xix. Chariot Of Damnation

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chapter xix.
( the sea of monsters )
❝ chariot of damnation ❞

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HABÍA MUCHAS OCASIONES en las que desearía poder golpear a Percy Jackson en la cara. Había razones detrás de todo esto:

Uno: de alguna manera se había hecho amigo de un cíclope y estaba apegado a él.

Dos: la mayor frustración es que todavía no se haya dado cuenta de que Tyson era un monstruo asesino de un solo ojo.

Tres: solo le quedaba un día para acabar la escuela, y solo Percy provocaría una explosión tan grande. Haciendo que los dos tengan que agacharse para esconderse de la policía.

Esperé a Percy y su amigo en un callejón de la calle Church. Cuando los vi, los saqué de la acera justo cuando un camión de bomberos se dirigía a la Escuela Meriwether.

Los acerqué al callejón, y cuando estaba segura de que nadie podía vernos, me volví hacia Percy con la pregunta que me moría por hacer.

—¿Dónde lo encontraste? —señalé a Tyson y el hijo de Poseidón frunció.

—Es mi amigo —me dijo, con un poco de nerviosismo en su voz.

—¿Es un sin techo?

—¿Qué tiene eso que ver? Puede oírte, ¿sabes? ¿Por qué no se lo preguntas a él?

Arqueé una ceja, un poco sorprendida. Miré a Tyson, quien nos miraba con un gran ojo verde. Siendo un cíclope tan joven, no esperaba que fuera tan inteligente a su edad.

—¿Sabe hablar?

—Hablo —respondió el cíclope—. Tú eres preciosa.

La bilis subió por mi garganta.

—¡Puaj! ¡Asqueroso! —me alejé de él. Percy me miró como si se me hubiera ido la olla, pero Tyson no parecía desconcertado por lo que dije, en cambio, su atención estaba fija únicamente en mi cabello. Lo palpé, deseando tener una gorra o una sudadera con capucha para ocultarlo.

Percy de repente notó las manos de cíclope que estaban intactas de la pelea en el gimnasio.

—¡No tienes las manos quemadas!

Era mi turno de fruncir... todavía no lo entendía. ¿Por qué Percy no podía ver a través de la niebla? Tyson no es lo suficientemente fuerte como para manipularla tanto como para afectar a un mestizo (especialmente a uno tan poderoso como Percy).

—Claro que no —dije—. Me sorprende que los lestrigones hayan tenido las agallas de atacarte estando con él.

Tyson intentó tocarme el pelo, pero aparté su mano de un golpe. Traté de ignorar la aceleración de mi corazón y la opresión de mi garganta. Solo mirarlo me traía recuerdos de esa noche, y no puedo lidiar con eso.

—Claire —Percy me sacó de mis pensamientos—, ¿de qué estás hablando? ¿Lestri... qué?

—Lestrigones... lo sé, es difícil de decir —me quité el pelo de la cara con una cinta para el cabello, esperando que eso impidiera que Tyson volviera a tocarlo—. Eran esos monstruos del gimnasio. Son una raza de gigantes caníbales que vive en el extremo norte más remoto. Creo que Annabeth mencionó que Ulises se tropezó con ellos una vez, pero lo extraño es que yo nunca los había visto bajar tan al sur como para llegar a Nueva York.

—Lestri... lo que sea, no consigo decirlo. ¿No tienen algún nombre más normal?

Reflexioné un instante.

—Canadienses. Pero no importa ahora. Vamos, hemos de salir de aquí.

—La policía debe de estar buscándome.

—Ése es el menor de nuestros problemas —dije—. ¿Has tenido sueños últimamente?

—Sueños... ¿sobre Grover?

Me detuve. De repente me sentí mal del estómago. El verano pasado, Grover partió en su viaje para encontrar al dios perdido, Pan. Los demás sátiros han muerto en su búsqueda; Percy mencionando sueños sobre Grover me angustiaba. ¿Estaba en peligro? ¿Había muerto?

—¿Grover? No. ¿Qué pasa con Grover?

Percy me contó su sueño y mis manos se sintieron húmedas después. Grover estaba en problemas; tan pronto como lleguemos al campamento, tengo que contárselo a Chiron. Él sabría qué hacer, o si no él, Annabeth.

—¿Por qué me lo preguntas? —dijo una vez terminó—. ¿Sobre qué has soñado tú?

Me arriesgué a mirar a Tyson y su ojo trajo destellos de esa noche. Del árbol de Thalia, de morir. Y luego recordé mi charla con Cronos, y de repente, sentí bastante frío.

—El campamento —dije por fin—. Hay graves problemas en el campamento.

Percy chasqueó los dedos en mi dirección.

—¡Mi madre me ha dicho lo mismo! ¿Pero qué clase de problemas?

