18. Redención

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Casi sintió que rozaba el paraíso con la punta de los dedos, logrando visualizar al otro lado el Edén repleto de paz y serena armonía que andaba buscando durante tanto tiempo. Se sentía arropado por ese calor maternal, inigualable en el mundo, donde ni una bayoneta siquiera podía inflingir daño alguno, aunque esto no le concedió la suficiente valentía como para dar el gran paso.

En el corto intervalo de unos tres segundos, toda su conciencia se debatió violentamente sobre el qué y el por qué de lo que le iba a decir a su madre, a la que tan recientemente había llamado mamá y a la que acababa de contemplar con nuevos ojos. Abrió la boca. Ya había tomado el aire necesario para ello. La miraba y, ella, a su vez, lo observaba sedienta de conocimientos, rogándole con silenciosa voz de terciopelo que no dudase en hablar.

Abrió la boca, pero aún no lo hizo su corazón.

—Madre, yo... Temo que no sepa cómo contároslo sin que sintáis el odio y la repugnancia que cualquiera sentiría si oye esto, mas... Me veo incapaz de expresarme con las palabras adecuadas.

—Habla, que yo te escucharé —le dijo, besando sus manos—. Ni aunque fueses un criminal dejaría de llamarte hijo mío, y bien lo sabes.

—Pues a un crimen se asemeja, si queréis entenderlo así.

—Dudo mucho que algo pueda ser tan grave como eso. Pero dime, ¿qué es esto que me trae en ciernes ahora mismo?

Surgido de la más absoluta nada, un agradable y a la vez acuciante silencio los rodeó, mas fueron las palabras de Sylvain quienes osaron resquebrajarlo, consciente o no del control de sus actos.

—Estoy enamorado —dijo al fin, tragando saliva ruidosamente—. Estoy terriblemente enamorado, madre, y temo que esto que siento aquí tan adentro acabará por matarme del todo. De hecho, hace tiempo que comencé a morir lentamente por culpa de ello. No es algo que pueda evitar por mis propios medios. Aunque lo esquive, aunque lo aparte de mi mente siempre vuelve o, más bien, nunca se va —hizo una breve pausa para respirar, mientras analizaba la brillante expresión de su madre. Ésta bebía de sus palabras como si no hubiese mañana, pero aquella aparente ilusión duraría mucho menos de lo que ella esperaba.

—Sin duda eso es amor —suspiró en voz baja, extasiada—. ¿Y por tal cosa te me apenas y hundes tanto? —inquirió la buena mujer mirándolo de hito en hito, visiblemente complacida—. Hijo mío, ¡inigualable dicha me regalas! —curvando sus labios en una gran y sincera sonrisa, Anne-Marie dejó escapar una ligera carcajada de placer—. Dime, dime, Sylvain, ¿es ella tan resplandeciente como el rocío de la mañana? ¿Es de ojos profundos e infinitos? ¿Cómo es? ¿A qué nombre responde? ¡Y su familia! Dímelo, si no quieres que me muera aquí mismo de la intriga, ¿quién es la gran afortunada que te robó el aliento?

Mucho estaba tardando él en asustarse y echarse atrás. No obstante, una extraña fuerza cuyo origen le era totalmente desconocido lo empujó a continuar.

—Ella... —repitió, acongojado.

—¡Y sin habla te quedas! Verdaderamente ha de ser un ángel.

—Sí, bueno... No exactamente.

—¿No exactamente? Ni me imagino cómo de aturrullado te tendrá esa dama cuando apenas dejas de balbucear. Pero, ¿quién es? ¿Cómo se llama?

—Madre, prometedme antes que, diga lo que os diga, seguiréis queriéndome como hasta ahora, y esto os lo ruego de rodillas si hace falta.

Impactada por aquello, Anne-Marie parpadeó dos veces en pos de recomponerse.

—Pero qué cosas dices. Aunque sea una pobre moza de cocinas te seguiré mimando como el niño mío que has sido siempre, e incluso más.

—¿Y si es un hombre?

A partir de entonces, los segundos transcurrieron cuan años para el muchacho, cuyas pulsaciones amenazaban con explotar arterias y venas de un momento a otro.

