xli. A Blessing From The Wild

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chapter xli.
( titan's curse )
❝ a blessing from the wind ❞

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Supongo que el regalo de Hades no era inútil. No obstante, sacarlo del bolsillo trasero fue asqueroso. Al ser atacada por el león de Nemea y al caer desde las alturas, se terminó rompiendo y aplastando, y el líquido goteaba sobre mis manos.

Que asco.

Estábamos cruzando el Potomac, y yo estaba tratando de limpiar el líquido en Percy y mi daga.

Percy frunció y me quitó la mano de encima, arruinando su abrigo nuevo.

—¿Es desinfectante para las manos?

Mentí con rapidez; no sabía cómo reaccionaría si decía que tenía a Hades charlando conmigo a diario.

—Olvidé sacarlo del bolsillo.

—¿Por qué lo pones en la daga?

—¿Por qué no?

Puso los ojos en blanco y miró por la ventana. Por un segundo, parecía aburrido, hasta que vio algo.

—Un helicóptero.

—¿Qué?

Me incliné para ver, y efectivamente había un helicóptero. Era negro y elegante, y parecía venir directamente hacia nosotros. Y por la mirada de Percy, supo que era un peligro.

—Han identificado la furgoneta —advertió a Zoë—. Tenemos que abandonarla.

Rápidamente, se metió en el carril izquierdo. El helicóptero ganaba terreno.

—Quizá los militares lo derriben —dijo Grover, esperanzado.

—Los militares deben de creer que es uno de los suyos —continuó Percy—. ¿Cómo se las arregla el General para utilizar mortales?

—Son mercenarios —repuso Zoë con amargura—. Es repulsivo, pero muchos mortales son capaces de luchar por cualquier causa con tal de que les paguen.

—Pero ¿es que no comprenden para quién están trabajando? —preguntó él—. ¿No ven a los monstruos que los rodean?

Zoë meneó la cabeza.

—No sé hasta qué punto ven a través de la Niebla. Pero dudo que les importase mucho si supieran la verdad. A veces los mortales pueden ser más horribles que los monstruos.

El helicóptero siguió avanzando, ganando mucho más tiempo que nosotros entre el tráfico de D.C.

—Eh, papá. Un rayo nos iría de perlas ahora mismo. Por favor.

Pero el cielo permaneció gris y cubierto de nubes de aguanieve. Ni un solo indicio de una buena tormenta.

—¡Allí! —señaló Bianca—. ¡En ese aparcamiento!

—Quedaremos acorralados —dijo Zoë.

—Confía en mí.

Zoë cruzó dos carriles y se metió en el aparcamiento de un centro comercial en la orilla sur del río. Salimos de la furgoneta y bajamos unas escaleras, siguiendo a Bianca.

—Es una boca del metro —dijo Bianca—. Vayamos al sur. A Alexandria.

—Cualquier dirección es buena —asintió Thalia.

Compramos los billetes y cruzamos los torniquetes. Unos minutos más tarde, nos hallábamos a salvo a bordo de un tren que se dirigía hacia el sur y se alejaba de D.C. Cuando salió al exterior, pude mirar por la ventanilla y ver al helicóptero dando vueltas por el aparcamiento, pero no nos seguían.

Grover dio un suspiro.

—Suerte que te has acordado del metro, Bianca.

Bianca pareció halagada.

—Sí, bueno... Me fijé en esta estación cuando pasamos por aquí el verano pasado. Recuerdo que me llamó la atención porque no existía cuando Nico y yo vivíamos en Washington.

Arrugué el ceño. Grover también parecía confundido.

—¿Nueva, dices? Esa estación parecía muy vieja.

—Quizá —dijo Bianca—. Pero cuando nosotros vivíamos aquí, de niños, el metro no existía, te lo aseguro.

—¿No existía? —me incliné, frunciendo hacia Bianca. Parecía persistente en su respuesta, pues asintió.

Compartí una mirada con Percy y Thalia. Vale, no sé mucho sobre D.C., pero su metro no puede tener menos de doce años. Supongo que los demás estaban pensando lo mismo, porque parecían igual de perplejos.

—Bianca —dijo Zoë—, ¿cuánto hace...? —su voz vaciló. Volvió el sonido del helicóptero.

