23. El fruto prohibido

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Dedicado a la margarita que alguna vez podría haber sido mía.

Habían pasado más de dos meses desde que recibió la última carta. La que tenía entre sus manos apenas llegaba a las diez líneas, había sido escrita con prisas y hasta una mancha de tinta cubría una de las esquinas. Ni siquiera su caligrafía era tan cuidada como antes.

Después de haberle relatado con tanta dicha lo que ocurrió con su madre, lo que sabía de Chrystelle, lo mucho que lo echó de menos en aquel baile... Y sólo recibió diez líneas donde lo único que mencionaba era lo mucho que admiraba a ese maldito Robespierre. Por si fuera poco, en las únicas palabras que le dedicaba a él le rogaba que dejara de contarle nimiedades, pues debería preocuparse más por lo que estaba ocurriendo en la Francia que había abandonado. ¡Como si hubiera sido él quien lo decidió!

Airado, arrugó el papel y lo lanzó hacia cualquier parte de su alcoba. Cada vez reconocía menos a aquel al que creía amar, y lo único que sentía era reproche por su parte, justo cuando la noche anterior la había pasado llorando por él. Echaba de menos leer alguna palabra cariñosa, algo que lo hiciera recordar por qué seguía amándole.

Sabía que debía hacer algo consigo mismo. No estaba dispuesto a soportar semejante trato de su parte cuando se había desvivido por quererlo en todo momento... A pesar de todo.

Recordó la noche antes de marcharse, hacía ya casi un año. Pensaba a menudo en lo que podría haber llegado a ocurrir, pero no se arrepentía de su decisión. Lo habría hecho si hubiera sabido el rumbo que acabarían tomando los acontecimientos con aquellas cartas.

¿Cómo sobreviviría aquella llama si lo único que recibía eran cubos de agua?

El silencio de su alcoba pronto se vio interrumpido por una silla al crujir, y recordó su silente presencia. Contempló a Chrystelle con gesto grave. Sabía que esperaba que le revelase el contenido de la carta que le había entregado, pero no se atrevía a preguntárselo después de ver cómo la había lanzado.

—A veces creo que conocí a las personas adecuadas en el momento equivocado —le dijo, sentándose en su cama.

—¿Qué os hace pensar eso?

Pensó en Darrell y pensó en Jacques. Eran personas completamente diferentes en todos los sentidos, los polos más opuestos entre sí, y sin embargo ambos eran fuego. Una llama era revolucionaria, rebelde y salvaje que arrasaba con el bosque bajo su pecho; la otra era calma, como la llama de un hogar. Crepitaba amablemente mientras iluminaba y calentaba las manos del forastero.

—No creo que culpe a mi hermano por marcharse —continuó, pensativo—. El día que lo hizo conocí a Jacques y, también por su muerte, tuvimos que trasladarnos aquí. De no haber sido por Charles, indirectamente, no habría vivido todo lo que he podido vivir en estos últimos meses. Tampoco habría conocido a... —hizo una breve pausa, inmediatamente desechando aquel nombre— Bueno. Si hubiera conocido a Jacques en otra época sé que las cosas no habrían sido como lo son ahora.

—Podéis decir su nombre, mi señor.

Sylvain la miró, parpadeando con rapidez.

—Sé que no me concierne más allá de lo que estéis dispuesto a contarme, pero he visto cómo el señor Maystone os mira —sonrió con dulzura, cruzando las manos sobre su regazo—. Es lógico que ante un caballero de tan buen ver dudéis de todo lo que os rodea.

—Pero Chrystelle, no se trata de eso —replicó, azorado.

—¿De qué se trata entonces?

—Ya no me dice que me quiere o que me echa de menos. Lo que único que hace referencia a mí es para desinteresarse o pedirme que no lo agote —murmuró—. Yo no pido que me escriba tanto como antes. Comprendo que sean malos tiempos para nuestro hogar y que a veces sea algo pesado escribir, pero al menos un detalle... Algo que no me haga perder la fé en él, porque siento que me he convertido en una más que molesta obligación.

Chrystelle no respondió enseguida.

