Capítulo 1

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Agotado, el hombre moribundo cerró los ojos mientras su familia lo acompañaba junto al lecho en silencio. Aunque era joven, aquel accidente con el caballo terminó por sellar su destino y ahora solo esperaba a que la muerte llegara por él.

En un rincón, un ser vestido de negro lo observaba sin que nadie en la habitación pudiera notar su presencia, salvo por una niña de diez años que no dejaba de mirarlo de reojo.

«Debe ser una Ojos de Bruja», pensó el ser de negro posando su mirada sobre ella.

Estaba seguro de tener razón, de lo contrario no podría explicar su comportamiento hacia él: los Ojos de Bruja eran los únicos humanos que lograban vislumbrar la presencia de una Sombra de la Muerte. Para ella, él no debía ser más que un mal augurio, una mancha oscura sin forma que acechaba desde el rincón.

Para no alargar más su agonía, la Sombra de la Muerte se acercó a la cama con el fin de reclamar esa alma en nombre de la Dama Blanca, la jueza del inframundo. Una vez el alma fuera extraída de su cuerpo mortal, la acompañaría al encuentro de su señora para dar inicio a su camino a la reencarnación en uno de los reinos del Samsara.

Al verlo mover del lugar cerca de la pared, la niña abrió los ojos y tomó con fuerza la mano del hombre acostado en el lecho como si, al hacerlo, pudiera evitar que la mancha negra se acercara más a él.

—Papá —dijo casi en un susurro llevando la mano del moribundo hasta su boca—. Ya está aquí, se acerca.

Al escucharla, la mujer que estaba al lado de la cama levantó la mirada angustiada. Con sus ojos húmedos por el llanto recorrió toda la habitación sin poder encontrar nada y, aun así, se echó sobre su esposo en un intento vano de protegerlo con su cuerpo de la muerte.

—Deja en paz a mi marido —suplicó al vacío—. Danos una oportunidad: mi hija puede verte, te daremos lo que quieras a cambio de su vida. Somos los Sarmiento, nuestra familia lo tiene todo, solo tienes que...

Una de las ancianas que estaba en la habitación carraspeó, molesta, haciendo que la mujer guardara silencio.

—Andrea —ordenó por lo bajo de tal forma que solo su nuera pudiera escucharla—. Saca a esa niña maldita de mi vista y compórtate un poco mejor, deja que mi hijo duerma tranquilo hasta que se reponga.

La esposa puso su mano sobre la cabeza de la niña tratando de defenderla y abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró de nuevo.

—Te he dado una orden, Andrea —decretó nuevamente la anciana apretando tanto los labios que se tornaron blancos—. Espero que la cumplas.

Mientras su abuela y su madre hablaban, la atención de la niña estaba en la mancha negra que recorría el tramo que la separaba de su padre. Ahora la Sombra de la Muerte solo tenía que susurrar el verdadero nombre del hombre en su oído para que su alma abandonara el cuerpo; luego, ambos se marcharían de ahí.

Con el fin de obedecer a su suegra, Andrea tomó a su hija del brazo, pero ella se aferró con más fuerza a su padre, temiendo que, al alejarse de él, nunca más pudiera volver a sentir la tibieza de su cuerpo o escuchar su respiración.

Con esfuerzo, la niña se zafó del agarre de su madre y se lanzó hacia la mancha negra para detenerla. Sin embargo, lo único que logró fue traspasarla.

La Sombra de la Muerte se inclinó para acercarse al oído del moribundo, pero, antes de que pudiera pronunciar su nombre, una advertencia lo detuvo.

—¡Fantasmas!

Algo pesado cayó junto a él, distrayéndolo de su trabajo.

La niña, que ya no se esforzaba por evitar que se llevara a su padre, observaba hacia el lugar de donde provenía el sonido, petrificada por el miedo.

Antes de que ellos la notaran, la Ojos de Bruja se escondió al lado del lecho del moribundo frente a la mirada atónita de su familia. La Sombra de la Muerte vio cómo cerraba los ojos con fuerza y se tapaba los oídos con las manos en un vano intento por no ver ni escuchar a los recién llegados.

