Capítulo 2

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La noticia de que el hijo mayor de los Sarmiento estaba agonizando ya se había extendido por el pueblo. Incluso ella, que vivía alejada de todos, había escuchado lo que sucedía en aquella lujosa casa señorial. A pesar de los rumores funestos, Alana estaba segura de que el joven no moriría todavía. Mientras el eclipse estuviera en el cielo conservaría su vida por un poco más de tiempo.

Cuando era niña, antes de que el Hechizo de la Hortensia cayera sobre ella y le arrebatara todo lo que había amado, su madre le había contado sobre las Sombras de la Muerte y lo que sucedería si se llevaban el alma de alguien en un momento mágico como ese. Estaba segura de que ninguno de los ayudantes de la Dama Blanca querría ser el creador de un inmortal.

Después de regar su sábila con un poco del agua de lluvia que había recolectado la noche anterior, se calzó las alpargatas que había dejado en la entrada de su pequeña choza de madera. El tiempo apremiaba. Sobre sus hombros colgó el canasto de fique que usaría para recolectar las hierbas para la hermandad, ungidas por la energía del encuentro entre el sol y la luna.

Alana no pudo evitar sentir un poco de emoción y temor por lo que iba a presenciar: un eclipse de sol es un evento único en la vida. Pasarían muchos años antes de que pudiera observar otro similar, si es que el hechizo que llevaba encima le permitía vivir lo suficiente antes de congelar su corazón, así como lo había hecho con la persona que ella más amaba en el mundo: su madre.

Por eso vivía alejada de todos, para evitar que el hechizo, que afectaba a aquellos a quienes llegara a querer, le hiciera daño a alguien más.

Como iba salir de la choza, bebió el jarabe del cuenco que guardaba en el mueble de la entrada con el fin de calmar los efectos que su condición podía producir en ella o en otros. Hizo una mueca de asco después de tragar el líquido; odiaba su sabor amargo que le resecaba la boca. A pesar de haberlo estado bebiendo todos los días por los últimos diez años, no lograba acostumbrar su paladar.

Antes de cerrar la puerta tras de sí, se despidió de sus plantas y dedicó un saludo especial a la sábila, su favorita. Luego caminó en dirección a la montaña por el Camino Real, dirigiéndose al lugar donde, gracias a una barrera mágica creada y sostenida por Clementina, la bruja principal de la hermandad, estaban sus sembrados especiales.

Cuando ya había adelantado un tramo considerable, el sonido de una carreta tirada por caballos que pasaba a toda velocidad en dirección a la casa de los Sarmiento la hizo alejarse del camino para no ser arrollada.

—Hechizada —gritó el maestre de los Sarmiento con su tono despectivo de siempre—, quítese del camino—ordenó.

Ella le hizo caso y retrocedió un par de pasos más. A pesar de los malos tratos que el hombre siempre le profesaba, en ese momento podía sentir su desesperación por llegar a la casa de sus señores antes de que su joven amo muriese.

Los Sarmiento eran parte de la élite del pueblo. Eran comerciantes destacados que hacían negocios con el viejo mundo, hasta el punto de que el virrey Sebastián, cuando pasaba por el pueblo, siempre se detenía en su casa. Por un tiempo acumularon riquezas vendiendo los tesoros que habían encontrado bajo las aguas de las tres lagunas sagradas de Siecha, hasta que un día no hallaron más. Después de eso se dedicaron al comercio de telas finas. No había nadie de la clase alta que no se vistiera con la moda española impuesta por ellos, cada nuevo modelo usado por las mujeres de la familia terminaba siendo copiado por el resto de doncellas del lugar.

Sin embargo, a pesar de su gran prestigio, los Sarmiento tenían algo de lo que avergonzarse: la hija del joven amo veía cosas que no se suponía que debía ver.

En un pueblo tan supersticioso como en el que vivían, la presencia de una Ojos de Bruja podía causar incomodidades. Había quienes especulaban que la niña había nacido a causa de la cópula con el demonio, aunque Alana sabía que no era así, pues la madre ni siquiera pertenecía a la hermandad. Si no hubiese sido porque se trataba de miembros de esa familia poderosa, estaba segura que tanto la madre como la hija habrían sido exiliadas como ella.

