39. La invocación. Parte 1

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Bruno

Nuriel extiende su mano y me toca la frente. Hay otra forma a su lado, pero no llego a divisarla del todo. Estoy demasiado somnoliento.

Varias imágenes parpadean en mi mente: la estrella invertida y el círculo, grabados en el suelo polvoriento de la Iglesia. La copa con sangre humeante, sujetada por las manos del hechicero. Vapor rojo, fuego y un bramido que hace reverberar la construcción.

Todo se vuelve negro por un segundo. Después, reconozco el sitio. Poco a poco se hacen nítidas las sombras y las figuras oscuras de los muebles del living de mi casa, y noto que solo me acompaña la tele sin señal. Escucho un trueno y el agua empieza a golpear en la ventana.

Es la noche que esperábamos y Gaspar y León están fuera de Costa Santa.

Llamo a Mackster, localizo a Débora y nos organizamos rápido. Vanesa ya está allá, vigilando. Voy hasta mi cuarto, me transformo y salgo volando por la ventana. No sé ni me importa la excusa que le voy a dar a mis viejos. Es mejor que sigan vivos a que sean arrasados junto al resto de Costa Santa por una fuerza demoníaca.

Llego a la iglesia abandonada algunos minutos más tarde y vuelo en círculos. Veo a Débora, ya transformada, refugiada junto a Vanesa bajo un árbol que está en la vereda de enfrente.

Aterrizo detrás de ellas, que giran, asustadas.

—Perdón.

—Todo bien. —Me tranquiliza Vanesa y acaricia el tronco del árbol. Las ramas crecen y me cubren a mí también de la lluvia.

—Genial. —Noto frente a nosotros más follaje y el pasto bien alto—. Creaste un buen escondite.

Vane sonríe, orgullosa de sí misma.

Momentos después, veo una luz roja y otra azul en el cielo, que se aproximan.

—Los chicos —les indico a ambas.

Aterrizan con más gracia que yo.

—¿Viste que al final iba a ser un día de lluvia? Perdimos un montón de tiempo vigilando porque sí —se queja Mackster, sin decir un miserable «hola».

—Ya sé.

—Encima, ¿justo ahora se les ocurre irse a Gaspar y a León? ¿No miran el pronóstico en la tele a la mañana?

—Calmate, Mackster, nos vamos a arreglar igual —aseguro.

Nos quedamos en el refugio, vigilando la puerta de la iglesia. Me invade una mala sensación, como si estuviéramos perdiendo el tiempo acá parados.

—Tenemos que entrar —las palabras salen solas de mi boca.

—Está vacía —dice Vanesa—. No vi a nadie acercarse al lugar durante mi turno de vigilancia.

—¿Estás seguro de que va a ser hoy? —Débora tiembla.

—Sí —respondo, tan molesto con el frío como ella.

—¡Miren! —grita Ismael.

Surgen luces en el interior. Se escapan a través de los huecos entre las maderas clavadas en las ventanas.

—¿Cómo puede ser? —Vanesa se enfada—. Les juro que estuve atenta.

—No importa, deben haber usado magia para camuflarse. Vamos.

—Pará, Bruno. Todo esto es un error. No podemos enfrentar solos a un demonio súper poderoso del infierno. —Débora se lleva una mano a la frente—. ¡Somos chicos!

Su reacción me sorprende. Es la primera vez que la veo tener miedo.

—No hay otra opción, amor.

—¿Y si llamamos a Gaspar y a León de nuevo? —sugiere Vanesa, antes de transformarse en humana. Saca su BlackBerry del bolsillo—. Quizás puedan apurarse y lleguen a tiempo. Mierda... —dice, mirando al aparato—. Dejó de funcionar.

En ese instante, escuchamos chasquidos. Son murciélagos que vuelan hacia la iglesia y empiezan a girar alrededor de la cúpula. Están así unos instantes antes de perderse en la noche. Pienso en la Dama Plateada.

—¡Eso fue una señal! —exclamo—. Es ahora o nunca. Si reducimos a los monjes antes de que comience la invocación, Sebastián no va a poder traer a ese monstruo y nos salvamos de enfrentarlo.

De pronto, la iglesia comienza a brillar y el suelo tiembla durante unos instantes.

—¡Tenemos que entrar ya! —grito cuando todo cesa.

