xlv. Jay's Lament

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chapter xlv.
( titan's curse )
❝ jay's lament ❞

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Esto es peggg-fecto —dijo la mantícora, relamiéndose.

No me importaba el Dr. Espino, para ser honesta. Todo lo que podía contemplar era a Jay. ¿Desde cuándo parece tan cansado? Lucía enfermo, más que eso. Su cabello colgaba sobre sus ojos, y las bolsas que tenía debajo estaban hundidas y resaltadas. No se parecía en nada al Jay que conocía. Lanzó una mirada de fastidio al Doctor; conocía esa mirada. Jay tenía esa expresión de quiero matarte, eres molesto.

—¿Qué estás haciendo aquí, Jay? —murmuré—. ¿Por qué?

—Has vuelto a la vida, ¿huh? —dijo.

—No gracias a ti.

Se encogió de hombros.

—Toda guerra tiene bajas.

Negué con la cabeza. Ese no era el Jay que yo conocía.

—Tú no eres así, Jay, vamos.

—No sabes cómo soy —se burló.

—Definitivamente sé que eres mejor que esto.

—¿De verdad? —Jay entrecerró los ojos—. Díselo a papá. Eres su favorita, ¿no?

Junté los labios. Nunca había visto tanto odio en la cara de Jay. Nunca me había echado esa mirada... me despreciaba. Me hizo querer llorar. ¿Cómo podía Jay odiarme tanto? Éramos tan cercanos... era mi hermano.

Espino encontró el intercambio divertido.

—Hace ya mucho tiempo, los dioses me desterraron en Persia —comenzó—. Me vi obligado a buscarme el sustento en los confines del mundo; tuve que ocultarme en los bosques y alimentarme de insignificantes granjeros. Nunca pude combatir con un héroe. ¡Mi nombre no era temido ni admirado en las antiguas historias! Pero todo eso va a cambiar. ¡Los titanes me honrarán y yo me daré un banquete con carne de mestizo!

Jay se limitó a poner los ojos en blanco.

—Estamos aquí para coger la vaca, nada más.

—Pues no lo vais a conseguir —arremetí—. Volved al lugar de donde habéis salido, cobardes.

Soné mucho más valiente de lo que me sentía. A cada lado de ellos había dos guardias de seguridad armados. Otros dos estaban en el embarcadero, por si intentábamos escapar por ahí. Había turistas por todas partes, paseando por la orilla, comprando en el muelle de arriba, pero eso no frenaría a la mantícora.

—¿Y los esqueletos? —preguntó Percy

Él sonrió, desdeñoso.

—¡No necesito a esas estúpidas criaturas de ultratumba! ¿El General me había tomado por un inútil? ¡A ver qué dice cuando sepa que te he derrotado por mi cuenta!

Jay parecía no inmutarse por la perorata de Espino. Se cruzó de brazos y le dirigió una mirada.

—No, no es así. Tenemos que llevar a la vaca viva.

La cara de Espino estaba roja de ira.

—¡No! Yo tampoco te necesito, soy un monstruo furioso y tú no eres más que un insignificante mestizo.

Su pequeña riña me permitió pensar en una escapatoria. Teníamos que salvar a Bessie y alejar a Thalia, pero ¿cómo? Estábamos rodeados y no todos podíamos respirar bajo el agua.

—Ya te derrotamos una vez —dijo Percy.

—¡Ja! Apenas tuvisteis que combatir, con una diosa a vuestro lado. Pero, ay... esa diosa está muy ocupada en este momento. Ahora no contáis con ayuda.

Zoë sacó una flecha y apuntó directamente a la cabeza de la mantícora. Jay levantó su espada y los guardias sus armas. Levanté la mano.

—¡Zoë, no! ¡No lo hagas!

La mantícora sonrió.

—La chica tiene razón, Zoë Belladona. Guárdate ese arco. Sería una lástima matarte antes de que puedas presenciar la gran victoria de tu amiga Thalia.

—¿De qué hablas? —gruñó Thalia. Tenía el escudo y la lanza preparados.

—Está bien claro. Éste es tu momento. Para eso te devolvió a la vida el señor Cronos. Tú sacrificarás al taurofidio. Tú llevarás sus entrañas al fuego sagrado de la montaña y obtendrás un poder ilimitado. Y en tu decimosexto cumpleaños derribarás al Olimpo.