—Habéis de saber que la distancia merma la esperanza. Bien conocéis el carácter del señor Chardin, además.

Tras oír aquello, Sylvain no pudo evitar contemplarla de hito en hito.

—¿Qué insinúas con eso? —frunció el ceño, súbitamente alterado.

—No insinúo nada. Tan sólo no he podido evitar recordar lo impulsivo de su temperamento cuando algo se le metía entre ceja y ceja, ¿o no os acordáis de aquella vez en la que se quedó a dormir con vos sin vuestro consentimiento?

Lo recordaba. Recordaba perfectamente la noche en la que, empapado por culpa de una tormenta, durmieron juntos por primera vez. Un amargo sabor de boca se arrastró tras aquellas memorias, provocando que tanto la nostalgia como el desconcierto se adueñasen de él. Si Chrystelle supiera lo de su última noche...

—Considerad vuestra joven edad. Cuando yo tenía vuestros años, la naturaleza de todo cuanto me rodeaba sufría cambios constantes, además de yo misma —continuó, habiéndole dedicado una cálida sonrisa—. La intensidad de lo que vivía me hacía creer que todo duraría para siempre y que nada salvo oscuridad me quedaría si eso llegaba a acabarse... Y se acabó. Muchas de esas cosas llegaron a su fin.

—No sé si quiero seguir hablando de esto.

—Mi buen señor, lo que intento deciros es que, pase lo que pase a partir de ahora, vuestra vida continúa —su sonrisa aún no había desaparecido—. Sois mucho más de lo que os ata a una persona. Ese lazo sólo debe ayudaros a seguir adelante, no a hacer un nudo con vuestras inquietudes.

—Pero Chrystelle, ¿y si le ha ocurrido algo malo? ¿Y si se encuentra en una situación de peligro en la que no puede escribirme?

Tal y como Charles hizo en su momento, pensó.

—En ese caso su impulsividad lo ha guiado por el camino equivocado. No obstante, yo en su lugar me habría preocupado por informaros al respecto sin necesidad de menospreciaros.

—Lo sé... Pero he decidido que volveré a París para comprobarlo por mí mismo. Necesito saber que todo va bien —suspiró, contemplando a la mujer—. Aunque sólo sea por una semana... He de ir.

—¿Se lo habéis comunicado a vuestra madre?

Sylvain meneó la cabeza.

—Todavía no. Sé que se opondrá rotundamente, pero quiero hablarlo con ella. No quiero cometer el mismo error de Charles.

—Os honra vuestra actitud al respecto, pero recordad mis palabras cuando os flaqueen las fuerzas —dijo Chrystelle—. Porque creedme que lo haréis, y no os deseo ningún tipo de mal. Así es como funcionan la vida y el amor.

—¿Cuánto sabes de ambas cosas, Chrystelle? —le preguntó.

—Supongo que lo necesario para poder aconsejaros, señor. ¿Por qué lo preguntáis?

—Nunca llegásteis a contarme nada de vuestra juventud.

Tenía curiosidad, pero sobre todo quería dejar de hablar sobre Jacques. Temía que volviera a sucumbir al llanto y no poder parar hasta deshidratarse.

—Mi juventud fue un desastre —sonrió la mujer—. Antes de que comenzase a trabajar para vuestros padres, os sorprenderá saber que fue Savary quien me acogió bajo su ala y me rescató de una mala vida en las noches de París.

—¿Savary? —repitió Sylvain, atónito.

—Savary. Siempre ha sido lo más parecido a un padre para mí, pues perdí a los míos con poca edad y él me encontró de casualidad pidiendo algo de dinero. Creo que yo tenía diez años por aquel entonces —un pequeño suspiro se escapó de sus sonrosados labios—. Intentó convencer a vuestra madre para que me diese trabajo en su servicio, pero le costó cinco años lograrlo. Fue cuando vos nacísteis, por allá en el año 1770 vuestra madre se vio necesitada de más personal, y dio su brazo a torcer.

Sylvain frunció el ceño.

—¿Ya estabas en casa cuando yo nací? —replicó, intentando hacer cuentas— Pero eso quiere decir que tú tenías... ¿Quince años?

