26. Éxodo

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—¿Avisaste a Jacques de que regresarías a París?

La voz de su mentor, acompañado de un bache que propició un pequeño golpe en su cabeza, lo despertó del todo. La bamboleante diligencia parecía moverse más que nunca, y retiró una cortina con cuidado para ver el exterior. Al próximo anochecer, aquellos verdes y extensos parajes ya le eran más que conocidos después de una semana y media de viaje.

—No le avisé —respondió, bostezando ampliamente—. Quería que esto fuese una sorpresa.

—Una sorpresa un poco arriesgada, ¿no crees?

Sylvain miró a Savary con mala cara. Parecía no estar dispuesto a dejarle seguir con su lastimosa siesta.

—¿Qué tiene de malo? —replicó, cerrando los ojos de nuevo.

—Nada en especial, pero no sé. Tal vez os cueste un berrinche.

Sin prestarle mayor atención, Sylvain intentó conciliar el sueño una vez más. No obstante, el ruido seco de un objeto cayendo en el suelo de la calesa lo sobresaltó. Volvió a espabilarse y, dolido, se apresuró a recoger el libro que había decidido lanzarse al vacío con otro bache. Lo sostuvo entre sus manos con cuidado, comprobando que nada hubiese dañado su cubierta o las esquinas. Se condenaría si algo llegara a ocurrirle a aquella preciada obra.

—¿Es ese el libro que Jacques te escribió?

Sylvain miró al hombre por unos momentos antes de asentir con la cabeza. No supo descifrar bien el tono de voz que empleó Savary, pero supuso que simplemente estaba tan aburrido como muerto de ganas por hablar sobre cualquier cosa.

—Éste es —afirmó el Lemierre con una pequeña sonrisa—. Lo guardo como oro en paño.

—Se ve que lo cuidas bien, pero ¿de qué trata? Nunca me hablaste de ese libro salvo cuando insististe en que era un regalo.

—Trata de la vida, a rasgos generales. Son relatos, algunos poemas, cuentos, ideas...

—Así que trata únicamente de él.

Desconcertado por lo firme de sus palabras, Sylvain frunció el ceño. Estaba acostumbrado a que fuese más que directo con él, pero en esta ocasión pudo percibir algo de reproche en su voz. Savary lo contemplaba con una sonrisa burlona... No, no había nada de burla en sus palabras.

Una pequeña sensación de desazón lo apabulló en cuanto se percató de lo que quiso decir en realidad. No le faltaba razón, de algún modo. Todo lo que descansaba entre aquellas páginas era un fidedigno retrato del sastre, y únicamente de él. Existían referencias y metáforas que siempre había asociado a sí mismo, aunque no eran muchas. Nunca se había parado a observar el peso de aquella balanza.

—No te apenes, muchacho. Todos los artistas se tienen en mucha y tamaña estima cuando se trata de su obra.

—No todos los artistas son así —musitó Sylvain sin darse cuenta de que lo había dicho. Quiso maldecirse e intentar apartar a aquel pintor de su mente, sin éxito—. Bueno... Al menos después de conocerlos.

—Puede ser. Luego están los músicos, los violinistas en concreto. Tú sin duda eres un caso excepcional, porque en mi vida he conocido a ningún violinista que no estuviese lleno de sí mismo.

—Tal vez sea un caso excepcional porque no soy violinista.

—De momento, quizás. La vida da muchas vueltas, Sylvain.

—A veces más de las que yo quisiera.

Con un suspiro, el Lemierre contempló el paisaje del exterior. Reconocía la lejana silueta de los edificios en el horizonte, mucho más allá de los campos de cultivo y las pequeñas casas de campo que, desperdigadas, pintaban aquellas praderas con su sencillez.

—Esperaba verte más alegre en cuanto estuviéramos en tierras parisinas —dijo Savary con interés—. ¿Te he ofendido con mis palabras?

¿Cómo iba a decirle que su supuesta dicha estaba siendo eclipsada por otro nombre, otros ojos y otra voz? Había creído firmemente que regresar a París le haría sentir la felicidad y la ilusión de antaño, pero estaba lejos de querer echarse a reír.

