis pertenencias en un pequeño bolso a sabiendas que mi presencia no sería del todo bienvenida. Habían pasado seis años de mi última visita a Buenos Aires: por lo general, obsequiaba pasajes de avión a mi mamá para que me visitase en aquellos lugares donde recalaba por mi trabajo logrando esquivar al aeropuerto de Ezeiza como destino.

Por un instante, me abracé a mí misma al verme con 29 años con un tremendo silencio a mi alrededor. Sin la idea del casamiento ni la de procrear como objetivo a corto plazo ( y dudaba que a largo también) cualquier atisbo de familia Ingalls había sido destruido en mil pedazos gracias al imbécil que rompió mi corazón años atrás.

Desde entonces, optaría por noches con compañías temporales y nada comprometidas. No deseaba enamorarme: lo había hecho una vez y resultaría lo suficientemente doloroso como para volver a experimentarlo.

Mis incesantes viajes, mi ritmo de vida vertiginoso y desconcertante, no eran buena fórmula para encontrar un amor verdadero y estable. La distancia no cuadraba como un ingrediente apto para una relación.

Hacía más de tres meses que estaba sola. Como una ostra, como un hongo.

Poco me importaba sino fuese porque ahora tendría que volar a Buenos Aires a confrontarme con el pasado hostil y confuso que me pesaba con un lastre.

Al irme de la casona de los Gutiérrez años atrás noté el alivio de Bárbara, generalmente ofuscada porque Leo era mi compañero de andanzas, sobre todo cuando íbamos a pubs nocturnos en donde me presentaba a cantar algún que otro sábado.

Lamentablemente, ella solía reprenderlo y desquitarse con mi madre, otorgándole tareas estúpidas y que bien podía hacer ella misma.

Ladeando la cabeza mientras cerraba el equipaje, pensé en que no sería tan mala idea después de todo reunirme con mis amigas a rememorar viejos tiempos de cerveza, canto en antros y por qué no, coquetear con algún muchacho.

Con una sonrisa en mi rostro recordé que Bárbara nunca dejaba de repetir lo "hippie" y "feminista" que era yo y que si continuaba en ese mismo camino, jamás conseguiría un empleo decente.

Algo en mi interior llamado orgullo, deseaba demostrarle que yo era una fotógrafa respetada y muy profesional contratada por una de las revistas de moda más vendidas de Nueva York: "AW: All Women".

Sin embargo, también era justo reconocer que mi viejo look andrógino y algo masculino, no eran dignos de una tarjeta de presentación para una reconocida publicación de modas.

¿Quién lo diría? Una chica rocker como yo, que solía juntarse cada semana a ensayar covers de distintas bandas (entre ellas U2) para presentarnos en el pub del cuñado de Mariana, quien nos autorizaba a tocar los sábados por la noche, hacía hincapié en las mejores poses, vestuarios y coordinaba el modo en que las modelos debían colocarse para explorar su femineidad.

Todo lo opuesto a lo implementado a mi vida.

Para cuando cumplí mis 18 años escapé de la enorme casona de San Isidro para probar convivir con Karen, amiga de la secundaria, confidente y compañera de banda musical, con quien alquilé un departamento en San Fernando lo bastante económico pero no menos digno y así experimentar en primera persona lo que se sentía ser autosuficiente.

Leo había deseado solventar mis estudios y mi renta; jamás se lo permití. Se sentía culpable por creer que su madre era la causante de mi huida sin admitir que no sólo la intolerancia de Bárbara me ahuyentaría de allí sino también mi edad, la necesidad de crecer, mis ambiciones...y mi corazón destrozado.

Con varios cursos de fotografía, una carrera universitaria de diseño multimedial y edición digital, obtuve un excelente trabajo que estaría a punto de darme mi premio más buscado: el de jefa de edición.

Con una valija chica a cuestas, muchos pensamientos erráticos y un gran peso en mi pecho, arribé al JFK. Con suerte tendría 11 horas de viaje para llegar sin contratiempos al responso religioso ofrecido en nombre de Rosalinda Gutiérrez Viña.

