25. Misericordia

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El rostro de su madre pronto perdió cualquier signo de expresión. Habían pasado dos días desde la última tormenta, pero pareciera que las nubes todavía rondasen alrededor de su madre y él.

Caminaban juntos por uno de los senderos de tierra que cruzaban las campiñas cercanas, bajo el radiante sol que los saludaba. Momentos antes le había comunicado su decisión de regresar por unos días a París, buen conocedor de la reacción que acababa de ver.

—Hijo mío... Sé que lo que te hice cuando llamé a aquel doctor no fue lo apropiado, y sabes que me arrepiento profundamente de ello —dijo, batiendo su abanico con desaire—. Hay... hay muchas cosas que todavía me cuestan aceptar o entender, pero no quiero ver cómo el único hijo que me queda también se me marcha.

—Os he dicho que volveré, madre. No planeo quedarme allí.

—Aunque lo hagas sufrirás aún más de lo necesario. El amor es demasiado peligroso cuando tantas leguas de tierras separan a sus partícipes.

Aquella era la primera vez que la oía hablar de amor en su presencia en lo relativo a Jacques. Advertía desazón en su voz y sus ojos lo esquivaban, incómoda, pero sabía que aquello era un gran avance entre ambos.

—No lo sé, Sylvain... Algo me dice que no deberías regresar, y cuando me pica la cicatriz de la rodilla, no me equivoco.

—Sedme sincera, madre. ¿Lo decís porque verdaderamente estáis preocupada por mí o porque no queréis que me vaya?

—Ambas cosas pesan sobre mi corazón por igual. Pero me quedaría más tranquila si dejaras ir a ese hijo de sastres —dijo, meneando la cabeza—. Hay algo en él... No, olvida lo que he dicho.

—¿Qué hay en él?

Intrigado, Sylvain se detuvo en su caminar, provocando que su madre también lo hiciese poco después. Temía que, en efecto, confirmase sus sospechas, pero por otra parte no quería que dijese alguna falsedad sobre él.

—Cuando me dijiste que era él el hombre al que tanto amabas y que tanto te amaba a ti... No me encajó del todo bien —respondió, aproximándose a un banco de piedra cercano, al borde del sendero—. Sé que habéis sido amigos desde la infancia, pero nunca concebí que él fuera ese tipo de hombre.

Entendió a lo que se refería. Acompañándola, tomó asiento junto a ella en cuanto recogió un poco las faldas de su vestido.

—¿A qué os referís exactamente?

Anne-Marie sacudió la cabeza con lentitud, descansando las manos y el abanico sobre su regazo. Aquella mañana no se había maquillado excesivamente, y Sylvain la encontró más bella de lo habitual. Hacía tiempo que había reemplazado las blancas pelucas por su cano cabello al natural. Estaba envejeciendo bien en todos los sentidos, se dijo.

—Siempre vi a Jacques como un muchacho formal, por supuesto. Conmigo se portó de maravilla en todo momento, pero su forma de expresarse y de actuar me recordaba a la de un joven libertino de ciudad. Incluso me hizo creer que verdaderamente estaba prometido —miró a Sylvain, apesadumbrada—. En cualquier caso tú lo conoces mejor que yo, por supuesto. Eso son sólo mis sensaciones, pero a día de hoy me cuesta creer que verdaderamente... Bueno, sea así.

—Entonces, ¿qué os parezco yo?

La pregunta la hizo enmudecer de pronto, pero no porque la sorprendiera. Supo que, a juzgar por la forma en la que torció sus labios, estaba escogiendo las palabras adecuadas.

—Ahora que podido conocerte de verdad en estos meses, no tengo más remedio que aceptar que siempre has sido así, aunque nunca haya querido darme cuenta de ello —respondió, su voz una lírica triste—. Tus constantes oposiciones a querer hallar una mujer, a veces tu forma de moverte al hablar, tu fragilidad... Has sido diferente de los demás durante toda tu vida, y lo achacaba a la ausencia de tu padre o de tu hermano. Supongo que no puedes evitar ser lo que eres, aunque me duela en lo más hondo de mi alma.