—Tenemos que cambiar de tren —dijo Percy—. En la próxima estación.

Cambiamos de tren dos veces. No sabía dónde íbamos a parar, pero al final perdimos el helicóptero. Por desgracia, cuando bajamos del tren, nos encontramos al final de la línea. Hacía mucho frío. Estábamos en una zona industrial donde sólo había hangares y raíles. Y nieve. Mucha nieve.

Vagamos por las cocheras del ferrocarril, pensando que tal vez habría otro tren de pasajeros, pero sólo encontramos hileras e hileras de vagones de carga, muchos cubiertos de nieve, como si no se hubieran movido en años.

Un vagabundo estaba junto a una hoguera de basura. Nos vio y nos dedicó una sonrisa desdentada y dijo:

—¿Necesitáis calentaros? ¡Acercaos!

Había algo en él que me resultaba familiar. Entorné los ojos hacia el hombre cuando nos acercamos: esos ojos. ¿Dónde he visto esos ojos?

Era inútil, el fuego no me calentaba. Pero me acurruqué alrededor de él con el resto. Mientras disfrutaban del fuego, yo seguía temblando. Percy se dio cuenta y frunció.

—¿Estás bien? —murmuró mientras Thalia le daba las gracias al vagabundo.

Asentí.

—Es que... todavía tengo mucho frío.

—Estás junto al fuego.

Tragué con fuerza y miré las uñas que sobresalían de mis guantes sin dedos. Se estaban volviendo azules y moradas.

—Desde... bueno, ya sabes... tengo... eh... Siempre tengo frío.

—Oh... —Percy arrugó la frente—. Um... —parecía no estar seguro de qué hacer. Quería ayudar, pero no podía. Nadie podía. A Percy se le ocurrió una idea—. ¿Quieres tomar prestado el abrigo? Podría ayudar.

No lo haría, pero su oferta era dulce y amable. Y disfrutaba viendo su nariz y sus mejillas enrojecidas no sólo por el frío.

No es que realmente importe.

Sonreí.

—Sí... eh... gracias, me encantaría.

Percy me lo entregó torpemente. Era medio divertido, y lo tomé con un pequeño agradecimiento. El abrigo era ligero, a pesar de ser del León de Nemea. Me lo puse y me sorprendió sentir calor. Miré las mangas y las recogí. El calor parecía tan extraño. Era como ver a un amigo al que no había visto en diez años. Con una sonrisa brillante me acurruqué en el abrigo, envolviéndolo como pude. Percy frunció el ceño.

—¿Qué?

Sonreí alegremente.

—Es cálido.

Él arqueó una ceja.

—Claro que sí. Es un abrigo.

Creo que, en el fondo, sabía que era la primera vez que sentía calor en mucho tiempo, pero bromeaba al respecto, lo que me alegró.

—Esto es ge... ge... ge... nial —a Thalia le castañeteaban los dientes.

—Tengo las pezuñas heladas —se quejó Grover.

—Los pies —lo corrigió Percy.

—Quizá tendríamos que ponernos en contacto con el campamento —dijo Bianca—. Quirón...

—No —replicó Zoë—. Ellos ya no pueden ayudarnos. Tenemos que concluir esta búsqueda por nuestros propios medios.

Me encontré apoyada en Percy. Él no me apartó, así que supuse que no había problema. Observé el fuego, que centelleaba y echaba llamas. Había chispas doradas y recordé aquellos ojos del mismo color. Levanté la vista y observé el patio del ferrocarril que nos rodeaba. En algún lugar, muy al oeste, Annabeth estaba en peligro, y también Artemisa. Y nosotros estábamos atrapados aquí, sin poder salir. Compartiendo hoguera con un vagabundo cualquiera.

—¿Sabes? —dijo el vagabundo—, uno nunca se queda del todo sin amigos —tenía la cara sucia y la barba enmarañada, pero sus ojos brillaban de bondad. ¡Esos ojos! ¿Dónde los he visto antes?—. ¿Necesitáis un tren que vaya hacia el oeste?

—Sí, señor —respondió Percy—. ¿Sabe usted de alguno?

