21. Britania

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Antes de que Sylvain se diese cuenta, ya se encontraba en el interior de la residencia de los Maystone. Mareado a causa del golpe e intentando cortar el sangrado de su nariz mientras alzaba la cabeza, dejó que Evelyn lo guiase hasta las espaciosas cocinas de la casa. Apenas habían llegado unos cinco invitados, a los cuales oía charlar en el salón principal, y supuso que tampoco habría llegado demasiado tarde al evento.

Habían entrado por las puertas traseras de la cocina para evitar ser visto en aquel estado, lo cual agradeció enormemente. Ni siquiera acertaba a ver la cantidad de polvo y suciedad que debería haberse adherido a su casaca. Si Chrystelle o su madre se enteraran de lo ocurrido... Se estremeció. Por nada del mundo quería darles semejante disgusto en una velada que prometía ser agradable.

Cuando quiso darse cuenta ya estaba rodeado por un par de sirvientes además de Evelyn. Todo había ocurrido tan rápido que Sylvain todavía se encontraba asimilando lo sucedido, lamentándose por no poder admirar la decoración de la vivienda todavía.

—Sentaos aquí, monsieur Lemierre —le había dicho la mujer mientras le ofrecía un taburete—. Si os sirve de consuelo no creo que os haya roto la nariz.

—Bueno, eso es algo —dijo tras sentarse, mirando hacia el techo y sosteniendo la tela contra su nariz—. Siento mucho haberos echado a perder vuestro pañuelo. Os lo compensaré.

—Oh, ni hablar. Los pañuelos están para lo que están, y ese ya ha cumplido con su buena función —le aseguró la joven—. Marco, trae agua y gasas, rápido.

El sirviente que respondía al nombre de Marco desapareció tras el umbral de las puertas, fugaz. Sintiendo que le iba a reventar la cabeza a causa del dolor, Sylvain hizo un esfuerzo por respirar hondo e intentar sobrellevarlo.

Con sumo cuidado, Evelyn retiró el pañuelo de su nariz para comprobar el estado del sangrado.

—Definitivamente esto ha sido obra del destino —dijo al cabo de unos segundos, intentando sonreír—. ¿Puedo preguntaros qué ocurrió antes de que yo llegara?

—Regresaba de recoger algunas flores para decorar un centro de mesa, y tuve la mala suerte de toparme con aquel desalmado —suspiró, sentándose a su lado en cuanto el sirviente le trajo lo que había pedido—. Ni siquiera sé de dónde había salido, y eso que acostumbro a cruzar por debajo del puente todos los días, pero se ve que estaba escrito que esto ocurriese.

Sylvain dejó que limpiase su nariz y labios con un paño mojado en agua, sintiendo que aquella noche le dolería el cuello de tanto mirar hacia arriba. Las punzadas de dolor no parecían querer irse tan pronto, y gimió lastimosamente cuando Evelyn apretó el hueso de su nariz con sus dedos.

—Lo siento muchísimo, pero he de comprobar que no está rota —murmuró, dándole un pronto fin a su agónico suplicio—, y parece que no. Tal vez se trate de una fisura, como mucho. Deberéis llevar un poco de gasa para absorber la sangre que aún pueda salir, pero esto tiene buena pinta.

—¿Cómo lo sabéis?

Tras formular aquella pregunta con voz temblorosa, Sylvain dejó que introdujera un trocito de gasa en cada orificio de su nariz. Evelyn sonrió, y dos graciosos hoyuelos se marcaron en sus mejillas. Sylvain se sintió mal de repente, pues el elaborado recogido que había ocultado bajo su tocado se había deshecho un poco. Varios mechones de cabello castaño caían a ambos lados de su rechoncho rostro, tan dulce como hermoso. Sentía, sin embargo, que le estaba robando el tiempo que necesitaría para arreglarse.