—No... No lo sé con exactitud —jugueteé con el dobladillo de mi camisa—. Pero algo no va bien. Thalia... —me detuve, echando otra mirada a Tyson, antes de respirar profundamente y volver a mis sentidos—. Me han atacado varios monstruos menores en casa, pero aún más de lo habitual. ¿Tú has sufrido muchos ataques?

Meneó la cabeza.

—Ninguno en todo el año... hasta hoy.

—¿Ninguno? ¿Pero cómo...? —estaba a punto de preguntar, pero entonces mis ojos se posaron en Tyson y todo tuvo sentido—. Ah.

—¿Qué significa «ah»?

Tyson levantó la mano, como si aún estuviera en clase.

—Los canadienses del gimnasio llamaban a Percy de un modo raro... ¿Hijo del dios del mar?

Compartí una mirada con Percy. Parecía estar atrapado con su pregunta. Él articuló, ¿tú? Yo negué, frunciendo antes de señalar con la cabeza a Tyson. Percy me miró, pero se volvió hacia Tyson, respiró hondo e intentó explicarme.

—Grandullón —empezó—, ¿has oído hablar de esas viejas historias sobre los dioses griegos? Zeus, Poseidón, Atenea...

—Sí —respondió Tyson.

—Bueno, pues esos dioses siguen vivos. Es como si se desplazaran siguiendo el curso de la civilización occidental y vivieran en los países más poderosos, de modo que ahora se encuentran en Estados Unidos. Y a veces tienen hijos con los mortales, hijos que nosotros llamamos mestizos.

—Vale —dijo el cíclope, y traté de ocultar mi sonrisa. Siendo un cíclope, Tyson ya lo sabría, pero no le iba a decir a Percy que era divertido verlo tratar de explicar todo de la manera menos incómoda posible.

—Bueno, pues Claire y yo somos mestizos —continuó—. Somos como... héroes en fase de entrenamiento. Y siempre que los monstruos encuentran nuestro rastro, nos atacan. Por eso aparecieron esos gigantes en el gimnasio. Monstruos.

—Vale.

Percy lo miró fijamente, su boca se abrió un poquito.

—Entonces... ¿me crees?

Él asintió.

—Pero ¿tú eres... el hijo del dios del mar?

—Sí. Mi padre es Poseidón.

Tyson frunció el ceño. Ahora sí parecía desconcertado.

—Pero entonces...

Se oyó el aullido de una sirena y un coche de policía pasó a toda velocidad por delante del callejón. Por mucho que me encantara ver la reacción de Percy al enterarse de cómo él y los cíclopes están relacionados (es una larga historia), teníamos que irnos.

—No hay tiempo para esto ahora —dije—. Hablaremos en el taxi.

—¿Un taxi hasta el campamento? —Percy frunció—. ¿Sabes lo que nos puede costar?

—Tú confía en mí.

Percy titubeó.

—¿Y Tyson? No podemos dejarlo aquí. Se vería metido en un buen aprieto.

No quería que nos acompañara, pero no tenía otra opción. Lo necesitábamos, Quirón tenía que verlo.

—Ya —dije, sintiéndome triste—. Tenemos que llevárnoslo, no hay duda. Venga, vamos.

Sabía que Percy no estaba contento, pero lo ignoré y abrí el camino, deslizándonos a hurtadillas por las calles laterales del centro mientras una gran columna de humo se elevaba a nuestras espaldas desde el gimnasio de la escuela.

—Un momento —nos detuve en la esquina de Thomas y Trumble. Saqué un brazo de la correa de mi mochila para apartarla de un hombro y hurgar dentro. Mi mano apartó barritas de ambrosía y una pequeña botella de néctar, galletas, una botella de agua, un bolígrafo...—. Oh, ¿dónde está? ¡Hannah me dio una por si acaso!

—¿Qué estás buscando? —preguntó Percy.

Sonaban sirenas por todas partes. No pasaría mucho antes de que un coche policía pasara por esta calle y encontrara a Percy. Ese pensamiento me hizo ver más rápido. Finalmente, sentí el familiar material de cuero de la cartera de Hannah. La saqué con una sonrisa.

—¡Sí!

Abrí la cremallera del monedero y saqué un dracma dorado, la moneda del Monte Olimpo. Por un lado, tenía la imagen de Zeus estampada en el oro, y por el otro, el Empire State.

—Claire —dijo Percy lentamente—, ningún taxista de Nueva York va aceptar esa moneda.

Lo ignoré y sostuve la moneda sobre mi cabeza, el oro brillando a la luz del sol hacía que mi piel brillara en dorado.

Stéthi —grité en griego antiguo—. Ó hárma diabolés!

Detente, Carro de la Condenación.

Arrojé la moneda a la calle. En lugar de chocar contra el alquitrán, el dracma se sumergió en el asfalto y desapareció.

Durante unos segundos no ocurrió nada. Luego, poco a poco, en el mismo punto donde había caído la moneda, el asfalto se oscureció. Se derritió en una charco del tamaño de un estacionamiento, burbujeando un líquido rojo que parecía sangre. Del espacio, fusionándose como el humo, apareció un taxi gris y fantasmal.