Eso no tenía sentido. Recuerdo que mi padre me dijo específicamente que Thalia no era la hija de la profecía, y tampoco Percy. Bianca había muerto, lo que sólo dejaba a Nico como el último hijo de los tres grandes que no fue mencionado. Si lo es, entonces Luke nunca podrá descubrir que es el hijo de Hades. Puede que no haya protegido a Bianca, pero protegeré a Nico.

Thalia no dijo nada. Parecía que iba a increpar a la mantícora, pero dudó. No me gustó que dudara. La mantícora sonrió.

—Tú sabes que ésa es la opción correcta —continuó él—. Tu amigo Luke así lo entendió. Ahora volverás a reunirte con él. Juntos gobernaréis el mundo bajo los auspicios de los titanes. Tu padre te abandonó, Thalia. Él no se preocupa por ti. Y ahora lo superarás en poder. Aplasta a los olímpicos, tal como se merecen. ¡Convoca a la bestia! Ella acudirá a ti. Y usa tu lanza.

—¡Thalia! —llamé—. ¡No lo hagas, despierta!

—Esto es lo que debías hacer, Thalia —dijo Jay—. Véngate destruyendo a los olímpicos. Ellos no han hecho nada por nosotros.

Thalia parecía desgarrada. Me asustó.

—Yo... no...

—Tu padre te ayudó —le dijo Percy—. Envió a los ángeles de metal. Te convirtió en un árbol para preservarte.

Su mano asió con fuerza la lanza.

—Thalia, vamos —di un paso hacia ella—. Los dioses hacen cosas de mierda, pero si tu padre no hubiera hecho nada por ti, no estarías aquí.

Percy lanzó una mirada desesperada a Grover y supo qué hacer. Él levantó sus flautas y tocó un rápido estribillo.

—¡Detenedlo! —gritó Jay.

Los guardias apuntaron a Zoë y, antes de que entendieran que el chico de las flautas era un problema más acuciante, empezaron a brotar ramas de las planchas de madera del muelle y se les enredaron en las piernas. Zoë lanzó un par de flechas que explotaron a sus pies y levantaron un sulfuroso humo amarillento.

Los guardias se pusieron a toser. La mantícora disparó espinas en nuestra dirección, pero Percy nos cubrió con su abrigo de león y rebotaron inofensivamente.

—Grover —ordenó Percy—, dile a Bessie que baje a las profundidades y no se mueva de allí.

¡Muuuu! —tradujo Grover.

—La vaca... —Thalia seguía confundida.

Saqué mi daga. Quería luchar contra Jay. Quería rebanarle el cuello, pero no podía acercarme lo suficiente sin que Espino me matara con sus púas venenosas.

Subimos corriendo las escaleras hacia el centro comercial, con Percy arrastrando a Thalia. Nos apresuramos a doblar la esquina de la tienda más cercana. Oí que Jay gritaba y ordenaba:

—¡Atrapadlos!

La gente chilló al ver a los guardias disparando al aire.

Llegamos al final del muelle y nos ocultamos tras un quiosco lleno de baratijas de cristal. A nuestro lado había una fuente de agua, abajo, un grupo de leones marinos tomando el sol en las rocas. Toda la bahía de San Francisco se desplegaba ante nosotros: el Golden Gate, la isla de Alcatraz y las verdes colinas y la niebla más allá, hacia el norte.

—¡Salta por allí! —dijo Zoë a Percy—. Tú puedes huir por el agua, Percy. Pídele auxilio a tu padre. Tal vez puedas salvar al taurofidio.

Tenía razón. Pero conocía a Percy demasiado bien. Nunca nos dejaría, era demasiado leal.

—No os abandonaré —contestó—. Combatiremos juntos.

—¡Tienes que avisar al campamento! —dijo Grover—. Para que al menos sepan lo que sucede.

Los cristales brillaban bajo el sol, con un arco iris que se dirigía hacia la fuente de agua...

Oh.

—No os preocupéis —dije—. No hay problema.

Levanté el pie y le di una patada a la fuente. El agua estalló de la tubería rota y nos roció por todas partes. Thalia jadeó cuando el agua la golpeó. La niebla pareció desaparecer de sus ojos.

—¿Estás loca? —preguntó.