Señaló con su mano grasienta. Me incorporé, alejándome de Percy para ver un tren de carga; reluciente y sin nieve. Era uno de esos trenes de transporte de automóviles, con mallas de acero y tres plataformas llenas de coches. A un lado ponía: «Línea del sol oeste.»

—Ese... nos viene perfecto —dijo Thalia—. Gracias, eh...

Se volvió hacia el vagabundo, pero había desaparecido. El cubo de basura estaba frío y completamente vacío, como si se hubiera llevado también las llamas.

° ° °

El tren de carga nos llevó a las afueras de una pequeña ciudad de esquí enclavada en las montañas. No sé cómo llegamos aquí tan rápido... ¡de la noche a la mañana! Pero entonces Percy me dijo que el vagabundo había sido mi padre, Apolo, y que nos ayudó a llegar, y de repente todo tuvo sentido. El cartel rezaba: Bienvenido a Cloudcroft, Nuevo México. El aire era frío y estaba algo enrarecido, y me alegré de llevar el abrigo de Percy. Los tejados estaban todos blancos y se veían montones de nieve sucia apilados en los márgenes de las calles. Pinos muy altos asomaban al valle y arrojaban una sombra muy oscura, pese a ser un día soleado.

Percy se estremeció y decidí devolverle el abrigo. A pesar de lo molesto y testarudo que estaba, al final lo aceptó. Todavía tenía dos jerseys puestos. Él llevaba un rompevientos, lo cual era realmente estúpido por su parte. Y por mucho frío que sintiera, la idea de que estuviera temblando y yo no me hizo querer matar inmediatamente a la diosa de la nieve... Así que, sí. Los seis nos acurrucamos para mantenernos calientes, caminando por el pueblo. Mientras lo hacíamos, Percy nos contó a Grover y a mí más sobre la conversación que tuvo con mi padre la noche anterior. Cómo le dijo que buscara a Nereo en San Francisco.

Grover parecía inquieto.

—Está bien, supongo. Pero antes hemos de llegar allí.

Nos detuvimos en el centro. No había mucho: una escuela, un puñado de tiendas turísticas y cafeterías, algunas cabañas de esquí y una tienda de comestibles.

—Estupendo —dijo Thalia, mirando alrededor—. Ni estación de autobuses, ni taxis ni alquiler de coches. No hay salida.

—¡Hay una cafetería! —exclamó Grover.

—Sí —estuvo de acuerdo Zoë—. Un café iría bien.

—Y unos pasteles —añadió Grover con ojos soñadores—. Y papel de cera.

Thalia suspiró.

—Está bien. ¿Qué tal si vais vosotros dos y Claire por algo de desayuno? Percy, Bianca y yo iremos a la tienda de comestibles. Quizá nos indiquen por dónde seguir.

Acordamos reunirnos frente a la tienda en quince minutos. Grover, Zoë y yo compramos chocolate caliente para todos, así como algunas magdalenas. Zoë preparó un café para ella y Grover, y de paso él cogió unos utensilios y se los metió en el bolsillo para más tarde.

Al regresar, Thalia no estaba, lo que me hizo fruncir, pero Percy y Bianca sí. Les dimos su magdalena y sus chocolates calientes antes de que los cinco nos sentáramos en el puesto que había fuera de la tienda, simplemente comiendo y bebiendo.

Finalmente, Zoë habló.

—Deberíamos probar el conjuro de rastreo. ¿Aún te quedan bellotas, Grover?

—Humm —farfulló—. Creo que sí. Sólo tengo que...

Se quedó petrificado.

Nos asustamos por un segundo, preguntándonos qué pasaba, cuando una cálida brisa (que incluso yo podía sentir) pasó rozando, como si una ráfaga de primavera se hubiera perdido en el invierno. El aire fresco aderezado con flores silvestres me provocó un picor en la nariz, y entonces oí algo, una voz que intentaba decir algo... casi como una advertencia.

Zoë sofocó un grito.

—Grover, la taza.

El sátiro dejó caer su taza de café, que estaba decorada con pájaros. De repente, se desprendieron y salieron volando, como si estuvieran realmente vivos. La rata de goma que Percy había comprado y colocado encima de la barandilla chirrió. Salió corriendo de la barandilla y se metió entre los árboles.

