16. Cinco minutos

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Algo desconcertado por la calurosa bienvenida que su tío Ludovic le dio, Sylvain pudo comprender al momento que se conocían más que de sobra.

Taggart, habiendo ejecutado una pomposa reverencia, saludó al viejo Ludovic de buena gana, estrechándole la mano con fuerza. Seguramente, pensó Sylvain, su tío habría pasado las tres cuartas partes de los inviernos en aquella taberna.

Sin moverse, contempló desde su clandestina posición cómo el cocinero italiano le ofrecía aquella gran cesta llena de productos vegetales. Ludovic la cogió bastante entusiasmado, e invitó al hombre a entrar en su morada, entre risas y palmadas en el hombro. Ya por simple curiosidad, Sylvain bajó las escaleras que conducían a la planta principal. Que no faltase la cortesía por su parte.

Incluso antes de llegar al vestíbulo, ya oía la característica voz del italiano que, con los altibajos tonales propios de su idioma, chapurreaba un francés algo pobre.

—Productos caseros, de la huerta de Casiraghi —había dicho Taggart. Uno de los sirvientes de su tío acudió para guardar aquella cesta, acompañado por Chrystelle—. Según me ha contado ese viejo perro, estos son los excedentes de la temporada. Excelencias de la casa.

—¡Ah! El bueno de Otto —rió Ludovic al oírlo—. Desde luego... Siempre acaba echándome a mí las sobras. ¡Como si fuera yo el perro!

—¿Y no lo eres?

—Mi querido Taggart —dijo Ludovic, dándole unas palmaditas en el hombro—. Que tu buen humor no cambie nunca.

—Lo mismo digo, viejo diablo.

Alarmado por el tono de la conversación, Sylvain no pudo evitar sobresaltarse. Cuando su madre decía que Ludovic apenas conservaba costumbres francesas, supo bien a qué se refería a partir de entonces. Tras él, la coqueta figura de Anne-Marie se materializó de la nada, pues ni su hijo no la oyó llegar.

—Si nuestro padre viviera ya te habría desheredado por soez, Ludovic —se quejó ella, molesta—. ¿A qué se debe esta endiablada jerga? ¿Y vos? ¿Quién sois y que hacéis aquí?

—Mi querida hermana, os presento al hombre más honrado de Livorno —anunció Ludovic visiblemente complacido.

—Taggart Luchetti, a vuestro servicio —el italiano ejecutó una segunda reverencia aún más pronunciada que la anterior— ¿Qué se os ofrece?

—Eso mismo debería preguntarlo yo —repuso la mujer, permaneciendo junto a Sylvain.

—¡Oh, bueno! Taggart tan sólo nos ha traído algunas reservas para el inventario de la cocina. Excelencias de... ¿Cómo habías dicho?

—Excelencias de la casa.

—Excelencias de la casa, por supuesto. Un detalle por parte de Casiraghi. Lo conocéis, ¿verdad, hermana?

—Eso me temo —asintió ésta, con un suspiro—. En fin, gracias por su atención, señor Luchetti. Supongo que no todos los días recibe uno esta clase de visitas.

—En París no sé yo, mi señora. Pero aquí es normal que las visitas entren en casa sin avisar. De hecho, si no se anda con ojo, es posible que encuentre gente durmiendo en sus cocinas.

—¡Barbaridades! —exclamó asustada.

—Verdades como puños —le sonrió el italiano—. Pero no os preocupéis. Aquí le tenemos un mínimo de respeto a los forasteros.

—Y más os vale, por lo que más queráis.

—Son gente cariñosa, nada más —dijo Ludovic, sonriente—. Pero dime, Taggy, ¿qué noticias me traes?

—¡Las más frescas del día!

—Ilumínanos, pues.

—Con gusto. Acabo de enterarme de que Maystone el Cuervo organiza un baile local en su residencia dentro de un mes, y pretende que acuda más gente que en la última ocasión. No sé cómo va hacerlo, pero está convencido de que va a conseguirlo, y tú también estás invitado.

—¿Maystone el Cuervo? ¿Quién es ese pobre hombre? —preguntó Anne-Marie algo desconcertada.

—Darrell Maystone —respondió su hijo en tono condescendiente, recordando su primer encuentro—. Es un pintor inglés de por aquí, al parecer.

—Y de los buenos, mi señora.

—¿Es eso cierto? Qué maravilla, seguro que debe de tener conexiones bastante buenas por los alrededores —dijo Anne-Marie, pensativa—. ¿Cuándo decíais que era el baile?

—El último domingo del mes que viene —asintió Taggart, satisfecho.

—No se hable más, pues. De buen grado nos pasaremos por allí a echar un vistazo, ¿verdad, queridos míos?

Lo dijo refiriéndose a Ludovic y Sylvain, pero fue el primero el único que asintió, conforme.

—No creo que os acompañe, madre. Id y disfrutad por mí.

—No esperaba recibir una negativa por tu parte, Sylvain. ¿A qué se debe esa carantoña?

—He tenido el gusto de conocer al señor Maystone en persona y dejadme deciros que, tal vez, no os agrade su comportamiento.

—Le doy la razón al chico —intervino Taggart con un suspiro—, aunque no todo es piedra cuando uno lo conoce mejor.

—Pero vos lo conocéis desde hace más tiempo. No creo que nada más conoceros os humillase públicamente.

Reprimiendo una sonrisa burlona, Taggart intercambió una fugaz mirada con el viejo Ludovic, divertido.

—Sylvain, consideraos afortunado.

—A saber qué demonios os hizo...

—Bueno, ¡caballeros! Creo que ya es suficiente y tú, Sylvain, vendrás conmigo —Anne-Marie dio unas palmaditas—. ¿Dónde vive Darrell Maystone?

—¡Madre!

—¡Anne-Marie! —se rió Ludovic— Ya sabía yo que no te perdías una.

—Decídmelo a mí —murmuró Sylvain, apoyándose en el dintel de la puerta.

—No es por ofender, pero una necesita algo de diversión de vez en cuando, y no es que tú seas un perfecto anfitrión, hermano mío.

—Bien sabes que sólo bromeaba —sonrió Ludovic.

—Eso espero, mas no nos enredemos más. ¿Dónde vive ese artista?

—Su residencia se encuentra al otro lado del monte que tenéis allí enfrente, pero no se tarda demasiado en llegar. Tan sólo son unos veinte minutos a pie.

—Estupendo. Procura buscarte algo que no hayas vestido en las últimas tres semanas, ¿de acuerdo cariño? —dijo, dirigiéndose a Sylvain.

—Pero yo no pienso ir, madre. ¿No me habéis oído?

—Sylvain —protestó la mujer—, ¿qué clase de mal te ha hecho ese hombre como para oponerte de esta forma? Válgame el cielo... ¡A veces parece que tienes siete años! ¿No puedes comportarte un poco?

—Tal vez me comportaría si vos respetárais el hecho de que no quiero ir.

Como si el tiempo se escurriese con exagerada lentitud, Sylvain se permitió el lujo de inhalar profundamente para exhalar de la misma forma. La señora Lemierre parpadeó algunas veces antes de responder, visiblemente conmocionada.

—Está bien, pero tú y yo vamos a hablar de esto en otro momento —admitió su madre con severidad, intentando recomponerse.

—Por supuesto —Sylvain ejecutó una sentida reverencia a modo de reverencia—. Me retiro, si así me lo permiten.

E, intentando mantener la calma, Sylvain echó a andar con el simpático beneplácito de Taggart y su tío. Se detuvo, no obstante, tras las paredes del recibidor, a punto de subir las escaleras.

—Los jóvenes de hoy día —le oyó decir a Ludovic—. Le entiendo. A su edad tampoco me gustaba asistir a esos bailes.

—Tampoco le culpo —dijo Taggart.

—Es precavido tratándose de ese pobre Maystone.

—Ah, Darrell... Es un poco torpe con la gente, nada más. Pero descuidad, señora. Es un auténtico caballero inglés.

—Más me interesa saber qué le ocurre a mi hijo —repuso Anne-Marie provocando que Sylvain torciese el gesto desde su escondite—. Algo me lo ha cambiado, y no acierto a a averiguar qué es.

—Puede que sólo sea la edad —dijo su hermano—. Dale un poco más de tiempo para que se acostumbre a todo esto.

—Eso intento, pero ya han pasado seis meses desde que vinimos... Además, ¿qué le ha hecho o dicho ese hombre como para que se niegue a venir? Siempre ha sido un muchacho reservado y prudente. No entiendo qué ha podido ocurrir como para que reaccione así.

Algo tan sencillo como que le había faltado el respeto, pensó Sylvain, apenado. No sería sorprendente que tratase a su madre del mismo modo en cuanto supiese que era una Lemierre.

—La primavera la sangre altera, Anne-Marie. A decir me atrevo que, a pesar de las excentricidades del señor Maystone, ese personaje no alberga mayor maldad que una mosca —afirmó Boulard retorciendo su mostachito, divertido.

—Mi hijo no es tan prejuicioso, Ludovic.

—Entonces, verdaderamente Darrell hizo uso de sus encantos tan poco convencionales.

—Si asisto a ese baile del que me habláis, me gustaría saber de qué tipo de persona estamos hablando de verdad. Así que, si gustáis, rogaría que por favor se dejasen de tanto misticismo. ¿Estamos?

—Y muy bien, además —coincidió Taggart con otra sonrisa—. Gracias por preguntar.

—No empieces otra vez, Taggart.