El rostro Anne-Marie se mantuvo igual durante aquellos mismos y sempiternos segundos, con la sonrisa pintada en su cuidado rostro. No dejaba de sonreír. ¿Acaso lo había escuchado? ¿O acaso era él el que ya había muerto y el tiempo a su alrededor había parado? Cielos, ¿estaba muerto de verdad? No, no. Todavía respiraba y sentía los latidos contra la sien, y su madre... Ella parecía de hielo.

—¿...Mamá? —titubeó al cabo de un buen rato, con una extraña sensación de flotabilidad.

—¿Cómo un hombre? —inquirió ella al fin, con el mismo tono aterciopelado de siempre, e incluso peligrosamente más suave— ¿A qué te refieres con eso?

—M-me refiero a que si me seguiríais queriendo incluso si estoy enamorado de un... hombre, no una mujer.

—Tan fea no puede ser como para que la asemejes a un hombre, Sylvain —dijo de pronto, sosteniendo una risilla nerviosa.

—No mamá, no es ella. Es él —insistió, comenzando a perder los nervios.

—Hijo mío, me temo que no capto tu sentido del humor... ¿Cómo va a ser tan poco agraciada?

—¡No es ella! ¡No hay ninguna mujer! —exclamó, desesperado— No es ella. No hay ningún chiste, ni ninguna mujer tampoco.

—Dios mío, Sylvain —musitó, asustada por tal sobresalto—. ¿De qué me estás hablando? ¿Qué es lo que te ocurre?

—Me ocurre que estoy enamorado de un hombre. Amo a un varón y no a una mujer —y aquella fue la chispa que lo hizo estallar—. Lo amo, madre, y él me ama también. Por favor, no montéis en cólera, porque no hay mayor pureza que la que aquí reside. Sigo siendo y seguiré siendo vuestro hijo, pero por favor ¡no me apartéis de vuestro lado sólo por haberme enamorado de él, y no de ella! —doblegado por su miedo, el joven se postró a sus pies— Le quiero, le quiero con locura, con mi vida. Os juro por lo que más queráis que en toda mi existencia he sido más feliz... Porque él no es él simplemente. Él es todo, es luz, es música, es paz... Mamá, no creo que alcances a comprender todo cuanto siento y no logro decir ahora mismo, pero creedme, que no hay mentira ni en mis labios ni en mi corazón.

Tras los más largos momentos de toda su vida, el Lemierre pudo comprobar que nunca antes había hablado de aquella forma. No podía pararse a pensar en cómo se sentía ya que, muy lenta y precavidamente, comenzó a levantar la cabeza en busca de la expresión que tanto temía ver. Sorprendido, sin embargo, descubrió como su madre no lo miraba. En completo silencio, sus ojos se habían perdido en un punto infinito de la habitación, donde ni el tiempo ni el espacio parecían afectarla. Sin decir nada todavía, la mujer le indicó que se levantase del suelo. Sylvain obedeció. Intentó nadar en su rostro en busca de alguna respuesta, mas no logró hallar nada significativo.

Anne-Marie pareció coger aire profundamente, y tomó a su hijo por los brazos delicadamente.

—Sylvain —dijo ella, en el mismo tono adormecido de antes—, Sylvain... ¿Por qué te has arrodillado ante mí?

Pillado fuera de juego por su pregunta, no supo qué hacer ni qué responder. Viendo que no la comprendía, la mujer dejó escapar el aire que llevaba aguantando algunos segundos.

—Mi niño, ¿por qué te has arrodillado ante mí y no ante el Señor?

—Porque... Es a vos a quien os debo una explicación, madre. Me pedisteis que os lo contase, y os lo he contado. El Señor ya conoce todo cuánto he hecho.

—¿Y qué te ha dicho el Señor?

—No lo sé.

—Está bien, no pasa nada, ¿de acuerdo? —sonrió ella, para el creciente y desbordante desconcierto del joven— Pero, ¿por qué un hombre, hijo?

—¿Qué por qué? —repitió en voz baja— Porque... así estaba escrito.

—¿Te atraen los hombres, entonces?

—Sólo el que quiero.

—¿Y nunca has conocido ninguna muchacha ni te ha atraído?