Pero Grover y Percy lo entendieron. Grover ya estaba rebuscando en sus bolsillos una moneda. Lanzó un dracma de oro al arco iris creado por la niebla y gritó:

—¡Oh, diosa, acepta mi ofrenda!

La niebla empezó a ondularse.

—¡Campamento Mestizo! —clamó Percy.

La visión del campamento resplandeció. Sin embargo, no era Quirón. Era el Sr. D, con su mono de piel de leopardo y rebuscando en la nevera. Levantó la mirada con pereza.

—¿Os importa?

—¿Dónde está Quirón? —lo apremió Percy a gritos.

—¡Qué grosería! —el señor D bebió un trago de una jarra de zumo de uva—. ¿Así es como saludas?

—Hola, señor D —corté—. ¡Estamos a punto de morir! ¿Podría decirnos dónde está Quirón, por favor?

El señor D reflexionó. Me di cuenta de que Percy quería gritar como un loco, pero con un tirón de su chaqueta y una rápida mirada, se conformó. Detrás, pasos y gritos: Jay y las tropas de la mantícora se acercaban.

—A punto de morir... —musitó—. ¡Qué emocionante! Me temo que Quirón no está. ¿Quieres dejarle un recado?

Percy volteó hacia mí.

—Estamos perdidos.

Thalia aferró su lanza. Ahora parecía otra vez la furiosa de siempre.

—Moriremos luchando.

El señor D rodó los ojos.

—¡Cuánta nobleza! —sofocó un bostezo—. ¿Cuál es el problema exactamente?

Antes de que Percy explotara, le hablé del taurofidio.

—Humm... —estudió los estantes del frigorífico—. Así que es eso. Ya veo.

—¡Ni siquiera le importa! —Percy perdió el temperamento—. ¡Preferiría vernos morir!

—¡Cállate, Percy! —susurré bastante alto.

—Veamos —el señor D se golpeó el dedo en su barbilla—. Me parece que me apetece una pizza esta noche.

Percy estaba tan enfadado que casi me alegré de que Espino gritara "allí."

Nos vimos rodeados.

Dos guardias se colocaron detrás de él. Otros dos aparecieron en los tejados de las tiendas, y caminando hacia ellos, estaba Jay. Hizo girar su espada en la mano, con cara de satisfacción. El Sr. D arqueó una ceja, sin impresionarse.

—Oh, hola, Josh.

—Es Jay.

—Lo que sea.

—Magnífico —dijo la mantícora. Miró la aparición de la niebla y resopló—. Solos, sin ninguna ayuda real. Maravilloso.

—Podríais pedir socorro —nos murmuró el señor D a Percy y a mí, como si fuera una idea divertida—. Podríais decir por favor.

Murmuré a Percy:

—Haz lo que pide.

Percy abrió la boca.

—¡Ni en un millón de años!

¿Quieres que muramos?

Zoë preparó sus flechas. Grover se llevó a los labios sus flautas. Thalia alzó su escudo y reparé en una lágrima que resbalaba por su mejilla. Agarré mi daga, repentinamente dispuesta a tirar al suelo a Jay y a Espino al suelo. Jay me miró a los ojos y, por un segundo, me pareció ver un atisbo de arrepentimiento. Vacilé y bajé la daga. No, me dije, pero fue inútil. Lo vi. Lo vi... Al viejo Jay. Vi su lamento.

No lo perdí todavía.

Y enseguida supe que había caído en la misma trampa el año pasado. Mi defecto fatídico: nunca puedo dejar pasar las cosas. No importa lo que diga, no puedo olvidar a Luke y no puedo dejar que Jay se vaya. No puedo aceptarlo, puedo traerlos de vuelta.

La sensación abandonó los ojos de Jay tan pronto como llegó y miró al Dr. Espino.

—Dejad a la hija de Zeus y a Claire Moore. Su Señor las quiere vivas. Se nos unirán muy pronto. A los demás, matadlos.

La mantícora no parecía muy feliz de que Jay diera órdenes, por lo que se dirigió al hijo de Apolo.

—No me dirás lo que tengo que hacer, mestizo —señaló a los guardias—. Dejad a las hijas de Zeus y Apolo. Matad a los demás.

Jay puso los ojos en blanco. Los hombres levantaron sus armas y algo extraño sucedió. Me invadió una oleada, como si toda la sangre se me hubiera subido a la cabeza. Pensé que me desmayaría, cuando sentí la fragancia familiar de las uvas y el vino...

¡CRAC!

Fue como si alguien hubiera chasqueado los dedos y lloviera el caos. Un guardia se metió la pistola entre los dientes como si fuera un hueso y empezó a caminar a cuatro patas. Otros dos tiraron sus armas y empezaron a bailar un vals. El cuarto acometió lo que parecía una típica danza irlandesa y Jay... se desplomó en el suelo y empezó a dar patadas con las piernas como si fuera un pez varado en tierra.

Quise correr a ayudarlo, pero me detuve. Lo veía sufrir perdiendo la cabeza, me dolía. Sabía que si corría hacia él, sería inútil; alguien me detendría. Pero no significaba que me doliera no hacerlo. No significaba que me dieran ganas de llorar.

—¡No! —chilló la mantícora—. ¡Yo me encargaré de vosotros!

Su cola se erizó, pero los tablones bajo sus patas estallaron en vides que inmediatamente comenzaron a envolverlo. Hojas y racimos brotaron, madurando en segundos mientras él gritaba, hasta que fue engullido. Finalmente, las uvas dejaron de temblar y tuve la sensación de que la mantícora de su interior ya no estaba allí.

—Bueno —el señor D cerró el frigorífico—, ha sido divertido.

Percy lo miró horrorizado.

—¿Cómo ha...? ¿Cómo...?

—Menuda gratitud —murmuró—. Los mortales se recuperarán, igual que el niño de Apolo —añadió ante mi mirada—. Habría que dar muchas explicaciones si volviera permanente su estado. No soporto tener que escribirle informes a mi padre —miró con resentimiento a Thalia—. Confío en que hayas aprendido la lección, chica. No es fácil resistir la tentación del poder, ¿verdad?

Thalia se ruborizó como si estuviera avergonzada.

—Señor D —dijo Grover, atónito—. Nos... nos ha salvado.

—Hum... No hagas que me arrepienta, sátiro. Y ahora, en marcha, Percy Jackson. Solamente te he hecho ganar unas horas como máximo.

—El taurofidio —dijo él—. ¿Podría llevárselo al campamento?

El señor D arrugó la nariz.

—Yo no transporto ganado. Eso es problema tuyo.

—¿Y adónde vamos?

Dioniso miró a Zoë.

—Creo que eso lo sabe la cazadora. Tenéis que entrar hoy a la puesta de sol, ¿entiendes? O todo estará perdido. Y ahora, adiós. Me espera mi pizza.

—Señor D —dijo Percy. Él arqueó una ceja—. Me ha llamado por mi nombre correcto —una diminuta sonrisa apareció en su rostro—. Me ha llamado Percy Jackson.

—Por supuesto que no, Peter Johnson. ¡Y ahora largaos!

Se despidió con una mano y su imagen se disolvió en la niebla.

Los secuaces del mantícora y Jay continuaban haciendo locuras alrededor de nosotros. Mi mano se crispó. Ojalá pudiera liberar a Jay de esta maldición, pero no podía. Ya no. Percy notó mi mirada y frunció los labios. No dijo nada. En cambio, se volvió hacia Zoë.

—¿Cómo que la cazadora lo sabe?

El rostro de Zoë era humeante, como la niebla. Señaló al otro lado de la bahía, más allá del Golden Gate. A lo lejos, una única montaña se elevaba por encima de la capa de nubes.

—Al jardín de mis hermanas —contestó—. Debo volver a casa. Pero nunca llegaremos. Vamos demasiado despacio. Pero tampoco podemos dejar al taurofidio.

—Muuuuu —dijo Bessie. Envió un chapoteo hacia Percy con su cola. El hijo de Poseidón le dirigió una mirada.

—No lo entiendo —dijo entonces—. ¿Por qué tenemos que llegar a la puesta de sol?

—Las hespérides son las ninfas del crepúsculo —repuso Zoë—. Sólo podemos entrar en su jardín cuando el día da paso a la noche.

—¿Y si no llegamos?

—Mañana es el solsticio de invierno. Si no llegamos hoy a la puesta de sol, habremos de esperar hasta mañana por la tarde. Y entonces la Asamblea de los Dioses habrá concluido. Tenemos que liberar a Artemisa esta noche.