La verdad era que incluso a los de la hermandad les causaba algo de malestar la existencia de la niña.

Nadie sabía cómo se creaba un Ojos de Bruja, su naturaleza era tan caprichosa como sus habilidades. Las brujas más poderosas los envidiaban ya que, sin ningún tipo de entrenamiento mágico, se les permitía ver cosas que los que abrieron sus ojos a la magia no lograrían siquiera vislumbrar por mucho de que dedicaran décadas a esa tarea.

Existían espirituales superiores, como las Sombras de la Muerte o las deidades, que podían esconder su presencia tras el velo, el limbo entre el reino humano y el inframundo, ocultándose incluso a los brujos más entrenados. Era gracias a los Ojos de Bruja, cuyas habilidades les permitían percibir retazos de su presencia, que los mortales tenían conocimiento de la existencia de esos seres.

Debido a quienes de alguna u otra forma habían logrado sobrevivir a ellos, se decía que las Sombras de la Muerte cubrían su rostro con una máscara de hueso y vestían una capa mágica que les permitía usar el velo para viajar entre el mundo de los mortales y el inframundo. También existía el rumor de que su esencia contenía poderes del más allá que superaban cualquier conocimiento o destreza arcana que una bruja pudiera tener. Por esta razón, en el pasado hubo hermandades enteras que se encargaron de esclavizar a los Ojos de Bruja con el único propósito de dar caza a las Sombras de la Muerte. Hasta el momento, Alana no sabía que hubieran tenido éxito, aunque, como su madre había muerto hacía varios años, no tenía a nadie más que le contara sobre esas historias.

Un baldado de agua pegajosa y mal oliente la sacó de su ensimismamiento. Una de las esclavas negras de los Sarmiento la observaba con desaprobación, mientras en una mano sostenía un orinal de cerámica desocupado. Cerca de ella se escucharon las risas escandalosas del mendigo del pueblo que pasaba por ahí y había visto todo.

—No debería estar aquí —reprochó enojada la esclava—. Nuestro joven amo agoniza y su presencia por las tierras de mi señor solo traerá mala suerte.

Alana se limpió el rostro con las manos, intentando evitar que los orines le cayeran en los ojos mientras el mendigo seguía riéndose. Su cabello rojo y ropa sencilla estaban completamente empapados y apestosos. Si no se hubiera distraído por la carreta, nadie de la propiedad de los Sarmiento se habría enterado de su presencia en ese lugar, pues la barrera mágica que ocultaba las tierras de la hermandad de los ojos de los humanos normales estaba a tan solo unas zancadas de donde estaba parada en ese momento.

—Hechizada, hechizada —canturreaba el mendigo entre risas—, ¿puedes dejar que tu hechizo congele mi corazón o tu cabello de sol calentará mis venas con su fuego?

—Aléjese —ordenó la esclava empujando a Alana hacia el camino—, no necesitamos su mal agüero. La hechizada por la Hortensia no es bienvenida en los terrenos de mis señores...

—¡Esclava! —la interrumpió una mujer de cabellos claros y rizados que se acercaba por el camino en dirección a la casa señorial. La acompañaba un grupo de ocho personas, entre criados e invitados, cargados con ofrendas para el moribundo. También estaba Níspero, la hija de la mujer. Todos vestían de negro en señal de luto.

—¡Pero miren nada más! —aulló el mendigo—. ¡Si es la hija de nada, la niña recogida del mar! —Luego miró a Níspero y añadió—: Y también está su engendro.

La mujer rubia, la bruja principal de la hermandad de Alana, hizo un gesto con la cabeza y uno de sus acompañantes fue hasta el mendigo para alejarlo de ahí a empujones, todo mientras el hombre bailaba y cantaba versos obscenos.

—Señora Clementina —respondió la esclava bajando su mirada al suelo y adoptando una postura de sumisión.

