19. Secretos de Anabella

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Durante el crepúsculo

ellas sueñan que al final

se eclipsarán.

Débora


El miércoles vamos junto a Anabella, Tefi, Raquel y Mariza a casa de Laura; tenemos que ajustar la coreografía que preparamos para la final del torneo bonaerense.

Confieso que estoy un poco cansada, me dediqué muchísimo a Gimnasia Artística en el último mes: me reuní con Anabella para ponerme al día, organicé entrenamientos extra, hicimos la fiesta para juntar fondos y competí en las regionales. Igual, no nos queda otra que seguir esforzándonos. Necesitamos implementar varios cambios si queremos tener alguna chance de ganar en la final en Mar del Plata. Ya vencimos en las regionales a las chetas del Instituto Applegate, un logro inmenso. No podemos rendirnos ahora. Además, la verdad es que la gimnasia artística me encanta y me da más agilidad en el entrenamiento como arcana.

Con tantas responsabilidades, a veces creo que voy a morir de estrés. Sé que también estoy un poco ansiosa...Todavía faltan un par de semanas, pero me emociona pensar en ese viaje. Adoro aquella ciudad y creo que va a ser bellísimo ir con mis compañeras, incluso con aquellas con las que no me llevo tan bien.

Cuando llegamos a lo de Laura, almorzamos unas milanesas riquísimas, preparadas por su mamá; después, nos ponernos los uniformes y vamos al patio.

Mientras hacemos los ejercicios de estiramiento, Tefi y Raquel cuchichean entre ellas con expresión superada para sacarme de quicio. A diferencia de otras veces, Anabella las ignora, aunque en un momento se le escapa una risita. Mariza, en cambio, no despega la mirada del suelo. Cuántas veces habrá entrado a esta casa y a la mía antes de pasarse al grupo de la colorada... Qué traidora...

—Bueno, ¡pongámonos a trabajar, chicas! —digo en voz alta para que se concentren.

Pasamos la coreografía dos veces, prestando atención a los cambios. Nos detenemos para dar indicaciones a Raquel y a Mariza que son bastante pataduras.

—Fíjense cómo lo hace Anabella —señalo y ella se sorprende. La verdad es que la estuve observando cuando repasamos juntas—. Tiene una naturalidad al bailar que es como respirar. Fluye, no lo piensa. Pero eso no se logra con una buena actitud y nada más; sale así cuando se practica mucho, como decía mi profesora de danza.

—Es verdad. Me encanta bailar y hago todo el tiempo la coreo en casa. También improviso bailando sola en mi cuarto con música fuerte.

—Mostrales la coreo desde el principio, Ana, por favor —pido.

Ella asiente y se adelanta para quedar en el centro. Sus movimientos son más lentos. Da un salto y dos giros con los brazos en la curvatura justa; no se ven rígidos, sus manos se proyectan. Toda ella se expande, es como etérea. Cae, se detiene y eleva una pierna, estirándola. Después, se contrae abrazando sus piernas.

No puedo evitar sentir un poco de envidia. A pesar de mi esfuerzo y de mi preocupación por hacerlo perfecto, me falta espontaneidad, emoción. Seguramente Anabella nació con ese carisma, o tal vez lo desarrolló en Teatro.

Le pido que lo repita y seguimos sus movimientos, intentando reproducirlos de la manera más fiel. La secundamos bastante bien y, en un momento, Mariza logra dar con precisión una pirueta que le costaba muchísimo. Nos abrazamos a los gritos, emocionadas. Me tenso al recordar la pelea que tuvimos a principio de año y la suelto, seria. Me alejo rápido. Las demás nos miran atentas, pero se mantienen en silencio. No puedo evitarlo, nuestra disputa todavía me duele.

Oscurece sin que nos demos cuenta. Prendemos las luces del patio para las últimas repasadas antes de decidir terminar la práctica.

Estamos transpiradas y agitadas. Nos turnamos para cambiarnos, algunas en el baño y otras en el cuarto de Laura.

Como Anabella y yo quedamos últimas, mientras esperamos que el resto termine, preparamos varios sánguches para compartir entre todas.

—Ensayamos por casi cinco horas —reflexiona, dejando el plato de comida sobre la mesa.

—¿En serio? No me di cuenta.

—Yo tampoco. El tiempo pasó volando.

—Es porque nos gusta lo que estamos haciendo. —Me encojo de hombros.

—Mirá vos... —Se cruza de brazos y levanta una ceja—. Pensar que habías dejado.

—Lo hice porque me harté de que siempre me llevaras la contra. No nos tratábamos bien, como hacemos ahora.

Anabella asiente.

—Menos mal que volviste.

Su comentario me pone nerviosa. No dejo de pensar que es falsa y que lo dice solo para hacerse la buena.

Nos quedamos en silencio unos instantes.

—Che, en el Taller de Teatro necesitamos dos varones para la obra y somos solo chicas. El profesor nos pidió que busquemos compañeros que quieran sumarse. Estoy tratando de convencer a Simón. ¿Vos le dirías a Bruno?

—¡Bruno no actúa ni loco! —Suelto una carcajada de solo imaginarme su cara cuando se lo proponga—. A él no lo despegás de los libros y de las historietas. ¿Y si adaptan la obra? Podrías escribir una vos, también. O disfrazar a las chicas de tipos.

—No es mala idea. Se lo voy a sugerir al profesor. Che, a todo esto, vi cómo te pusiste con Mariza durante el ensayo. —Lleva los ojos hacia arriba—. ¿La vas a perdonar alguna vez? Me tienen cansada con tanto drama.

Quiero enojarme, pero su comentario me causa gracia.

—Es tu culpa, vos me robaste a mi amiga.

—Vino a mi grupo porque quiso.