Solo Leo estaba al tanto de mi llegada a Buenos Aires; ni siquiera mi mamá lo sabía. Deseaba que fuese una sorpresa agradable, al menos para ella.

Como era de esperar, Leo insistió para recogerme en Ezeiza; mil veces lo sugirió, mil y una veces me negué. Él debía estar presente en cada minuto del funeral de su abuela; su madre no me perdonaría que otra vez, su hijo estuviese como mi perro faldero.

Mi buen genio tendría tiempo de vencimiento al llegar a ese enorme centro de transferencias americano y notar que los vuelos llevaban casi cinco horas de demora....¡Cinco malditas horas!

Maldije en voz baja y en voz alta. No llegaría a tiempo como tenía previsto. 

¡Mierda!

─¡Hola linda! ─ la voz de Leo siempre era reconfortante de oír aunque fuese a través de una línea telefónica.

─ Hola Leo, ¿cómo estás? Perdón por la hora...─ calcular que era de madrugada, me enojó.

─ Intentando descansar, recién corté con mi madre. ¿Vos? ¿No tendrías que estar arriba del avión, ya?

─ Sí pero no, el vuelo está demorado─ fruncí cada músculo de mi rostro, viendo en la gente el mismo semblante─ . Precisamente es por ese motivo que te estoy llamando─  chasqueé la lengua─ . Lamento mucho no llegar a tiempo para ir al entierro.

─¿En serio? ¡Qué cagada! ─ expresó calmo y somnoliento─. No te preocupes. ¿Querés que pase a buscarte por el Aeropuerto cuando llegues?

─ No, Leo. Es tu obligación acompañar a tu madre, ya hablamos del tema. Simplemente quería que no te sorprendiese no verme a la hora pactada.

Refunfuñando graciosamente, como sólo Leo era capaz, dejamos la conversación de lado para que él continuase durmiendo y yo, esperando con un absurdo abrigo en la mano. El verano yanki era agobiante, todo lo contrario al frío que me esperaba del otro lado del Ecuador.

___

Cuando por fin logré tomar un taxi en las inmediaciones del Aeropuerto, ya en Argentina; mirar el paisaje circundante me sumió en un estado de nostalgia pura.

Inspiré profundo. La última vez que vi a Alejandro, mi corazón me estalló en mil pedazos, haciéndose eco de un inmenso dolor. Tragué fuerte intentando olvidar como tantas veces, como durante tantas noches.

Dormitando en el coche me desperté al llegar en la bella casa de los Gutiérrez Viña. Lucía como siempre, como si el tiempo nunca pasara para esa construcción: su enorme parque frontal me daba la bienvenida en aquel helado día de julio. El vapor salía de mi nariz al exhalar como si  un fantasma huyera de mi cuerpo al momento de descender del vehículo.

Desde la fuente central, exageradamente grande, continuaba brotando agua como cuando yo era una niña, instante para el cual me preguntaba como hacían esas figuras de yeso para despedir tanta agua si nunca bebían líquido.

Bajé la mirada, con fogonazos de mi infancia como dueña de ese instante.

Cada escalón del acceso era un martillazo a mi espalda; las cartas estaban sobre la mesa. No había tiempo para remordimientos ni conjeturas porque era obvio que me toparía con Alejandro de un modo u otro. Quedaba en mí ser lo suficientemente madura y adulta como para  ignorarlo y hacer de cuenta que nada de lo sucedido continuaba afectándome.

Del fondo de mi inconsciente surgió la noticia de su casamiento; mi mamá y su verborragia me lo habrían notificado. Leo intentaría ocultarlo, completamente en vano: aprovechándome de su debilidad por mí, mi persuasión logró su cometido.

Sumergiéndome en el cuello alto de mi grueso tapado, el cual me llegaba hasta las rodillas, avancé sin poder esquivar por mucho más tiempo las puertas de mi destino. Luchando con las ruedas de la valija, finalmente me aposté ante el portal de ingreso de aquella casa que durante tanto tiempo había sido mi hogar.