Sylvain sintió que había resignación en sus palabras. Una resignación tan triste que hasta a él le abrumó.

—Pero... vos seguís queriéndome —musitó, repentinamente inseguro—. ¿Verdad?

Pareciera que hubiera enunciado la peor blasfemia de todas, pues la mujer abrió los ojos como platos.

—Eres y siempre serás mi pequeño —dijo con voz trémula, alzando una mano para acariciar su mejilla con ternura—. Aunque no pueda entender por qué la vida te ha hecho así y la maldiga por ello, no hay nada que me impida seguir amándote como el primer día que te tuve entre mis brazos.

—Después de aquella noche creí que no volveríais a dirigirme la palabra —musitó Sylvain, cerrando los ojos y descansando sobre aquel tacto que tan bien conocía.

—Mi propio miedo me impedía ver el tuyo, pero que nada te haga pensar que algún día dejaré de hablarte. No merecería ser llamada madre si lo hiciera.

Sintió que un pequeño beso era depositado en su frente, tal y como lo recordaba cuando era pequeño y se iba a dormir. No sabía que lo había echado tanto de menos y supo que, a pesar de todo, sería incapaz de haberla traicionado y quedarse en París, tal y como Jacques le había propuesto hacía ya nueve meses. Si se había dado cuenta de algo en Livorno era que, por encima de todo, su familia era el centro de su vida, su estabilidad. No importaba quién compartía su misma sangre y quién no.

—Entonces... ¿Cuento con vuestro consentimiento para regresar a París? —murmuró al cabo de un rato.

—Ya que me lo has expuesto tan bien y has decidido comunicármelo... no tengo más remedio que permitírtelo, pero no voy a dejar que hagas semejante trayecto solo. ¿Has hablado con Alain de esto?

—Sí. Me dijo que os lo contara antes de irme.

—Menos mal —suspiró Anne-Marie—, pero me quedaría muchísimo más tranquila si vas con él. No sería mala idea que comenzara a instruirte un poco en cuanto a la administración de la casa, ¿sabes? Aunque cuando vuelvas me encargaré yo del resto.

Sylvain asintió. Por una vez, le pareció un buen trato y, de algún modo, sintió curiosidad por saber cómo funcionaba aquel tema. Si hubiera sabido cuánto cambiaría después de abandonar su hogar...

—Gracias, mamá —sonrió, tomando su mano para besar el dorso de la misma con cariño.

—Oh, no me las des. Ya me las pagarás cuando vuelvas y me pongas al corriente de todo lo que se cuece en casa —se rio la mujer, cubriendo las manos de Sylvain con las suyas—. Ah... si tan sólo te hubieses encaprichado de un caballero de caudal como ese Maystone podría quedarme todavía más tranquila.

La sangre se le heló en las venas en cuanto la oyó. Debió de palidecer, pues su madre perdió la sonrisa de su rostro cuando volvió a mirarle.

—Lo siento si te he ofendido, pero ya que no puedo elegirte una esposa me gustaría ver que has elegido a un buen compañero para ti —un atisbo de picardía asomó en sus ojos, impropio de ella.

No podía creer que le estuviera ofreciendo un posible candidato de su aprobación, fuera Darrell u otro hombre. No... Sabía que había sido una casualidad. No podía saber lo que el pintor le había confesado el día anterior.

—En cualquier caso, sé como siempre que acabarás haciendo lo que te venga en gana y lo contrario a mi palabra, pero cuida bien a este de aquí cuando yo ya no esté —dijo, dando un pequeño toque a su corazón—, porque éste será quien te acompañe para siempre, y si ves algo que te inquiete en París... Piensa en ti mismo y regresa a casa.

Regresar a casa. Su auténtica casa estaba en Francia, pero sin su madre, o Chrystelle o su tío... No era su hogar. Tal vez su verdadera casa estaría donde sus seres queridos lo esperasen. Sí... Le agradaba aquella idea. ¿Pensaría en sí mismo? Un buen presentimiento sacudió sus entrañas con fuerzas. Pronto vería de nuevo a Jacques y, tal vez, todo volvería a ser como antes.

—Lo haré, madre —asintió con la cabeza, sonriente.

