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Los hijos de la matanza

—No existe descanso para los malvados.

Zuri ahogó un bostezo con un trago de café, mientras conversaba consigo misma en la casa de Grafton. Había salido temprano a la calle, a hacerse de unas cuantas provisiones para el desayuno y la humedad la tomó por sorpresa. En Nueva York el calor es seco y soportable, el sur baña el cuerpo en sudor perlado a los cinco minutos de salir de la ducha.

Optó por llevar la cara limpia y apenas teñirse con labial. Ni hablar de domar el cabello. Si se inclinaba por la plancha, llegaría a Morganton al mediodía. En un dos por tres entendió el concepto del culto a la laca, y prometió no volver a entretenerse viendo a las mujeres que paseaban por el pueblo con lo que parecía el cabello arreglado a lo «casco de motocicleta».

Al subir al jeep, agradeció recordar cerrar las ventanas la noche anterior. Una decena de exoesqueletos, producto de la muda de las cícadas, estaban acomodados a lo largo del parabrisas. Un día cualquiera de principios de verano.

Llamó a Lena de camino a la clínica. A pesar de ser campo adentro, la carretera era cómoda y había poco tránsito, lo que la hacía sentir confiada hablando mientras iba al volante.

—¿Cómo fue todo con la señora Harrington, Lele?

—Mamá está estable, aunque no ha recuperado el conocimiento. Voy a quedarme un par de días más. Es lo más que puedo estirar el tiempo libre. Esta mañana recibí un correo electrónico de parte de NYU Med indicando que, si no cumplo con la pasantía, debo reembolsar los gastos y se atrasará mi periodo de práctica, por el hecho de que no podrán reasignarme a otro lugar este verano.

—¿En serio? —El tono y la velocidad dijeron todo sobre su estado de ánimo—. A la verdad que no pueden darse el lujo de ser más hijos de la gran puta. Entiendo, mejor que nadie, nuestro compromiso con la medicina, pero también somos humanos. Valdría la pena que lo recordaran de vez en cuando.

—No hay mucho que se pueda hacer, ya lo sabes. A menos que uno sea millonario, no somos más que una pieza en la maquinaria.

En el fondo, se escuchó a Key tocar la puerta de forma rápida y entrar, comentando que tenían que desayunar en algún lugar donde el agua para el café no saliera del lavamanos.

—Hablando de cosas que encajan perfectamente la una con la otra... —comentó Zuri—. Dime que ese hombre anda mojado y envuelto en una toalla, corriendo por tu habitación y cuelgo, pero ya.

Tras un instante de silencio, Lena se animó a contestar.

—Estamos completamente vestidos y tú estás en speaker.

—Tu culpa, por no avisar, la de los dos por perder el tiempo. La mía, ¡jamás! Guardo la vergüenza para instancias especiales.

—Y buenos días a usted, señorita Zurina. —La voz de Key contestó del otro lado mientras Lena se despedía apresurada.

—En agenda —Zuri comentó tras colgar—: Ver sobre los ciclos de vacunación preescolar que pudieron haber sido omitidos durante la pandemia, ver sobre los pacientes adolescentes y saber todo lo que se tenga que aprender sobre este hombre en dos días, para convencer a Lena, porque metérsele en la piel no es opción. ¡Ay, calor de Georgia! Aquí vamos.

El resto del día no fue tan divertido. Se atendieron varios casos de malnutrición y uno que otro paciente adolescente, para quienes era dolorosamente obvio que requerían de una consulta privada, a la cual sus madres se negaron de forma vehemente.

—En los pueblos pequeños, los infiernos suelen ser grandes, doctora Rivera. —Vana estaba de vuelta con su toque formal, manteniendo a raya el profesionalismo y la amistad—. La actividad sexual no puede evitarse, y el alza en embarazos adolescentes lo comprueba. Sin embargo, la legislación nos tiene maniatados. En lugares como estos, la abstinencia es un arma política y podría meterse en un problemas si recomienda algo tan sencillo como un preservativo, sin una autorización parental de por medio. De otros métodos anticonceptivos, ni hablar.

—¡Santo cielo! Gatitos de monte. Suspiro. Mientras llega el segundo grupo de adolescentes, quisiera pedirle un favor, Vana. —Zuri señaló a los expedientes médicos en carpetas verdes, designados para practicantes—. ¿Podría pasarme el caso de la señora Hardy? La paciente que vino para el físico hace dos días, la que tuvo el incidente con Lena.

La cara de Vana pasó de ser cordial a llevar una notable mueca de desaprobación.

—Sucede, doctora Rivera, que se considera inapropiado compartir casos clínicos, sobre todo entre médicos practicantes; resulta ser contraproducente para el paciente.

—Entiendo, pero esta es una circunstancia especial. La señora Hardy solo recibió un examen físico inicial, y estamos tratando de descartar un cuadro clínico de Alzheimer. ¿No cree que hacer esperar a la paciente por una regla no escrita en el protocolo es peor? Estoy segura de que Lena no se opondrá, y una vez regrese, en un par de días, discutiremos el caso y volverá a sus manos.