—Mi padre perteneció a la Compañía de Cirujanos de Londres en sus últimos años de oficio. Digamos que he visto bastantes narices rotas de pequeña —respondió con una cálida sonrisa, descansando las manos sobre su abultado vientre.

—Esto sí que es tener suerte, pues —se rio Sylvain, inmediatamente protestando a causa del dolor—. Ah... Gracias por haberme atendido. Confío plenamente en vuestro diagnóstico.

—Sabéis que esto es lo mínimo que puedo hacer por vos.

Antes de que Evelyn pudiera continuar hablando, el firme sonido de unos pasos aproximándose resonó con rotundidad en la estancia, y Sylvain quiso agachar la mirada ver de quién se trataba. Rápida, Evelyn de lo impidió tras sostener su barbilla en alto con delicadeza.

—Aún no —susurró con premura.

—¿Dónde están los entrantes? Los Rigoletti acaban de llegar y me temo que van a comerse los sofás si no servimos algo.

Sylvain reconoció aquella voz tan grave y varonil de inmediato, y sintió un escalofrío recorrer su espalda. No supo de qué se sorprendía, pues tarde o temprano acabaría encontrándoselo por allí. Con cierta amargura, se preguntó cómo una persona tan encantadora como Evelyn pudo haberse casado con alguien tan arrogante como él. El amor era ciego, suspiró.

—Un momento, ¿qué hacéis vos aquí? —lo oyó preguntar de nuevo, esta vez habiendo suavizado su voz. Evelyn permitió que bajase la cabeza por fin, alcanzando a verle. Darrell parecía desconcertado— ¿Qué ha ocurrido?

Sylvain no pudo evitar fijarse en la casaca roja que había elegido para la ocasión. En su vida había contemplado una prenda de tanta calidad ni belleza, y se preguntó fugazmente si aquella sería la moda inglesa de la que tanto había hablado su madre. De algún modo, Darrell lucía un mejor aspecto y, bajo su peinado cabello, sus ojos verdes parecían más verdes. Tal vez fue la luz, pensó Sylvain, percatándose de que compartía el mismo color de ojos que Evelyn. En cualquier caso, no se veía tan mayor como lo recordaba en el Barril de Casiraghi. Ahora parecía rozar la treinta.

—Este buen caballero de aquí me ha salvado la vida —respondió Evelyn con flamante alegría, procediendo a retirar los empapados trozos de gasa de su nariz con cuidado—. ¿Ya os conocíais vosotros dos?

—Sí, más o menos —murmuró Sylvain con cierto pesar, dejando que le pusiese otro par de gasitas limpias.

—¿En serio? Oh, pero monsieur Lemierre, ¿cuánto tiempo lleváis aquí?

—Eso no importa ahora, Evelyn. ¿Qué es eso de que te ha salvado la vida?

Creyendo advertir un deje de preocupación en la voz de Darrell, Sylvain se llevó una mano al puente de su nariz mientras cerraba los ojos. Si no le doliera tanto, tal vez se encontraría en mejores condiciones para responderle ingeniosamente.

—Cuando regresaba a casa, bajo el puente de piedra —comenzó la mujer, levantándose con lentitud de su asiento mientras acariciaba su vientre distraídamente—. Un borracho me asaltó, y Dios sabe qué podría haber ocurrido si el señor Lemierre no hubiese aparecido. Deberías haberle visto, Darrell. Lo tiró al suelo, pero recibió un puñetazo y, desde el suelo, le partió una rama en la cabeza. ¡Y el tipo quedó inconsciente!

Algo confuso de pronto, Sylvain intentó hacer memoria. ¿De verdad había partido la rama? No, no creyó que hubiese ocurrido así, pero dejó que el dramatismo de Evelyn fluyese. No le apetecía hacer alardes de humildad ante el pintor.

Darrell parecía estar en otro mundo en aquel momento. El desconcierto se había adueñado de su rostro y, con cautela, se aproximó a ambos.