Quiso seguir hablando con ella de cualquier cosa sólo por poder estar juntos, por pasarlo bien, intimar. Lo habría hecho de no ser por la vocecita que los llamaba desde la distancia. Tanto Sylvain como Anne-Marie se giraron en dirección a la casona, vislumbrando la fina figura de Clementine corriendo hacia ellos. Una mueca de disgusto se dibujó en el rostro de su madre en cuanto llegó.

—Muchacha, ¿no te han enseñado que no debes correr ni llamar a voces a quien sirvas? —suspiró la mujer— Sé lo que vas a decirme y Chrystelle puede hacerlo porque es Chrystelle, pero tú aún estás aprendiendo, ¿de acuerdo?

Visiblemente amedrentada por su sermón, Clementine hizo una rápida reverencia.

—Lo siento, mi señora. No volverá a ocurrir. Me mandaron a buscaros para el almuerzo, que ya está listo.

—Con más motivo. Si no es algo grave no nos des esos sustos.

Sylvain se sonrió con cierta discreción, a sabiendas de que se lo decía con buena intención. La joven Clementine lo miró por unos momentos y, en cuanto Sylvain se percató de ello, la vio apartar la mirada, azorada. Sin duda la notaba mucho más tímida en su presencia desde la vez en la que ambos fueron a la taberna, pero tal vez fueran imaginaciones suyas.

—Iremos, ya puedes regresar, Clementine —dijo su madre, exasperada.

La joven volvió a asentir e hizo ademán de echar a correr de vuelta a casa, pero se detuvo a tiempo. Sylvain alcanzó a ver una pequeña sonrisa de triunfo en los labios de Anne-Marie.

—¿De verdad que no hay ninguna posibilidad de que te guste alguna hembra, Sylvain? —suspiró la mujer, poniéndose en pie y recolocando sus faldas.

—Lo dudo mucho.

—¿Ni siquiera aunque fuera una chica tan incorregible, nerviosa y descarada como Clementine?

Frunció el ceño. Es cierto que era nerviosa, pero ¿incorregible y descarada? Meneó la cabeza, a sabiendas de por dónde iba.

—No seáis tan fría con Clementine, es mucho más que eso —dijo, imitando a su madre y ofreciéndole su brazo para echar a andar—. Y no. No siento ningún tipo de atracción por lo que decís.

—Es una lástima... Es evidente que la pobre se aturrulla en tu presencia, y no sólo ella.

No muy seguro de si quería indagar en su último comentario, Sylvain intentó no mostrarse muy afectado.

—No suelo darme cuenta de esas cosas.

—Por supuesto que no. Pareciera que eres un imán tanto para las mujeres como para los hombres, y ni siquiera sé si eso es una bendición o no —la señora Lemierre se santiguó rápidamente—. Hasta ese pintor inglés se desarma cada vez que te ve.

—Exageráis demasiado, madre.

—Oh, no. Estos ojos que Dios me ha dado ven muchas cosas, hijo.

Ligeramente incómodo, Sylvain se mordió el labio inferior. ¿Cuánto había llegado a ver? ¿Y sólo por parte de Darrell? No. No debería preocuparse por ello.

—Tienes que ir a más bailes. Necesitas conocer a más gente y hasta tu tío Ludovic piensa lo mismo —le reprochó.

—A mi tío le resbalan esas cosas.

—Cuida tu lenguaje.

—Perdón.

—Perdonado. Tal vez podrías aprovechar y asistir a algún baile en París cuando llegues. Te doy permiso para quedarte unos días más si es para eso.

—Dudo que tenga tiempo para hacerlo.

Al decirlo con una sonrisa picarona, casi pudo oír en el silencio cómo su madre se escandalizaba. Ninguno de los dos dijo nada más al respecto y, charlando sobre cómo ambos odiaban la albahaca en exceso, regresaron juntos a casa.

*  *  *

Sylvain contempló las hojas del manzano sobre él antes de cerrar los ojos. El sol acunaba sus mejillas con mimo mientras hacía acopio de valor. Estaba comenzando a hacer frío por las tardes.

