15. La Guerra de los Cien Años

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

—«El sabio no dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice». Dime, ¿quién lo dijo?

—Tú ahora mismo, por supuesto —respondió Taggart.

Darrell, poniendo los ojos en blanco, se apoyó en el respaldo de su silla, visiblemente cansado.

—Eso lo dijo Aristóteles —respondió Sylvain en su lugar, observando la negrura de su vino.

—Taggart, ¿no te da vergüenza que un muchacho más joven que tú sea más culto? —replicó Otto ahogando una risa mientras barría.

—Oh, en absoluto —anunció el Luchetti, esbozando una amplia sonrisa.

Darrell lo observaba receloso, mas tampoco miraba con buen ojo a Sylvain. Al lado del Lemierre, Clementine cataba su vino, sumida en sus ensoñaciones y ajena a la conversación, aunque de vez en cuando se abstraía mientras le contemplaba y suspiraba.

—A ver si me aciertas esta, Taggy —sugirió el británico, entrecerrando los ojos—. «Muéstrame una dama de extremada belleza, ¿qué sería su hermosura para mí, sino un poema escrito donde leer a aquella que a todas aventaja? Adiós, pues que no me enseñas a olvidar».

—Esa es de Shakespeare, y me juego el cuello a que es suya —dijo Taggart, golpeando la mesa con el puño.

—De Romeo y Julieta, acto primero, escena primera. Romeo se dirige a su primo Benvolio —intervino Sylvain.

—Parece que se te presenta un joven rival, Darrell —dijo Otto, soltando la escoba contra una pared—. ¿Cómo sabéis tanto, Sylvain?

—He tenido un muy buen maestro.

—¿De quién se trata?

Sin responder inmediatamente, Sylvain sonrió por primera vez aquella tarde. Consciente de su gesto, Taggart Luchetti volvió a centrar en él su atención, al igual que Darrell. Probablemente se estuviese adelantando pero, si de algo estaba seguro Sylvain, era de que aquella tarde estaba disfrutando de tan peculiar compañía.

—Alain Savary, mi mentor —dijo al cabo de un rato—. Creo que lo conocéis.

Tanto Otto como Taggart se miraron sorprendidos.

—Cielos, por supuesto. El otro día se pasó por aquí con Ludovic y mencionaron algo acerca de un Lemierre —asintió Otto—. ¿Cómo no habíamos caído antes?

—El otro día fue hace un mes. Era fácil de olvidar —se rio Taggart—. ¿Así que vos sois el sobrino de Ludovic?

Sylvain asintió con la cabeza.

—Sí. Nos instalamos hace seis meses en su hacienda.

—Ah, sin duda sois tan encantador como nos aseguraba vuestro tío —suspiró Taggart, observándolo—. Nos habló del nuevo heredero Lemierre y de su buena preparación académica, pero sinceramente no creí que fuéseis tan... perfecto.

Ruborizado por los cumplidos que no pretendía oír, Sylvain se rio un poco incómodo. A su lado, Clementine lo miró con curiosidad.

—¿Por qué sonáis tan falso? —le preguntó en francés.

Quiso responderle con amabilidad que comenzaba a querer irse de allí cuando una segunda voz intervino, impidiéndoselo.

—Decidme, Lemierre, ¿cómo está siendo vuestra estancia aquí? —preguntó Darrell, todavía reclinado en su asiento.

No acostumbrado a sentirse el centro de atención, Sylvain cruzó los dedos bajo la mesa por tal de no hacer el ridículo en algún momento de la tarde. Sin embargo, la actitud de Darrell parecía haberse suavizado y eso lo alivió un poco. Una pequeña sensación de aceptación comenzó a afianzarse en él.

—Está siendo bastante agradable. No pensé que este sitio podría llegar a gustarme tanto, a pesar de todo —dijo, recordando por unos momentos a Jacques.

—¿Cómo a pesar de todo?

Tal vez había dicho demasiado, pensó Sylvain. ¿Los habría ofendido por haber insinuado que Italia no le atraía en un primer momento?

—Bueno, nunca había salido de Francia y pensé que me costaría adaptarme a Livorno, pero por suerte no ha sido así.

—Entiendo, aunque siempre podéis volver a vuestra tierra.