—No, no me habéis ofendido. Supongo que estoy nervioso, nada más —Sylvain se encogió de hombros, todavía abstraído en el exterior.

—No creo que sea necesario recordaros que nada escapa a mis sentidos.

—Ni a los vuestros ni a los de nadie, por lo que veo —resopló Sylvain—. Agradecería enormemente que no continuásemos con esta conversación.

—Bueno... En ese caso tal vez quieras saber otra cosa que no tiene mucho que ver... No, mejor no. No es el momento apropiado.

Sabía que no iba parar hasta salirse con la suya, por lo que Sylvain decidió armarse de paciencia y mirarlo. Como siempre, la picardía brillaba, vivaz, en sus ojos. A veces parecía que el tiempo no pasaba por Savary en absoluto, aunque esta vez alcanzó a percibir cierto nerviosismo en su maestro. Eso sí que no era normal.

—Una vez sembráis la semilla de la curiosidad estáis obligado a contármelo —dijo Sylvain, impaciente.

Savary soltó una sonora carcajada.

—¿Y eso quién lo dice, zagal?

—Lo digo yo. ¿Qué íbais a contarme?

La indecisión se adueñó del gesto de Savary, quien se limitó a suspirar pesadamente.

—Sin duda es culpa mía por irme de la lengua —dijo, meneando la cabeza—. Pero insisto, me he dejado llevar por el entusiasmo. No creo que éste sea un buen momento.

—¿Desde cuándo no es un buen momento para que habléis, Savary?

—Desde que temo causarte un disgusto por algo que personalmente me hace el hombre más feliz del mundo.

Aquello lo pilló desprevenido. No supo qué deducir a partir de sus palabras. Abrió la boca para seguir indagando, pero la mano de Savary para pedirle silencio fue aún más rápida.

—Ahora no, créeme. Te prometo que te lo contaré a su debido tiempo, pero ahora mismo deberías ir preparándote para bajar.

Intimidado por la repentina seriedad de su mentor, Sylvain supo que verdaderamente no debía continuar. Con la curiosidad rascando sus entrañas, el Lemierre no tuvo más remedio que obedecer. En la distancia comenzó a reconocer las fachadas y los jardines que cercaban su añorada vivienda. Nunca se había percatado de lo hermosa que se veía desde lejos, y conoció por primera vez los estragos de vivir durante tanto tiempo fuera. Todo alrededor de su casa apenas había cambiado, pero para él, todo lucía mucho más bello, mucho más melancólico.

Sumido en sus memorias de la infancia, Sylvain puso el primer pie en tierra en cuanto la calesa paró. Se asustó. ¿Y si su casa a partir de ahora no era más que ese triste recuerdo en vida? ¿Y si no volvía a sentirla como suya en aquel presente?

—Hogar, dulce hogar —canturreó Savary a sus espaldas, habiendo recobrado su buen humor—. Pareciera que fue ayer cuando nos subimos a esta misma calesa, ¿eh?

Pero Sylvain no respondió. Dirigió su mirada al oeste, donde su preciada colina lo aguardaba en silencio y con los brazos abiertos. Después miró al sur, hacia el centro de la ciudad. Su corazón se encogió con fuerza, pues era buen conocedor de que quien lo había hecho latir primero estaba allí, probablemente a punto de dormir en su destartalada vivienda. Tan ajeno a su presencia y sin embargo tan cerca... No se sentía cómodo.

Quizás estuviese sugestionado, pero el aire de su añorada París distaba mucho de lo que recordaba. Marianne... Llevaba mucho tiempo silenciosa en sus sueños, ¿dónde estaba? ¿Había llegado ya allí antes que él? Miró a su alrededor. ¿Estaba en ese mismo aire? ¿Se escondía tras las siluetas de los distantes edificios? ¿Estaba... en su conciencia?

—¿Por cuánto podría venderse esta casa, Savary? —inquirió el Lemierre, cruzando las manos a su espalda mientras contemplaba el edificio.