Había acudido a su puntual cita con su retratista, pero ninguno de los dos había pronunciado palabra alguna con respecto a lo ocurrido el día anterior. Podía ver que Maystone estaba especialmente nervioso, aunque intentaba ocultarlo tras el lienzo. Apenas miraba a su modelo, tal vez para evitar que sus ojos se encontrasen.

Sylvain suspiró. Como no le decía nada de su mala postura, giró la cabeza en busca de alguna figura reconocible por los alrededores, pero estaban completamente solos. Ya no se fiaba de la agudeza visual de su madre o de Chrystelle, propias de un halcón de caza desde la lejanía.

—Os debo una disculpa por lo de ayer.

Como si hubiese dejado caer una roca sobre una calma superficie de agua, Darrell se sobresaltó al oírlo. Quiso seguir pintando, pero apenas hizo un pequeño trazo cuando se le cayó el pincel al suelo. Resignado, dejó escapar todo el aire que llevaba conteniendo desde hacía un rato.

—No os preocupéis. Soy yo quien ha de disculparse por mi indecencia —musitó, agachándose para recoger el pincel—. Verdaderamente malinterpreté vuestras señales.

No había reproche en su voz, sino todo lo contrario. Nada parecía haber cambiado la suavidad y el cariño con el que solía hablarle, pero su visible nerviosismo hacía que Sylvain sintiese cierta lástima ante sus intentos por ocultar su decepción.

Darrell le dedicó una breve sonrisa mientras hacía como que pintaba, meneando la cabeza. Se olvidaba de que había aprendido del mejor a leer rostros, pensó.

—No malinterpretásteis nada, Darrell.

Esta vez el inglés dejó descansar el pincel sobre la pequeña bandeja del caballete. A sabiendas de que lo acababa de aturdir, Sylvain se permitió el lujo de cruzar las piernas para descansar de la rigidez de su postura, entrelazando sus dedos sobre las rodillas. Debía hacer lo correcto, se dijo. Tanto por él como por Darrell.

—Yo... habría jurado que os escandalicé, si acaso no lo he estado haciendo durante todo este tiempo —había derrota en la voz del artista.

—Nunca lo hicísteis.

Viendo que no terminaba de comprender sus palabras, Sylvain se permitió esbozar una pequeña sonrisa, agachando la mirada.

—Yo también os he buscado. Es por ello que os pido disculpas, pues siento que no he hecho más que marearos.

—Entonces estaba en lo cierto —murmuró Darrell—. Tenía la certeza de que había algo en vos que os hacía distinto a lo común...

Enternecido por la sutileza con la que trataba el tema, Sylvain alzó la mirada para casi poder ver su aturrullamiento. Por unos momentos apenas creyó ver al hombre cuya brusquedad lo había intimidado al principio. Un alma más joven de lo que aparentaba se materializó en la forma de fruncir su ceño, en un desconcierto similar al de un niño que lo conmovió.

—Soy como vos —sentenció Sylvain al cabo de largos segundos—, y vos sois como yo.

Nunca antes imaginó que llegaría a pronunciar verdades como aquella con tanta seguridad y, mucho menos, para intentar tranquilizar a alguien más que no fuera él mismo. Causó efecto en el inglés, pues pronto se perdió en su mirada azul como si fuese a hallar una respuesta en ella. Supuso que miles de preguntas rondarían su cabeza y que probablemente formularía alguna, pero aguardó en vano.

—No podría hallar mayor dicha en vuestras palabras y, sin embargo, presiento que una sombra sigue cerniéndose sobre vos —dijo con gesto preocupado.

Esta vez fue Sylvain quien se sorprendió ante el hecho de que no dejaba escapar una, aunque fuese cosa evidente al haber rechazado su beso en el último momento.

—Presentís bien. Hay... hay algo que debo comunicaros, además. Tal vez eso dé respuestas a vuestras preguntas.

—Os escucho si contármelo no os supone una obligación.

—Jamás me lo perdonaría si me marchase sin decíroslo.

El mayor de los terrores cobró forma en el rostro de Darrell. Éste, repentinamente lívido por su declaración, se mantuvo inmóvil durante los segundos que duró su tan larga asimilación.