—¿Estáis bien los dos? —inquirió, colocando una mano en el hombro de Evelyn y obteniendo un sí por su parte—. ¿Y vos, Lemierre? Vuestra nariz...

—No es grave. Ella se ha asegurado de cortar la hemorragia —respondió Sylvain rápidamente, dedicándole una sonrisa a la mujer—. No ha sido más que un susto.

—En efecto, pero todo está bajo control —asintió Evelyn con otra sonrisa—. Darrell, será mejor que atiendas tú a los invitados mientras tanto. Todavía tengo que arreglarme.

El pintor no respondió enseguida. Sylvain pudo ver el más profundo de los conflictos en su rostro, especialmente cuando lo miró. Incapaz de interpretar su ahora afligida mirada, fue testigo de cómo abandonó la cocina en silencio, dándose prisa en obedecer. Sorprendido, Sylvain sintió que se le escapaba algo, pero prefirió achacarlo a su impulsivo temperamento.

Reaccionó en cuanto el llamado Marco comenzó a cepillar los hombros y espalda de su casaca con esmero, provocándole un sobresalto. Ni siquiera había oído el comando de Evelyn para que lo hiciera.

—No sé en qué circunstancias habréis conocido a Darrell, pero os pido perdón por su brusquedad —había dicho la mujer, recogiendo los restos de gasa junto con otra sirvienta.

—Oh, no os preocupéis. Tan sólo fue un desafortunado malentendido —mintió Sylvain, reviviendo el desagradable encuentro en la taberna. Dispuesto a no dejarse llevar por la irritación, decidió cambiar de tema—. Si me permitís la pregunta, ¿cuándo salís de cuentas?

Viendo que se refería a su embarazo, Evelyn dejó escapar una pequeña risa mientras dejaba que la sirvienta continuase recogiendo el lugar. Marco dio por finalizada su tarea y, con una sentida reverencia, se despidió de Sylvain. Éste le dio las gracias fugazmente.

—Probablemente dentro de tres meses, si todo va bien. No podéis ni imaginaros las ganas que tengo de poder estrecharlo entre mis brazos.

Sylvain sonrió, conmovido. Deseó fervientemente que el amor de aquella mujer cuando se convirtiera en madre acompañase por siempre a la criatura que aún no había nacido. Ojalá tuviera más suerte que él en la vida.

—Estoy seguro de que ambos seréis unos padres excelentes —suspiró Sylvain, no muy seguro por la parte paterna.

En ese momento Evelyn lo miró con la confusión adornando sus rasgos. Ladeó la cabeza, como si no le hubiera oído bien.

—¿Ambos? ¿Qué queréis decir?

—Bueno, el señor Maystone y vos.

Hasta la sirvienta se sonrió, divertida, al oírle. Soltando una carcajada, Evelyn comenzó a menear la cabeza rápidamente.

—Oh no, mi buen señor. Darrell es mi hermano —sentenció al fin—. No nos parecemos demasiado, a decir verdad, pero sólo somos hermanos.

A Sylvain se le debió de haber quedado una cara muy estúpida, pues Evelyn no hizo más que seguir riendo con un timbre bastante agudo. Bueno, aquello parecía cambiar las cosas. Sin saber muy bien dónde meterse, Sylvain sintió que la vergüenza lo carcomía. Tal vez no debería aventurarse a dar por hecho ciertas cosas tan rápido.

—Si os preguntáis por el padre del bebé, no está aquí  —continuó la mujer sin esperar a que respondiese—. Era francés, como vos, pero un día cogió aquella puerta de allí y se fue.

—Cielo santo... Siento muchísimo oír eso.

—No os preocupéis, querido. Darrell lo lleva mucho peor que yo —sonrió Evelyn, divertida—. Desde aquel día le juró la guerra a cualquier cosa o ser viviente proveniente de tierras francesas. Supongo que ya os habréis dado cuenta de ello.