Sylvain frunció el ceño, no muy seguro de cómo debía interpretar sus palabras. El áspero tono que Darrell empleó no hizo más que causarle escalofríos, pero intentó no prestarle demasiada atención. Tal vez era simplemente así de directo.

—Me temo que eso es un poco complicado.

—Ludovic nos mencionó que vuestra madre no gozaba de un buen estado de salud, ¿es por eso? —inquirió Taggart.

—Sí, y me temo que mi tío ya os ha contado todo lo que deben saber sobre mí —sonrió el Lemierre mientras bebía un poco de su vino.

—Bien, porque en ese caso no perderemos mucho más tiempo —dijo Darrell con brusquedad—. ¿Jugáis a los dados, Lemierre?

Sin equivocarse esta vez, Sylvain se sintió ligeramente violentado ante su comentario.

—Darrell, por Dios, no seas tan desagradable con el muchacho —le reprochó Taggart, propinándole un codazo—. No le hagáis caso, querido. Seguid contándonos acerca de vos.

—No, no pasa nada. De veras que no hay nada más que contar, y no quisiera suponeros una molestia.

—¿Ves lo que has hecho? Ya me lo has asustado —protestó Taggart con un suspiro, dirigiéndose al inglés.

—Como sea. ¿Jugáis a los dados?

No fue tanto la insistente pregunta de Maystone como la forma en la que lo miraba, visiblemente irritado tal vez por su presencia, o su forma de hablar, o su propio origen. Sylvain meneó la cabeza con lentitud, bebiendo otro poco de su vino.

—No sé cómo se juega, pero no importa. Deberíamos marcharnos pronto de igual forma.

—Bien —dijo el inglés sin expresión alguna—. Caballeros, me parte el alma abandonarles en medio de esta agradable velada —dirigió su mirada hacia Sylvain—, mas tengo responsabilidades que asistir en mi estudio.

—Pero, ¿no querías jugar otra ronda? —inquirió Otto al ver que se levantaba y recogía su capa del respaldo de la silla.

—Acabo de recordar que debía hacer algo importante, y de repente no tengo ganas de seguir aquí.

—Ah, ¿se trata de ese cuadro? —suspiró Taggart, estirándose sobre la mesa hasta quedar literalmente echado sobre la misma.

Sylvain escuchó una afirmación proveniente de Darrell, y se sorprendió gratamente. Aquel hombre era lo más extraño con lo que alguna vez se había topado e, incapaz de averiguar sus reacciones, decidió suavizar un poco la situación.

—Vaya, ¿os dedicáis a la pintura? —inquirió Sylvain, dispuesto a darle una segunda oportunidad.

¿Y para qué habría dicho nada? Los ojos de aquel hombre relampaguearon por unos breves momentos mientras clavaban en él su mirada.

—Por supuesto. ¿Acaso no lo habíais deducido ya? —le espetó, ya sin molestarse en ocultar su desprecio.

—Darrell, el chico probablemente ni siquiera conozca alguna de tus obras. No lo martirices —dijo Otto enseguida.

—No pensaba hacer tal cosa, pero me sorprende que en su tan exquisita formación no haya oído hablar de mí.

Sylvain parpadeó por unos momentos. ¿Así que a eso se debía su irritación? ¿A que no tenía ni idea de quién era? Oh, no estaba dispuesto a dejarle pasar ni una más.

—Disculpadme la descortesía, pero mi mentor tuvo el detalle de ahorrarme esa lección, y ahora entiendo por qué lo hizo —dijo Sylvain con una gran sonrisa, acabándose la copa de vino.

Enmudecidos, tanto Taggart como Otto lo miraron como si no creyesen lo que acababa de decir. Incluso Clementine pudo sentir la tensión en el ambiente y, dejando a un lado su bebida, contempló la escena algo perdida. Por su parte, el rostro de Darrell pareció desencajarse por unos momentos, como si hubiese recibido una bofetada. Tal vez no hubiese sido una buena idea decir aquello, pensó Sylvain para sí, haciendo acopio de valor.

—Flaco favor os hizo vuestro mentor, pero no sé por qué me sorprende. Viniendo de donde venís es completamente comprensible.

—¿Tenéis algún problema con el lugar de donde vengo, caballero? —repuso Sylvain, levantándose de su asiento terriblemente ofendido.