Grover se derrumbó junto con su taza de café, que humeó en la nieve.

—¡Ay, dioses! —jadeé y me arrodillé junto a él. Los demás lo rodearon conmigo, tratando de despertarlo. Él gimió, sus ojos se agitaron.

—¡Escuchad! —dijo Thalia, que subía por la calle corriendo—. Acabo de... ¿Pero qué le ha pasado a Grover?

—No lo sé —declaró Percy—. Se ha desmayado.

—¡Pues levantadlo! —ordenó Thalia. Fue entonces cuando noté que tenía su lanza en la mano y miraba hacia atrás como si la siguieran—. Hemos de salir de aquí.

Percy y yo cogimos a Grover por debajo de los brazos y lo pusimos en pie. Los ojos de Grover se agitaron y gimió algo, pero apenas lo oí al preguntar a Thalia:

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

Apretó los labios.

—Se acercan. ¡Deprisa!

Habíamos llegado ya al extremo del pueblo cuando aparecieron los tres primeros guerreros-esqueleto. Surgieron de la calle a ambos lados de la carretera. En lugar del traje gris de camuflaje, ahora llevaban el uniforme azul de la policía estatal de Nuevo México. Sus ojos amarillos brillaban en la nieve invernal, penetrando en los de Percy.

Thalia le dio unos golpecitos a su pulsera. Pero la Égida no les hizo flaquear. Tenían armas cargadas y enfocadas justo en el pecho de Percy.

Percy destapó a Contracorriente, pero parecía muy inseguro de cómo su espada combatiría contra las pistolas. Yo saqué mi daga. Hades dijo que el desinfectante me ayudaría contra estos guerreros, había untado lo que pude en la hoja, pero el resto había empapado los asientos de la furgoneta.

Zoë y Bianca prepararon sus arcos, pero Bianca tenía ciertos problemas porque Grover seguía medio desmayado y apoyaba todo su peso en ella.

—Retroceded —dijo Thalia.

Empezamos a hacerlo, pero al oír un crujido de ramas, nos detuvimos. Dos esqueletos más aparecieron detrás. Estábamos rodeados.

Me pregunté dónde estarían los demás: hubo al menos una docena en el Smithsonian. Pero mi duda quedó resuelta cuando un esqueleto levantó un teléfono móvil y decía algo. No hablaba, en realidad. Emitía un chirrido, como unos dientes royendo un hueso. Los esqueletos se dispersaron para buscarnos y ahora llamaban a los refuerzos. No pasaría mucho tiempo hasta que tuviéramos toda la fuerza encima.

—Está cerca —gimió Grover.

—Están aquí —dijo Percy.

—No —insistió él—. El regalo. El regalo del Salvaje.

Le dirigí una mirada nerviosa. No sé de qué hablaba, pero no estaba en condiciones de luchar.

—Debemos combatir uno contra uno —dijo Thalia—. Cinco contra cinco. Quizá así dejen en paz a Grover.

—De acuerdo —repuso Zoë.

—¡El Salvaje! —gimió Grover.

Un viento cálido sopló por todo el cañón, sacudiendo los árboles. Miré a Percy para decidir por cuál iba a ir hasta que vi una expresión furiosa. Reconozco esa mirada...

Sin pensarlo, Percy cargó.

El primer guerrero-esqueleto disparó. Sin esfuerzo, Percy bloqueó la bala con su espada y rebotó en el bronce y en el aire. El esqueleto sacó una porra y él le cortó los brazos y los codos, luego le atravesó la cintura con Contracorriente y lo cortó por la mitad.

Sus huesos cayeron al asfalto. Casi inmediatamente, empezaron a moverse, volviéndose a montar. El segundo esqueleto rechinó los dientes e intentó disparar, pero Percy tiró su arma a la nieve. Percy se encontraba en su salsa, hasta que noté que los otros dos esqueletos levantaban sus armas. Era demasiado tarde, le dispararon por la espalda y sólo pude gritar su nombre mientras caía al suelo.

Pero Percy estaba bien. Llevaba el abrigo del León de Nemea, y cuando se levantó, sólo parecía más enfadado. Cielos, odiaría ser estos esqueletos. La mirada de Percy era un huracán en sí misma.