Al Segador le pareció extraño todo lo que sucedía, no debía haber fantasmas ahí.

Al observar por la ventana encontró una explicación. Afuera, la luna besaba al sol formando un eclipse. Si no hubiera sido por la niña, habría cometido un grave error: al pronunciar el nombre del hombre que yacía en la cama le habría otorgado la inmortalidad.

Un eclipse de sol era una acumulación de presagios, un evento extraño y misterioso que rompía el equilibrio del universo y llenaba al mundo de energía oscura. Todo aquel que moría bajo su influjo adquiría la habilidad de esconderse en alguna era diferente del tiempo en el que le tocó vivir. Nadie más que la Dama Blanca sabría en qué momento de la historia se estaría ocultando y atraparlo o cazarlo podría afectar los sucesos futuros.

La Sombra de la Muerte observó de nuevo a la niña que tenía a su lado. La madre luchaba para sacarla del lugar de donde se escondía, pero ella hacía lo posible por mantenerse fuera de la vista de los fantasmas de la habitación.

Cada vez que había un eclipse de sol, el componente sutil aumentaba, haciendo que las presencias de baja vibración, conocidas también como fantasmas, se aprovecharan de él para causar problemas. La Sombra de la Muerte no recordaba haber estado antes en una situación similar: en esa habitación, tanto él como la niña Ojos de Bruja eran los dos blancos favoritos para ellos.

Supo, inmediatamente, que no pasaría mucho tiempo antes de que las presencias molestaran más.

Echó una última mirada al hombre moribundo y no pudo decidir si debía sentir compasión o lástima por él: viviría un poco más, es verdad, pero solo sería hasta que se terminara el evento astronómico.

Para que no se percataran de la presencia de la niña, el Segador decidió atraer a los fantasmas hacia él... Sentía que se lo debía por haberlo alertado del eclipse.

Era lo único que podía hacer por ella.

En la habitación ya se habían reunido una docena de presencias, quienes, para llamar la atención de los humanos, golpeaban y lanzaban al suelo los objetos que encontraban a su paso.

—Esa niña maldita —murmuró la abuela levantándose de su asiento con el fin de abandonar el lugar. La siguieron las otras dos mujeres mayores que estuvieron todo el tiempo rezando por la suerte del moribundo.

La niña, protegida por los brazos de su madre, hacía lo posible por ahogar sus sollozos.

—Segador —saludó uno de los fantasmas a la Sombra de la Muerte cuando notó su presencia y, luego, tiró la cómoda contra el suelo causando un gran estruendo. Otras manifestaciones se unieron a él.

Con el fin de alejar a los fantasmas de la niña, el ser salió del hogar traspasando las paredes de ladrillo. Nada más hacerlo, sintió cómo los rayos del sol, enrarecidos por el eclipse, besaban su piel etérea causándole un cosquilleo extraño.

No tuvo mucho tiempo para preguntarse qué estaba sucediendo.

—Condenado —lo llamó nuevamente el mismo fantasma que lo notó la primera vez—, retírese la máscara y déjenos ver su rostro.

A la Sombra de la Muerte no le sorprendió su actitud hosca y desafiante ya que muchos seres y espirituales odiaban a los que eran como él. No solo porque realizaban el trabajo macabro de recolectar almas, sino por el hecho de que todos ellos se habían convertido en condenados por acabar con su propia vida. El asesinato era un tabú y más cuando se cometía contra uno mismo.

Como pudo, se alejó de ahí seguido muy de cerca por las presencias que hacían lo posible por alcanzarlo. Tratando de ignorarlos, la Sombra de la Muerte levantó su mirada hacia el cielo y se dejó maravillar por su inmensidad. No recordaba la última vez que lo había hecho. Su existencia, desde que empezó a servir a la Dama Blanca, solo se reducía a caminar al lado de aquellos que recién morían.