—No, Francia es un país admirable, pero sospechaba que su gente era tan ridículamente inculta como hace trescientos años, y vos me habéis hecho comprobarlo.

—Darrell, no sigas por ahí —dijo Taggart, irguiéndose en su asiento—. Déjalo ya y márchate.

—Para haber estado vivo desde hace trescientos años os conserváis bastante bien, señor —sonrió Sylvain con suficiencia, sabiendo perfectamente a lo que se refería—. ¿Cómo os sentísteis tras la batalla de Formigny? ¿Recordáis lo que ocurrió?

Aquello bastó para que Darrell no volviese a responderle por un rato. Sostuvo su mirada en un silencioso duelo que, si bien no le supo a victoria, sirvió para demostrarle que no estaba dispuesto a que le faltase el respeto a su país.

Darrell se dedicó a ejecutar una elegante reverencia, echando a andar hacia la puerta de la taberna con donaire, provocando que todos los allí presentes lo siguieran, en silencio, con la mirada.

—Con un poco de mala suerte continuaremos con este entrañable encuentro en otro momento, monsieur —dijo el inglés con cierta sorna y una cínica sonrisa—. Si me disculpáis.

Y así se fue. Si no hubiera sido porque la vidilla del vino lo había hecho reaccionar y contraatacar, Sylvain habría hecho uso de sus manos para propinarle una merecida bofetada. ¿Qué se había creído?

—No se lo tengáis en cuenta —le dijo Taggart al cabo de unos segundos—. El pobre tiene bastantes problemas encima y a veces no sabe lo que dice.

—Todos tenemos problemas y no por ello hemos de volcarlos en los demás —respondió Sylvain, llevándose una mano a la sien.

Al haber dicho esto último en francés sin darse cuenta, Clementine pareció volver en sí. Sorprendida, vio como su señor suspiraba para luego sentarse de nuevo a la mesa. Sylvain, recapacitando al cabo de unos instantes, se percató de que aquella era la primera vez que se había enervado tanto en público.

Tal vez había bebido demasiado, pensó.


* * *


«Las tardes en tu ausencia son cada ves más largas. ¿Cuánto más he de soportar esta terrible espera, Sylvain? ¿Cuánto más he de sostenerme para no caer en la tristeza? Si te soy sincero, me encuentro tan decaído que apenas escribo. Tan sólo tus cartas son mi excusa para recordar el cómo se hace, y ni aún así consigo recuperar el ánimo. La pluma se presenta como una extraña a mis dedos, y ya siento que dentro de poco olvidaré por completo como usarla. No quiero, pues, deprimirte si acaso pensabas que en estos momentos mi estado emocional mejoró. Únicamente y, como en todas mis cartas, te pido egoístamente que vuelvas, porque si ya me han causado estragos seis meses de doce que tiene el año, ¿qué harán de mí esos doce, o veinticuatro meses incluso? ¿Qué será de mí cuando apenas recuerde cómo curvabas tus labios en esa sonrisa, tan tuya como mía a veces? La pena me corroe de una forma que jamás había experimentado, y mis padres no paran de atacarme con preguntas. Creo que mi madre sospecha a qué se deben mis penares, pero siempre se muestra comprensiva conmigo.

Por otra parte, la vieja París que nos vio nacer tampoco goza de buena salud. La gente parece que ha tomado la costumbre de amotinarse ante las Tullerías, reclamando los derechos que nunca nos concederán. Dien que existe la posibilidad de que se convoquen los Estados Generales de aquí a muy poco, pero eso es tan improbable como que llueva hacia arriba. Los del club no hacen más que recopilar quejas y redactar extensos informes sobre los problemas que azotan nuestros cimientos, pero no actúan. Siento que parte de mí está luchando contra sus propias rejas sólo para poder ver la luz del día y empuñar una bayoneta, mas esto es, sino un suicidio, una completa locura. No descarto y, bien lo sabes, que el día en el que se me presente la ocasión por fin, haré uso de mi libertad y fuerzas para reconstruir la Francia por la que tu hermano decidió marcharse. Todo esto no es más que el esbozo de una idea casi imposible, pero se palpa la esperanza en el ambiente, entre la gente. Estamos cerca de agarrarlo, pero todavía nos faltan más manos para lograrlo. No quiero alarmarte más de lo necesario. Cuando las cosas estallen te mantendré al corriente, tal y como llevo haciendo desde entonces.