—¿Os... marcháis?

Sylvain asintió.

—He de regresar a París. Necesito disipar la sombra que como bien dijísteis se cierne sobre mí.

—¿Por cuánto tiempo he de sufrir vuestra ausencia?

Sintió que había retrocedido un año en el tiempo, la primera vez que le reveló a Jacques que debía emigrar a Livorno... aunque su reacción no fue tan pacífica. Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Y si fuera aquella la verdadera despedida? ¿Y si fuera aquel inglés quien...?

—Estaré fuera sólo por unos días sin contar lo que dure el trayecto —dijo, casi pudiendo oír el alivio de Darrell en cuanto suspiró—. He de aprender a gestionar los terrenos y las propiedades de la familia antes de heredarlo todo y... He de asegurarme del estado de nuestra casa y el servicio. Ha pasado casi un año desde que lo abandoné todo.

A sabiendas de que tal vez hubiera hecho demasiado énfasis en la última palabra, supo que Darrell no estaba conforme del todo.

—Os agradezco que me hayáis avisado —dijo el inglés en voz baja—. Me temo que no habría soportado la idea de que fuese una partida permanente.

Había esperanza en su voz, pero su corazón se quebró en cuanto se vio obligado a contarle toda la verdad.

—Eso no es todo, y quiero seros completamente sincero —Sylvain respiró hondo—. Cuando os confesé que revelaros lo que atormentaba mi alma no haría más que arruinarlo todo, no os mentí. Vos sois parte de esa tormenta en la que anhelo hundirme, pero habéis de saber que alguien más me espera en París, y ese es el auténtico motivo de mi regreso. He de poner orden en mis sentimientos y mis pensamientos, y para ello he de cerciorarme de que no me arrepentiré del paso que decida dar o retroceder. Yo... os agradezco la confianza y la protección que me habéis otorgado, porque hacía tiempo que no me sentía tan respetado por alguien. He disfrutado y disfrutaré de vuestra compañía hasta que Dios me lo permita, pero en calidad de qué... me temo que no puedo responderos todavía.

Para cuando alzó la vista se encontró con que Darrell miraba hacia cualquier parte que no fuera él. Se mordía el labio inferior en silencio, y advirtió que sus ojos se habían empañado ligeramente. Asentía con lentitud y, cuando volvió a mirarle, esbozó una sonrisa tan dolorosa como sincera. Algo dentro de Sylvain lo hizo prometer que aquella sería la última vez que lo vería tan abatido, pues sentía cómo su alma estaba siendo despedazada. Aquel hombre... aquel hombre era demasiado preciado como para verle llorar.

—Os entiendo —musitó, carraspeando un poco antes de continuar—. Y os honra. Habría respetado vuestra decisión, tiempo y espacio de igual forma fuera cual fuera el desenlace de este sueño otoñal.

No, que no llorase. Que no le llorase ahora. Incapaz de soportarlo, Sylvain se levantó de su silla con urgencia y se aproximó. Se acuclilló sobre la hierba, para su sorpresa, y se atrevió a tomar su rostro entre las manos en cuanto vio que agachaba la mirada. ¿Cómo podía haber sentido tanto en tan poco tiempo con una persona que creía extraña a sí mismo? ¿Dónde estaban la fórmula... y la razón? Tal vez nunca conociera las respuestas a esas preguntas, pero sabía que, sólo una vez en la vida, un corazón podía ser tocado con una mano desnuda. Tras sentirlo, la fina prenda que cubría sus ojos se deshizo.

—Me habéis demostrado que es posible sentirse amado sin que me sienta inseguro de ello —susurró Sylvain, interrumpiendo con su pulgar la caída de la primera lágrima en una caricia—. No me lloréis... Os lo ruego. No soporto veros así.

—¿Cómo no he de llorar si aquel al que ansío llamar mi bien lo reclaman en otras tierras?

A pesar de haberlo dicho con una sonrisa, Darrell cerró los ojos al sentir las caricias que intentaban calmarle. Cubrió las manos de Sylvain con las suyas, y el Lemierre grabó aquel tórrido tacto en su memoria. No retiró sus manos, pues sentía que le arrebataría aquella añorada cercanía y él mismo se negaba a hacerlo aún.