O Annabeth morirá, pensé, pero no lo dije.

—Necesitamos un coche —dijo Thalia.

—¿Y Bessie? —preguntó Percy.

Grover frunció antes de chasquear los dedos.

—¡Tengo una idea! El taurofidio puede nadar en aguas de todo tipo, ¿no?

—Bueno, sí —Percy dijo—. Estaba en Long Island Sound. Y de repente apareció en el lago de la presa Hoover. Y ahora aquí.

—Entonces podríamos convencerlo para que regrese a Long Island Sound —prosiguió Grover—. Quirón tal vez nos echaría una mano y lo trasladaría al Olimpo.

—Pero me estaba siguiendo a . Si yo no estoy, ¿crees que sabrá encontrar el camino?

Grover lo pensó. Se le ocurrió una idea y pude ver que no le gustaba. Pero en esta situación, no importaba . Así que Grover respiró profundamente y con valentía.

—Yo puedo mostrarle el camino —se ofreció—. Iré con él.

Lo miré fijamente. A Grover no le gustaba el agua. Casi se ahogó en el Mar de los Monstruos, y no sabía nadar muy bien con sus pezuñas de cabra.

—Soy el único capaz de hablar con él. Es lo lógico.

Se agachó y le dijo algo al oído a Bessie, que se estremeció y soltó un mugido de satisfacción.

—La bendición del Salvaje debería contribuir a que hagamos el recorrido sin problemas —añadió Grover—. Tú rézale a tu padre, Percy. Encárgate de que nos garantice un trayecto tranquilo a través de los mares.

Percy asintió. Cerró los ojos, con las cejas bajas en señal de concentración.

—Padre —musitó—, ayúdanos. Haz que Grover y el taurofidio lleguen a salvo al campamento. Protégelos en el mar.

—Una oración como ésta requiere un sacrificio —dije—. Algo importante.

Me miró antes de sacarse el abrigo.

—Percy —dijo Grover—, ¿estás seguro? Esa piel de león te resulta muy útil. ¡La usó Hércules!

Sus ojos se posaron en Zoë, que le observaba con atención. Percy frunció los labios.

—Si he de sobrevivir —no dejó de mirarla— no será por llevar un abrigo de piel de león. Yo no soy Hércules.

Arrojó el abrigo a la bahía. Volvió a convertirse en una piel de león dorada, antes de que se disolviera al hundirse en las olas.

Se levantó la brisa marina.

Grover respiró hondo.

—Bueno, no hay tiempo que perder.

Nada más zambullirse, empezó a hundirse. Bessie se deslizó a su lado y dejó que se agarrara de su cuello.

—Tened cuidado —les advirtió Percy.

—No te preocupes —contestó Grover—. Bueno, eh... ¿Bessie? Vamos a Long Island. Al este. Hacia allí.

¿Muuuuu?

—Sí —respondió Grover—. Long Island. Esa isla... larga. Venga, vamos.

Muuuu.

Bessie se lanzó y Grover chilló. Comenzó a sumergirse, y Grover se dio cuenta de algo.

—¡Espera! ¡Yo no puedo respirar bajo el agua! Creí que ya lo había... ¡Glu!

Desaparecieron de la vista y apreté los labios. Espero que la oración que Percy envió incluyera que su padre permitiera a Grover respirar bajo el agua.

—Un problema menos —dijo Zoë—. Y ahora, ¿cómo vamos a llegar al jardín de mis hermanas?

—Thalia tiene razón —dijo Percy—. Nos hace falta un coche. Pero aquí no tenemos a nadie para ayudarnos. A menos que tomemos uno prestado...

Se refería a robar, para que lo sepas.

—Un momento —reflexionó Thalia. Empezó a hurgar en su mochila—. Hay una persona en San Francisco que podría ayudarnos. Tengo la dirección en alguna parte.

—¿Quién? —pregunté.

Thalia sacó un trozo de papel arrugado y nos lo enseñó.

—El profesor Chase. El padre de Annabeth.

° ° °

Nunca he conocido al padre de Annabeth. Pero no he escuchado nada bueno sobre él. Esperaba a alguien con cuernos de diablo y voz cuando la puerta se abrió, no un friki de los aviones.