Su maestro se giró para contemplarlo, repentinamente asustado por su pregunta.

—¿Por qué querrías saber eso?

Sylvain aguardó en silencio mientras veía algunos miembros del servicio aproximarse a ellos. Les ayudarían con el equipaje y los recibirían como era debido, y él no sería nadie para impedírselo.

—No quisiera seguir siendo dueño de estas propiedades en cuanto la revolución lo destruya todo —dijo con cierta frialdad en su voz—. Sería una pérdida de capital absurda.

Savary no respondió. Le contempló como si no le conociera, y Sylvain pudo ver que le daba la razón, pues no era el único que estaba al tanto de todo cuanto ocurría en la ciudad. El inminente estallido que la sacudiría estaba lejos de ser solo un rumor o una utopía.

—Tal vez quieras hablar del tema cuando hayas descansado un poco.

Sylvain asintió conforme.

—Descansaré cuando regrese esta noche. He de hacer algo importante antes.

*  *  *


Sus pies todavía recordaban la ruta que habían de seguir entre aquellos callejones para no llamar la atención de transeúntes indeseados. Sólo la luna iluminaba su apresurada caminata, a veces casi una carrera, hacia el hogar de los Chardin. La humedad mordía sus huesos como la noche en la que decidió escaparse y acudir a la ópera con él. Tenía frío, pero no lo notaba. El fuego que avivaba su corazón con cada paso lo mantenía ajeno a cualquier penuria. Apretó con fuerza el libro de Jacques contra su pecho bajo la capa, su mejor y único talismán.

La ansiedad le jugaría una mala pasada si no lograba tranquilizarse, pero esta no hizo más que ir en aumento en cuanto vislumbró a un grupo de hombres armados. Éstos eran unos cuatro y formaban un círculo cerrado frente a la puerta de lo que parecía ser una taberna. No eran soldados, a juzgar por la pobreza de sus prendas y lo deplorable de su demacrado aspecto, pero sus mosquetes pertenecían al Ejército Real. No creyó que se equivocaría si afirmaba que se trataban de Charlevilles.

Uno de ellos vislumbró a Sylvain entre las sombras, pero no dijo nada. Tras helarle la sangre en las venas, volvió a sumirse en la silente conversación que mantenía con sus compañeros. Por toda respuesta, Sylvain se ocultó aún más bajo su capa y se apresuró a continuar con su camino. Había desconfianza y odio en la mirada de aquel hombre... Tal vez desesperación. Recordó de pronto las palabras de su madre cuando Charles se marchó. Él no era más que un enemigo para ese tipo de pueblo por el mero hecho de ser quien era.

No quiso quedarse a experimentar las consecuencias de ser un curioso, por lo que apretó el paso.

Nada había cambiado en aquellas callejuelas tan estrechas y malolientes, ni siquiera su suciedad ni el barro que constantemente cubría el suelo. Poco le importó mancharse las botas. A punto estuvo de caerse en más de una ocasión por culpa de un resbalón, pero ni por esas se detuvo. Cuando quiso darse cuenta tenía ante él aquella vieja puerta de madera que tantas veces había golpeado. Sus nudillos recordaron aquella sensación con un pequeño cosquilleo, el mismo que lo hizo esbozar una terrible sonrisa al saber que había llegado a su destino. Dejó que su cuerpo se moviese sin consentimiento alguno, y pronto se vio pegando a aquella puerta.

Sabía que era tarde en la noche, que lo suyo era un perfecto acto de indecencia, pero su descortesía estaba bien argumentada. Su corazón dio un vuelco dentro de su pecho en cuanto oyó unos pasos aproximarse en el interior de la vivienda. Ya casi estaba, se dijo. Tan solo dos instantes más, y ya estaba ahí. En tres instantes lo tendría entre sus brazos y, en cuatro, lo recibiría con el beso que tanto había necesitado para salvarse.