—No.

—¿Y quién es él?

Ya había dicho lo más importante, se dijo para sí.

—Vos lo conocéis, madre. Habéis tenido el gusto de compartir amenas charlas con él cuando vivíamos en París.

—Entonces, ¿no es italiano?

¿Debería tomarse aquella pregunta como una buena o mala señal? Sylvain respiró profundamente, intentando reorganizar sus ideas y no meter más de las necesarias por medio.

—Es parisino —musitó de forma poco audible—. Es Jacques. Jacques Chardin.

—Jacques —repitió ella, abriendo los ojos aún más—. El hijo del señor Chardin... —sumida en sus pensamientos, meneó la cabeza al cabo de un rato— Jesús, ¿es él de verdad? ¿Es él a quien amas tan profundamente?

—Sí. Es él.

Antes de mirar a su hijo con algo que ni él mismo supo interpretar, esbozó otra sonrisa, ya más débil que las anteriores.

—Eres muy joven todavía para saberlo tan rotundamente, Sylvain. Seguramente estés confundiendo los límites de esa amistad tan fuerte que os une desde que eráis pequeños.

—Pero...

—Pero eres muy joven aún —respondió, levantándose cuidadosamente—. Si me lo permites, necesito estar sola un rato. Tengo que salir.

—Mamá.

Como si aquella palabra todavía la conmoviese, la mujer se volvió hacia él, con una chispa de ternura y compasión en sus ojos.

—¿Sí, hijo?

—Creedme por favor cuando os digo que lo que siento es amor, y no simple amistad. Puedo ser joven, no lo niego, pero tengo la capacidad suficiente como para saber distinguir una cosa de la otra.

Sin decir nada más, Anne-Marie dejó la habitación, habiéndolo contemplado en silencio durante algunos segundos, y Sylvain no supo qué descifrar a partir de su última sonrisa.

*  *  *

El atardecer del día siguiente se vio ricamente ornamentado con las divertidas risas de Clementine.

Había conseguido convencer a Sylvain de que volviesen a visitar el Barril de Casiraghi, pues su señor no opuso resistencia alguna. Tras lo ocurrido el día anterior necesitaba despejarse y, sobre todo, entretener su mente con algo que no fuera su madre ni su apasionada confesión. La joven Clementine desconocía la fuente de su aparente preocupación, pero eso no le impidió animarlo con su viveza.

—No, no. Se dice ragazza —insistía Taggart con su muy oxidado francés, gesticulando ampliamente con sus manos a medida que hablaba—. Ra-ga-zza.

Ragazza —repitió Clementine entusiasmada, incapaz de pronunciar aquella erre sin que sonara gutural.

—Es más suave, la lengua está en el paladar —Taggart abrió la boca de forma exagerada y señaló su propia lengua— ¿Ves?

—¡Ragazza!

—¡No!

Ambos rompieron a reír escandalosamente ante el desesperado intento porque pudiera pronunciarlo bien. Al lado de Clementine, sentado con la espalda descansando en el respaldo de su silla, un sonriente Sylvain contemplaba la escena mientras comía algunas aceitunas.

Taggart tenía la paciencia de un santo, y al igual que los allí presentes disfrutaba enormemente de aquella improvisada clase de italiano. La ternura con la que se relacionaba con Clementine hizo que Sylvain confiase más en él, pues sin duda era un alma tan caritativa como carismática.

—Me temo que tu tarea es un poco imposible, Taggy —dijo Otto mientras encendía su pipa tras las mesas del fondo—. No puedes pretender que la chiquilla hable fluidamente en una tarde.

—Oh, bobadas. Es tan inteligente como bonita, y al menos he conseguido que aprenda algo, ¿verdad? —Taggart se volvió hacia la joven con una gran sonrisa, volviendo a hablarle en francés— ¿Recuerdas lo que te he enseñado antes?

Clementine asintió con energías, recolocándose en su asiento con coqueta delicadeza. Carraspeó levemente y alzó la barbilla un poco.

Sei uno stronzo di merda.

—¡Clementine! —exclamó Sylvain, escandalizado. De igual forma no pudo evitar romper a reír a carcajadas junto con los otros dos— Por Dios, ni se te ocurra decir eso delante de nadie.