Ah, con que era eso. Sylvain no esperaba encontrar la respuesta tan pronto, pero sin duda no ayudó a mejorar su imagen del pintor. De hecho, lo hizo enojar más. ¿Qué culpa tendría él de ser de dónde era? Además, ¿qué clase de férrea voluntad tenía aquella mujer, que tan superado parecía tener aquel abandono? No era algo que esperaba que lo sorprendiera tanto.

—Bueno, eso explica muchas cosas —dijo Sylvain, poniéndose en pie también, con cuidado—. Os agradezco vuestra confianza y hospitalidad, mi señora. Me temo que os estoy robando más tiempo del necesario, por lo que os pido disculpas.

—En absoluto me robaríais el tiempo, querido, pero me temo que tenéis razón. ¿Veníais acompañado al baile?

Sylvain recordó de pronto su madre y Chrystelle deberían de haber llegado hacía un buen rato.

—En efecto. Mi madre y una doncella de confianza me acompañan. Veníamos en nombre de Ludovic Boulard.

—¡Boulard! Por supuesto que sí, nos había hablado de su hermana y su sobrino. ¿Cómo no había caído antes? —a Sylvain aquello se le antojó familiar— En fin, ¡disfrutad de la velada! Os veré en unos minutos, monsieur.

Con una elegante reverencia, Sylvain se despidió de ella. Si alguien le hubiera dicho que su vida daría semejante vuelco en una única tarde no se lo habría creído. De cualquier modo, llevándose una mano hacia su ahora hinchada nariz por instinto, echó a andar hacia el origen de las ahora numerosas risas y voces.

Pronto encontró el que creyó que era el inmenso salón principal, a juzgar por la presencia de unas veinte o treinta personas en su interior. Extasiado, Sylvain caminó con lentitud mientras el sonido de instrumentos de cuerda arrullaba sus oídos. Hacía tiempo que no se veía tan rodeado de buena música ni de tanta gente, y sintió que debería haberse animado antes a venir. Pronto sintió más miradas de las que le hubiera gustado recibir sobre él, pero no les culpó. Debía de lucir un aspecto horrible por culpa de su nariz, y se sintió de pronto un poco inseguro entre el gentío.

Buscó a su madre o a Chrystelle con la mirada, pero en el trayecto se distrajo irremediablemente con la presencia de unos cuadros que, colgados en las paredes con marcos dorados, le robaron el aliento. Algunos eran paisajes, otros retratos de gente que no conocía en absoluto pero que imponían respeto. De no ser porque estaban enmarcados habría creído que estaba contemplando a personas de verdad, o ventanas que conducían a aquellos paisajes tan realistas y hermosos. Por unos momentos se sintió un poco mal por haber menospreciado el arte de Darrell sin siquiera conocerlo. Tarde o temprano tendría que arrepentirse de ello.

—¡Sylvain! Por fin te encuentro. Dime que estás bien, te lo ruego.

La repentina voz de su alarmada madre a sus espaldas lo sobrecogió. Al darse la vuelta la descubrió, elegante y ricamente ataviada, como siempre. No esperó que fuese a dirigirle la palabra y, al oírla decir aquello, algo se rompió un poquito en su interior. A su lado, una radiante y desconocida Chrystelle lo contemplaba con el horror retratado en su rostro.

—El señor Maystone nos ha contado todo lo que ha ocurrido. Pero ¿qué te han hecho? ¿Es cierto que te las viste con un borracho para salvarle la vida a su hermana?

Sylvain no respondió todavía. Mientras su madre tomaba su rostro para examinar su nariz, se sorprendió gratamente al saber que ya habían hablado con Darrell. Algo aturrullado, tomó las manos de su madre con cuidado para alejarlas de su dolorido rostro.

—Me temo que es cierto —sonrió suavemente—. Todavía no sé cómo llegó a pasar, pero es cierto. Y no os preocupéis por esto, no es nada grave, aunque me dolerá por un buen tiempo.

—Dios mío... Me había echado a temblar en cuanto me lo contó y... Oh, ¡mi Sylvain! ¡Estás hecho todo un hombre!

Sin saber cómo interpretar lo último, Sylvain se conmovió profundamente en cuanto su madre lo abrazó con fuerza. Creyó que se le iban a saltar las lágrimas no del dolor, sino de la repentina alegría que lo invadió al sentirse querido de nuevo, aceptado. De pronto quiso preguntarle miles de cosas con respecto a lo que ocurrió la noche de la visita médica, pero se limitó a corresponder su abrazo. Puede que, al fin y al cabo, siempre fuera su hijo para ella, sin importar qué.

—Tu padre estaría orgulloso si supiera lo que has hecho... —murmuró Anne-Marie, separándose de él para contemplarle con cariño—. Prométeme que la próxima vez tendrás más cuidado, por favor.

Sylvain asintió con la cabeza, temeroso de que le fuese a temblar la voz.

—Os lo prometo, madre. Pero dejemos de hablar de mí, que estoy bien —sonrió, haciendo un esfuerzo por sonreponerse—. ¿Habéis visto lo hermosa que está Chrystelle?

—Hermosa es bien poco. Si lo hubiera sabido al venir aquí, no me habría molestado en absoluto dejarte alguno de mis propios vestidos —dijo Anne-Marie, volviéndose hacia una ruborizada Chrystelle—. Me temo que os debo una sentida disculpa a los dos, pero no es el momento ni el lugar para hablar de esto ahora. Disfrutemos en familia de este entrañable evento, ¿de acuerdo?

Sylvain compartió una enorme sonrisa con su madre y con Chrystelle, más que conforme con su proposición. Chrystelle se aproximó a Sylvain para tomar sus manos con suavidad, dándole un apretón en las mismas. Para cuando ambos quisieron darse cuenta, la señora Lemierre ya se había dado la vuelta y se encontraba charlando animadamente con uno de los invitados.

—Os dije que sería buena idea asistir con vuestra madre, pero no me imaginaba que pensáseis hacer del plan algo infalible —se rio Chrystelle, meneando la cabeza.

—Oh, ni por asomo habría pretendido romperme la nariz a propósito para que las cosas se normalizasen —respondió Sylvain, sonriendo ampliamente—. Dime, ¿cómo te encuentras?

—Mentiría si os dijese lo contrario, pero en mi vida me he sentido tan feliz, señor. Tampoco imaginaba que el caudal de los Maystone fuera tan imponente, pero no hablemos más y bailemos. ¡Están a punto de tocar la allemanda!

Sin darle tiempo a reaccionar, Chrystelle tiró de su mano para arrastrarlo consigo al centro de la sala, donde algunas parejas ya se habían alienado en sus posiciones. Sylvain quiso decirle que se sentía demasiado inseguro por el aspecto de su nariz, pero la doncella ya se había colocado.

—No sabía que supieras bailar —susurró Sylvain intentando mantener la rigidez de la postura, sintiendo que se moriría por culpa de los nervios.

—Hay muchas cosas que no sabéis de mí.

Chrystelle le sonrió tras decir aquello, y el brillante sonido de una viola da gamba provocó que Sylvain sintiese un cosquilleo. ¡Cuánto tiempo hacía que no escuchaba una! No conocía la allemanda que estaba interpretando, pero le recordó tantísimo a su vieja París que la melancolía lo arrolló.

Sosteniendo la mano de Chrystelle, ambos ejecutaron una reverencia de introducción al público junto con las demás parejas, entre el cual Sylvain reconoció a su madre. Ésta, sentada en una silla mientras abría su abanico, le sonrió con entusiasmo. Tan sólo le faltaba una persona y sería el hombre más feliz del mundo, pensó Sylvain con pesar.

Comenzando por fin la danza, Sylvain alzó su mano, permitiendo que Chrystelle diese una delicada y lenta vuelta bajo ella, al igual que las demás parejas. Se preguntó si Jacques alguna vez habría visto algo como aquello, o si habría bailado alguna vez. Sabía que aquel ambiente lo repelía como lo hacía lo religioso, y suspiró.

Con una sonrisa, le tocó dar una vuelta a Sylvain. En mitad de aquel cálido encuentro sentía que necesitaba contarle todo cuanto había vivido aquella tarde, de lo ocurrido con su madre y la transformación de Chrystelle. Dio tres toques en el suelo con la punta de sus zapatos mientras cruzaba sus pasos, dando un pequeño salto antes de tomar las dos manos de Chrystelle frente a frente.

Ya no estaba seguro de si a Jacques le interesaría conocer aquellos detalles. De igual forma, todo sería cuestión de probar y volcar su euforia sobre el papel. Ah, si tan sólo pudiera bailar con él allí, algún día...

Se dejó llevar por el dulce timbre de la viola da gamba, procediendo a dar una vuelta doble a la par que su antigua cuidadora. Ésta sonreía como si la más grande de las dichas le hubiese sido concebida, y Sylvain se contagió de su sonrisa. Agradeció enormemente que en aquella allemanda hubieran decidido no intercambiar las parejas, pues no quería ni imaginarse lo que pensarían de él al ver su nariz.

Para su sorpresa, la joven que bailaba en la pareja de al lado abrió sus ojos de par en par al verle, y le dedicó una pequeña reverencia con la cabeza apenas perceptible. Sylvain le devolvió el gesto, confuso. ¿La conocía de algo? ¿O tal vez ella ya hubiese oído hablar de su hazaña? De ser así, rezó porque nadie más se diese cuenta.

Cuando la allemanda llegó a su fin, una calurosa ronda de aplausos suplantó la bella melodía de aquel instrumento de cuerda. Cumpliendo con la última reverencia de despedida, Sylvain no tardó en escabullirse entre la gente, buscando algún asiento libre con la mirada. Chrystelle lo perdió pronto de vista, pero enseguida otro joven de buen porte la invitó a bailar la siguiente danza.

Sylvain había comenzado a marearse un poco, y no tardó en hallar una silla donde descansar, en un lateral de la sala. Se llevó una mano a la sien, masajeándola lentamente. A su lado, una pareja de avanzada edad comenzó a murmurar algo en cuanto lo vieron, pero ninguno le dirigió la palabra. En su lugar, los dos le dedicaron una sincera sonrisa que lo hizo estremecerse. ¿Cuánta gente sabía ya que había sido quien había salvado s la anfitriona?

Comenzó a agobiarse cuando cada vez más miradas se posaban sobre él, algunas amistosas, otras no tanto. Sintió de pronto la terrible necesidad de salir corriendo de allí, y a punto estuvo de hacerlo de no ser porque una voz a sus espaldas lo hizo dar un brinco.

—¿Me concederíais unos minutos, monsieur? He de hablar con vos.

Sylvain se giró, aún reponiéndose del susto. Darrell Maystone lo contemplaba con seriedad, como si debieran tratar un asunto de estado. Tardó un poco en reaccionar, pero acabó por levantarse de su asiento. ¿Qué diablos querría ahora?

Lo siguió en silencio a través de la multitud hasta abandonar la sala principal. Sylvain se dio cuenta de que Darrell en realidad era tan alto como él, o quizás un par de centímetros menos. Reconoció el camino de vuelta hacia la entrada de la casa, donde una baranda cerraba la puerta principal en el exterior. Observó como le abrió la puerta con educación, y Sylvain la cruzó. Sería gracioso que lo echase a patadas de la fiesta, pensó para sí.