—En efecto —asintió, orgullosa—. Os tuve entre mis brazos cuando apenas eráis un bebé tan blanco como la nieve, y desde entonces vuestra madre me ordenó supervisaros día y noche, hasta hoy. Tenéis suerte de que nunca me haya cansado de veros la cara.

Consiguió sonsacarle una sonrisa al oírla, y se relajó un poco. Le agradaba la idea de que ella hubiese estado desde su primer día de vida con él. Aquello sirvió para demostrarle que los ángeles de la guarda existen de verdad.

—No tenía ni idea de eso —dijo, pensativo—. ¿Por qué Savary no me lo contó nunca?

—Quizás quería que, cuando vuestra pregunta llegara, fuera yo quien os lo contara.

—¿Y qué hay del amor?

Chrystelle se echó a reír en cuanto lo oyó, ligeramente ruborizada.

—No os vais a andar con rodeos, ¿verdad?

—Me habéis tenido intrigado todo este tiempo —se rio el Lemierre.

—Ah, supongo que tenéis razón —suspiró la mujer—. Digamos que he tenido algunos amantes por aquí y por allá, unos con falda y otros no. Nada llegó a ser algo serio alguna vez, pero sí que he encontrado la felicidad en una única persona por muchos años.

—¿Quién era? ¿Cómo se llamaba?

Chrystelle sonrió para sí, probablemente rememorando momentos tan dulces como amargos de su pasado.

—Se llamaba Alöis, y era la flamante hija de un comerciante de especias parisino. Apenas tenía vuestra edad cuando la conocí, y todavía no he vuelto a ver ninguna belleza que se asemeje a la que una vez fue suya.

—Nunca había oído hablar de ella.

—Porque nadie salvo Savary sabe acerca de ello. Siempre hay una persona en nuestras vidas que, tras tocarnos, su huella siempre permanece sobre nosotros —dijo, reduciendo el tono de voz—. Y esa era mi hermosa Alöis.

Sylvain, no muy seguro de si debía seguir preguntando o no, decidió aguardar unos momentos en silencio. Tal y como esperaba, Chrystelle continuó sonriendo, mirándole con afecto.

—Cuando hubo de seguir la palabra de su padre y casarse, así lo hizo. Aquello supuso dejar de escribirme, y me negué a aceptar que algo así pudiera ocurrir. Habíamos acordado que huiríamos lejos de París para vivir juntas en un lugar mejor... pero la noche antes de partir su marido descubrió la existencia de aquellas cartas y la denunció a las autoridades por sodomía, ¡qué deshonra para él! —Chrystelle hizo una breve pausa, respirando entrecortadamente—. Tenía sólo veintiún años cuando se lanzó al vacío desde la torre de un campanario.

Una mortífera palidez se apoderó de Sylvain al oírla. ¿Cómo podía seguir sonriendo después de haber dicho aquello? ¿Por qué se encogía de hombros, como si apenas tuviese importancia? Un nudo amedrentó sus entrañas con fuerza, provocando que le fuese imposible decir algo al respecto.

—Fue hace muchos años, monsieur, no os abruméis —dijo Chrystelle tras haber suspirando profundamente—. Pero ella sigue viva. Sé que está esperándome allí arriba para volver a acogerme en sus brazos cuando llegue mi hora. Mientras tanto he de cumplir con la misión que se me ha encomendado, que no es otra que velar porque vos y Jacques no corran la misma suerte.

—Yo... no me lo esperaba —musitó Sylvain.

Fue incapaz de comprender cómo aún así parecía haberlo superado. No, no.  Estaba claro que la procesión la llevaba por dentro. ¡Qué audaz por su parte suponer que algo así podría superarse en lo que dura una vida! Sylvain se levantó, aproximándose a su antigua cuidadora y tomando sus manos con cariño. ¿Qué quería decirle? No estaba seguro, pero supo que Chrystelle entendió sus intenciones.