—¡Pero el señor Luchetti me dijo que podía saludar así al señor Cuervo! —protestó la chica en francés.

—¿El señor Cuerv...? Oh, ¡Taggart!

Taggart no pudo responder coherentemente tras la exclamación de Sylvain, pues estuvo a punto de ahogarse con su propia risa mientras golpeaba la mesa con un puño.

—Estás loco. ¿Quieres que la pobre muchacha sufra la ira de Darrell? —intervino Otto, secándose una lagrimita.

—¡Es cultura general! —se defendió Taggart, meneando la cabeza— Al menos podrá callarlo sin esfuerzo si el Cuervo se altera.

—Y de paso enterrarnos a todos con él.

—Os preocupáis por nada. Lo primero que debe aprenderse en una lengua nueva es el sublime arte de insultar —continuó Taggart, divertido.

—Eso no haría más que buscaros una desgracia —dijo Sylvain, todavía sonriendo.

—Quizás, pero ¿y lo divertido que es?

—¿Qué es tan divertido?

Una voz tan ronca como inexpresiva que reconoció enseguida le puso los vellos de punta.

En el umbral de la puerta de la taberna, un aparentemente despreocupado Darrell hacía su distraída aparición. Se quitó el sombrero triesquinado mientras cerraba la puerta detrás de él y, haciendo ademán de quitarse la capa, se encontró con la mirada de Sylvain al otro lado de la estancia.

Como si el diablo le hubiese pinchado, el inglés procedió a calarse de nuevo el sombrero, dispuesto a salir a toda prisa del establecimiento, pero Taggart fue más rápido que sus intenciones.

—Eh, Darrell, pie que pones dentro, culo que pones en silla. Regla número uno.

Sylvain hizo un esfuerzo por no reírse, pero pronto se le quitaron las ganas en cuanto Darrell dejó escapar un ruidoso suspiro al contemplarle. Tal vez fuera buena idea que se marchase, pensó. No le apetecía volver a irritarse cuando aquella tarde estaba siendo tan fantástica.

—Pareciera que hubieras visto un fantasma —continuó Taggart, enseguida esbozando una terrible sonrisa—. Oh, espera. Ya sé a qué se debe esa mala cara.

—No hace falta ser un genio para saberlo —rumió Darrell mientras avanzaba hacia la barra con paso pesado. Esta vez no se quitó el sombrero—. Otto, ponme lo de siempre.

Sylvain sabía que se había referido a él, pero intentó no alterarse todavía. Se limitó a cruzar los brazos sobre su pecho, pidiéndole a Clementine que no le dijese nada en italiano, pues podía ver claramente que la muchacha quería estrenarse.

Mientras Otto atendía a su habitual y casi único cliente, Taggart observó de reojo a Sylvain. Éste se temió lo peor. La sonrisa no había desaparecido de su rostro.

—Podéis seguir hablando. No planeo quedarme más de diez minutos aquí —dijo Darrell, de espaldas a ellos.

—Ya lo creo que vamos a hablar. Clementine, querida mía, ¿quieres hacer los honores? —murmuró Taggart, dirigiéndose a la muchacha en francés.

—Clementine, no —se adelantó Sylvain con un susurro, alarmado.

—¿Clementine qué? —inquirió Darrell, mirándoles de soslayo.

En cuestión de apenas dos segundos todas las miradas se cernieron sobre la muchacha, quien se quedó quieta con una aceituna a medio camino de su boca. Ruborizándose por momentos, acabó deslizándose en su asiento poco a poco, encogiéndose de hombros.

—¡Ya me la has asustado otra vez, Darrell! —protestó Taggart con sorna.

—Siento que mi presencia os perturbe tanto.

Sylvain dudó de si lo dijo con sinceridad o si, simplemente, era la indiferencia hecha persona. En cualquier caso, apartó la mirada en cuanto sintió que la atención del inglés se posaba de nuevo sobre él, probablemente con cierto hastío.

—Tranquilo. Sabes que tu compañía es siempre bienvenida —aseguró Taggart con tono conciliador—. Tan sólo intenta sonreír un poco más y esto dejará de pasar.

¿Sonreír? ¿Él? Era incapaz de imaginarlo haciendo algo así, pero a juzgar por el resoplido de Darrell supuso que aquella no era la primera vez que lo decía.

—Bueno, como sea —suspiró Taggart, descansando el rostro sobre una mano mientras contemplaba a Sylvain intensamente—. Contadme algo acerca de vos, querido. Me apetece oíros hablar.

Pudo ver cierto brillo en los ojos del italiano que lo hizo sobrecogerse. Prefirió pensar que únicamente buscaba hacer rabiar a Darrell con aquella conversación, y de ser así, de buen grado participaría.

—¿Qué queréis oír exactamente?

—Cualquier cosa que venga de vos será música para mis oídos.

—Uhm... Bueno —sonrió con nerviosismo. Tal vez no había sido tan buena idea hacerle caso.

—Mirad qué ricura, tan sonrojado. No tenéis por qué inquietaros, ¿ah? No pretendo morderos —un ápice de picardía asomó en sus ojos e, inclinándose un poco hacia su oído, añadió en un susurro—. No todavía.

—Taggart, ya basta.

La voz de Darrell volvió a resonar con fuerza en el establecimiento, provocando que los de la mesa diesen un respingo. La malicia en la sonrisa que Taggart le dedicó a su amigo provocó que Sylvain se sintiese aún más perdido. Podía llegar a entender que estuviese de broma, pero ¿qué buscaba realmente con ese comportamiento? La reacción de Darrell lo desconcertó aún más, y el propio Otto, hasta entonces silencioso, parecía estar alerta.

En algún momento de aquel duelo, la sonrisa se esfumó de los labios de Taggart, quien se sentó correctamente en su asiento bajo la atenta mirada de Darrell.

—Parece que tampoco voy a poder hablar abiertamente —se mofó el italiano, habiendo perdido su soltura.

—Sabes perfectamente que no se trata de eso.

—¿Ah, no? ¿Y de qué se trata entonces?

—De que dejes de acosarlo. Lo que buscas puedes encontrarlo de noche y en otros barrios.

Aquello le heló la sangre en las venas a Sylvain. No estuvo seguro de si supo entender lo que quiso insinuar, pero permaneció inmóvil. Algo en la expresión corporal de Darrell lo hizo creer que había estado a punto de levantarse, pues se veía tenso. Taggart, por su parte, pareció perder las ganas de divertirse. El propio Otto le indicó que lo acompañase al interior de las cocinas y, sin más remedio, tuvo que levantarse y obedecer.

—Deberán disculpar que me ausente —dijo, dedicándole una última sonrisa cortés a los jóvenes.

Sylvain vio cómo desaparecía tras una de las puertas que, poco después, se cerró tras la barra. Clementine seguía comiendo aceitunas, ajena a lo que acababa de ocurrir.

—Será mejor que nos marchemos —le dijo a la joven en un murmullo, todavía incómodo—. Se acerca la hora de cenar.

—¿Tan pronto, monsieur?

Sylvain asintió y se puso en pie, oyendo las protestas de la chica al imitarlo. Se percató de que Darrell lo observaba con gesto grave, y éste sostuvo su mirada por algunos momentos antes de arrepentirse y desviarla. ¿Estaba... nervioso? En cualquier caso no le dijo nada, y tampoco esperaba que se despidiera de él.

Fuera lo que fuera lo que acababa de ocurrir, Sylvain supo que le agradecía su intervención, aunque todavía le faltaban por atar muchos cabos sueltos. Esperó pacientemente a que Clementine saliera antes que él de la taberna, habiendo sujetado la puerta por ella con el único propósito de comprobar si había vuelto a mirarle. Creyó ver que giraba la cabeza en su dirección, pero para entonces Sylvain ya se encontraba fuera.

Echó a andar con la chica en dirección a la casona de su tío, advirtiendo que el sol estaba muy cerca de desaparecer tras el horizonte. Un pequeño hormigueo recorrió su vientre al recordar las sugerentes palabras de Taggart, y temió que descendiese más. Intentó olvidarse del tema y de aquella nueva sensación que, lejos de tranquilizarlo, sólo logró acelerarlo con su propia imaginación.












   

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