Ya había anochecido y la humedad se podía palpar en el ambiente. No se dio cuenta del calor que hacía dentro de la casa hasta que salió al exterior, donde el frío le propinó una bofetada.

—Espero no importunaros —dijo en un francés tan decente que lo sobrecogió.

Parecía saber el efecto que causaría en él hablarle en su lengua materna, pues advirtió en sus ojos un brillo divertido.

—No... no sabía que habláseis francés —respondió en el mismo idioma.

—Mucha gente no lo sabe, pero pensé que tal vez os sería más cómodo así .

Su acento le resultó gracioso, pues todavía dejaba entrever de dónde provenía en aquellas erres tan suaves. De igual forma asintió, sonriendo ante el detalle. Darrell arrugó el rostro en una momentánea expresión de dolor y se apoyó sobre la baranda de madera, mirando a cualquier parte de la campiña que ante ellos de abría. Dicho detalle no pasó desapercibido para Sylvain, quien vio cómo doblaba una pierna algunas veces antes de hablar.

—Me temo que os debo una gran y sentida disculpa —dijo Darrell por fin—. Me hubiera gustado hablarlo con vos antes en las cocinas, pero mi deber como anfitrión me lo impidió.

—Descuidad. No os lo había tomado en cuenta —respondió Sylvain, sorprendido por el grato rumbo de los acontecimientos.

Por primera vez desde que lo había conocido, lo vio esbozar una pequeña sonrisa. No sabía que aquel rostro supiese hacer tal cosa, pero le pareció que era una sonrisa bonita.

—¿Os encontráis bien? Evelyn me contó con más detalle lo de vuestra nariz. Eso os debió de doler.

Sylvain asintió con la cabeza, no muy seguro de cómo debía sentirse respecto a su renovada preocupación por él.

—Estoy bien. De vez en cuando me mareo un poco, pero supongo que es normal. En cuestión de unos días podré volver a arrugar la nariz —sonrió Sylvain con intención de aliviar un poco la situación—. Gracias por vuestro interés.

—Es lo mínimo que podría hacer tras saber que os ha costado un mal rato sacar a mi hermana de semejante apuro —dijo, contemplando sus manos—. Os he robado un poco de vuestro tiempo para agradeceros de corazón lo que habéis hecho por ella, a pesar de mi irracional hastío hacia vos cuando os conocí. Es por ello que también os ruego que disculpéis mi comportamiento de aquel día. Fue un gravísimo error por mi parte trataros y juzgaros de esa forma aún sin conoceros, y debéis saber que se me cayó la cara de la vergüenza en cuanto comprendí que fuisteis vos quien salvó a Evelyn —hizo una breve pausa para erguirse de nuevo, contemplándolo con cierta aflicción—. Espero que podáis aceptar mis más  sinceras disculpas.

Sylvain se quedó sin habla.

En ningún momento esperó que el hombre que lo insultó y se mofó de su procedencia fuese a pronunciarse de aquella forma. Podía asegurar, a juzgar por su expresión y el lúgubre tono de su voz, que lo decía con sinceridad. No creyó que Evelyn lo hubiese obligado a disculparse con él, pues de pronto recordó las palabras de Taggart. Le había asegurado que era un buen tipo en cuanto se le daba una oportunidad , y supuso que no tenía más remedio que creerle.

Algo se removió, incómodo, dentro de Sylvain. Él no era alguien que le negase el perdón a nadie, ni mucho menos. Lo que ocurría era que nunca se había visto en aquella situación y, por tanto, dejó que su buena fé hablase por él. No creyó conveniente ponerse a la defensiva cuando aquel hombre se había arrepentido abiertamente de sus actos.

—Acepto vuestras disculpas, señor —asintió Sylvain con lentitud, escogiendo las palabras adecuadas—. Puedo llegar a entender los prejuicios que tuvo contra mí, o que tuviese un mal día, y también yo le ruego que me perdone por haber menospreciado su oficio y su evidente talento con la pintura. Estaba claro que me equivocaba.

—Oh, no. No os disculpéis. Es lógico que reaccionáseis de esa forma cuando no hice más que faltaros el respeto sin motivo alguno. Estoy seguro de que en otras circunstancias mi mala lengua me habría costado más que una simple discusión.

Por no decir que no tenía ninguna culpa de ser francés, pero Sylvain se obligó a mantener la calma. Darrell parecía haber sucumbido a un nerviosismo que no creyó advertir en él con anterioridad, pues llegó a ver cómo apretaba y destensaba el músculo de la mandíbula múltiples veces.

—Hagamos algo —dijo Sylvain, captando toda su atención de pronto—. Olvidemos lo que ocurrió aquel día y comencemos desde el principio como es debido. ¿Os parece bien?

—Me parece una idea estupenda —asintió el otro al momento—. En tal caso, dejadme deciros que vuestra presencia será siempre bienvenida en mi humilde morada. Estoy seguro de que Evelyn también querrá veros más a menudo por aquí, y me temo que me tiraría de los pelos si no os invitase a hacerlo.

Sylvain esbozó una sonrisa al oírlo, divertido. Le parecía un buen trato.

—Será un honor. Sé que mi tío Ludovic también os lo agradecerá enormemente.

—Hablando de agradecer, hay algo más que quería proponeros —carraspeó levemente antes de continuar—. Lo que os acabo de ofrecer apenas es algo comparado con lo que vos habéis hecho por Evelyn, y siento que jamás me quedaría tranquilo si no os devolviese el favor de otra forma más elaborada.

—Soy todo oídos, pero no es necesario que me ofrezcáis nada más.

—Creedme, es menester que lo haga. Si me concedéis vuestro permiso y vuestro tiempo, ¿sería de vuestro agrado si os pintase un retrato al óleo? Es lo menos que puedo regalaros como mi forma de daros las gracias y empezar correctamente desde cero. No os cobraré nada por el retrato, por supuesto. Será completamente gratis y de la mayor calidad que alguna vez haya logrado obtener en alguna de mis obras. ¿Qué me decís?

Aquello, de todo lo que había creído que no se podía esperar, era lo menos que menos se esperaba. Sylvain no pudo evitar abrir los ojos como platos, atónito ante lo que acaba de oír. Había visto las obras de arte que decoraban las paredes de la sala principal, y la sola idea de que alguien lo retratase con la certeza de que sería tan perfecto lo dejó sin aliento. Además, era la primera vez que alguien haría tal cosa por él, a pesar de que su madre ya poseía un retrato propio bastante antiguo en París.

Incapaz de decir que no ante un regalo tan maravilloso, Sylvain asintió con renovadas energías, esbozando una enorme sonrisa. ¿Quién le iba a decir que aquel encuentro acabaría tan bien?

—Sería un honor que me retratáseis. Me faltan las palabras para expresar la ilusión que me hace la idea, siempre y cuando no os suponga una tediosa obligación, por supuesto.

—Por nada del mundo me supondría tal cosa. Pintar es mi mayor pasión en esta vida, y poder retratar rostros nuevos no es más que mi motivación para seguir adelante —Darrell se contagió de su sonrisa, y Sylvain creyó que aquel era un hombre completamente distinto al que había conocido en aquella taberna.

Sylvain vio cómo le había ofrecido su mano con elegancia, y sintió de pronto que ya había vivido aquello mismo hacía muchísimos años. Un pequeño pellizco en algún lugar de su interior provocó que dudase por unos momentos. ¿Por qué se abrumaba en vano por una nimiedad? Sólo iba a estrechar su mano, y de buena gana lo hizo. Pudo sentir la fuerza de Darrell y la aspereza de su mano al hacerlo. Tal vez las manos de todos los artistas eran igual de ásperas a causa del trabajo.

—Ha sido un verdadero placer poder dialogar con vos, Sylvain.

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