No recordaba nada de quién era o de su vida antes de eso, ignorar su última identidad hacía parte de su condena.

Cerca de ellos, los animales se comportaban extraño a causa del eclipse: los caballos relinchaban y saltaban en su establo como si fueran a salir de sus caballerizas, parecían asustados por algo que no podían ver pero sí sentir.

De pronto, una energía helada se desprendió del cielo. Cayó sobre el Segador con tanta fuerza que, al golpearlo en el rostro, lo hizo tambalear. La Sombra de la Muerte recordó el significado de la palabra dolor.

A su lado, un grupo de cabras posó su mirada en él como si pudieran observarlo por primera vez.

—La máscara —señaló uno de los fantasmas que lo seguían— está rota.

El Segador se llevó las manos al rostro, comprobando, con angustia, que las palabras de la presencia eran verdaderas. El único ser que debía poder retirar la máscara de su rostro era la Dama Blanca, su ama.

—Vamos a quitársela —propuso otro de los fantasmas—, y la capa también.

Antes de que la Sombra de la Muerte pudiera reaccionar, los fantasmas se abalanzaron sobre él, golpeándolo y rasguñándolo en un intento por apropiarse de sus pertenencias. Como pudo, avanzó por el camino tratando de alejarse del ataque, pero las presencias revoloteaban a su alrededor cual aves rapaces. El Segador no podía entender cómo esos seres inferiores lo lastimaban. Al igual que la niña, tendrían que traspasarlo.

Algo había cambiado en su cuerpo con esa energía helada proveniente del cielo, podía sentirlo.

Con el fin de deshacerse de los fantasmas, decidió usar el ónix de su anillo para encerrarlos momentáneamente. Esperando que el conjuro funcionara, recitó las palabras que le había enseñado su señora cuando le dio al anillo hacía mucho tiempo. Luego rozó con la piedra a cada una de las presencias, capturándolas dentro de ella.

La Sombra de la Muerte nunca pensó que algún día necesitaría usar su magia, pues hasta el momento nunca había tenido un encargo que se saliera de control como ese.

Ahora que el ataque por fin había cesado y él estaba solo en medio del camino, comprobó, con sorpresa, que el daño en su cuerpo era considerable. Con una mano llena de rasguños tocó las heridas de su brazo y se dio cuenta de que estaba sangrando. No entendía cómo un ser etéreo como él podría tener sangre dentro del cuerpo.

Mareado, cayó de rodillas contra el suelo. No dejaba de repetirse a sí mismo que esa debilidad extraña que lo invadía era tan solo un efecto del eclipse.

Una libélula, mensajera de los dioses, se posó brevemente sobre su hombro llamando su atención y, luego de volar alrededor de él varias veces, la Sombra de la Muerte entendió que quería que la siguiera. Con dificultad se puso nuevamente de pie. Tambaleándose, siguió al animal por el Camino Real hasta una intersección y luego hacia la derecha hasta llegar a un enorme pastizal protegido por una barrera mágica casi imperceptible.

Apenas el ser traspasó la barrera, el cielo se oscureció más de lo que ya estaba por culpa del evento astronómico. Una tormenta de mariposas blancas de montaña cayó sobre él revoloteando a su alrededor.

No podía ver nada más allá, los pequeños insectos aterciopelados lo cubrían todo.

Por más de que se esforzó, no pudo encontrar nuevamente a la libélula. Aturdido por el dolor y el movimiento hipnótico de las mariposas, la Sombra de la Muerte cayó nuevamente al suelo.

Ya no tenía fuerzas para volver a levantarse, poco a poco perdía la conciencia.

No podría decir cuánto tiempo duró así, solo supo que, en el momento en el que las mariposas se alejaron, una mancha rojiza se acercó presurosa. Al entornar la mirada para saber de qué se trataba, le pareció ver a una mujer humana que lo observaba con preocupación. Tenía un ramo de manzanillas que abrazaba contra su pecho.

Antes de que la Sombra de la Muerte cerrara los ojos del todo, la mujer dejó caer las flores y corrió hacia él.

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