Mientras tanto, aun cuando me rehúso a salir a la calle para unirme esas protestas, tu siempre etérea imagen me acompaña. Si termino por volverme loco, será por una buena causa. Es con esto con lo que me doy cuenta de lo frágil y débil que es el ser humano. No son las balas ni los cañones los que nos aportan esa seguridad que buscamos, sino el más simple y desinteresado amor que alguien pueda verter sobre nosotros. Mas sobre mí, ahora que lo pienso, debió de caer una catarata. Pero hablemos ahora de ti.

¿Qué es de tu vida por aquellos lares? ¿Cómo pasas el tiempo que nos distancia? Sólo las palabras de tu puño y letra adormecen mis dolencias momentáneamente. Necesito saber que aún no me has olvidado, y que no lo harás ni mañana ni al otro. Sabes, pues, que si en mis manos tuviese los medios necesarios, por mi propio pie corría a buscarte, para seguir las huellas de tus botas.

Estarás cansado de oírme lloriquear a través de estas cartas, cosa harto ilusa, porque tan sólo puedes leerme. Pero Sylvain, ¿qué hemos hecho para sufrir este inminente destierro? ¿Qué deshonra contra nadie hemos cometido? A veces, mientras paseo por aquella colina donde nos conocimos, empiezo a creer que todo esto no es más que una prueba. Una prueba impuesta por el cruel y escéptico destino para que le demostremos cuan verdadero es lo que sentimos.

Todavía no es de noche y, la luz, que paulatina se va apagando y que así lo espero por muchos lustros, ilumina mi corazón con tu memoria. Todavía no está todo perdido.

Por siempre tuyo,

Jacques»

Compungido, Sylvain besó la carta por unos segundos mientras dejaba que la frustración y la impotencia aflorasen mediante lágrimas. Jacques... ¡Su pobre Jacques! ¿Por cuánto tiempo más vería, su dolor reflejado en su extensa correspondencia? ¡Qué tanto daría por poder abrazarlo y acunarlo como siempre hacía! Poco o nada podía hacer si tan sólo se limitaba a escribir, recibir cartas y llorar. Mas, ¿qué otra opción tenía? Las ganas de coger un caballo y volver a casa era tan tentadora... Desde hace unos días esa idea le rondaba la cabeza, sinuosa, pero era tan descabellada como imposible.

Pensativo, Sylvain se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación con la carta aferrada a su pecho. ¿Y si verdaderamente lo hacía? ¿Y si se escapaba y se plantaba en París? Oh, no. La pronta imagen de su madre iluminó el lado oscuro de su mente, mostrándose pálida y encamada. Si por algo estaba allí era por ella, por el único familiar viviente además de su tío que le quedaba en aquel mundo. Había marchado a Italia sólo por ella y porque, junto con Savary, se sentía el máximo responsable de su atención. Si se marchaba, eso supondría el fin seguro de su madre. Dudaba que, aunque llegase a París, valiese del todo la pena.

¿Qué mayor desgracia existía que eclipsase la suya? Sintiendo que sus pies le guiaban solos hasta el alféizar de la ventana, el Lemierre apoyó su frente contra el cristal, apesadumbrado a más no poder. Era inútil seguir trazando líneas en el agua, y contempló el lirio de su buró, seco.

Estando echado sobre la cristalera, desvió inintencionadamente su mirada hacia el exterior. A diferencia de su auténtico hogar, la casa de su tío Boulard no poseía tan vastos jardines alrededor. Tan sólo contaba con una pequeña parcela hasta la entrada de la finca, adornada con una sencilla fuente central. No estaba aislada, ya que a apenas cien metros se erigía otra vivienda, y así extendiéndose hasta el centro más concurrido del pueblo, donde las calles y sus dimensiones se estrechaban.

Distraído, se dio cuenta de que una figura bastante conocida para él entraba en dirección al edificio. Tras reconocerlo frunció el ceño, y fue por ello por lo que se incorporó para poder observar lo que hacía.

¿Qué hacía Taggart con una cesta repleta de verduras bajo el brazo?

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro