17. La Piedad

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Sylvain retrocedió unos pasos. De pronto, la agitación causada por la circulación de su sangre hormigueó en sus sienes y manos, y supo a través de aquello y no por las palabras de Savary que todo había acabado.

—No hace falta que me respondáis ahora —había dicho Savary con serenidad—, y tampoco es necesario que corráis a ocultaros a una cueva perdida en los bosques suizos. Os guardaré el secreto, si así lo deseáis.

Como si fuese a encontrar la respuesta en los ojos de su mentor, el Lemierre desistió en su tediosa tarea y bajó la mirada, tragando saliva.

—Puesto que es absurdo negar lo evidente, os ruego que mientras esto persista en vuestro conocimiento no oséis iros de la lengua en ningún momento si ninguno de los dos queremos arrepentirnos de ello —dijo Sylvain en un murmullo.

—¿Es una amenaza?

Dado que no supo como entender ni lo que él mismo acababa decir, el joven se llevó una mano a la frente y negó efusivamente con la cabeza.

—Es una advertencia con represalias.

Tras mirarle por largo rato, el más viejo se echó a reír con ganas para su creciente desconcierto.

—Sylvain, os aseguro que ahora mismo no podéis recordarme más a vuestro padre —pudo decir el otro, una vez más calmado—. Por Dios... ¿Quién me lo iba a decir?

—¿Quién iba a deciros el qué? Señor, no encuentro esto nada divertido.

—No tiene demasiada importancia, aunque he de comunicaros que os lo dije hace bastante tiempo —por fin recuperó su seriedad—. Más sabe el diablo por viejo que por diablo, pero en su momento no entendisteis lo que quise explicaros.

—¿Me estáis diciendo entonces que...? —bajando la voz hasta unos niveles imperceptibles, el joven parisino se aproximó hasta su mentor— Por todos los santos, ¿por qué me decís esto justo ahora? ¿No podéis ser más discreto?

—Por las preguntas que acabáis de formularme deduzco que le concedéis mayor importancia al momento presente que al cómo lo sé. Curioso.

—¡Monsieur! ¡No estoy para bromas! —siseó furioso— Además, sé que vos mismo lo sois también. No estáis en posesión de una verdad que pueda derrumbarme.

Sorprendido por lo que acababa de oír, Alain Savary abrió los ojos aún más. Por aquel gesto, Sylvain supo que la había fastidiado hasta el fondo.

—Muchacho, ¿a qué os referís con que yo también lo soy?

Odiaba cuando las palabras exactas que ansiaba vomitar revoloteaban en su mente, reticentes a conocer el exterior. Cuidando que su madre ni su tío saliesen del salón, Sylvain procuró tranquilizarse y poner en orden sus ideas, cosa harto ardua cuando, precisamente, una de las personas en las que más confiaba acababa de descubrir su más preciado secreto.

—Que vos también sois... Ya sabéis a lo que me refiero —tragó saliva costosamente—. Sodomita.

—Pero, ¿qué...? —rompió de nuevo a reír, para la creciente confusión del joven— ¿Acaso creéis que soy yo ese que también anda fuera de la ley?

—Esperad, esperad —dijo, asimilando lo que acababa de decir—. Primero de todo, ¿Chrystelle os lo dijo?

—Más bien lo averigüé por mi cuenta después de hablar con ella, pero olvidáis que estoy al tanto de todo lo que se cuece entre el servicio y el señorío.

—¿Entonces? ¿No sois vos?

—No hijo, no. No soy yo, pero no creo que tardes en descubrir quién es —sonrió, apoyando una mano sobre la barandilla—. Tranquilizaos, ¿sí? Tenéis suerte de que haya sido yo quien lo haya averiguado, Sylvain. De lo contrario, habríais tenido que pagar un precio bastante alto por mantener vuestra intimidad a salvo. Los chantajeadores andan por cualquier parte.

—Pero, señor...

—Ahora no, Sylvain. Creo que tenéis bastante material con el que derretir vuestros sesos pensando. Taggart acaba de salir. Volved a vuestros aposentos.

Comprendiendo a qué se refería, sintió como si sus pies y brazos actuasen por sí solos, desplazándolo instantáneamente hasta el piso de arriba, antes de que su madre cruzase el umbral de la puerta. Consciente de que, efectivamente, su cabeza iba a arder, se apresuró para encerrarse en su humilde alcoba, sudando.

¿Qué había pasado? Sylvain supo cómo relajarse y recuperar la calma. Pensando inicialmente en las últimas palabras de su mentor, se tranquilizó bastante. Cierto era que había sido afortunado. Si otra persona se hubiese enterado antes de su condición, probablemente ya hubiera sido lanzado a la pira, pero... ¿Cuál, de todos los pequeños detalles que se le habían escapado por accidente habían dado pie a que Savary averigüase la verdad? Sabía que no se habría enterado por la buena de Chrystelle, al menos no directamente. ¿Querría aquello decir que ambos estaban compinchados a sus espaldas?

Cuando quiso darse cuenta se halló sentado contra la puerta, con la cabeza entre sus manos. Por otra parte, si Savary no era el que también huía de la ley ¿quién era? ¿En qué o quién debería pensar a partir de entonces? Claro estaba que lo había juzgado sin ningún tipo de pruebas.

Angustiado, Sylvain se levantó y ocupó la silla que lo acercaba al escritorio. Sobre la mesa descansaba una de las cartas de Jacques, en cuyo envés se distinguían a la perfección los elegantes y sinuosos trazos de su caligrafía. Tras haber soltado un profundo suspiro en su ausencia el muchacho tomó la carta sin leerla, y la sostuvo en alto.

—¿Por qué me está pasando todo esto? —murmuró, como si al dirigirse al papel le estuviese hablando directamente a su autor.

Centrando su atención en la carta, como las otras últimas que había recibido, se le revolvía el estómago en una mezcla de miedo y emoción.

Por una parte, Jacques continuaba firmando casi con su propia sangre que jamás de los jamases lo olvidaría, pero por otra... La sombra de la inminente revolución comenzaba a usurpar sus mente. Tal vez exagerase, pero le daba la ligera impresión de que, poco a poco, la atención del joven sastre se iba centrando más en París, especialmente en las pequeñas revueltas callejeras que tenían lugar de vez cuando, y de las cuales Sylvain no conocía ni la mitad.

Siempre había sabido que Jacques era un inconformista, por no decir un rebelde empedernido y un liberal, pero nunca se había atrevido a atribuirle la etiqueta de radical. No era alguien violento, y nunca lo había sido, mas la duda comenzaba a florecer en el Lemierre. Evidentemente, Jacques no le iba a decir en sus cartas que había aporreado a la guardia real con un cazo, pero el simple hecho de que no parase de comentarle ese cambio tan esperado y necesario para los franceses lo asustaba cada vez más.

Sylvain, mordiéndose un labio con nerviosismo, se obligó a olvidar aquellas hipótesis al instante.

Como si aquella carta fuese a responderle, intentó evocar la voz de aquel a quien tanto añoraba, descubriendo de buen grado que todavía recordaba todos los ápices que caracterizaban su timbre.

No obstante poco le duró el descanso. Pronto, el inequívoco sonido que los tacones de su madre hacían al pisar llamó su atención, y por costumbre se mantuvo alerta. En efecto, llamó a su puerta.

—¿Qué se os concede, madre? —inquirió el joven abriendo. Entonces, pobre de él, cayó en la cuenta de que no había guardado aquella fogosa carta.

—Quisiera hablar un momento contigo, Sylvain. De madre a hijo —respondió. Entre tanto, el muchacho ya había vuelto para ocultar discretamente los papeles, indicándole con un gesto que la estaba escuchando—. Comprendo que no suela coincidir contigo en muchas cosas, lo cual agradezco enormemente porque, si no, seríamos realmente copias odiosas.

—En eso estamos de acuerdo —dijo, sonriéndole.

—Eso pensaba —suspiró Anne-Marie—. Verás, Sylvain... Hay veces en las que creo que no soy una buena madre, o que no estoy a la altura como para lograr entenderte.

Desconcertado y a la vez intrigado por lo auténtico de sus palabras, Sylvain la invitó a sentarse en unas sillas junto al ventanal. ¿Estaba oyendo bien?

—Pero, ¿por qué me decís eso ahora? —preguntó con cautela.

Sin responderle al momento, Anne-Marie dejó escapar un largo suspiro. Al dirigir su mirada al suelo, Sylvain comprendió que lo que iba a decirle no era nada para tomarse a la ligera.

—Hijo mío... Desde lo de tu hermano e incluso desde tu padre... ¿Qué estoy diciendo? Especialmente desde que murió tu padre, parte de mí se fue con él para no volver jamás. Desde entonces procuré ser una madre ejemplar en todos los sentidos, para buscaros a ti y a Charles lo mejor que podría ofreceros en esta vida.

—Y nos lo habéis dado siempre que habéis podido, madre —dijo Sylvain—. Personalmente, no me debéis nada ahora mismo.

—Incluso aunque ese fuese el caso, no me refiero a eso —sonrió tiernamente.

—Soy todo oídos.

—Verás... Siento que apenas te conozco siendo mi propio hijo. Presiento que, muy a mi pesar, nuestra relación se ha enfriado bastante a lo largo del tiempo y... —levantó la mirada para contemplarlo, tomándole una mano con fuerza— eres lo único que me queda en este mundo. Te va a sonar extraño viniendo de mí, pero quiero que volvamos a ser como cuando eras pequeño y cuidábamos pajarillos juntos, ¿recuerdas? —una nueva sonrisa iluminó su rostro, en busca de una ilusión perdida— Te encantaba rescatar gorriones y vencejos del río y sus alrededores. Hasta llegaste a dibujarlos.

—Cielos, es cierto —coincidió él, rememorando aquellos tan dulces y cálidos momentos—. Todavía guardo esos dibujos escondidos en el roble de la colina, donde nadie puede encontrarlos —hizo una breve pausa para tomar aire—. Pero no debéis preocuparos por nada al respecto. Sigo siendo el mismo de siempre, y os estimo de la misma manera que he hecho siempre.

Tras mirarle por largo rato, madame Lemierre frunció el ceño con cierta tristeza, no muy convencida.

—Entonces dime, ¿por qué te siento tan cerca y tan lejos a la vez? —inquirió gravemente— Bien sabes que puedes confiarme todo cuanto quieras sin límites, ¿verdad? Sabes que siempre intentaré hacer cuanto esté en mi mano por protegerte y velar por ti. Dime el por qué de este vacío entre nosotros, tan frío e inadvertido a nuestros ojos.

Asustado y encandilado por aquellas palabras, Sylvain se vio a punto de desmadrarse en confesiones. ¿Y si se lo decía? ¿Lo destrozaría todo o simplemente supondría la clave para ahondar en aquella confianza maternal de la que le hablaba? Ardía en deseos por deshacerse en lágrimas en su regazo y contarle absolutamente todo cuanto había vivido y sentido, pero el miedo lo superaba.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó alarmada al verlo— ¿Por qué parece que vayas a llorar de un momento a otro?

—No es nada —dijo, sosteniendo una sonrisa al apartar la mirada de ella—. Es el cansancio. Hace que me lloren los ojos cuando fijo mucho la vista.

—Sylvain, te suplico que me cuentes lo que te atormenta. Te llevo observando bastante tiempo, y nada me pasa desapercibido —aferró su mano con más fuerza aún—. Vamos, cuéntamelo, vida mía.

—Mamá, yo... —ahora no le salía la voz. Impotente, reducido a ceniza y terriblemente débil de nuevo, Sylvain sintió como las lágrimas volvían a sus ojos— No puedo. No puedo hacerlo.

Y rompió a llorar como el crío perdido y desamparado que aún llevaba dentro.

—Mi niño —susurró Anne-Marie, inmediatamente resguardándolo en el único abrazo que podría salvarlo.

No obstante, no fue Sylvain el único que lloró. En menor medida, la emoción o, tal vez el miedo, también se adueñó de su madre, quien lo abrazó con fuerza tal y como solía hacer algunos años atrás.




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