Vanesa se transforma. Tomo a Débora de la mano, que me sigue de mala gana, junto al resto de los chicos.

Observo las ventanas y la puerta doble: todo está tapiado por tablones. Parece haber sido cerrada hace mucho tiempo, como si hubiesen querido enterrar algo maligno.

Suena un segundo trueno que nos sobresalta.

Les hago un gesto de silencio a los demás y pego mi oreja a la puerta. Escucho los cánticos de los monjes.

Miro a Mackster y asiento. Ismael y el resto se ponen en guardia mientras apuntamos a la entrada con las manos.

Las maderas salen disparadas por la ola de fuego y rayos. El lugar se riega de trozos de puerta envueltos en llamas.

Entramos. Los monjes de túnicas carmesíes, miembros del Círculo de Prometeo, nos observan sin inmutarse, formados de espaldas al ritual. Cada uno sostiene un cirio prendido. Esto es distinto a mi visión, en la que se hallaban de frente a los candelabros, rodeándolos. Me invade un escalofrío al darme cuenta de que nos estaban esperando.

El interior de la iglesia se encuentra repleto de velas, pero solo me interesan las que están detrás de ellos, las que en mi pesadilla terminaban de invocar al demonio. Aleteo para elevarme y llego a ver que todavía no las prendieron.

—Ocúpense de ellos —ordena Sebastián, que está en el centro de todo.

Los monjes apagan los cirios y corren hacia unos bolsos, de los que sacan hachas y espadas.

Avanzamos mientras disparamos a los encapuchados. Humo verde aparece sobre el círculo en el que Sebastián y los otros monjes no dejan de recitar. Algo se mueve en su interior, pero no puedo divisarlo del todo.

Luchamos. Enseguida, noto los efectos del entrenamiento con Gaspar y León; bloqueo los ataques, los desarmo rápido y dejo inconscientes a dos monjes. Mientras lucho con el único que queda frente a mí, escucho un gruñido. Las demo-gárgolas surgen de entre el vapor verdoso.

Los monstruos grisáceos, similares a perros cabezones, tienen cuernos y alas de piel, con las que se elevan sobre nuestras cabezas. Se relamen y aúllan antes de lanzarse en picada hacia nosotros escupiendo fuego.

Bloqueo a las que me atacan para luego arrojaras hacia al monje que me enfrentaba; el hombre termina quemándose en sus fauces. Las bestias vuelven hacia mí, pero las esquivo, concentrado en llegar hasta Sebastián.

Me interceptan más monjes. Harto de ellos, apunto mis manos hacia sus túnicas y las prendo fuego. Los tipos huyen.

Mackster dispara a las demo-gárgolas. Vanesa hace aparecer una hoz y les corta la cabeza. Ismael lucha con habilidad contra unos monjes y Débora grita, excitada, atacando con fuego, golpes y rasguños.

Sebastián continúa salmodiando en el centro del lugar junto a tres monjes, uno de los cuales lleva una copa con sangre entre las manos. Corro hacia ellos, pero otro enemigo me intercepta y me golpea en medio de la cara. Me sorprende su fuerza, mucho mayor a la de los anteriores.

Me tambaleo, tratando de recuperarme. Observo al encapuchado y noto una energía transparente que lo envuelve. Intento prenderlo fuego, pero logra apagarlo con un solo gesto.

Miro alrededor y noto a otros monjes cubiertos por la misma energía, cargándose de esa fuerza sobrehumana antes de lanzarse contra Mackster y Vanesa. Recuerdo que Gaspar dijo que el Círculo de Prometeo se contacta con dioses y ángeles para desarrollar sus poderes. ¿Acaso este es el nivel que pueden alcanzar?

—¡Cuidado! —grito a mis amigos—. ¡Se están haciendo más fuertes!

No sé si llegan a escucharme, pero veo que los monjes les hacen frente sin mucha dificultad.

Mi contrincante se ríe. Antes de que me ataque de nuevo, lo ciego con una llamarada. Retrocede, aturdido. Lo levanto en el aire y lo arrojo contra una columna del edificio. Cae inconsciente.

Llegan más monjes para cortarme el paso. ¿De dónde saca Sebastián a tanta gente? ¿Son estos mis vecinos de Costa Santa?

Mientras lucho contra ellos, veo a Ismael y a Débora, que pasan volando sobre rumbo al círculo de invocación. Antes de llegar, chocan con una fuerza invisible que los impulsa en dirección contraria.