—Ya sé... —Me llevo una mano al mentón—. Mariza me traicionó, Ana. Habló mal de mí. Lo hubiera pensado mejor antes de mandarse una así conmigo, ¿no? Aparte, ¿desde cuándo sos el hada de la amistad?

Me responde con un bufido y le da un mordisco a un sánguche. Me pasa otro a mí; me gustaría rechazarlo, pero me muero de hambre.

—Mirá, Débora, ahora somos aliadas en esto. Todas. Tenemos que llevarnos bien. Yo ya dejé las chiquilinadas atrás, vos también podrías hacerlo.

Sus palabras son como una cachetada. Me quedo en silencio y sigo comiendo hasta que las chicas aparecen y prácticamente se lanzan sobre sus viandas.

Charlamos un rato más hasta que se hace tarde. Anabella y yo no nos cambiamos el uniforme al final, así que lo hacemos rápido en el baño y el cuarto de Laura. Después, Raquel y yo llamamos a nuestros viejos para que nos vengan a buscar.

—¡Ah! Qué bebés... —Anabella nos saca la lengua—. Mi papá está muy ocupado como para venir hasta acá. Me tomo el colectivo con Tefi y con Mariza.

—¿Están seguras? Las podemos alcanzar sin problema —ofrezco.

—No pasa nada. La parada queda cerca.

Las tres se despiden y Laura va a abrirles la puerta. Cuando vuelve, nos tiramos en los sillones del living a esperar.

—Ojalá mis viejos me dieran la libertad que tiene Anabella —suspiro—. Me la paso reportando dónde estoy y cada cosa que hago.

—Yo también. —Laura asiente.

—Aunque sea se preocupan por ustedes —dice Raquel.

Ante esto, la miramos, intrigadas. Ella suspira y sacude la cabeza.

—Miren, Tefi y yo somos amigas de Anabella desde el jardín de infantes. En todos estos años fuimos pocas veces a su casa y el padre nunca está. Tampoco vino a ninguno de los actos de la escuela, y eso que ella participa en todos... El sueño de Ana es ganarse una medalla alguna vez, porque cree que ahí sí su viejo va a ir a verla, pero siempre te las llevás vos, Débora. Igual, prefiero que lo sigas haciendo, porque me pondría muy triste si ganara y el padre no apareciera... que es lo más probable. Ni siquiera lo veíamos cuando éramos chiquitas: siempre estábamos con la niñera en la casa de Ana.

—Claro, además, Anabella no tiene mamá —comenta Laura—. Me acuerdo de que el rumor corrió por toda la escuela cuando entramos al jardín de infantes. Murió cuando ella era muy chiquita, ¿no, Raquel?

—Cuando nació. Jamás la conoció.

Siento que el pecho se me hunde. No recordaba lo de la madre, pero ahora que lo comentó Laura, me suena haberlo escuchado. Seguro que en su momento lo descarté, pensando que era un invento.

—Pobre Anabella —pienso en voz alta—. Me da lástima. ¿Cómo puede ser que no vea nunca al padre? ¿A qué se dedica?

—Tiene toda la guita del mundo —Raquel se acomoda mejor en el sillón y apoya el rostro en una mano—. Es dueño de una inmobiliaria y de muchas propiedades de Costa Santa. Desciende de uno de los fundadores, ¿sabían eso? —Me mira fijo—. Se la pasa haciendo negocios. El salón que conseguimos para la fiesta con la que recaudamos los fondos para ir al torneo bonaerense es de él. Tiene varios, y Anabella celebra sus cumpleaños ahí porque el padre es tan maniático que no quiere que arruinemos las antigüedades de la mansión en la que viven.

—¡Qué loco! Escuché lo de sus fiestas de cumpleaños, pero pensé que eran chismes que ustedes hacían correr para presumir que era rica. Nunca nos invitó —suelto, sin considerar demasiado lo que piense Raquel—. Igual, lo entiendo. No éramos... no somos amigas. A todo esto, ¿por qué no va al Applegate, que es tan exclusivo, si el padre es millonario?

—Ana me dijo que el papá quería que se criara en un ambiente más normal, con los pies en la tierra.

—¿Se preocupa por eso, pero no por pasar tiempo con su hija? Es muy triste. —Laura se conmueve—. Anabella tendrá mucha plata y vivirá en una mansión, pero nada de eso compensa el hecho de que está sola.

—No es tan así, Laura. Según Anabella, se ve con el padre a la noche para cenar y comparten varias horas antes de acostarse. —Raquel se encoge de hombros—. Igual, ahora la acompaña... eh... no debería contar esto.

—Largalo, dale —insisto.

—Ni loca. Es un secreto. Miren, si les dije todo esto sobre Anabella y su familia es porque me gustaría que la entendieran un poco más. La quiero mucho. —Agarra su bolso y se cruza de brazos—. Ya está, no voy a hablar más del tema.

Nos quedamos en silencio por unos instantes. Después, conversamos de nuevo sobre la coreografía y el torneo bonaerense, hasta que me vienen a buscar. Me despido de ambas y, en cuanto entro al auto, abrazo fuerte a mis viejos.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás cariñosa? —pregunta papá, entre risas.

—No se lo reproches. Disfrutemos ahora que no anda en modo adolescente rebelde —bromea mamá.

—Estoy bien. Volvamos a casa.

Mientras nos alejamos de lo de Laura, mi vista se pierde en las ramas de los árboles y en el cielo nocturno. Me viene a la mente la imagen de Anabella entrando sola a una mansión inmensa. La imagino sentada a la mesa observando un reloj de pie antiguo, aguardando que llegue su papá, y siento un nudo en el alma. Entonces, veo una estrella fugaz. Mi deseo es que, a pesar de todas las peleas que pasamos, ella sea feliz de verdad.

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