Llevaba una gorra de aviador anticuada y gafas. Sus ojos parecían los de un insecto, mirándonos como si fuera una gran mantis religiosa. Retrocedimos en el porche.

—Hola —dijo en tono amistoso—. ¿Vienen a entregarme mis aeroplanos?

Thalia, Zoë, Percy y yo nos miramos con cautela.

—Humm, no, señor —contestó Percy.

—¡Mecachis! —exclamó—. Necesito tres Sopwith Camel más.

—Ah, ya. Nosotros somos amigos de Annabeth.

—¿Annabeth? —se enderezó como si Percy le hubieran aplicado una descarga eléctrica—. ¿Se encuentra bien? ¿Ha ocurrido algo?

Ninguno respondió, pero por nuestra expresión debió de comprender que pasaba algo grave. Se quitó el gorro y los anteojos. Su pelo era arenoso, como el de Annabeth, y tenía unos intensos ojos castaños. No parecía tan raro ahora que no llevaba gafas de protección contra insectos.

—Será mejor que paséis —su voz sonó de repente muy grave.

Había robots de LEGO en las escaleras y dos gatos durmiendo en el sofá del salón. La mesita de café estaba cubierta de revistas y había un abriguito de niño en el suelo. No recordaba que Annabeth viviera en San Francisco, lo que significaba que debía haberse mudado recientemente, pero parecía que llevaban años aquí.

—¡Papi! —gritó un niño—. ¡Me está rompiendo los robots!

—Bobby —dijo el profesor Chase distraídamente—, no rompas los robots de tu hermano.

—¡Yo soy Bobby! —protestó el chico—. ¡Él es Matthew!

—Eh... Matthew —se corrigió el padre de Annabeth—, no rompas los robots de tu hermano.

—Vale, papi.

Me pareció una pelea de niños muy anticlimática.

El profesor se volvió hacia nosotros.

—Subamos a mi estudio. Por aquí.

—¿Cariño? —llamó una mujer. La madrastra de Annabeth apareció en el salón, limpiándose las manos en un paño de cocina. Esperaba que tuviera un aspecto diabólico, pero parecía normal; una mujer asiática bastante guapa con el pelo rojo recogido en un moño—. ¿No me presentas a tus invitados?

—Ah —dijo Chase—. Éste es...

Nos miró con aire inexpresivo.

—¡Frederick! —lo reprendió ella—. ¿No les has preguntado sus nombres?

Nos presentamos un poco incómodos, pero la señora Chase parecía muy agradable, lo cual era extraño. Nos preguntó si teníamos hambre. Admitimos que sí y nos dijo que nos traería galletas, sándwiches y refrescos.

—Querida —dijo el doctor Chase—, vienen por Annabeth.

Bien, aquí es donde esperaba que la señora Chase se volviera loca de remate y gritara sobre Annabeth y nos dijera que nos fuéramos y no volviéramos, pero no lo hizo. Sólo frunció los labios y pareció preocupada. ¿Qué?

—Muy bien. Acomodaos en el estudio; enseguida os subiré una bandeja —le dirigió a Percy una sonrisa—. Encantada de conocerte, Percy. He oído hablar mucho de ti.

Fruncí. ¿Cómo?

No es que importe.

Se volvió hacia mí.

—¿Y Claire? Pensé que... Ella se calló sobre lo que pasó el verano pasado, pero...

—Estoy viva —dije—. Me trajo Hades.

—Bien... —miró a su marido—. Um ... la comida estará pronto, ¿sí?

El profesor Chase asintió con gravedad.

Subimos las escaleras y entramos en el estudio del padre de Annabeth y Percy dijo:

—¡Whoa!

La habitación estaba llena de libros, del suelo al techo; parecía el cielo de un niño de Atenea. Recordé que Annabeth me dijo que su padre es profesor de historia en la universidad, así que la cantidad de modelos de aviones y pequeños juguetes de guerra como tanques en miniatura, soldados luchando a lo largo de un río pintado de azul con colinas y árboles falsos tenía sentido, pero no que significara esto.

Chase sonrió.

—Sí. La tercera batalla de Ypres. Estoy escribiendo un trabajo sobre la importancia de los Sopwith Camel en los bombardeos de las líneas enemigas. Creo que tuvieron un papel mucho más destacado del que se les ha reconocido.