Sebastián se ríe a carcajadas. Cruza una mirada conmigo y estalla un trueno que resuena en toda la iglesia. De pronto, varias vigas se desprenden del techo y caen sobre los monjes que me enfrentaban. Con dos buenas patadas a la altura del estómago, elimino a los que quedaron distraídos y voy hacia el mago.

Elevo mi nivel de energía, concentrado en lo que me enseñó Gaspar. Miro a uno de los candelabros que están sobre el círculo y, con telequinesis, logro mandarlo a volar por los aires.

—¡No! —grita Sebastián, alterado.

Algunos monjes van a recogerlo.

Trato de hacer lo mismo con el otro, pero alguien me toma por la espalda y me revolea por el aire. ¡Mierda! Trato de maniobrar con mis alas y termino cayendo sobre un balcón de la iglesia.

Me levanto y, tomado de la baranda, me asomo a la batalla. Desde acá, puedo ver a Débora, a Ismael y a Vanesa, rodeados por monjes, a los que se suman los servidores sombra de Sebastián. No están asustados, sino sumidos en un trance. Los recorre una energía plateada, teñida en partes de azul y de verde. El poder se concentra en Débora, que... ¡Cambia de forma!

Su pelo se tiñe de negro. Un vestido oscuro, hombreras y brazaletes de metal reemplazan sus escamas. Sus cuernos desaparecen y su antifaz se vuelve plateado. Materializa una espada del mismo color en la mano.

Es... ¡la Dama Plateada! Levanta la mirada y sus ojos verdes se encuentran con los míos antes de lanzarse contra los monjes y las sombras, ayudada por Vanesa e Ismael.

Extiendo mis alas y vuelo hacia ella, apartando a los enemigos con llamaradas.

—Débora... ¡sos vos! ¡Siempre fuiste vos!

La chica sonríe y asiente. La abrazo.

Mackster cae a mi lado después de acabar con una sombra. Ismael y Vanesa están a unos metros, listos para seguir luchando.

Frente a nosotros se concentran los seguidores de Sebastián, bloqueándonos el paso.

—Te reconozco —dice Ismael a Débora—. Quiero decir, te recuerdo.

—Yo también —asegura Vanesa—. Sos una de nosotros... una diosa de Agha.

—¡Dushka! —grita Mackster.

—Mi melliza... —Ismael la mira, conmovido, y ella sonríe.

—Sí. Perdón por ocultarlo todo este tiempo, ni siquiera yo lo tenía claro —dice y me mira.

—No importa, yo te voy a amar incluso si tenés personalidades múltiples. —La beso.

Ella se ríe por un instante. Y, de inmediato, nos ponemos en guardia, listos para enfrentar a los enemigos.

—¡Vamos! —grito.

Nos lanzamos de nuevo contra ellos, logrando por fin que cedan espacio. Doy un salto y desciendo hacia el círculo donde está Sebastián. Las demo-gárgolas quieren detenerme, pero junto las manos e invoco una ola de llamas que las liquida.

Clavo mi espada en el campo de fuerza y logro desestabilizarlo. Paso por una de sus fisuras y aterrizo con una gracia que me sorprende. Corro a toda velocidad hacia el ritual. Veo que un monje le alcanza a Sebastián la copa con sangre hirviendo. El círculo en el piso comienza a iluminarse. Están por terminar...

—¡No!

Intento usar la telequinesis para quitarle la copa, pero no funciona. Recuerdo el remolino de fuego, las alas y las garras de mi sueño, también las fauces podridas del dios Ventaurus, el monstruo gigante contra el que luché hace meses en otra dimensión.

—¡No! —exclamo otra vez.

Escucho los gritos de los chicos a mis espaldas y veo sus rayos pasando a mi lado, que impactan en los campos de fuerza personales del mago y de sus seguidores.

Desesperado, aferro la empuñadura de mi espada como si eso fuera a ralentizar el tiempo o a darme más velocidad.

Pero es demasiado tarde. El líquido rojo ya está cayendo hacia el círculo y, en cuanto toca el suelo, una energía descomunal nos derriba.

La estrella mágica se cubre de luz y surge una brecha cósmica en el techo de la iglesia. Debajo de ella, Sebastián ríe a carcajadas.


BRUNO

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