26.

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Aquello que se esconde entre los árboles

Key conducía la camioneta a gran velocidad, pero con total confianza. Conocía esos caminos desde niño. Junto a él, Ray Walker aparecía tranquilo. Sus ojos a medio cerrar indicaban que estaba escuchando la voz del espíritu que, por años, se había declarado su aliado. Sus labios repetían, con seguridad, cada vuelta, cada paso complicado a través de la foresta y cuando ya no pudieron encontrar un paso pavimentado, comenzaron a caminar, adentrándose en la montaña.

La luz era mínima, la tormenta que comenzó a anunciarse la noche anterior era inminente.

—Esto no es natural —observó Key—, mientras los árboles a su paso se ensanchaban con las gotas de lluvia, para luego dejar escapar una sabia dorada, que se empozaba en las raíces, tornándose roja.

—Es una distracción —Ray había visto esos intentos una y otra vez—. No trates de evitarlos, o racionalizarlos, acéptalos como algo real y mantén tu atención en lo que quieres.

—Lena. —El nombre no abandonó los labios de Sutherland.

***

—No estoy loca —Vana repetía, sin recibir contestación de Lena. Mientras utilizaba la antigua y afilada navaja para hacer un corte en el hombro de la mujer—. Este lugar me debe. Cuando tu madre no cumplió, y decidió huir de su destino, todo se vino abajo. La relativa prosperidad en la que nuestros poblados vivieron hasta entonces, desapareció. No solo fueron desastres naturales; colapsos económicos inesperados comenzaron a consumirnos. Todo se estaba yendo al infierno en una canasta.

Alrededor de las mujeres, la naturaleza comenzó a danzar, las voces reclamaban el pago a siglos de estabilidad, gemían por ser libres de su parte del trato. Algunos de los espíritus, se asomaban de entre los árboles, lamentando la suerte que los ató a un destino el cual solo un puñado entre ellos determinó. Otros, temerosos, llamaban a su hermana silente, quien parecía no estar allí para detener la mano de los que ansiaban la muerte de Lena.

El cuerpo de la joven fue levantado del altar. Las ropas blancas con las que Vana la había vestido, empezaron a salpicarse de pintas carmesí, producto de las heridas. El vuelo de sus faldas seguía la música, que en un principio no era más que un chillido desagradable y aterrador, pero con cada verdad, por más dolorosa que fuera, se convertía en un compás que obligaba su corazón a aceptar el sacrificio. 

—El precio a pagar por ser un Shea es la muerte, y, para evitar la muerte de todos, mis manos hicieron lo que las manos de una madre jamás deberían —Vana quito la atención de Lena para ver la navaja, recordando el día en que enterró el filo en el tierno corazón de su hijo—. Nadie entenderá lo que amo este suelo. Ofrecí a mi hijo para acallar las voces, para cerrar el pacto.  ¿Qué recibí en respuesta? Unos cuantos años de supervivencia a duras penas y la decepción de que Christopher no fuera suficiente. «Demasiado joven para decidir», dijeron. Demasiado, cuando era lo único que tenía. Dioses indolentes, no consideraron el valor de su sangre, y solo me dejaron con una canción constante en mi cabeza. Cada palabra me llevó hasta ti. Pensar que, en algún momento, estuviste tan cerca, para luego irte lejos. —Cada palabra aumentaba su desvarío—. Fuiste prometida. ¡Fuiste prometida! —Gritó enfurecida volviendo su atención a Lena—. Voy a cumplir. Ya no importa si aceptas o no. La sangre de los Shea muere contigo.

Cuando trató de apuñalarla, Lena encontró la fuerza para zafarse, no sin antes de que Vana arrancara el collar de cuarzo de su cuello.

—Te apuesto a que el idiota de Sutherland pensó que esto podía protegerte. Un collar para cada familia y la protección para su línea de sangre. Si acaso, esto cerró tus ojos por un tiempo. Evitó que vieras lo que se esconde a plena vista, pero ni siquiera te protegió de las pesadillas. No es tuyo. El collar de los Shea desapareció con Mina, o, al menos, eso creí, hasta que Sarah Hardy me dijo que la prenda estaba en manos de su madre. Mi interés despertó su curiosidad, e igual que Zuri, metió la nariz donde no debía.

»Trató de chantajearme, solo para descubrir que quien mancha las manos con la sangre de un hijo, no se mide a la hora de matar. En fin, querida, un collar ajeno nunca protegerá a otro.  Esta baratija no va a salvarte.

Arrancó el cuarzo del cuello de Lena, lanzándolo lejos de su alcance.

En el valle, el sol hacía lo posible por colarse entre las nubes espesas, pero en el corazón de la montaña todo estaba vestido de una densa bruma gris. El espíritu tranquilo, que por años atestiguó la maldad de sus hermanos, se movió a velocidad entre los robles retorcidos, cerrando las cicatrices abiertas en la corteza de los árboles que se abrían como bocas sedientas de sangre y acallando el canto de la sonata.

