17. El arcano mago. Parte 1

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Mackster

—¿Me tendría que poner un barbijo para no terminar como vos? —dice Bruno, y hace gestos graciosos como si alguna peste lo persiguiera.

Me río, acostado sobre la cama. Mi pieza sería un desastre de papel tisú tirado por todas partes si no fuese porque Jacobo me asiste. Hace poco menos de cinco minutos trajo jarabe para la tos y un poco de sopa.

—Te saludo de lejos para no contagiarte —contesto—. ¿Por qué viniste?

—Faltaste mucho al entrenamiento arcano. Quería asegurarme de que no te habían secuestrado los dioses enemigos o algo así. —Sonríe.

—Perdón, es que... estuve con la cabeza en otro lado. Igual, hablamos por teléfono un par de veces. —Me siento para dar unos últimos sorbos de sopa y dejarla un costado—. ¿En qué andan?

—Seguimos buscando y cerrando las brechas dimensionales abiertas por Sebastián; también deshacemos sus hechizos y luchamos contra sus servidores y varios demonios menores de piedra. Gaspar y León no descartan que haya otros arcanos aliados con él. Lo que nos faltaba...

—Menos mal que me enfermé. Es demasiado trabajo todo eso —bromeo.

—Sos un vivo vos... —Bruno se sienta en la punta de la cama y apoya la mochila en el piso.

—¿Tuviste más recuerdos de tu alma? —pregunto.

—Algunos... veo imágenes sueltas. Casi siempre estoy en desiertos o en lugares de suelo rajado, con montañas y cuevas. También recordé un árbol de llamas blancas que surgía de entre unas piedras en medio de la oscuridad.

—Es un flash. Tenés que escribirlo o dibujarlo.

—Puede ser. —Se encoge de hombros—. No me sirven de mucho, por ahora. Son imprecisos y medio espeluznantes.

—Así que al final sos un ángel... uno de los elohim, bah —comento.

—Eso parece. —Bruno recorre la habitación con la mirada. Se queda fijo en un punto y frunce el ceño: está observando el retrato que pintó Tomás—. ¿Lo mandaste a hacer?

—Me lo regaló un amigo. No quiero hablar del tema.

—¿Te gusta?

El corazón se me acelera y mi garganta se seca, todo en menos de un segundo.

—¿Mi amigo? ¡No!

—El cuadro, boludo —responde y se ríe. Mi pulso sigue alterado, pero lo disimulo encogiéndome de hombros—. Todo bien si te gusta tu amigo, eh —agrega.

No le contesto, vuelvo a mirar el retrato.

—Es medio siniestro... —admito.

—MUY. Me da dolor de cabeza, juraría que en cualquier momento cobra vida.

Bruno me hace soltar una carcajada, empiezo a sentirme mejor.

—¿Trajiste las pociones que me hizo Vanesa?

—¡Ah, sí! Casi me olvido. —Abre la mochila y empieza a apoyar unas botellas con líquidos verdes, naranjas y morados sobre mi escritorio—. Dice que te tomes uno de estos cada ocho horas y que mañana ya vas a estar bien. Me juró que son ricos... —Finge que vomita.

—Qué genia. Con razón nunca se enferma.

—También te traje un regalo. Lo compramos con Débora y Vanesa. —Saca una bolsa y me la alcanza.

La abro. Encuentro varios chocolates y un peluche verde de esos aliens de Roswell, de cabeza y ojos grandes. Es muy tierno.

Aunque estoy en medio de una bola de quilombos con lo de Tomás, Ismael y las visiones en la escuela, saber que mis amigos me tienen en cuenta me hace sentir mucho mejor.

—Me encanta. Lo eligieron las chicas, ¿no?

—No, fui yo.

—Gracias, en serio. —Sonrío—. ¿Sabés que casi todo el mundo se enfermó en el Applegate? —le cuento—. Para mí que alguien nos echó una maldición.

—¿Tenés un sospechoso?

—Supongo que sí —le digo, recordando la hoja con el pentáculo en el cuaderno de Ismael—. Pero es un buen pibe. No creo...

—¿Es el chico gay que es el dios Abventerios?

—Sí. Y no le digas «chico gay».

—Bueno, pero si es gay. Vos me lo contaste.

—Sí.

Nos quedamos en silencio.

—¿Estás bien, Macks?

—Sí —miento.

—Sabés que podés contarme cualquier cosa, ¿no?

—Ahora estoy cansado, quiero dormir.

—Dale, te dejo tranquilo. Acordate de tomar lo que te mandó Vanesa.

—Gracias, Bruno. —Lo despido.

***

Los remedios caseros son milagrosos. A la noche ya me siento mucho mejor y llamo a Ismael para que me cuente lo que hicieron en la clase de Teatro. Parece otro tipo, mucho más amable y tranquilo que en nuestra última charla. Todo gracias a Vanesa... Esa chica esa tan genial, no sé qué haría sin su ayuda.