Decidí cargar también, dirigiéndome al segundo esqueleto con mi daga preparada. Mientras se agachaba para recoger su arma, le di un puñetazo en la cara. Dioses, duele. Golpear un hueso... No lo recomiendo.

Levanté mi daga y fui a clavarla en su espalda, pero el esqueleto se levantó, me agarró de la muñeca y la retorció. Tenía un agarre terriblemente fuerte, y jadeé de dolor cuando mis nudillos se quebraron y mi daga cayó de mi mano. Detrás de mí, Thalia estaba cargando contra el tercer esqueleto, mientras Bianca y Zoë se encargaban de los dos de atrás. Grover se mantenía en pie y extendía los brazos hacia los árboles, como si quisiera abrazarlos. Intentando zafarme del agarre de este esqueleto, acabé dándole una patada en la ingle. Sus huesos se deshicieron y conseguí desenredar sus dedos de mi muñeca y tirarla al suelo. Le di un pisotón para aplastar aún más los huesos y darme más tiempo mientras me agachaba y cogía la pistola de la nieve. La comprobé y aún estaba cargada.

Mientras el esqueleto se reformaba, aproveché para coger mi daga y clavarla en el cráneo. Me sentí satisfecha cuando estalló en llamas y se fundió en el suelo húmedo bajo él.

—Bendito seas, Hades —sonreí.

Detrás de mí, Bianca también logró que su esqueleto estallara en llamas. Y todos nos miraron con asombro.

—¿Cómo lo habéis hecho? —preguntó Zoë.

Bianca parecía nerviosa, no lo sabía. Yo sabía por qué: era hija de Hades. Pero nadie más lo sabía, ni tan siquiera ella, así que me adelanté.

—Desinfectante especial para manos. Procedente del Inframundo.

Zoë parecía impresionada, mientras Percy se quedaba boquiabierto.

—¡¿Eso fue lo que restregaste por la manga de mi abrigo?! —se la limpió como si intentara desesperadamente quitarse de encima cualquier cosa relacionada con el Inframundo.

—¡Pues repetidlo! —dijo Zoë.

No fue tan fácil, los esqueletos ya estaban hartos de Bianca y de mí. El que Percy cortó se había reformado, y envié un disparo hacia su cabeza, pensando que tal vez un tiro de sus propias balas lo mataría, pero resultó que el arma era normal y absolutamente inútil.

Se oyó un estruendo en el bosque a nuestra izquierda, como el de una excavadora. Los refuerzos llegaban y no estábamos cerca de destruir este primer grupo. Los tres restantes nos hicieron retroceder, manteniéndonos a distancia con sus porras.

—¿Algún plan? —dijo Percy mientras nos batíamos en retirada.

No se me ocurrió nada y a nadie más tampoco. Los árboles detrás de los esqueletos temblaban. Las ramas se resquebrajaban.

—Un regalo —murmuró Grover entre dientes.

Y entonces, con un poderoso rugido, el cerdo más grande que he visto nunca llegó chocando contra la carretera. Era un jabalí, de diez metros y con colmillos del tamaño de una canoa. Chilló y apartó los tres esqueletos con una fuerza tan grande que salieron volando por encima de los árboles y ladera abajo.

El cerdo se volvió entonces a nosotros.

Thalia alzó su lanza, pero Grover dio un grito.

—¡No lo mates!

El jabalí gruñó y arañó el suelo, dispuesto a embestir.

—Es el Jabalí de Erimanto —dijo Zoë, tratando de conservar la calma—. No creo que podamos matarlo.

—Es un regalo —dijo Grover—. Una bendición del Salvaje.

La bestia volvió a chillar y nos embistió con sus colmillos. Zoë y Bianca se echaron de cabeza a un lado.

Tuve que empujar a Grover para que no fuera lanzado también a la ladera.

—¡Sí! —dije—. Qué bendecida me siento. ¡Dispersaos!

Corrimos en todas direcciones y por un instante el jabalí pareció confundido.

—¡Quiere matarnos! —dijo Thalia.

—Por supuesto —respondió Grover—. ¡Es salvaje!

—¿Y dónde está la bendición? —preguntó Bianca.