Lena encontró una oportunidad para tratar de separar a la mujer del arma. Logró hacerla tropezar, para luego lanzarla contra el suelo, lo que le provocó un sorpresivo dolor en las extremidades. Ante su horror, Lena descubrió que Vana había hecho una cantidad de cortes pequeños pero profundos en su cuerpo. Los cuales cerró con unos puntos débiles, destinados a reventar. Esas manos hábiles que tantas veces demostraron destreza en el consultorio, sabían cómo hilvanar una burla, crear una esperanza que nunca vería la luz.

  El movimiento y el esfuerzo abrieron las heridas y su ropa comenzó a mancharse en el granate de la sangre. Hasta ese instante, la adrenalina la había cargado, ahora, la vida se le estaba escapando sin poder evitarlo.

  Entre el gris de la tormenta que comenzaba a cuajar, las sombras danzaron y el suelo se estremeció. Vana encontró su propósito una vez más. La hoja de daga de obsidiana brilló en sus manos mientras buscaba atinarle a una puñalada certera.

  Lena giró, tratando de esquivar y pudo ver algo que pasó desapercibido ante la furia de la otra mujer. El espíritu callado y tranquilo no solo estaba manteniendo a sus hermanos al margen, también abrió un camino.

La lluvia comenzó a caer, espesa y apresurada, tratando de evitar el paso de aquellos que venían a su rescate, pero nada parecía detener a Key y a Walker.

—No es mi momento. ¡No es mi momento! —Lena tambaleó, deshaciéndose, con la fuerza de su voluntad, del resto de sus ataduras invisibles, aquellas que hacían sentir sus pasos pesados. Estaba dispuesta a dar el todo por el todo. Cada paso hacia Vana era un gran precio a pagar, pero debía detenerla, poner fin a su locura, darle otro tono a la canción que se adhería a la mujer, como un dios moribundo, a la última de sus fieles.

Se agarró de ella, tirándola al suelo. En esos instantes, el primer rayo de una tormenta de verano rasgó el cielo y un sonido metálico se perdió en medio del estruendo. El impacto de la bala de un rifle arrancó a Vana Fisher de sus manos. 

Veinticinco yardas a su espalda, Key disparó de forma certera el rifle de caza de su padre. De chico, nunca quiso levantar un arma para agredir a otra criatura. La idea de la sangre derramada en la caza se le hacía barbárica, aunque todos insistían en que era parte de la cultura de la montaña. Eso no significaba que no tuviera una puntería envidiable.

Lanzó el arma al suelo y acortó la distancia entre él y Lena, seguido de Walker. La abrazó tan fuerte como pudo, estrechándola contra sí. Quería alejarla del horror esparcido a sus pies que era el cuerpo de Vana Fischer, hacerla olvidar cada instante, con la promesa de no dejarla jamás.

—Me estás haciendo daño, Key. —Lena dijo las palabras que él nunca hubiese querido escuchar.

—Muchacho, si vas a hacer algo por ella, solo sostenla. —Walker fue el primero en notar que, la caída de la lluvia no estaba lavando la sangre de las ropas de Lena. Por el contrario, el rojo se intensificaba, manchando el blanco de la tela con cada latido.

—Los cortes, los cortes —pronunció Lena—, pequeños y profundos, sobre venas y arterias. La hoja, bañada en veneno. Estoy empezando a ver cosas que mis ojos no deberían. No me dejes ver lo que se esconde entre los árboles, Key. Aleja mis pesadillas.

—No. —Sutherland parecía temblar bajo el frío de la lluvia, pero no era otra cosa más que la impotencia y la desesperación apareciendo a flor de piel. Sentía a Lena luchar contras sí misma entre sus brazos, sabiendo que iba a perder la partida—. Tenemos cosas pendientes, Lena. Me debes. Me debes días vagos de verano, Lena Harrington, me debes luciérnagas en frascos de cristal...

Ella levantó su mano para acariciar sus labios.

—¿Crees que no lo sé? Más que nada, te debo una respuesta. Yo también te amo. —Le costó respirar—. ¿Recuerdas cuando éramos niños? ¿Cómo todo parecía una competencia? Me dejaste con la palabra en la boca al colgar el teléfono, y ahora yo... —acarició su rostro—. Key, no quiero dejarte. Necesito que seas tú quien me deje, pero al hacerlo, no puedes permitir que tu dolor se convierta en resentimiento. Ellos, los espíritus, están esperando que esta tierra se amargue una vez más. No me dejes morir en vano.

Las palabras no estaban dirigidas a Walker, pero él entendió lo que Lena quiso decir. Los espíritus hicieron lo mismo con su padre. Aquellos que, corrompidos, sentían que solo se debían al mal, destruyeron a Reginald, esperando que su hijo llenara el espacio que dejaron los Shea con odio y venganza. Solo le restaba rogar que Key no tomara tal camino. Haría lo posible por evitarlo.