La enfermera se dirigió a abrir el gabinete de archivos, de donde sacó el expediente de Hardy. Zuri se puso en pie, para recibir las notas de manos de Vana, quien se limitó a pasar la vista sobre el récord y cerrarlo una vez más, sosteniéndolo contra su pecho.

—La señora Hardy está resuelta. De hecho, se le asignó un neurólogo en Savannah. También se asignó su estadía en una clínica en dicha ciudad, para evitar el estrés de viajes constantes. Ese aspecto de su cuidado tiene prioridad sobre el físico.

Vana miró su reloj, y le recordó a Zuri que, si quería almorzar, era el momento de hacerlo. El segundo grupo de estudiantes llegaría en una hora.

—No hay problema. Necesito estirar las piernas. Voy a ver qué hay en Willow's.

Zuri verificó las notas en su celular. Habían pasado un par de días, que se sentían como una semana. Se aseguró de verificar algo que guardó después de la breve conversación con Lena mientras comían, un nombre que, al igual que en el momento pasado, pareció dar espacio a una pausa molesta en las conversaciones de Vana: Shein.

***

—Ya sabía, que mi restaurante iba a convertirse en el lugar favorito de las doctoras.

El cocinero de Willow's que en momentos de baja clientela atendía la barra, saludó de forma efusiva a la recién llegada.

—Su restaurante, querido amigo, es el único en la zona. Pero eso no quita que los tomates fritos... —Zuri se llevó los dedos a la boca para imitar el beso de chef— los tomates son gloriosos. No me interesan las patatas con el sándwich. Sin tomates no hay negocio.

—¡Sale un especial con tomates verdes!

—Doctora Rivera —una de las jovencitas que había atendido en la mañana la saludó desde una mesa de cabina, en donde se estaba tomando una malteada, invitándole a sentarse.

—Annie Walker, ¿cierto? —Zuri corroboró antes de sentarse—. La única de mis pacientes con todas sus vacunas al día. ¿Cómo olvidarte? ¿Qué haces aquí?

—Esperando por mi abuelo. Viene a recogerme para llevarme de vuelta al salón. Trabajo el verano con Lidia Sutherland, la peluquera.

—En Grafton, supongo. Allí Sutherland parece ser un apellido común.

—Solo hay una familia Sutherland en el pueblo. Así que, si no conoce a Lidia, probablemente conoce al entrenador. Es su hijo. El señor Sutherland murió hace un par de años.

—Entonces no son tantos, pero son notorios. Y, ¿qué hay de ti, Annie? Dado que en Grafton los apellidos son escasos, debo preguntar si el tuyo está relacionado con los cuatro que aparecen en la entrada del pueblo.

—Sí —contestó la adolescente, mientras revolvía su malteada de fresa—, aunque a mi abuelo no le gusta presumir de ello. Una de estas cosas no es como las otras. —Levantó el dedo para hacer un círculo en el aire frente a su rostro, señalando su piel trigueña y su cabello oscuro, negro y lacio—. Hay fundadores y hay fundadores. A no todos les cayó muy bien que mi bisabuelo fuera cariñoso con los nativos. Mi abuelo no es muy de reclamar ese pedacito de historia.

—Nada de qué avergonzarse —señaló Zuri, mientras recibía su sándwich de manos del cocinero—. Somos hijos de la matanza, por decirlo así. No es cuestión de pensar demasiado, sino de saber. Mi abuela decía que si no tienes idea de dónde vienes, no sabrás a dónde te diriges. No culpo a tu abuelo, desconozco sus razones, así que olvida cualquier consejo que salga de esta boca que no sea uno médico. Pero... dado que te tengo aquí, y pareces saber sobre la historia del pueblo, ¿alguna vez has escuchado de los Shein?

—¿Cómo la tienda de ropa? —reaccionó Annie.

—O como las locuras de la vieja Hardy, que anda atravesada con sus apellidos —comentó el cocinero, mientras se alejaba de la mesa.

—Un momento, amigo mío. —Zuri agarró al moreno de la camisa, obligándolo a parar. Annie encontró el asunto hilarante—. ¡Nadie me abandona con un chisme a mitad, mucho menos cuando el establecimiento está vacío! Y no se haga el noble, si no le gustara el comentario social, no hubiera metido la cuchara.

—Es que son temas delicados...

—¡Por Dios, Beppo, tengo dieciséis años! —Annie tenía curiosidad por saber todos aquellos detallitos que su abuelo no le contaba—. No me voy a morir por un escándalo de viejecillos.

—Bueno, para empezar, eran otros tiempos —tomó asiento junto a Zuri—. Se dice que Susan Hardy tenía una relación disque «inapropiada» con Mina Shea. Más que amigas, si usted me entiende. Se trataba de los años 50, y si somos sinceros, todavía en estos lares, hay cosas que no se aceptan...

»No era cosa pública, pero tampoco se trataba de algo tan disimulado. Si tiene tiempo, usted podrá encontrar incluso sus iniciales grabadas en el árbol. Yo era apenas un niño, no entendía mucho más allá de ver a dos buenas amigas tomadas de la mano, de vez en cuando. Y bueno, los negros teníamos otras tantas cosas de qué preocuparnos entonces...

»El asunto es que, se dice que una noche decidieron huir de Grafton, rumbo a California. No sé si lo ha anotado, pero hay una antigua estación de tren que ya no está en función, en el punto medio de Grafton y Morganton. Para no llamar la atención, las jóvenes decidieron cruzar el bosque.

La mención del bosque pareció afectar a Annie de alguna manera, asunto que no pasó desapercibido a Zuri.

—Debo asumir que esto no tiene final feliz. —Zuri adelantó.

—Así es, pero no por lo que imagina. La madrugada transcurrió sin que la gente del pueblo se diera cuenta de la ausencia de las jóvenes, pero llegada la mañana, encontraron a Susan Hardy, merodeando en la plaza. Estaba descalza, con el traje hecho jirones y la cara sucia y ensangrentada. Según comentan, solo repetía una frase una y otra vez: «vienen por nosotros». En cuanto a Mina Shea, estaba muerta. Nunca vi familia tan fría y desentendida. Según dicen, la enterraron, sin pena ni gloria, con tal de cubrir el escándalo del intento de fuga.

—Dios, ¡qué horror! —comentó Zuri por lo bajo— ¿Alguna vez explicaron qué sucedió?

—Pudo haber sido cualquier cosa —continuó el cocinero—. El asunto es que después de eso, Mina Shea no volvió a ser tema. En un par de años, Susan se casó, se estableció en Grafton y se convirtió en madre y abuela. No fue hasta poco, cuando los años empezaron a ganar, que sus delirios comenzaron de nuevo.

—Es triste pensar —añadió Annie—que su verdadero amor no se borró con el tiempo. Peor todavía, que tras años de un amor secreto, ahora solo recuerde lo que debió haber sido la peor de sus noches.

—O, que en su delirio, tratando de apegarse a un recuerdo, insiste en llamarla, a pesar de la confusión. De Shea a Shein hay un paso... —concluyó Zuri.

—Amén, hermanas. —El cocinero comenzó a retirarse al escuchar las campanillas que indicaban que alguien estaba entrando al establecimiento—. ¡Hola, Ray! Aquí te entrego a tu nieta la atrevida, que pretendió pagar por su malteada. Está en buena compañía. Doctorcita Zuri, usted que andaba averiguando la historia del pueblo. Este es Ray Walker, leyenda local.

—Vaya si el mundo es pequeño, el famoso abuelo. —Zuri extendió la mano—. Tiene usted una buena chica en Annie. Lamento no poder quedarme, ya se me está agotando la hora de almuerzo. Pero cuando Harrington esté de vuelta, de seguro nos encontraremos en algún lugar en Grafton. ¡Dios sabe que vamos a necesitar un fin de semana tranquilo!

—Encantado de conocerla, doctora. —Ray la saludó con una amplia sonrisa—. ¿Dijo Harrington?

—Sí. Lena Harrington. Estamos de pasantía y según tengo entendido, ella se crió en Grafton.

—¡Quién lo diría! La pequeña Olena. La última vez que la vi era un saltamontes. Espero que, como dice, en poco puedan reducir su agenda y tocar bases con las gentes del pueblo...

De camino a casa, Ray Walker habló con Annie sobre cantidad de cosas: la impresión que le había causado la doctora, las horas extendidas que iba a trabajar en verano, incluso escuchó con paciencia la historia de cómo una de las mujeres del pueblo había llegado desesperada después de un viaje a Texas, en donde le habían arruinado el cabello.

La mayoría de la conversación vino de parte de su nieta, él solo contribuyó con una cosa. Le preguntó si llevaba consigo el cuarzo rosa. La chica le dijo que sí, pero que se lo había quitado para su examen médico.

—Dicen que una vez al año no hace daño, pero ese no es el caso con esa piedra, Annie. Llévala siempre contigo. No me obligues a recordártelo.

Cuando dejó a su nieta en el salón de belleza de Lidia Sutherland, decidió bajar de la camioneta para saludar a la estilista.

—Hola, Lidia. ¿Cómo está todo? —No esperó a que la mujer le contestara—. ¿Dónde anda metido tu hijo?

—Si andas tan directo, es porque ya sabes que Lena Harrington está en el pueblo. Key está con ella. No hay nada que yo pueda hacer para evitarlo. Me aterra pensar que la presencia de esa muchacha le haga recordar. Pero parece estar atraído hacia ella, como una polilla a la luz.

—¡Maldita sea! —Ray no dijo más antes de despedirse. Subió a su vieja camioneta, preguntándose qué tanto de lo que había sucedido, estaba en manos de los habitantes de Grafton, y qué tanto les esperaba, en el curso de lo inevitable.

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