Como si el cerdo la hubiera oído y se hubiera ofendido, cargó contra ella. Fue más rápida de lo que pensaba. Bianca se apartó de sus pezuñas y se acercó por detrás. Esta arremetió con sus colmillos y destruyó el cartel de ¡Bienvenido a Cloudcroft!

—¡No os quedéis quietos! —gritó Zoë. Ella, Bianca y yo corrimos en direcciones opuestas. Grover bailaba alrededor del jabalí tocando sus flautas, mientras el animal soltaba bufidos y trataba de ensartarlo. Sin embargo, Thalia y Percy corrieron la peor suerte. Cuando el cerdo se volvió contra ellos, Thalia cometió el error de levantar la Égida para defenderse. Al ver la cabeza de Medusa, chilló de indignación y cargó contra ellos.

Corrieron.

Grover, Zoë, Bianca y yo compartimos una mirada antes de salir tras ellos.

La única forma en que lograron mantenerse por delante del jabalí fue porque corrieron cuesta arriba, metiéndose entre los árboles altos mientras el animal tenía que atravesarlos.

Percy y Thalia corrieron hacia las vías del tren, lo cual fue una idea ingeniosa. Las pezuñas del jabalí no estaban hechas para este paisaje, y tropezó y se resbaló al tratar de alcanzarlos.

Grover, Zoë, Bianca y yo estábamos acercándonos, tratando de encontrar una forma de detener al jabalí cuando Percy y Thalia corrieron hacia un túnel ferroviario y éste los siguió.

—¡Mierda! —maldije y empujamos nuestras piernas para ir más rápido. Cuando llegamos al otro lado, no se les veía por ninguna parte, ni tampoco al jabalí.

—¡Eeeeeoooo! — Grover llamó y pasó el viejo puente ferroviario que cruzaba la cavidad.

—¡Aquí abajo! —respondió la voz de Percy, y dejé escapar un suspiro de alivio al ver que ambos estaban bien; un poco arañados pero bien. Y junto a ellos, atascado en la nieve y sin poder moverse, estaba el jabalí.

Tardamos unos minutos en bajar, pero una vez lo conseguimos, nos quedamos mirando cómo el jabalí se debatía en la nieve.

—Una bendición del Salvaje —dijo Grover, aunque ahora parecía inquieto.

—Estoy de acuerdo —dijo Zoë—. Hemos de utilizarlo.

—Un momento —Thalia dejó de sacarse agujas de pino del pelo para mirar incrédula a Zoë—. Explícame por qué estás tan seguro de que este cerdo es una bendición.

Grover miraba distraído hacia otro lado.

—Es nuestro vehículo hacia el oeste. ¿Tienes idea de lo rápido que puede desplazarse este bicho?

—¡Qué divertido! —dijo Percy—. Cowboys, pero montados en un cerdo.

Rodé los ojos. Grover asintió.

—Tenemos que domesticarlo. Me gustaría disponer de más tiempo para echar un vistazo por aquí. Pero ya se ha ido.

—¿Quién? —pregunté, frunciendo.

Grover no pareció oírme. Se acercó al jabalí y saltó sobre su lomo. El animal ya empezaba a abrirse paso entre la nieve. Una vez que se liberase, no habría modo de pararlo. Grover sacó sus flautas, empezó a tocar una melodía alegre y lanzó una manzana delante del jabalí. La manzana flotó en el aire y empezó a girar justo por encima del hocico del jabalí, que se puso como loco tratando de alcanzarla.

—Dirección asistida —murmuró Thalia—. Fantástico.

Avanzó entre la nieve y se situó de un salto detrás de Grover, aún dejando sitio para nosotros.

Zoë y Bianca caminaron hacia el jabalí.

—Una cosa —frené—. ¿Tú entiendes a qué se refiere Grover con lo de esa bendición salvaje?

—Desde luego —dijo Zoë—. ¿No lo has notado en el viento? Era muy fuerte... Creía que no volvería a sentir esa presencia.

—¿Qué presencia? —preguntó Percy.

Nos miró como si fuésemos idiotas.

—El señor de la vida salvaje, por supuesto. Por un instante, cuando ha aparecido el jabalí, he sentido la presencia de Pan.

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