Sacó un biplano de su soporte e hizo un barrido con él por el campo de batalla, emitiendo un rugido de motor y derribando soldaditos alemanes. Percy y yo compartimos una mirada.

Zoë se acercó y estudió el campo de batalla.

—Las líneas alemanas estaban más alejadas del río.

El padre de Annabeth se la quedó mirando.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estaba allí —dijo sin darle importancia—. Artemisa quería mostrarnos lo horribles que son las guerras y cómo pelean los mortales entre sí. También lo estúpidos que son. Esa batalla fue un desastre completo.

El profesor abrió la boca, atónito.

—Tú...

—Es una cazadora, señor —explicó Thalia—. Pero no estamos aquí por eso. Necesitamos...

—¿Viste los Sopwith Camel? —preguntó Chase—. ¿Cuántos había? ¿En qué tipo de formación volaban?

—Señor —lo interrumpió Thalia—, Annabeth está en peligro.

Eso captó su atención. Dejó el biplano.

—Claro —dijo—. Contádmelo todo.

No era fácil, pero lo intentamos. Entretanto, la luz de la tarde empezaba a decaer. Se nos acababa el tiempo. Cuando terminamos, el doctor Chase se desmoronó en su butaca de cuero y se llevó una mano a la frente.

—Mi pobre y valiente Annabeth. Debemos darnos prisa.

—Señor, necesitamos un vehículo para llegar al monte Tamalpais —dijo Zoë—. De inmediato.

—Os llevaré en coche. Sería más rápido volar en mi Camel, pero sólo tiene dos plazas.

—Whoa —soltó Percy—. ¿Tiene un biplano de verdad?

—En el aeródromo de Crissy Field —contestó Chase muy orgulloso—. Por eso tuve que mudarme aquí. Mi patrocinador es un coleccionista privado y posee algunas de las mejores piezas de la Primera Guerra Mundial que se han conservado. Él me dejó restaurar el Sopwith Camel...

—Señor —lo interrumpió Thalia—, con el coche bastará. Y quizá será mejor que vayamos sin usted. Es demasiado peligroso.

El doctor arrugó el entrecejo, incómodo.

—Alto ahí, jovencita. Annabeth es mi hija. Con o sin peligro, yo... yo no puedo...

—¡Hora de merendar! —anunció la señora Chase. Entró por la puerta con una bandeja llena de sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada, Coca-Colas y galletas recién sacadas del horno. Eran de chocolate y estaban pegajosas. Inmediatamente fui a por las galletas, atiborrándome de ellas. Puede que haya muerto y vuelto, pero no significa que me gusten menos las galletas.

—Yo sé conducir, señor —dijo Zoë—. No soy tan joven como aparento. Y prometo no destrozarle el coche.

La señora Chase levantó las cejas.

—¿De qué va esto?

—Annabeth está en grave peligro —le explicó el doctor—. En el monte Tamalpais. Yo los llevaría, pero... no es apto para mortales, al parecer.

Dio la impresión de que le costaba pronunciar esta última parte.

Yo pensaba que la señora Chase se negaría. Como si tuviera que haber algo que hizo que Annabeth la odiara tanto. ¡Necesito que no parezca tan agradable! Pero para mi sorpresa, la señora Chase asintió.

—Será mejor que se pongan en marcha, entonces.

—¡Bien! —El doctor se levantó de un salto y empezó a palparse los bolsillos—. Mis llaves...

Su mujer dio un suspiro.

—¡Por favor, Frederick! Serías capaz de perder hasta los sesos si no los llevases envueltos en esa gorra. Las llaves están en el colgador de la entrada.

—¡Eso es!

Zoë agarró un sandwich.

—Gracias a los dos. Ahora hemos de irnos.

Tenía razón, así que salimos a toda prisa por la puerta y bajamos las escaleras. Los Chase nos siguieron.

—Percy —dijo la señora cuando ya nos íbamos—, dile a Annabeth... que aún tiene aquí un hogar, ¿de acuerdo? Recuérdaselo.

—Se lo diré —dijo Percy.

Corrimos hacia un Volkswagen descapotable amarillo, aparcado fuera. Los cuatro nos apresuramos a entrar y Zoë arrancó. El sol se ponía muy bajo, y creo que teníamos al menos una hora para salvar a Annabeth y traerla a casa.

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