—Vuestro bien no esperaba encontrar a alguien como vos en estas circunstancias... Y sin embargo así lo han querido los caprichos del destino —continuó Sylvain, haciendo un esfuerzo porque no se le empañasen los ojos—. Si los designios del Señor acaban separando nuestros senderos... Sé que querré encontraros en otra vida para poder devolveros todo el amor que me habéis regalado.

—Y yo os buscaré, aunque siempre me tendréis a vuestra disposición mientras dure esta vida —Darrell depositó un sentido beso en la palma de su mano—. Cuando la venda de mis ojos se cayó y pude veros de verdad, temí que tanta perfección fuera a serme concedida tan fácilmente, y no me equivoqué. Si este es el precio que he de pagar por vos... lo acepto. Si he aguardado toda una vida para encontraros, puedo esperar a la siguiente para poder amaros libremente.

Quiso rebatir sus palabras, pero sabía que la voz le temblaría si hablaba de inmediato. Su corazón latía desbocado, provocando que sus sienes palpitasen con fuerza y lo desconcentrase de su tarea por no llorar.

—¿Podré al menos terminar vuestro retrato cuando regreséis? —musitó el inglés al cabo de unos minutos, con respiración entrecortada.

—Por supuesto.

—Entonces... os deseo un buen viaje, Sylvain. Que todo cuanto habéis de arreglar así se arregle, y velad por vuestra seguridad. No penséis en mí mientras estéis fuera, ¿de acuerdo? —la voz volvió a temblarle momentáneamente—. No quiero obstaculizar vuestras decisiones.

Incapaz de creer que los ángeles existiesen de verdad, Sylvain estuvo a punto de depositar un beso sobre su frente, y no se contuvo. No era lo conveniente y lo sabía, pero mandó al cuerno la moralidad de su acción y le regaló el tacto de aquellos labios que le fue prohibido. Pudo percibir cómo se derrumbaba ligeramente al besar su frente, e intentó transmitirle todo el afecto que había forjado a lo largo de aquellos meses.

—Gracias por existir —murmuró Sylvain antes de separarse, dedicándole una última sonrisa—. Sabed que lo último que quiero es haceros sufrir en vano.

—Nunca lo haríais. Sé que no es vuestra intención... pero así es la vida —sonrió débilmente—. Hay sombras y luces. Ninguna puede existir sin la otra.

A pesar de todo, nunca le habían dedicado una mirada tan llena de cariño y serenidad como la que le fue regalada en aquel instante. Darrell se recompuso lentamente, en silencio. ¿Cuántas personas tan nobles cómo él estercolaban, en aquel momento, la faz de la tierra?

—Emprenderé mi partida mañana por la mañana, por lo que aún podéis continuar con vuestra labor, si así lo deseáis —dijo Sylvain, retirando sus manos con extrema delicadeza.

—Me temo que prefiero aprovechar el poco tiempo que me queda oyéndoos hablar de cualquier cosa. Para contemplaros en silencio ya tengo este retrato.

Conforme con su propuesta y con una gran sonrisa, Sylvain se sentó sobre la hierba frente a él. Poco le importó que fuese visto a tan poca distancia del caballero del que comenzaban a sospechar. Como siempre, Darrell abandonó su habitual taburete para colocarse a su misma altura. Sus enrojecidas mejillas aún mostraban señales de haber llorado, pero había dicha en sus ojos. Sylvain pensó entonces en lo maravilloso que habría sido conocerlo en otros tiempos, pero dejó que fuese su Señor quien manejase las velas de aquel rojo bergantín.

Y así se escurrieron las horas en derredor. Pronto recobraron el buen humor que les permitió reírse de cualquier cosa, aunque la espina de aquella amarga despedida siguiese a la luna que, en el horizonte, daba muerte al sol con su atardecer.

Para volver a un sitio a veces es necesario irse, le decía Savary.

Para volver a su auténtica casa, debería alejarse una última vez, como aquel astro moribundo que tan testigo había sido de aquel efímero sueño de otoño.

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