La ventanilla del copiloto bajó y una anciana asomó la cabeza. Tenía una mata de pelo canoso cubriendo sus ojos, y cuando habló, fue como si estuviera murmurando, pero de una manera realmente extraña, como si acabara de meterse un chute de novocaína.

—¿Cuántos pasajeros?

—Tres al Campamento Mestizo —le hablé a una de las Hermanas Grises. Abrí la puerta del taxi para Percy, quien me miró con una expresión de incredulidad.

—¡Agg! —chilló la Hermana Gris—. No llevamos a esa clase de gente —señalaba a Tyson con un dedo huesudo.

Rodé los ojos.

—Ganará una buena propina. Tres dracmas más al llegar.

—¡Hecho! —graznó la vieja.

De mala gana, Percy subió al taxi. Tyson se apretó en el medio, y yo entré última, tratando de mantenerme lo más lejos posible de él.

El interior del Carro de la Condenación también era de un gris ahumado, pero parecía bastante sólido. El asiento estaba rajada y lleno de bultos, y no había un panel de plexiglás que nos separase de las Hermanas Grises sentadas en el frente, cada una con el pelo grasiento cubriéndole los ojos, con piel arrugada y seca como la lija.

—¡Long Island! —dijo la que conducía—. ¡Bono por circular fuera del área metropolitana! ¡Ja!

Pisó el acelerador y yo me golpeé la cabeza con el respaldo. Por los altavoces sonó una voz grabada: «Hola, soy Ganímedes, el copero de Zeus, y cuando salgo para comprarle vino al Señor de los Cielos, ¡siempre me abrocho el cinturón!»

Eché un vistazo a la gran cadena negra a mi lado en lugar de un cinturón de seguridad y decidí que no estaba tan desesperada todavía.

El taxi aceleró mientras doblaba la esquina de West Broadway, y la dama gris que se sentaba en medio chilló:

—¡Mira por dónde vas! ¡Dobla a la izquierda!

—¡Si me dieras el ojo, Tempestad, yo también podría verlo! —se quejó la conductora.

El coche viró para evitar un camión que se nos venía encima, se subió al bordillo con un traqueteo como para astillarse los dientes y voló hasta la siguiente manzana.

—¡Avispa! —le dijo la tercera dama a la conductora—. ¡Dame la moneda de la chica! Quiero morderla.

—¡Ya la mordiste la última vez, Ira! —contestó Avispa—. ¡Esta vez me toca a mí!

—¡De eso nada! —chilló Ira.

—¡Semáforo rojo! —gritó la que iba en medio, Tempestad.

—¡Frena! —aulló Ira.

En lugar de frenar, Avispa pisó a fondo, volvió a subirse al bordillo, dobló la esquina con los neumáticos chirriando y derribó un quiosco. Mis manos se pusieron blancas por apretar el mango sobre mi asiento. No era el mejor viaje, pero sí el más rápido.

—Perdone —dijo Percy—. Pero... ¿usted ve algo?

—¡No! —gritó Avispa, aferrada al volante.

—¡No! —gritó Tempestad, estrujada en medio.

—¡Claro que no! —gritó Ira, junto a la ventanilla del copiloto.

Pálido, Percy me miró.

—¿Son ciegas?

—No del todo —traté de hacer que la situación pareciera mejor—. Tienen un ojo.

—¿Un ojo?

—Sí.

—¿Cada una?

—No. Uno para las tres.

Tyson soltó un gruñido a mi lado y se aferró al asiento.

—No me siento bien.

—Ay, dioses —exclamó Percy—. Aguanta, grandullón. ¿Alguien tiene una bolsa o algo así?

Las tres damas grises iban demasiado ocupadas riñendo entre ellas como para prestarle atención. Percy me miró y me echó una mirada de cómo me has hecho esto a mí. Sentí la necesidad de defenderme.

—Bueno, pues vete caminando a Long Island, porque esta es la forma más rápida de llegar.

—¡Hemos llevado a gente famosa en este taxi! —exclamó Ira—. ¡A Jasón, por ejemplo! ¿Os acordáis?

—¡No me lo recuerdes! —gimió Avispa—. Y en esa época no teníamos taxi, vieja latosa. ¡Ya hace tres mil años de aquello!

—¡Dame el diente! —Ira intentó agarrarle la boca a Avispa, pero ella le apartó la mano.

—¡Sólo si Tempestad me da el ojo!

—¡Ni hablar! ¡Tú ya lo tuviste ayer!

—¡Pero ahora estoy conduciendo, vieja bruja!

—¡Excusas! ¡Gira! ¡Tenías que girar ahí!

Avispa viró por la calle Delancey y Percy se vio estrujado entre Tyson y la puerta. Siguió dando gas y salimos propulsados por el puente de Williamsburg a ciento y pico por hora.