No obstante, la confusión se adueñó de él en cuanto un cuerpo que no conocía en absoluto abría la puerta de su destino. En la oscuridad de la noche vio a una joven de prominente vientre, probablemente de su edad o un poco más. Vestía un largo camisón blanco y, a juzgar por su aspecto, acababa de despertarla. La desconfianza también se apoderó de la mujer, quien no se atrevió a abrir la puerta del todo.

Sylvain miró a su alrededor. Aquel era el lugar que buscaba, a no ser que se hubiera saltado un callejón.

—Habréis de disculparme, mi buena señora —murmuró, algo atónito—. Me temo que este viajero se ha equivocado de dirección.

La joven, al oírlo, abrió un poco más la puerta para contemplarle. Sylvain ya se había dado la vuelta para seguir andando cuando su cristalina voz lo detuvo.

—Aguardad, caballero. ¿Quién sois y a quién buscáis?

No muy seguro de si debía revelarle su identidad o no, Sylvain receló de su pregunta por su propia seguridad.

—Busco a Jacques Chardin, hijo de sastres —respondió, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda en cuanto vio a la joven sonreír—. ¿Le conocéis?

—¿Cómo no he de conocerlo? Decidme, ¿cuál es el nombre de su buscador?

¿Que lo conocía? Tal vez se había trasladado a otro lugar a vivir, tal vez lo conociera porque le había vendido aquella casa o, tal vez, simplemente era un sastre o un rebelde conocido en aquellas calles.

—Sylvain. Me llamo Sylvain. ¿De qué lo conocéis, si puedo preguntar? ¿Dónde puedo encontrarlo?

Aún sonriendo amigablemente, la joven entornó la puerta un poco, dirigiendo su mirada hacia el interior de su vivienda.

—¡Jacques, amor mío! Un caballero llamado Sylvain os busca —dijo a media voz— ¿Esperabas visita?

Pero Sylvain ya no oyó nada más. Su conciencia sólo fue capaz de repetir en un eco abrumador aquel amor mío hasta un infinito que lo dejó sin aliento. Una prima. Una amiga de la madre. Podría ser un familiar, y sin embargo ninguna utilizaría semejante apelativo, ¿verdad? Los ojos de Sylvain fueron a parar al vientre de la embarazada, enmudecido por un terror que amenazaba con asfixiarlo.

—¿Has dicho Sylvain?

Y le oyó.

En algún punto de aquella vivienda, aproximándose con paso lento, le oyó. Su voz era una lírica ronca y ahogada que no hizo más que romperle el alma en dos. Su voz... su voz había cambiado. Era más grave, y sin embargo seguía sintiéndola igual.

Cuando lo vio aparecer junto a la joven en el umbral de aquella puerta, el mundo acompañó su alma y procedió a desgajarse en diminutos trozos de vida a sus pies. Se veía... terriblemente descuidado. Una barba de más de tres días mancillaba el contorno de su mandíbula, y su cabello yacía alborotado sin ton ni son sobre su cabeza. Sus ojos... sus ojos lo contemplaban sin la dicha que había esperado ver. Tampoco era la sorpresa que precede a la misma. Era la sorpresa típica de alguien que ve cómo su peor pesadilla se hace realidad y se persona ante él. 

—Celine, vuelve a dormir —susurró el Chardin, incapaz de sostener su mirada y agachándola.

—¿...Celine?

Sylvain se oyó a sí mismo fuera de su cuerpo. Aquel nombre le era terriblemente familiar, y sin embargo le pareció imposible que fuese simple casualidad.

—Celine Chardin, monsieur —la joven ejecutó una breve reverencia.

Celine Chardin... No. Celine Ferrec. Lo había oído en otra ocasión, y estaba completamente seguro de ello.

—He dicho que vuelvas a dormirte.

No había sido una mentira. Sylvain la contempló de hito en hito en cuanto recordó de pronto la primera vez que oyó aquel nombre. Aquella joven imaginaria no había sido más que una trola por parte del Chardin cuando le habló a su madre acerca de su falsa prometida, pero la que estaba viendo con sus propios ojos era de carne y hueso.

Sólo era una broma de mal gusto, ¿verdad?

Volvió a fijarse en su embarazo. Apenas tuvo fuerzas para hablar en cuanto su mente terminó de atar los cabos que estaban a punto de ahorcarlo.

—Celine, ¡maldita sea!

—Déjala en paz —intervino Sylvain de pronto, dolorosamente sacado de sus pensamientos—. Mi buena dama, ¿de qué conocéis a este hombre de aquí?

—Celine, te lo ruego.

La desesperación en la voz de Jacques no hizo más que sumirlo en un pozo tan negro y tan hondo como la esperanza que, poco a poco, lo abandonaba entre malévolas risotadas.

—Soy su esposa —respondió la pobre mujer, a todas luces ajena al infierno que acababa de desatarse en sus entrañas—. Pero, ¿por qué la pregunta? ¿Qué ocurre y a qué se debe vuestra visita?

Sylvain no respondió. En su lugar contempló a Jacques en silencio, quien todavía no había sido capaz de volver a mirarle a la cara. Sintió que se le empañaban los ojos, pues el fuego de la ilusión que lo había traído hasta allí no era ahora más que el ardor de una ira inminente, o tal vez de un llanto que le secaría el espíritu en algún podrido rincón de su cuerpo.

—Tal vez vuestro esposo quiera responder a vuestras preguntas.

Pero Jacques seguía sin inmutarse. Celine había comenzado a ponerse nerviosa y, con cierta indecisión, retorció sus dedos entre sí mientras miraba a uno y a otro.

—¿Por qué no le respondes, Jacques? —musitó Sylvain, empleando un tono tan suave que a él mismo lo desconcertó. Una macabra sonrisa se dibujó en sus labios, y fue consciente de que estaba a punto de perder la razón— ¿Tampoco quieres mirarme a los ojos?

—Sylvain...

—¡Mírame a los putos ojos!

Aquel bramido resonó con sobrecogedora fuerza en los alrededores, y la joven se sobresaltó. A su lado, el Chardin cerró los ojos con fuerza antes de reprimir algo parecido a un sollozo. Cuando finalmente alzó la mirada para contemplarle, Sylvain supo a qué sabía el caro precio de su felicidad.

—¿Desde cuándo? —inquirió el Lemierre, incapaz de derramar una sola lágrima.

—Hace dos años... pero no fue cosa mía. Fue un arreglo concertado por nuestros padres hace mucho tiempo, Sylvain, tú no...

—¿La criatura que lleva en su vientre tampoco es cosa tuya o ha sido concebida por obra y gracia del Espíritu Santo?

Aquello no hizo más que provocar el silencioso llanto de Jacques, quien se apoyó, derrotado, sobre el dintel de la puerta.

—¿Qué... qué está ocurriendo? —musitó Celine con voz trémula.

Apiadándose de su desconocimiento, Sylvain hizo un gran esfuerzo por no romper a sollozar también y ser incapaz de volver a hablar.

—¿Amáis a vuestro esposo?

—Por supuesto —respondió, asintiendo brevemente—. Pero, ¿quién sois vos?

Sois... sois un alma de una belleza tan triste que me abruma.

—Me temo que para él ya no soy nadie, mi señora. Dejé de serlo antes de saber siquiera quién creía ser.

—Estas cosas no duran para siempre, Sylvain. Nada lo hace. Nadie mejor que tú deberías saberlo por tu hermano.

Desconcertado por lo que acababa de decir Jacques, el Lemierre tardó en procesar sus palabras. La chispa de la ira prendió con extrema facilidad en su interior, y no sería él quien la reprimiese esta vez.

—Tú, de entre todas las personas, era la que menos esperaba que dijese algo así... Me hiciste una promesa.

—¿Qué no dura para siempre? ¿De qué diablos están hablando? —intervino una ansiosa Celine.

—De nada que debas saber —atajó el Chardin.

Agarró a la mujer por un brazo con rudeza, haciendo ademán de meterla en casa y alejarla de ellos. Más rápido que sus evidentes intenciones, Sylvain lo evitó al agarrar y tirar de la mano de Jacques con fiereza, provocando que la soltase al momento.