Minutos de infancia, horas de adolescencia y años de tristeza, golpearon junto a mis nudillos aquella placa de madera torneada con picaporte de bronce repujado.

Como era de esperar mamá abrió la puerta y su sorpresa al verme fue mayúscula. Me abrazó fuerte, pero medidamente, no solo porque la situación lo ameritaba sino porque además la mirada inquisidora de Bárbara Viña estaba sobre nosotras, ubicada a poco de la entrada principal.

─ Lo siento mucho Bárbara ─susurré a la hija de Rosalinda, de pie junto a mi madre. Obtuve una mirada compasiva y adolorida de su parte.

─Gracias─ respondió sincera pero escuetamente.

─ ¡Linda! ¿Viajaste bien? ─la figura de Leo se escabulló entre los presentes para saludarme (por demás efusivo) y ser de ayuda para desprenderme de mi abrigo.

Él y yo nos fundimos en un gran apretón, sabiendo lo que la abuela Rosalinda significaba para mi mamá y para mí. Sin su caridad y benevolencia, no sabía qué podría haber sido de una madre soltera que trabajaba a destajo en casas de gente importante de la zona de San Isidro y de la cual se abusaban por su condición de inestabilidad económica, falta de preparación universitaria y  abandono de su esposo, a poco de haber parido un bebé.

Rosalinda, con gran olfato para detectar a la gente de bien, nos rescató de las fauces de una de sus amigas estiradas y prepotentes para adoptarnos bajo su ala protectora.

Sin soltar a Leo acaricié su cabello sedoso y de un brillo dorado oscuro; él era un excelente amigo además de carismático y guapo. Mis amigas me acusaban de ciega por no sucumbir ante sus encantos.

Corpulento, apenas más alto que su hermano mayor y con ojos hermosamente expresivos, me protegía y si yo se lo pedía, era capaz de bajar las estrellas del mismísimo cielo para entregármelas con moño incluido.

─Me hubiera gustado estar presente en la ceremonia ─ reconocí con algo de culpa subyacente.

─Tranquila, mi abuela lo sabe ─ brindándome una de sus arrasadoras sonrisas, mi amigo me envolvió nuevamente con el ancho de su torso.

Apoyé mi mejilla en su pecho, oliendo su inconfundible y clásico perfume "Higher" de Dior . Para cuando mis ojos me regresaron a la realidad, al preciso día en que huí de la casa Gutiérrez Viña como una criminal, entre llantos y con el corazón desgarrado en la mano vi a un Alejandro de pie, contemplándonos a escasos metros de allí con un vaso alto entre sus manos, analizándonos desde las sombras de su dolor.

Apartándome lentamente del torso de mi amigo arreglé mi blusa, le sonreí tímidamente y me dirigí rumbo a su hermano; después de todo también era nieto de Rosalinda y merecía las mismas condolencias.

─Hola Alejandro, lo lamento mucho─ con un nudo atesorado en mi glotis, no supe si darle un beso en la mejilla o solo iniciar un breve diálogo de cortesía. Por fortuna y por sorpresa, él fue quien rozó mi rostro con un beso casto.

Mis fosas nasales se impregnaron de su seductor aroma; el mismo que mi mente retendría eternamente para mi tortura personal. Los latidos en mi pecho se aceleraron; desbocado, mi corazón corcoveaba ante su tenue contacto.

¿Acaso jamás podría olvidarme del efecto que causaba en mí? Tontamente, pensé que el tiempo curaría las heridas para cicatrizar mis llagas internas.

Pero no.

Aun más atractivo de lo que lo recordaba, unas líneas de expresión rodeaban sus ojos profundos y color azul, en tanto que su cuerpo por demás macizo, daba cuenta de una maduración física extrema. Ambos habíamos crecido y ahora, nos estudiábamos con recelo.