Ismael me avisa que tenemos que armar una escena a dúo para la próxima clase y quedamos en juntarnos en su casa.

Me acuesto tranquilo y sueño que estoy recostado en los prados del Ghonteom; siento la luz del sol blanco sobre mi piel, el aroma de flores y plantas desconocidas para los humanos y una melodía suave cantada por los coros espirituales que habitan esa dimensión.

Me levanto al día siguiente repuesto y emocionado por juntarme con Ismael a hacer lo de Teatro. Es casi mediodía, así que almuerzo tranquilo y después salgo para allá.

Una vez que llego, encuentro un chalet pintoresco de dos plantas con un pequeño jardín delantero, todo tras rejas verdes de estilo colonial. Toco el timbre y me atiende la madre de mi compañero.

Es una mujer alta, de pelo castaño y ojos oscuros como los de su hijo. Me hace pasar a un vestíbulo amplio, con muebles de algarrobo y un espejo grande de marco dorado. Más allá está el living, también rústico, con un hogar a leña, ahora apagado, y paredes con ladrillos a la vista.

En los portarretratos familiares, sobre una repisa, veo a Ismael en varias fotografías posando junto a un chico y a una chica que deben ser sus hermanos. Parecen de más o menos la misma edad. También veo a un hombre grandote, de piel oscura y barba canosa: su papá.

La mamá habla demasiado y varias veces me ofrece algo para tomar, a pesar de que cada vez le digo que no. Se la nota emocionada porque haya venido de visita un compañero de escuela de su hijo.

Evidentemente, Ismael pasa mucho tiempo solo.

La madre me lleva hasta la parte trasera de la casa, donde abre la puerta hacia un patio. Este da a un jardín inmenso, lleno de todo tipo de plantas. En el centro se eleva un olivo gigantesco; sus ramas dan sombra a una gran parte del terreno, dejando pasar la luz necesaria para que la temperatura sea agradable. Es mágico, puedo sentirlo. A Vanesa le encantaría este lugar.

De pronto, una mancha oscura se arroja sobre mí.

—¡Kimba, pará! —escucho el grito de Ismael.

Una perra dóberman marrón salta, contenta, y me pide caricias. Mi compañero me recibe vestido con jeans anchos y una remera turquesa con un rayo blanco en el pecho. Me tira una pelota.

—Quiere que juegues.

Me río y la lanzo bien lejos. Kimba sale disparada como un rayo y la ataja. Vuelve corriendo por el camino de piedras del jardín, después salta a mi alrededor. Es hermosa.

Ismael y yo nos pasamos un rato divirtiéndonos con Kimba hasta que la madre nos llama para merendar. Y, después de comer unas porciones de un bizcochuelo delicioso con leche chocolatada, Ismael me propone ir a su cuarto a trabajar en lo de Teatro. Siento un cosquilleo extraño en mi vientre al imaginarme solo, con él, en su pieza, pero trago saliva y lo sigo.

Al entrar, me invade un aroma a cedrón, que no sé de dónde viene. Miro alrededor, buscando, y me detengo frente a unos estantes; en el primero me sorprenden varias muñecas de los personajes de Sailor Moon. En el de abajo hay un cuarzo transparente, rodeado por cristales y gemas azules, verdes y violetas. Detrás de ellos, tres unicornios del estilo de Mi pequeño Pony en los mismos colores; son muñecos re viejos, las amigas de mi primo mayor los tenían. ¿Dónde los consiguió?

A mí me encantan estas cosas; recuerdo que, de chico, me moría de ganas por pedirle a mi mamá que me comprara las muñecas de Las chicas superpoderosas, pero nunca me animé.

¿Qué pensarán los papás de Ismael? Si yo tuviera algo así, seguro lo escondería para no pasar vergüenza. Son cosas femeninas... «de nena». Qué genial que Ismael se anime a exhibir todo así, sin drama. Ojalá pudiera ser tan valiente como él.

En el estante siguiente encuentro distintos libros: el Kybalión, Alta magia, el Tarot del Círculo Sagrado, Introducción a las runas, Rituales de protección, Protección psíquica y más. También un cuaderno o diario viejo. ¡Es cierto lo que dicen!

Trago saliva y sigo mirando. Hallo una mesita debajo de la ventana, donde hay imágenes impresas a color, plastificadas. Algunas están paradas, apoyadas contra la pared; otras, sobre la mesa, con cristales y flores encima.

Me acerco. ¡Son dioses! Reconozco a Mercurio y a Apolo, que están juntos a un lado, detrás de un cuarzo rosa. En el centro, hay un hombre con cuernos de venado y una mujer con fuego entre las manos, iluminados por la vela que descansa sobre un platito; de ella sale el aroma a cedrón que percibí cuando entré.

Siento la presencia de Ismael a mis espaldas y giro rápido hacia él.

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