—No así, no de esta manera. —Walker advirtió, alejándose de la pareja. Caminó hacia el claro del bosque cercano. Llevaba la cabeza baja, las gotas de lluvia resbalaban en el ala de su sombrero. Al igual que su padre lo hizo antes que él, encontró el ritmo. Los espíritus de la arboleda fueron hijos del aire antes de estar atados a la tierra, por eso persiguen los silbidos. Walker comenzó a entonar una melodía, que llamó la atención de la sonata. Los visajes deformes, los elementos de pesadilla, comenzaron a desplazarse tras de él. —He visto todo, sin poder hacer nada al respecto —dijo, encarando a los espíritus—. He sido testigo del uso y el abuso. Fui testigo de la vida de mi hija, a quien perdí siendo apenas un par de años mayor que Annie. He vivido la pesadilla de no poder vengarla, vi a mi padre destruido desde adentro, a mi gente morir por razones que, para otros, son inconcebibles. No hay nada que ustedes puedan mostrarme que sea peor que las cosas que visito en mi mente cada vez que cierro los ojos. Lo que no permitiré es que Lena Harrington se vaya atormentada.

Abriendo sus brazos se abrió a un mundo de pesadillas, mientras el espíritu azul y sereno que tantas veces tomó la forma de su madre, le dio la espalda.

—No, no me dejes así. —Key puso una mano sobre el pecho de Lena, la tela fina estaba empapada de sangre, y su corazón se sentía cada vez más débil.

—Déjala ir, Sutherland.  —El espíritu azul acarició la sien de Lena, y ella pareció reaccionar, sus ojos azules se mantenían fijos en Key, mientras que sus labios pálidos formaban una sonrisa—. Pon el cuarzo alrededor de tu cuello y reclama la protección que te concede el pacto. La sangre de los Shea se ha derramado y ya no hay mal en esta tierra.

—Déjame ir, Key —esta vez las palabras fueron de Lena—, la historia termina aquí. Ya no hay espacio para nada más en mí que no sea el ir y venir de la música.

Sutherland no quería dejar de mirarla, sentía que, si lo hacía, la perdería de forma definitiva.

—Si es cierto lo que ella dice —reclamó del espíritu, mientras acariciaba el cabello de la mujer moribunda—, que en el fondo, su alma estará en paz, quiero verlo.

Una lágrima se derramó por la mejilla de la mujer moribunda. Key se inclinó sobre ella, y le levantó el mentón para besar sus labios. Sentía que su corazón latía el doble, ansiando volverla a la vida con un beso, pero no todos los cuentos son de hadas, o todas las hadas son benévolas. Tocó los labios de Lena, y supo la verdad que ella estaba tratando de ocultar.

El espíritu la estaba llevando a revelar lo más íntimo de su ser, aquello que se llevaría consigo a la oscuridad, a ese lugar donde todo acaba. Y allí, en el fondo, detrás de todas las dudas y los miedos, estaba la esperanza de encontrarlo de nuevo, en otra vida, en otra forma, de alguna manera.

—No quieres dejarme, como yo no quiero dejarte...

—Puedo hacerlo, Sutherland, pero hay un precio... —El espíritu tranquilo odiaba la idea de hacer un pacto, un nuevo pacto que lo atara de nuevo a esa tierra, pero su naturaleza era dócil, gentil, e inclinada al amor. Estaba libre al fin; aun así, tanto Key, como Lena necesitaban su esencia. No iba a engañarse; ese deseo de ver a sus hermanos allende al mar, murió el día en que entendió que todo cambia, que aquello que un día fue bueno, puede ser torcido cuando entran en juego los peores sentimientos. Si hubiera una oportunidad de rescatar algo bueno, para comenzar de nuevo, estaba dispuesto a hacerlo—. Deben decidir, los dos, antes de que también pierda a Walker.

Key levantó a Lena del suelo, ayudándola a colocar los brazos alrededor de su cuello. Vuelta tras vuelta, paso tras paso, la melodía que una vez fue siniestra, comenzó a transformarse en un arreglo solo suyo. 

—Solo un poco más, Lena, un poco más. 

—Hasta que el último rastro del mal se vaya con la lluvia. —Lena uso su último suspiro en un beso, en una risa suave, que se hizo una con el  susurro del viento entre las hojas.

—Vivirán—dijo el espíritu—por siempre y para siempre, conmigo, mientras el azul del cielo vista las montañas, este es mi pacto —. Se volvió a sus hermanos, quienes, hasta ese entonces, estuvieron distraídos, atormentando a Walker—. ¡Reclamo la sangre! ¡El sacrificio se ha cumplido! La sonata se hace nueva.

Las voces y figuras atormentando a Walker se retiraron con un aullido que fue arrastrado por el viento de una tempestad cercana. Ray levantó la cabeza, semiinconsciente. Hizo todo lo posible para atestiguar desde el silencio. Vio a una sonriente Lena, acompañada de Key, danzando al ritmo de una música que nunca antes se había escuchado.

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