—Vuelve a tocarla delante mía de esa forma y te recuerdo de una golpiza todo lo que pareces haber olvidado.

Jacques sostuvo su mirada por tensos y largos segundos, finalmente deshaciéndose de su férreo agarre con violencia. No había nada en sus oscuros ojos, ni siquiera un ápice de arrepentimiento. Lo único que veía era un odio irracional que, lejos de asustarlo, lo sumió todavía más en su consternación. ¿En qué momento el amor que creía que era mutuo pasó a llamarse desprecio?

Miró a Celine, cuyos ojos se habían empañado ligeramente. Advirtió entonces lo que parecía haber sido un moretón en uno de sus blancos pómulos.

—En vista de que vuestro esposo no hace nada por explicarse, os diré que hasta esta noche mi corazón residía en él, y el suyo en mí. Este hombre que tenéis por marido... —la voz le tembló, a punto de quebrarse— Este hombre me hizo creer que todo cuanto dijo, hizo y me dedicó era por amor. Me hizo prometer que yo no cambiaría jamás, y al cabo de casi un año, cuando cumplo con mi maldita palabra y vuelvo, resulta que me ha traicionado por mucho más tiempo del que siquiera compartí con él. Parece ser que no he sabido ver quién ha cambiado realmente.

—Sylvain, nada de lo que alguna vez dije, hice o te dediqué fue mentira.

—Si de verdad fuese así no lo habrías arruinado todo de esta forma ni me habrías apuñalado por la espalda.

—¿Es que no entiendes que no tenía elección?

—¡Eso sí que ha sido una elección o peor aún, un condenado accidente! —exclamó Sylvain, señalando el vientre de Celine— Pudiste habérmelo contado todo desde el principio.

—¿Y qué habría ganado haciendo eso? ¡No habría hecho más que alejarte de mí!

—¡Como si realmente te hubiera importado hacer tal cosa!

Reteniendo las lágrimas, Sylvain hizo un sobreesfuerzo por no llorar. La pobre mujer dejó escapar un sonoro sollozo y los abandonó, cubriéndose el rostro con las manos mientras desaparecía en el interior de la casa. Jacques ni siquiera la miró. En su lugar cerró los ojos, agachado la cabeza.

—¿Eres al menos capaz de reconocer que ya no me amas? —susurró Sylvain— ¿No puedes siquiera liberarme de este suplicio al que me has condenado tan injustamente?

De nuevo, únicamente el silencio los envolvió en aquella ocasión. No hizo nada en cuanto vio que Jacques se llevó una mano al rostro, apretando el puente de su nariz. Como si eso fuera a despertarlo de la pesadilla en la que se había metido, pensó un exhausto Sylvain.

—Jacques... ¿Me sigues amando?

No supo cuánto tiempo pasó hasta que el sastre alzó la cabeza para mirarle, terriblemente demacrado por el llanto y su ya de por sí nefasto aspecto, acompañado por un ligero hedor a alcohol. Esta vez sostuvo su mirada con quebrantable fragilidad, otorgándole su respuesta con una negación de cabeza tan lenta como breve.

—Mientes —titubeó el Lemierre, apretando la mandíbula.

—No te estoy mintiendo.

—¿De verdad no queda absolutamente nada de todo cuanto hemos vivido juntos, Jacques?

—Te lo ruego, márchate.

Esa no fue la peor puñalada que sintió aquella noche. Todavía no sabía cómo seguía manteniéndose lo suficientemente cuerdo como para imponerse de semejante modo. Entendió entonces que, muy en el fondo de su corazón, se había estado preparando internamente para aquel momento, pero el dolor taladraba de igual forma su pecho.

Levantó la barbilla con determinación, fruto del poco orgullo que todavía conservaba y que estaba dispuesto a empuñar como su mejor arma. No estaba dispuesto a dejar que la humillación lo ahogase.

—Lo haré. Me marcharé y, con suerte, no volverás a verme. Veo que no he hecho más que vivir en una maldita mentira durante todo este tiempo. Al Señor me encomiendo para que cuide de tu esposa Celine y de tu hijo, porque este hombre al que ha tomado por esposo no hará más que llenar su estómago con sueños intangibles.

Viendo que no respondía nada, Sylvain dejó escapar todo el aire que contenía en sus pulmones. Una total inexpresividad se apoderó entonces de sus ser, y supo que tarde o temprano acabaría reventando de algún modo, en algún otro lugar muy lejos de allí.

Retrocedió un paso de espaldas, y luego otro. Todavía seguía esperando a que lo retuviese. Seguía esperando oír la señal que lo haría despertar. Marianne... ¿Dónde estaba? ¿Por qué no podía verla? Acabó por darse la vuelta y echar a andar, mas enseguida se volvió en cuanto oyó aquella añorada voz de nuevo.

—Sylvain —murmuró el otro desde el umbral de la puerta—. ¿Podrías al menos devolverme el libro que traes contigo?

A Sylvain se le ocurrieron millones de cosas que pudo haberle dicho y espetado en aquel momento, pero se contuvo. Parecía que el luto se había difuminado del rostro del Chardin, quien a todas luces esperaba que se lo entregase en mano. ¿Iba a entregárselo a Celine, tal vez, para hacerle ver cuánto la quería? ¿Con cuántas personas había hecho aquello?

—Por supuesto. Olvidaba cuánto amor habías puesto en la creación de este libro cuando me lo regalaste. Aquella fue una noche maravillosa, ¿verdad? Recuerdo que lloraste cuando me confesaste que me amabas, y me besaste por primera vez. ¿Lo recuerdas tú también?

Los labios de Sylvain se estiraron en una siniestra sonrisa de la que ni siquiera se percató. Extrajo el libro del interior de su capa y lo contempló mientras lo sostenía en el aire. Jacques aguardaba, impaciente, a que se aproximase a él. Ni siquiera parecía haberlo oído, y sabía que no iba a responderle, pues no paraba de mirar el libro. Por toda respuesta, Sylvain se acercó en silencio, todavía sin soltarlo.

En cuanto estuvo a su altura, elevó el libro y lo dejó caer sin reparo alguno.

Éste aterrizó abierto sobre uno de los muchos charcos embarrados que cubrían el suelo. Pudo ver el terror plasmado en los ojos del sastre, quien dejó escapar una exclamación malsonante antes de agacharse a recogerlo. Sin moverse, Sylvain lo contempló impasible.

—¿Duele?

Jacques dejó de intentar quitar el barro de las hojas en cuanto lo oyó. Una temblorosa mano quedó suspendida en el aire y, con extrema lentitud, alzó la cabeza para mirarlo desde el suelo. Ni siquiera veía el más mínimo haz de entendimiento en sus ojos, salvo una furia más que palpable a su alrededor.

—Debí haber hecho caso de mi instinto antes y ver quién eras en realidad —musitó Sylvain con dificultad, meneando la cabeza—. Cuida de Celine y no me busques en lo que te reste de vida. Tal vez logres ser un hombre de provecho empleando tu egoísmo y tu impulsividad en el campo de batalla que algún día será París —suspiró con profundidad—. Que Dios te bendiga, Jacques Chardin. Gracias por todo.

No esperó a que respondiese, pues sabía que no lo haría.

Dejó que sus pies lo guiasen de vuelta a casa mientras se calaba la capa todavía más. Probablemente no fuera muy consciente de todo lo que acababa de dejar atrás, pero apenas era comparable con el peso que se había despegado de sus hombros. No se volvió para mirarle por última vez, pues quiso conservar en su memoria los mejores momentos que habían pasado juntos.

Tal vez algún día lo recordaría todo con una sonrisa, pero algo dentro de su ser se retorció con fuerza. Sentía que caminaba desnudo, que de algún modo cualquiera podría ver lo vacío que se sentía en aquellos momentos... y no iba a permitirse volver a ser tan débil.

Por primera vez, Sylvain-Dennis Lemierre abrió los ojos.

El invierno estaba a punto de llegar.






Fin de la segunda parte


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