—No es necesario seguir lamentándose por algo que no tiene vuelta atrás —le dijo la mujer, dándole un leve apretón a sus manos—. Tan sólo prometedme que, si las cosas se tuercen, seguiréis adelante, pues aún tenéis toda vuestra juventud por delante.

—Te lo prometo... Al menos lo intentaré.

—Eso es todo cuanto quería oír —sonrió Chrystelle, poniéndose en pie antes de soltar sus manos con delicadeza—. Meditad todo cuanto necesitéis, pero no dejéis que lo oscuro del mar os trague con él en vuestra soledad. ¿De acuerdo?

Sylvain asintió en silencio, sintiéndose un poco torpe al no haber sabido reaccionar correctamente. Chrystelle no pareció darle mayor importancia, pues se despidió de él con el mismo afecto de siempre y se marchó, dejándolo a solas frente a ese mar del pasado que ni le correspondía, ni quería que lo hiciera algún día.

Con la congoja apresando su corazón, Sylvain decidió recuperar la carta que había lanzado hecha una bola. La desplegó con cuidado, intentando alisarla en vano. No quiso volver a leer su contenido, por lo que se limitó a guardarla con todas las demás.

En el alféizar de la ventana, el familiar piar de un pajarillo llamó su atención. Se trataba de un gorrión tan normal como otro cualquiera, y sin embargo sentía que no era así. Recordó de pronto el gorrión que una vez decidió rescatar y, apoyándose en el buró, lo contempló. Tan frágil, tan pequeño y sin embargo tan audaz como para poder atravesar los cielos sin apenas esfuerzo.

—¿No seremos acaso la misma cosa? —dijo, hablándole al pájaro a través del cristal—. No, claro que no, y yo ya estoy empezando a perder la cabeza.

Oyó que el gorrión volvía a piar y, atemorizado, lo espantó de allí con aspavientos. Se dejó caer en la silla, enterrando el rostro entre las manos hasta llegar a tirarse de sus revueltos cabellos. Tal vez... tal vez fuera más fácil aprender a volar como la esperanza que acaba de ahuyentar.

Sería más fácil si supiera cómo desligarse de las dos cadenas que apresaban su corazón con insistencia, pensó, acabando por recostarse en su buró y dejando que los minutos pasasen a su alrededor, mofándose de su cobardía.

*  *  *

Aquella misma tarde, Sylvain acudió a su habitual cita. Sentado bajo el manzano, las semanas transcurrían a veces con lentitud, a veces más animadamente. El retrato avanzaba a paso lento, pero casi siempre acababa olvidándose de él, pues Darrell había resultado ser el acompañante perfecto para sus silencios.

No era un hombre de muchas palabras salvo cuando se interesaba por su oficio, y Sylvain lo entendía. La mayor parte de las veces cuando no hablaban de arte, hablaban de conceptos tan etéreos que, sin darse cuenta, acabaron por gustarle. Ya no había incomodidad entre ellos y, de algún modo, había comenzado a aficionarse a escucharle, por muy breve que fuese su intervención.

Algo que lo perturbaba y lo maravillaba a partes iguales era aquella extraña capacidad para comunicar sin decir nada. A veces bastaba con que el inglés lo contemplase y, de algún modo, sentía la complicidad y la aceptación que se ocultaban tras aquel par de ojos verdes. La paz lo rodeaba en todos los sentidos. Había aprendido a evadirse y a disfrutar de su terapéutica presencia, tan cautivadora como calmante, y su corazón se lo agradecía.

No obstante, aquella tarde las nubes cubrían el cielo.

Sus ánimos estaban por los suelos después de haber recibido aquella última carta. Había llorado la noche anterior y sus párpados hinchados lo demostraban por él. Evidentemente, esto no pasó desapercibido para el pintor. Para cuando lo vio llegar, él ya se encontraba sentado tras su lienzo y no había perdido detalle alguno de sus movimientos.

—Va a llover —dijo Sylvain sin siquiera mirar al cielo.

Supo que Darrell entendió su advertencia. Era bastante arriesgado atreverse a pintar si, en efecto, llovía. Para su sorpresa, el pintor se limitó a menear la cabeza con serenidad, aún sin preparar la paleta de colores.