Las tres hermanas se peleaban ahora de verdad, o sea, a bofetada limpia. Ira trataba de agarrar a Avispa por la cara y ésta intentaba agarrársela a Tempestad. Sus cabellos volaban de sus rostros, sus bocas bien abiertas y gritando, sin mostrar dientes ni ojos excepto los que sostenían Avispa e Ira. El único ojo verde inyectado en sangre lo escrutaba todo con avidez, como si no le pareciera suficiente nada de lo que veía.

Finalmente, Ira, que llevaba ventaja con su ojo, logró arrancarle el diente de un tirón a su hermana Avispa. Esta se puso tan furiosa que rozó el borde del puente, mientras chillaba:

—¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo!

Tyson gimió y se agarró el estómago.

—Por si alguien quiere saberlo —dijo Percy—, ¡vamos a morir!

—No te preocupes —dije, aunque no sonaba muy convincente—. Las Hermanas Grises saben lo que hacen. Son muy sabias, en realidad.

—¡Sí, muy sabias! —Ira sonrió en el espejo retrovisor, mostrando su diente recién adquirido mientras recorríamos el borde del puente cuarenta metros sobre el East River—. ¡Sabemos cosas!

—¡Todas las calles de Manhattan! —dijo Avispa fanfarroneando, sin dejar de abofetear a su hermana—. ¡La capital de Nepal!

—¡La posición que andas buscando! —añadió Tempestad.

Sus hermanas se pusieron a aporrearla desde ambos lados, mientras le gritaban:

—¡Cierra el pico! ¡Ni siquiera lo ha preguntado!

Pero la atención de Percy estaba en alerta máxima, y también la mía.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Qué posición? Yo no estoy buscando...

—¡Nada! —dijo Tempestad—. Tienes razón, chico. ¡No es nada!

—Dímelo.

—¡No! —chillaron las tres.

—¡La última vez que lo dijimos fue terrible! —dijo Tempestad.

—¡El ojo arrojado a un lago! —asintió Ira.

—¡Años para recuperarlo! —gimió Avispa—. Y hablando de eso, ¡devuélvemelo!

—¡No!

—¡El ojo! ¡Dámelo!

Le dio un mamporro a Ira en la coronilla. Se oyó un ¡plop! y el ojo le saltó de la cara. Lo buscó a tientas, intentó atraparlo, pero lo único que logró fue golpearlo con el dorso de la mano. El viscoso globo verde salió volando por encima de su hombro y fue a caer directamente en el regazo de Percy.

Dio un salto tan brutal que su cabeza chocó con el techo y el globo ocular cayó rodando.

—¡No veo nada! —berrearon las tres hermanas.

—¡Dame el ojo! —aulló Avispa.

—¡Dale el ojo! —le grité.

—¡Yo no lo tengo!

—Ahí, lo tienes al lado del pie. ¡No lo pises! ¡Recógelo!

—¡No pienso recogerlo!

¡Que recojas el estúpido ojo, Percy!

El taxi se estrelló contra la barandilla y patinó. Jadeé cuando todo el coche se estremeció, formando una columna de humo gris, como a punto de disolverse por pura fricción.

—¡Me voy a marear! —avisó Tyson.

—Claire —gritó Percy—, ¡déjale tu mochila a Tyson!

—¿Qué? ¡No! ¡Recoge el ojo!

Avispa dio un golpe brusco al volante y el carro se separó de la barandilla. Nos lanzamos hacia Brooklyn a una velocidad muy superior a la de cualquier taxi. Las Hermanas Grises chillaban, se daban mamporros unas a otras y reclamaban a gritos el ojo.

Finalmente, Percy se armó de valor para rasgar un trozo de su camisa chamuscada y la usó para levantar el globo ocular del suelo.

—¡Buen chico! —gritó Ira, como si supiera de algún modo que su preciado ojo se hallaba en su poder—. ¡Devuélvemelo!

—No lo haré hasta que me digas a qué te referías —le dijo él—. ¿Qué era eso de la posición que estoy buscando?

—¡No hay tiempo! —chilló Tempestad—. ¡Acelerando!

Lancé una mirada nerviosa por la ventana y casi vomité cuando vi los árboles, los coches y barrios enteros que pasaban como una mancha gris. Ya estábamos fuera de Brooklyn, en dirección al centro de Long Island.

—Percy —advertí—, sin el ojo no podrán encontrar nuestro destino. Seguiremos acelerando hasta estallar en mil pedazos.

—Primero han de decírmelo —contestó—. O abriré la ventanilla y tiraré el ojo entre las ruedas de los coches.

—¡No! —berrearon las Hermanas Grises—. ¡Demasiado peligroso!

—Estoy bajando la ventanilla.

—¡Espera! —gritaron—. ¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce!

—¿Y eso qué es? —devolvió Percy—. ¡No tiene ningún sentido!

—¡Treinta, treinta y uno, setenta y cinco, doce! —aulló Ira—. No podemos decirte más. ¡Y ahora devuélvenos el ojo! ¡Ya casi llegamos al campamento!

Habíamos salido de la autopista y cruzábamos los campos del norte de Long Island. Ya veía al fondo la colina Mestiza, con su pino gigantesco en la cima: el árbol de Thalia.

—¡Percy! —le dije en tono apremiante—. ¡Dales el ojo ahora mismo!

Percy soltó el ojo en el regazo de Avispa. La vieja dama lo agarró rápidamente, se lo colocó en la órbita como quien se pone una lentilla y parpadeó.

¡Whoa!

Frenó a fondo. El Carro de la Condenación derrapó cuatro o cinco veces entre una nube de polvo y se detuvo chirriando en mitad del camino de tierra que había al pie de la colina Mestiza.

Tyson soltó un eructo monumental.

—Ahora mucho mejor.

—Está bien —les dijo Percy a las Hermanas Grises—. Decidme qué significan esos números.

Lo interrumpí cuando vi lo que pasaba afuera. Mi corazón quedó atrapado en mi garganta.

—¡No hay tiempo! —abrí la puerta—. Tenemos que bajar ahora mismo.

En la cima había un grupo de campistas. Y los estaban atacando.

*

EL CAMPAMENTO ESTABA BAJO ATAQUE. Era un espectáculo extraño de ver. Durante todos mis años en el lugar, nunca nos habíamos enfrentado a un monstruo enfadado. Sabía que antes del árbol de Thalia, tenían patrullas fronterizas y ataques de monstruos con frecuencia, pero ahora con su protección no debería suceder. Pero los dos monstruos parecían haber atravesado la barrera y estaban causando estragos en mi segundo hogar, corriendo alrededor del árbol y por toda la colina.

Cuando los vi, una parte de mí pensó: tenían que ser los Toros de Cólquide. Eran creaciones de Hefesto, con cuernos de plata y rubíes por ojos. Sus cuerpos eran de puro bronce celeste, alcanzaban el tamaño de elefantes y podían escupir fuego que derretía la piel al tacto.

En cuanto nos apeamos, las Hermanas Grises salieron a escape en dirección a Nueva York. Ni siquiera aguardaron a recibir los tres dracmas de propina. Se limitaron a dejarnos a un lado del camino. Por costumbre, me quité el collar y lo hice girar en el aire. La luz se fusionó para crear al Portador del Sol, pero no sería de mucha utilidad contra dos toros de bronce celestial.

—Oh, dioses —murmuré. Los incendios se extendían aquí y allá, y con solo diez héroes para defender el campamento, la mayoría heridos y quemados gravemente, sabía que sería un milagro si pudiéramos detenerlos.

Uno de los héroes gritó:

—¡Patrulla de frontera, a mí! —era la voz de una chica: una voz bronca que me resultó conocida.

—¡Intenta perforar debajo de su armadura! —y luego vino una segunda, su cabello rubio estaba chamuscado en las puntas y su cara arañada y roja.

—Son Annabeth y Clarisse —dije—. Venga, tenemos que ayudarlas.

Percy y yo corrimos colina arriba para unirnos a la batalla con Tyson tropezando detrás de nosotros. Posicioné una flecha y me detuve a unos pasos de distancia. Tiré de la cuerda hasta mi oreja y apunté hacia uno de los toros que se lanzaban hacia un héroe que parecía haber sido arrojado contra un árbol. La solté y zumbó en el aire más rápido que la velocidad de la luz y se incrustó en la armadura del toro.

No hizo ningún daño, pero llamó la atención del toro el tiempo suficiente para que el héroe se apartara del camino. Giró su cabeza mecánica hacia la flecha, y con un movimiento brusco de su cola, la flecha se cortó por la mitad, cayendo en pedazos sobre la hierba amarilla quemada.

Annabeth dirigía un pequeño grupo de hijos de Atenea y de Apolo, y vi a Jay entre ellos. Trató desesperadamente de usar las flechas para que se estamparan en la boca del toro o en algún lugar de la armadura, pero no tuvo suerte.

La armadura de la propia Clarisse estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del toro.

A su alrededor, los héroes gritaban órdenes que se mezclaban, tanto que todo se convirtió en una gran confusión. Kylie había incendiado la pluma de su casco y estaba tratando desesperadamente de quitárselo sin quemarse las manos. Tenía a su hermana Jenna a su lado, quien se lo quitó y lo tiró al suelo. Sus manos estaban ahora enrojecidas y se las apretó contra el pecho con un grito de dolor.

Percy destapó su bolígrafo. Brillaba, haciéndose más largo y pesado hasta que sostuvo la espada de bronce Anaklusmos o Contracorriente. Se volvió hacia el cíclope.

—Tyson, quédate aquí. No quiero que corras más riesgos.

—¡No! —dije, una idea se formó de repente en mi cabeza. Si tan solo pudiéramos llevar a Tyson hasta allí... Sé que odio a los cíclopes, y nadie podría confiar en él, pero parecía preocuparse adecuadamente por Percy, y yo sabía en el fondo que pelearía contra los toros por él y lo haría sin quemarse—. ¡Lo necesitamos!

Percy me dio una mirada extraña.

—Es un mortal. Tuvo suerte con las bolas de fuego, pero lo que no puede...

—Percy, ¡¿sabes quiénes son ésos de ahí arriba?! —le grité, señalando los toros—. Son los toros de Cólquide, obra del mismísimo Hefesto; no podemos combatir con ellos sin el Filtro Solar FPS Cincuenta Mil de Medea, o acabaremos carbonizados.

—¿Qué cosa... de Medea?

—¡No importa ahora porque dejé el mío en casa! Pero Tyson...

—Mira, no sé de que estás hablando, pero no voy a permitir que Tyson acabe frito.

—Percy, escúchame...

—Tyson, mantente alejado —alzó su espada—. Vamos allá.

Tyson y yo intentamos protestar, pero Percy ya estaba corriendo hacia Clarisse. Levanté las manos con frustración antes de seguirlo, pero en cambio, me dirigí hacia Annabeth. Ambas gritaban a los campistas que se pusieran en una formación de falange, lo cual sería una buena idea si tuviéramos más luchadores. Pero algunos lo oyeron y formaron una línea hombro con hombro, cerrando sus escudos para formar un cerco de bronce erizado de lanzas que asomaban por encima como pinchos de puercoespín.

Pero sólo pudieron reunir al menos seis campistas, los otros cuatro seguían corriendo con sus cascos en llamas. Llegué a Annabeth y le grité:

—¡¿Cómo ha pasado esto?!

—¡Hola, Claire! —saludó apresuradamente—. Yo...

Pero fue interrumpida por una explosión de llamas, todos se agacharon y mantuvieron sus escudos sobre sus cabezas. En un instante, extendí la palma de mi mano y con un gran tirón desde adentro, una pared de luz dorada circuló a nuestro alrededor y el fuego rebotó, creando un magnífico espectáculo rojo, amarillo y naranja.

Con tensión, empujé mi otra mano contra la fuerza. Temblaban por el peso de la gravedad, pero logré unirlas, girando la luz para formar una bola de fuego. Mantuvo la energía brotando de las llamas mientras la lanzaba hacia el toro como una gran pelota de playa. El fuego no le hizo nada, pero la energía reprimida explotó en un haz de luz y lo empujó contra uno de los árboles.

—¡Vamos! —le dije a ella, asintiendo a los otros campistas que estaban en apuros—. ¡Ve a ayudarlos, yo me quedo al frente!

Annabeth asintió y se apartó de la fila. Corrió hacia los héroes indefensos. El toro que había atacado recuperó el sentido sacudiendo la cabeza, y Annabeth aprovechó la oportunidad para distraerlo. Aceleró hacia ella y se alejó de los campistas, pero ella colocó su gorra de béisbol de los Yankees encima de su cabello y en un segundo, se volvió invisible. El toro se estrelló contra los arbustos de fresas.

Al otro lado, Clarisse captó mi mirada y gritó:

—¡¿Cuánto más puedes aguantar, Moore?!

A pesar de que teníamos una relación difícil, ahora que estábamos peleando era diferente. Todo se rechazaba porque ambas sabíamos que teníamos que trabajar juntas para detener a estos monstruos.

—¡Un rato más! —grité de vuelta.

Sabía que era mentira, ya me costaba respirar, mi interior ardía por la cantidad de energía que liberaba. Pero lo ignoré y me eché el arco al hombro. Luego agarré una lanza rota del suelo y un escudo lleno de cenizas en los bordes. Volví a unirme a la fila, sosteniendo la lanza rota sobre el bronce.

Había perdido a Percy en la conmoción, no podía ver su pelo azabache por ninguna parte. Estaba preocupada, pero tenía que usar toda mi concentración en lo que estaba frente a mí.

El toro se movió mortalmente rápido para algo tan grande. Su piel de metal brillaba al sol; abrió su boca con bisagras y una columna de llamas al rojo vivo estalló.

—¡Mantened la formación! —ordenó Clarisse a sus guerreros—. Claire... ¡ahora!

Cerré los ojos y sentí un pequeño pop en mis oídos. Cuando los abrí, una luz dorada brilló en mi escudo. El metal era un buen conductor de energía, viéndolo pasar a través de cada uno de nuestros escudos. Cuando el fuego golpeaba el bronce, rebotaba en una lluvia de blanco y oro. Como una ola, rodó y corrió hacia el toro. El metal que era su piel parecía absorber el fuego como combustible.

Sentí que mis rodillas se doblaban, el mundo a mi alrededor se volvió amortiguado. Puntos negros llenaron mi visión. Pensé que podría desmayarme en ese momento hasta que escuché una voz.

—¡Detrás de ti! ¡Cuidado!

Esto sobresaltó a Clarisse, y el toro cargó hacia nosotros y se estrelló contra su escudo, rompiendo la falange. Clarisse salió despedida hacia atrás y aterrizó en una franja de terreno quemada. El toro nos atacó y yo grité para que todos se cubrieran. Caímos al suelo, cubriéndonos la cabeza con los brazos y los escudos. El fuego no me afecta tanto como a los demás, pero sentía el calor en mi piel, quemando el vello de mis brazos. Otros no tuvieron tanta suerte. Algunos de sus escudos se derritieron, arrojaron sus armas y echaron a correr, mientras el toro número dos se dirigía hacia Clarisse para liquidarla.

El primer toro patinó hasta detenerse y se dio la vuelta. Sus ojos rubí aterrizaron en mí. Raspó con los cascos en el suelo, enviando tierra y pasto al aire. Cuando Percy agarró a Clarisse y la apartó justo cuando el segundo toro cargaba, el primero comenzó a hacerlo hacia mí. Estaba demasiado agotada para volver a levantarme, y por un segundo, pensé que podría morir hasta que alguien me arrastró de su trayectoria.

Encontré los ojos de Jay y solté un suspiro de alivio. Era bueno verlo de nuevo. No tuve tiempo de decir mucho, así que le di las gracias y él asintió. Sus ojos negros luego parpadearon hacia el toro que se había reajustado.

Mientras se preparaba para cargar de nuevo, Jay dijo:

—¿Sabes qué hacer?

De repente se iluminó la bombilla:

—En realidad, tengo una idea.

Mientras el toro agitaba sus cuernos, apresuré mi arco y apunté una flecha. Jay frunció el ceño.

—Claire, ¡las flechas no harán nada!

Comenzó a cargar y abrió la boca para provocar una tormenta de fuego. Apenas tuve tiempo suficiente para tirar de la cuerda hacia mi ojo antes de soltarla. Un tirón de mis entrañas me dijo que había funcionado, y mientras la flecha volaba, relucía dorada. Cuando golpeó las llamas, se abrió paso, haciendo que se partieran. La flecha persiguió el fuego hasta la boca del toro y se alojó en sus entrañas.

Éstas se apagaron y el toro tuvo un cortocircuito. Soltó chispas y se sacudió hasta que cayó al suelo. El vapor salía de su nariz, sus patas y cola se sacudían de vez en cuando, pero no se levantaba ni se movía. Estaba vivo, pero no era dañino.

Ahora tenía tiempo para observar lo que me rodeaba. Annabeth ordenaba a los demás héroes que se dispersaran y mantuvieran distraídos a aquellos monstruos. Clarisse se levantaba y Percy estaba en el centro, con la espada en la cabeza, enfrentando al segundo toro con una mirada valiente en su rostro.

Se abalanzó sobre el toro que quedaba, pero le arrojó llamas. Rodó hacia un lado y se apartó justo a tiempo cuando una columna de fuego pasó a su lado. Su pie se atascó en la raíz de un árbol, haciéndolo girar a una posición antinatural. Hice una mueca de dolor ante la vista, pero Percy lo ignoró y dio mandobles al hocico del monstruo.

El toro estuvo desorientado por un momento, lo que le dio a Percy tiempo para levantarse, pero sus piernas se doblaron y cayó de nuevo. Me di cuenta de que debió haberse torcido el tobillo, quizás hasta roto. El toro arremetió hacia Percy. Ya no había forma de que pudiera apartarse.

Grité antes de que pudiera detenerme.

—¡Tyson, ayúdalo!

Tyson empujó contra la barrera, pero lo estaba reteniendo.

—¡No puedo... pasar!

—¡Yo, Claire Moore, te autorizo a entrar en el Campamento Mestizo!

Un trueno sacudió la colina. Tyson entró al campamento y corrió hacia Percy.

—¡Percy necesita ayuda!

Se interpuso entre el toro y Percy justo cuando el monstruo desataba una lluvia de fuego de proporciones nucleares.

¡Tyson!

La explosión se arremolinó a su alrededor como un tornado rojo. Sólo se veía la silueta oscura de su cuerpo. El fuego luego se extinguió y Tyson seguía allí, completamente ileso. Ni siquiera su ropa estaba chamuscada. El toro lo miró sorprendido, y antes de que pudiera desatar otra ráfaga, Tyson apretó los puños y los golpeó en su hocico.

—¡VACA MALA!

Sus puños abrieron un cráter en el morro de bronce y dos pequeñas columnas de fuego empezaron a salirle por las orejas. Tyson lo golpeó otra vez y el bronce se arrugó bajo su puño como si fuese chapa de aluminio. Ahora la cabeza del toro parecía una marioneta vuelta del revés como un guante.

—¡Abajo! —gritaba Tyson.

El toro se tambaleó y se derrumbó por fin sobre el lomo; sus patas se agitaron en el aire débilmente y su cabeza abollada empezó a humear.