—Está bien, está bien. Lo mejor sería que lo viéseis vos en persona para saber de lo hablamos, señora. Necesitaríamos días para explicároslo en vano —dijo Taggart.

—¿Y cuento con la compañía de...?

Sylvain, deseoso de que no reclamase su presencia en aquel momento, agudizó el oído todavía más. Cuando quiso darse cuenta, Savary le observaba con una mueca curiosa en el rostro desde el inicio de las escaleras, en el piso de arriba. Seguramente se preguntaría qué diantres estaba pasando.

—Con la mía si para entonces tengo ganas de ir —asintió Ludovic.

—Y con la mía si Casiraghi se digna a cerrar esa dichosa taberna de una vez.

—Decente compañía, pues —sonrió la mujer, complacida—. Decidido está. Posiblemente lleve conmigo a alguien de mi servicio personal.

—Pues muy bien decidido está. Ya veréis como os lo pasaréis en grande.

—Bueno, no nos aventuremos a asegurar nada. Tan sólo voy a ver qué se cuece por allí.

Dejando que continuasen con su animada conversación, y temiendo que la estuviesen engatusando en vano, Sylvain reprimió un profundo suspiro. Al darse la vuelta para subir a su habitación, se encontró con la interrogante mirada de su mentor, tan peligrosa como ávida a la vez. No obstante, se limitó a sonreírle, ardiendo en deseos por no entretenerse demasiado con él.

—Sabéis que alcanzo a leer la mente de cualquier hombre que se precie, señorito —canturreó Savary, dejando entrever una sonrisa divertida.

—No lo pongo en duda, monsieur —murmuró Sylvain, con los nervios a flor de piel—. Si me disculpáis... Tengo que hacer algo importante antes de que se me olvide.

—¿Importante? Hace un día demasiado espléndido como para preocuparse y andarse con prisas, jovenzuelo.

—Eso mismo pensaba yo hace cinco minutos.

—Otros cinco minutos os robo entonces —dijo, atusándose el chaleco—. Tenemos que hablar.

Siempre habría creído que el tenemos que hablar de su madre no podía ser superado por ningún otro, pero acababa de descubrir que estaba muy equivocado. No supo con certeza cuál de los dos lo aterrorizó más.

—¿Qué ocurre?

—Algo, y no os miento, pero creo que...

—¿Sí? —insistió Sylvain, impaciente.

—Creo que mejor os lo comentaré en otro momento.

—¿Tan grave es, Savary?

—Bueno, no es algo que vaya a quitaros el sueño si tenéis la conciencia tranquila.

—Me temo que eso no me sirve, señor.

—¿Quién dijo que la intriga fuera útil? —finalmente, Savary meneó la cabeza—. Olvidadlo. Probablemente la edad me esté provocando alucinaciones.

—Como queráis —murmuró Sylvain desconcertado, arrastrando las sílabas.

—A fin de cuentas tampoco era tan importante. No quiero preocuparos más de lo necesario, muchacho.

—Dudo mucho que mi preocupación desaparezca con eso que acabáis de decir.

—Cierto, muy cierto. Sylvain, ¿alguna vez hemos hablado sobre lo que supone conocer la realidad y la verdad en sí misma?

—Esto... —¿A qué venía aquel cambio tan radical de tema?— Me temo que no, señor ¿Puedo preguntaros qué se supone que...?

—Algunos sostienen que la realidad, de existir tal y como existimos tú y yo, no sería como creemos que es realmente —dijo de pronto, muy convencido por lo que decía—. Por tanto, en caso de que no existiese esa verdad que andamos buscando no habría necesidad de dar ninguna explicación lógica a nada y, por consiguiente, no sería necesario interrogar a nadie cada vez que se comete un crimen, porque nadie confiaría en que existiera la realidad tal como es. ¿No es fascinante?

Como si acabase de tragarse una bola de lana, el pobre Lemierre no supo si buscarle sus jarabes o si responder cortésmente. De vez en cuando lo asaltaba con preguntas apabullantes, con total naturalidad, pero aquello era distinto. Aún mantenía la ferviente esperanza de que todo aquello no fuese otra de las tretas de su ingenioso maestro.

—Sería fascinante si pudiese alcanzar a comprenderos, pero mi nivel intelectual no me lo permite todavía, monsieur...

—No importa. Siempre puedo haceros otra pregunta más sencilla.

—Adelante, pues.

—Muy bien —por unos momentos, parecía que acabara de meterse por completo en su papel—. ¿Tenéis prisa, Sylvain?

—Ninguna, señor. Esos cinco minutos dejaron de importarme hace otros cinco.

—En ese caso, os debo diez.

—Once, si seguimos así. ¿Os importaría ir al grano?

—En absoluto, muchacho. ¿Hace cuánto que vuestro corazón late por ese endiablado Chardin?

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