─ Gracias. Lo mismo digo ─ cordial, para nada exagerado y tímido tras el saludo inicial, meció su vaso, moviendo el líquido de un lado al otro ─. De todos modos, creo que la abuela siempre nos acompañará esté donde esté ─ levantando su vista hacia mí, recorrió cada poro de mi rostro cortándome la respiración.

Como si fuese dueña de una úlcera, sentí que un ardor potente se apoderaba de mis entrañas.

─ Debés estar cansada─ con Leo en escena tras de mí, mis batallas emocionales llegaron a su fin, al menos de momento─. Permitíme llevar la valija hasta tu habitación.

─¿Todavía seguís creyendo que tengo una habitación aquí? ─ sonreí apartándome necesariamente del magnetismo de la mirada triste y tensa de Alejandro.

─ Siempre lo será aunque te niegues─ Leo besó la cúspide mi cabeza y me sonrojé al sospechar que su hermano mayor observaba la intimidad de nuestro contacto. Nerviosa, más de la cuenta, incliné mi cabeza yendo del brazo de mi amigo rumbo al primer piso para dejar mi equipaje.

─¿Cómo te sentís? ─ preguntó el menor de los Bruni al subir por la escalera.

─ Un poco triste. Yo también quería mucho a Rosalinda.

─ No me refiero a eso─ rápido de reflejos, frunció su boca.

Deteniéndonos delante de la puerta del que había sido mi cuarto, me tomó del codo, buscando mis ojos perdidos por el piso.

─ Me refiero a Alejandro.

Intenté disimular mi incomodidad porque Leo era mi amigo incondicional y estaba al tanto del enamoramiento juvenil hacia su hermano y del coqueteo trunco de años anteriores. Yo era consciente del dolor que le causaba que yo no le correspondiera.

─ Sabés que conmigo no hace falta que ocultes nada, ¿no? ─levantó mi barbilla.

─ No es ocultar Leo, es que quiero...olvidar─ concluí subiendo mis hombros en una actitud resignada.

─¿A pesar del tiempo que pasó te sigue interesando mi hermano? ¡Está por casarse, Ali!

─ Es solo nostalgia, Leo. Han pasado muchos años desde la última vez que lo vi...y sí, ya sé que está por casarse─ con aires de fingida superación revoleé mis ojos─. ¡Ya fue, nene!...era una pendeja inmadura─ palmeé su brazo, fingiendo superación.

─ No quiero verte mal. Me preocupo por vos.

─ Te lo agradezco pero es tiempo pasado, amigo. Ahora estamos acá por otra cosa ─accediendo ante mis palabras, nos adentramos al cuarto, visiblemente refaccionado.

Íntegramente pintado de blanco, mi memoria se activó causándome un escalofrío en mi espalda. Dejé mi abrigo sobre la cama, Leo colocó mi equipaje al lado del armario y como bala fui en dirección a la ventana la cual atraía una gran luz amarillenta y diáfana desde el exterior.

─Siempre me gustó mirar a través del cristal─ empañado por la diferencia de temperatura, tracé unas líneas sobre él ante la estruendosa carcajada de Leo.

─Te extrañé mucho. A vos, a nuestras conversaciones sin sentido y a nuestros tequilas─ dibujé una sonrisa ante sus palabras, tan ciertas como nostálgicas─ .¿No pensaste en quedarte en Buenos Aires por un tiempo?

Poniendo entre nosotros la misma duda que surcaba mi mente cada vez que tenía tiempo, preguntó con inocencia.

─No─ rotunda, mi negativa lo tomó por sorpresa, sesgando cualquier tipo de réplica de su parte.

─¿Querés estar un rato más acá adentro o preferís bajar?

─ Bajemos, tu mamá debe estar llamando a la policía porque no te tiene cerca.

Incorporados nuevamente al pequeño cúmulo de gente, ya en planta baja, Leo me dirigió hacia un grupo de tres personas, introduciéndome con el saludo.

─ Alina, él es el doctor Teófilo Yaski, abogado de la familia y amigo de mi abuela─ extendiendo mi mano hacia el profesional de la ley, el hombre dejó su copa de agua de lado para responderme.

─Mucho gusto.

─El gusto es mío ─ retribuí amablemente.

─ Mañana nos espera en la biblioteca, aquí mismo, al mediodía ─ aseguró Leo cerca de mi oído.

¿Nos? ─ pregunté casi en un susurro.

─Después te explico mejor ─ posando sus grandes manos en mis hombros, nos apartamos del abogado y otros dos desconocidos quienes continuarían su conversación al retirarnos.

Cualquier persona que nos viese desde una perspectiva externa, juraría que Leo y yo éramos pareja.

Nada más lejos de la realidad.

Por fortuna, esos pensamientos inoportunos se vieron truncos cuando su celular sonó. Disculpándose, se alejó de mi lado.

Me acerqué entonces a la mesa con bebidas y alimentos. La mayoría de los presentes vagaba a su alrededor o permanecían sentados en los sillones, a excepción de Alejandro, quien caminó en mi dirección. Mi corazón galopó nuevamente, consciente de su proximidad; ya era tarde para escapar.

─¿Cómo fue tu vuelo? ─amable, deseaba contactarse.

─Estuve demorada en el JFK por cinco horas. Hubiera preferido llegar antes─ inspiré cargando aire en mis pulmones; compartir su oxígeno requería una ración doble ─. Leo me ha dicho que la ceremonia fue muy sentida ─ arribando a un tema neutral, bebí un sorbo de agua fresca. Con suerte me aclararía la garganta y la mente.

─ Sí, el sacerdote fue muy justo con sus palabras.

Inmersos en un incómodo silencio, me debatí si preguntar o no sobre su casamiento, pero temiendo la respuesta, los detalles y las explicaciones, ignoré a mi cabeza.

─¿Pasás la noche acá? ─ tomando la iniciativa, no tuve otra opción que seguir con su diálogo.

─Sí, pero sólo hasta mañana. Supongo que después de hablar con el abogado volaré a Nueva York.

─¿Abogado? ─preguntó confundido, tanto como yo lo estaba.

─ Tu hermano prometió explicarme más tarde ─sus ojos asombrados fueron reemplazados por un meneo de cabeza.

─ Entonces supongo que cenaremos juntos─ reflexionó con tono de afirmación más que con duda.

─No lo creo─ resoplé por la nariz, sarcástica─, yo lo haré con mi madre, en la cocina. Bárbara no me querrá en la mesa con ustedes─ asintiendo tímidamente a mis palabras, Alejandro se acercó, dejando poco (muy poco) espacio entre su cara y la mía.

Deteniendo su marcha, él encontraba el punto preciso de quiebre; ese punto de máxima tensión sexual que parecía continuar intacto. Pude ver en sus ojos el ardor de aquellas noches juntos y en su mandíbula la misma rigidez, delatándolo.

Asimismo, yo bien tenía en claro que para él todo había sido parte de un capricho, de un juego perverso; inútil resultaba convencerme de que lo dicho a su hermano años atrás, era mentira.

─¿Viniste con tu esposa? No he tenido el gusto de conocerla ─congelando el momento, evadiéndome de mis sentimientos y calores, giré tragando duro.

─ Por supuesto, está arriba descansando. También tuvimos problemas con el vuelo ─respondió, austero.

─¡Al fin podré saber quién será la futura señora Bruni!─destilando ponzoña, rodeé con más fuerza la copa. Un poco más de presión sobre ella y la rompería en mil pedazos.

─Es probable─ exhalando profundo, Alejandro retrocedió, escudándose tras su afirmación y mi pregunta.

Se lo notaba incómodo, nervioso y una leve sonrisa perversa se apoderó de mis labios. Él merecía sufrir tanto como yo. O más. Merecía que lo hiciese sentir desamparado, molesto con mi presencia; se lo había ganado en muy buena ley.

Le debía mi ausencia en tierras argentinas. Mis dudas con respecto a este viaje giraban en torno al acartonado y empresario, Alejandro Bruni.

─¿Cuándo te casás? ─ pregunté.

─ Para el próximo verano argentino ─ tragué. Mi verano junto a él, 13 años atrás había sido más que especial.

─ ¿Ya tenés todo listo?

─ No nos decidimos con el fotógrafo─ dirigiéndome una mirada seca y profunda, enarcó una ceja.

Alejandro sabía que aquella era mi profesión y en su tono de voz, se vislumbraba la ironía.

─Ya conseguirás alguno. Mientras le pagues lo que corresponda... ─ deslicé, aligerando la tensión.

─¡Así los quería encontrar! ─ Leo, como una estampilla postal, se colocó a mi lado─. ¡Qué bueno que no están arrojándose cosas por la cabeza!

─Maduramos─ acotó Alejandro ante el comentario de su hermano menor ─. Si no mirále el pelo, ¡ya abandonó los mechones color rosa de muñeca de plástico! ─ riéndose de sus propias palabras, el mayor de los Bruni esbozó una sonrisa plena, sincera, gesto que me perturbó por demás.

Yo ya lo había visto sonreír así muchas veces; a diferencia de su familia, yo era testigo de sus momentos de zozobra. Disfruté su broma, interpretándola como una bandera blanca.

Sin alejarse de sus modales perfectos y estructurados demostraba que lo sucedido entre nosotros no era nada relevante en su vida sino tan solo revolcones ocasionales y desesperados.

─ A mí me gustaba cuando eras una chica rebelde─ Leo enredó su dedo en una de las ondas de mi cabello. Ese gesto y su cumplido me hicieron sonrojar.

La mueca de disgusto de Alejandro no se hizo esperar, pero preferí hacer caso omiso y pensar que era producto de la rabia que le causaba que yo fuese alguien especial para su hermano.

─ Tendrías que seguir cantando. Lo hacías muy bien─ continuó Leo.

─Eso es lo que realmente extraño de mi juventud ─me sinceré.

─¿Es necesario que vuelvas a Nueva York mañana mismo? ─ en voz baja, rozando lo íntimo, mi amigo me encerró con su pregunta. El mayor de los Bruni, carraspeó.

─En principio, esa es la idea─ expliqué.

─¿Mucho trabajo pendiente?

─ Hace tres días terminé mi última sesión en Nueva York por lo tanto, hasta el mes entrante no hay nada en vista.

─ ¿Entonces? ¿Por qué no disfrutar de unos días más en Buenos Aires? Tu mamá te extraña mucho.

─¡No me extorsiones mencionándola! ─ impactando mi puño suavemente en su bíceps sólido, disfruté  el modo en que su hermano Alejandro era un perfecto espectador de aquella escena.

─Veo que siguen siendo tan compinches como siempre─ finalmente, la voz gruesa y disgustada del Licenciado en Bioquímica, intercedió.

─Somos muy buenos amigos ─respondí apretando los dientes─. ¿Sabés lo que significa la palabra amistad? ─repliqué con el malestar a flor de piel, entrando en un terreno peligroso.

─Por supuesto que sí; pero la diferencia es que yo no apelo al histeriqueo públicamente con mis amigas.

La rabia inundó mis ojos y Leo lo intuyó. Perceptivo, me agarró del codo obligándome a tomar distancia antes que ardiera Troya.

─ ¿Te parece salir a caminar un ratito, Ali?

Despidiéndome de la mirada petrificada de Alejandro, asentí saliendo rumbo al parque con Leo. Las cosas, podían empeorarse aún más.

____

*Potrazo: apuesto

*Secundaria: preparatoria

*Alquilar: rentar

*Cagada: en este caso, modo ordinario de expresar lástima o pena.

*Yanki: en la jerga, estadounidense.

*Pendeja: chiquilina.

*Histeriqueo: juego deliberado de seducción.

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