A pesar de que el pueblo tenía un alcalde encargado de gobernarlo y de impartir justicia, todos sabían que quien realmente mandaba en ese lugar, sin siquiera ostentar ningún cargo político, era Clementina.

Tal era el poder de la hermandad.

—Ella es mi protegida —la reprendió—. Si la insultas, me insultas a mí.

—Señora Clementina, yo no... —trató de defenderse la esclava.

—¡Lárgate! —ordenó la bruja.

La esclava lanzó una última mirada a la hechizada, haciéndole entender que la discusión entre ambas no había terminado aún, y después volvió sobre sus pasos hasta el hogar de sus amos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Clementina recorriéndola con la mirada. Detrás de ella, algunos de sus acompañantes trataban de disimular el asco que les causaba el olor que se desprendía de la joven.

Clementina llamó a sus dos criadas por sus nombres.

—Ayúdenla a cambiarse y limpiarse —ordenó. Luego levantó la mirada hasta el cielo, el eclipse acababa de empezar—. El tiempo apremia.

***

Alana empezó la cosecha cuando la luna había tapado completamente al sol con su cuerpo, sabía que tenía pocos minutos para hacer la recolección de las plantas mágicas. Usaría los reales que le pagaría Clementina por ellas para comprar algo de carne y una túnica nueva ya que la suya tenía bastante raídos los bordes de la falda.

Con la destreza de alguien que llevaba muchos años dedicándose a eso, llenó poco a poco su canasto tras un par de movimientos con su guadaña.

A medida que trabajaba, se dio cuenta de cómo el mundo a su alrededor empezaba a enrarecerse.

Animales nocturnos, como murciélagos o lechuzas, se posaron cerca para observarla trabajar. Sus miradas, fijas en ella, hicieron que sintiera algo de temor. Clementina le había advertido que podría pasar algo así, pero, como estaba bajo el eclipse en ese momento, la sensación de peligro aumentaba.

El cielo se oscureció por una tormenta de mariposas blancas de montaña que emergió del pastizal y se arremolinó en torno a ella.

Para protegerse, la bruja se cubrió su rostro con las manos sin soltar las manzanillas que acababa de recoger.

La tormenta no duró mucho, pues los insectos continuaron con su camino hasta un lugar cerca de la barrera mágica. Cuando ella sintió que todo había terminado, retiró las manos de su rostro para encontrarse de frente con una libélula que intentaba llamar su atención. La siguió con la mirada hasta un hombre vestido de negro que emergió de entre las mariposas y cayó al suelo.

Preocupada, Alana dejó caer las manzanillas y corrió hasta él con el fin de socorrerlo.

A pesar de que en un inicio le llamó la atención la máscara blanca que cubría por completo su rostro y la capa de color negro que le daba la apariencia de una enorme ave, cuando se dio cuenta de que estaba sangrando alejó cualquier otro pensamiento de su mente. Corrió un poco la ropa y notó que su cuerpo estaba lleno de rasguños y laceraciones como si acabara de ser atacado por algo.

Trató de quitarle la capa para poder observar mejor sus heridas, pero no pudo, había algo que se lo impedía, demostrándole que no se trataba de un humano normal. No estaba segura de qué podría ser, pero, por su apariencia, sospechaba que se trataba de una lechuza negra que había tomado la forma de un hombre.

Una suave caricia tibia sobre sus hombros desnudos le hizo saber que el eclipse ya había acabado.

Poco a poco, todo a su alrededor volvió a la normalidad. Ya no quedaba rastro de los animales nocturnos ni de las mariposas blancas de montaña.

Alana guardó las manzanillas en el canasto de fique que estaba en el suelo antes de colgarlo en su espalda. Después de todo, no había sido una mala jornada de recolección, aunque le hubiese gustado disponer de más tiempo para cosechar un poco más.

Con cuidado de no causarle más daño del que ya tenía, sostuvo al ser vestido de negro por debajo de los brazos y lo empezó a arrastrar en dirección a su choza, lamentando el largo camino que tenía por delante.


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