Dejé atrás mi cansancio y corrí hacia Percy. Caí de rodillas a su lado y lo agarré por la cara para comprobar si estaba bien. Me apartó las manos y puse los ojos en blanco.

Annabeth se unió cuando saqué un poco de néctar de la cantimplora y ayudé a verter un poco en su boca. Olía a huevos quemados y tenía los brazos rojos.

—¿Y el otro toro? —preguntó mientras el color comenzaba a regresar a sus mejillas.

—Ya me ocupé —le dije, señalando hacia el que temblaba en su espalda. Percy asintió y se sentó, luciendo mucho mejor después de tomar un sorbo del néctar.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí —asentí. Mentirosa, me dijo mi cerebro. Cállate, respondí.

Clarisse se quitó el casco y vino a nuestro encuentro. Un mechón de su grasiento pelo castaño humeaba todavía, pero ella no parecía darse cuenta.

—¡Lo has estropeado todo! —le gritó a Percy—. ¡Lo tenía perfectamente controlado!

Percy estaba demasiado aturdido para responder, así que yo le respondí:

—Yo también me alegro de verte, Clarisse.

—¡Arggg! —gruñó ella—. ¡No vuelvas a intentar salvarme nunca más!

—Clarisse —dijo Annabeth—, tienes varios heridos.

Eso pareció devolverla a la realidad.

—Vuelvo enseguida —masculló, y echó a caminar penosamente para evaluar los daños.

Percy miró a Tyson.

—No estás muerto.

Tyson bajó la mirada, como avergonzado.

—Lo siento. Quería ayudar. Te he desobedecido.

—Es culpa mía —dije encontrándome con la mirada de Annabeth—. No tenía alternativa, debía dejar que Tyson cruzara la línea para salvar a Percy, si no, habría acabado muerto.

La mirada de Annabeth pareció suavizarse. Sin embargo, Percy parecía absolutamente confundido.

—¿Dejarle cruzar la línea? Pero...

—Percy —ya había tenido suficiente—, ¿has observado a Tyson de cerca? Quiero decir, su cara; olvídate de la niebla y míralo de verdad.

Percy frunció pero hizo lo que le dije. Miró a Tyson y pasó un segundo antes de que sus ojos se abrieran.

—Tyson. Eres un...

—Un cíclope —confirmé—. Casi un bebé, por su aspecto. Probablemente por esa razón no podía traspasar la línea mágica con tanta facilidad como los toros. Tyson es uno de los huérfanos sin techo.

—¿De los qué?

—Están en casi todas las grandes ciudades —dijo Annabeth con repugnancia—. Son... errores, Percy. Hijos de los espíritus de la naturaleza y de los dioses; bueno, de un dios en particular, la mayor parte de las veces... Y no siempre salen bien. Nadie los quiere y acaban abandonados; enloquecen poco a poco en las calles. No sé cómo te habrás encontrado con éste, pero es evidente que le caes bien.

—Debemos llevarlo ante Quirón para que él decida qué hacer —agregué.

—Pero el fuego... ¿Cómo...?

—Es un cíclope —dije. Imágenes pasaron por mi mente sobre esa noche en la guarida del cíclope, pero las aparté—. Ellos trabajan en las fraguas de los dioses; son inmunes al fuego. Eso es lo que intentaba explicarte.

Eché un vistazo a mi alrededor para ver los restos. Había campistas heridos por todas partes, hierba, árboles y césped chamuscados a nuestros pies. Algunos lugares seguían ardiendo.

Clarisse regresó y se limpió el hollín de la frente.

—Jackson, si puedes sostenerte, ponte de pie. Tenemos que llevar los heridos a la Casa Grande e informar a Tántalo de lo ocurrido.

—¿Tántalo?

—El director de actividades —aclaró con impaciencia.

No —fruncí—. El director de actividades es Quirón. ¿Dónde está Argos? Él es el jefe de seguridad. Debería estar aquí.

Clarisse puso cara avinagrada.

—Argos fue despedido. Habéis estado demasiado tiempo fuera, vosotros dos. Las cosas han cambiado.

—Pero Quirón... —Percy negó con la cabeza—. Él lleva más de tres mil años enseñando a los chicos a combatir con monstruos; no puede haberse ido así, sin más. ¿Qué ha pasado?

—Pues... que ha pasado —espetó.

Señaló el árbol de Thalia y mi corazón se hundió. No se veía igual. Una vez exuberante, alta y verde, sus agujas ahora eran amarillas. Había un enorme montón esparcido en torno a la base del árbol. En el centro del tronco, a un metro de altura, se veía una marca del tamaño de un orificio de bala de donde rezumaba savia verde.

Fue como si un puñal de hielo me atravesara el pecho. Ahora comprendía qué estaba pasando. El árbol de Thalia se estaba muriendo.

Alguien lo había envenenado.

No —murmuré, y me levanté.

Pero el cansancio se apoderó de mí y caí de nuevo al suelo. El mundo a mi alrededor se volvió negro.

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