—Ya ha llovido, a juzgar por vuestras ojeras.

Sylvain apartó la mirada. La suavidad de su voz amenazaba con embaucarlo, como siempre hacía, pero dudaba que su propietario fuera consciente de ello.

Darrell no dijo nada más. Se levantó de su habitual asiento con un pequeño suspiro y se aproximó al manzano. No tuvo que estirarse demasiado para arrancar uno de sus frutos, rojos y relucientes como el arrebol de cada amanecer. Sylvain lo observó mientras la lanzaba al aire para volver a atraparla un par de veces, pensativo. Se acercó a él con lentitud, llegando a ofrecerle aquella manzana en silencio.

Como sus hermanas, aquella brillaba y casi podía verse reflejado en su corteza. Era apetecible y de buen ver. Dubitativo, Sylvain no se atrevió a cogerla en un primer momento. Sabía que lo hacía para, quizás, animarlo un poco. Cuando alzó la mirada para verle, éste le dedicó la sonrisa más reconfortante y sosegada que alguna vez había llegado a ver en él. Lo invitaba, silencioso y paciente, asegurándole sin palabras que no tenía nada que temer.

Después de encomendarse al Señor, Sylvain acabó tomando la manzana.

La observó entre sus manos, ausente. Darrell se sentó a su lado, pero en la hierba, descansando la espalda contra el tronco del manzano. Ninguno dijo absolutamente nada al respecto. Sylvain creyó que tenía una gran responsabilidad en sus manos y se amedrentó por unos instantes. Junto a él, la sola presencia de aquel inglés le recordaba que todo iría bien, junto con el arrullo de las hojas al mecerse con el viento, y de pronto no supo a qué atenerse.

Con cierta indecisión, estiró la mano para devolverle la manzana, intacta. Sabía que podía leerle el alma a través de sus ojos, por lo que esta vez aguantó su mirada.

Tal vez Darrell no se esperaba que fuera a dársela de nuevo. Tal vez no esperaba que llegase a otorgarle semejante consentimiento y, de buen grado, acabó tomándola para darle el primer mordisco.

Sylvain sintió que acababa de desligarse de parte de sí mismo. Un temblor llamado miedo quiso alzarse sobre otro temblor que amaba lo desconocido, pero la mirada de Darrell lo impidió. Masticaba con lentitud, saboreando aquella fruta. No tenía prisa, tampoco gula.

Esta vez, cuando Sylvain volvió a tener la manzana entre sus manos, firmó su permiso con el segundo bocado, y creyó ver que los ojos de Darrell se empañaron ligeramente. En sus labios, una sonrisa aún más bonita que la anterior, reafirmándole su propia seguridad.

Un trueno resonó en la distancia.

Ambos elevaron la mirada hacia el oscuro horizonte, y el miedo acabó de materializarse en las entrañas de Sylvain.

—Sólo es agua —dijo Darrell en un murmullo.

Sylvain imitó su gesto y se levantó. Mientras lo veía recoger su caballete y sus materiales, arrancó una de las semillas del corazón de la manzana, visibles tras un tercer mordisco. Tras observarla en su mano, se agachó a unos cuantos metros de aquel manzano para enterrarla. Pronto corrió para regresar a casa junto al pintor a paso presto, sabiendo que sus sentimientos estarían a salvo con aquel futuro manzano.

—¿Cuánto tardaréis en terminar el retrato? —preguntó Sylvain, sintiendo las primeras gotas caer sobre su rostro.

A su lado, Darrell apretó un poco el paso.

—Si lo termino pronto ya no tendré excusa para seguir viéndoos todos los días.

Y Sylvain no respondió. Aquello no era más que la cauta confirmación de lo que creía que había ocurrido con la manzana. A pesar de la tormenta, un haz de luz iluminó algún rincón escondido de su corazón, y sintió una alegría que nunca debería haber sentido.

Volvió a oír piar un gorrión en algún lugar sobre su cabeza. El temor volvió a disfrazarse de culpa y lo acompañó hasta llegar a casa, volando a su lado.



Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro