28. Bajo el manzano

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Las temperaturas comenzaban a bajar incluso a mediodía, y el sol tendía a ocultarse tras las nubes en aquel frío mes de noviembre. El tiempo no acompañaba en lo que podría haber sido un agradable paseo, por lo que tanto Sylvain como su madre no se alejaron demasiado de los jardines de su casa.

—¿Y bien, cariño? ¿Qué era eso de lo que querías hablar conmigo?

Encontraba casi divertido el hecho de que su madre estuviera nerviosa, y Sylvain se relamió del gusto. Iba siendo hora de devolverle el interrogatorio que una vez lo obligó a responder.

—¿Cómo ha ocurrido todo?

Sylvain cruzó las manos a la espalda, recibiendo por parte de su madre una mirada reprochadora. Se excusó silenciosamente con un altivo encogimiento de hombros.

—Esa es una pregunta demasiado amplia, me temo —suspiró Anne-Marie, jugando con el abanico entre sus manos mientras caminaban—. Pero nunca ha habido un elemento desencadenante. Supongo que te debo una explicación, así que te diré que el nexo de mi relación con Alain siempre has sido tú.

—Pero, ¿en qué momento supísteis que lo amábais? Siempre creí que no le aguantábais lo más mínimo, madre.

Una pequeña risa escapó de los labios de Anne-Marie.

—¿Alguna vez has oído eso de que los polos opuestos se atraen, Sylvain?

—Sí, pero aquí no le veo ningún sentido.

Su madre lo miró con ternura, meneando la cabeza con lentitud. Probablemente estuviese leyendo sus pensamientos en aquel momento, pues de algún modo todavía se negaba a aceptar que su adorada madre compartiera su intimidad con alguien... y se dio cuenta de lo egoísta que estaba siendo al pensarlo.

—Poco después de que tu padre falleciera, le siguió la esposa de Alain. Aquellos fueron los tiempos más oscuros que recuerdo haber vivido, pues no sabía cómo iba a salir adelante con Charles y contigo apenas siendo un bebé. La amistad que compartía con Alain se estrechó tras aquellos desafortunados eventos, con la premisa de ayudarnos mutuamente en lo que quiera que fuese la vida entonces —Anne-Marie abría y cerraba su abanico con la mirada perdida—. ¿Cuándo supe que lo amaba? No sabría responderte. Cuando llegues a mi edad te darás cuenta de que los amores de la juventud mucho distan de los de la madurez. Aquí no hay prisas ni necesidad de confesar nada. Todo es más lento, paulatino. Simplemente se sabe, se acepta y se es feliz con ello.

Sylvain asintió. No sabía qué esperaba oír exactamente, pero supo por la forma de expresarse que no le mentía. Cuando la miró vio que sus ojos brillaban quizás de dicha, quizás de emoción.

—Si os soy sincero, siempre he esperado el momento en el que echárais a Savary a patadas de la casa. Os he visto discutir la mayor parte del tiempo y... bueno. Vos os exasperáis con facilidad.

—Más de una vez he querido hacerlo, créeme, pero una acaba comprendiendo que hay que conformarse con ciertas cosas —Anne-Marie volvió a suspirar—. Alain es una persona maravillosa, a pesar de su incontinencia verbal y lo que pueda opinar contrariamente a mí, Sylvain. Sin él... probablemente no habría sido capaz de criarte ni de recuperarme, aunque haya cometido graves errores —esbozó una cálida sonrisa—. El amor que siempre te ha profesado ha sido mi principal motivo para amarle. Él es ese pilar esencial en mi vida.

Conmovido al oírla hablar de aquel modo sobre su mentor, Sylvain no pudo evitar contagiarse de su sonrisa. No obstante, fue testigo de cómo una repentina tos parecía adueñarse de la voz de su madre. Ésta se cubrió rápidamente la boca con un pañuelo y, tras verlo, lo dobló con la misma velocidad. Le dedicó otra sonrisa a su hijo, restándole importancia.

—Siempre he querido saber de qué hablásteis tras lo ocurrido aquella noche con el doctor... pero supongo que fue Savary quien os hizo cambiar de opinión respecto a mis circunstancias.

—Ah, esos fueron unos días muy duros, vida mía —la mujer lo miró, acongojada—. Pero no te equivocas. Él fue la voz de la razón que me había empeñado en ignorar. Cuando te vi en el baile de los Maystone tras saber que te habían herido... Entendí que no merecía la pena angustiarme por cosas como tus extrañas inclinaciones.

No muy seguro de si ofenderse o no por sus últimas palabras, Sylvain decidió entenderlo como su forma de verlo, y lo aceptó.

—A propósito de eso... creo que Savary estuvo a punto de contarme lo que vos me estáis relatando cuando llegamos a París. Ambos sabíais lo que iba a ocurrir, ¿verdad?

Anne-Marie no respondió enseguida. Cerró su abanico con cierta indecisión y lo golpeó suavemente contra la palma de su mano.

—No es que lo supiéramos a ciencia cierta y hubiera deseado equivocarme, pero lo intuíamos. Alain sí sabía por Chrystelle que algo no iba bien desde hacía algunos meses. Por eso te insistí tanto en que cuidaras tu corazón. Si hay algo que no voy a perdonarme es el no haber podido estar allí para presenciarlo, porque te prometo, y que Dios me perdone, que lo habría arrastrado de los pelos hasta la Bastilla.

—Hubiera preferido hacerlo yo mismo... pero supongo que debía aprender algo de todo eso —respiró hondo, intentando no sumergirse demasiado en aquellas imágenes que tan vívidamente recordaba—. Os agradezco enormemente todo cuanto Savary y vos habéis hecho por mí.

—¿Cuento entonces con tu bendición?

Sylvain no pudo evitar reírse ante la burla que empleó al preguntarle y, sin pensarlo demasiado, asintió con la cabeza.

—Por supuesto que sí. Merecéis ser feliz y sé que no hay mejor persona que Savary para serlo con vos —tomó su mano para depositar un pequeño beso en el dorso de la misma—. Sólo espero no tener que veros haciendo manitas por los pasillos.

—Oh, por Dios —su madre se ruborizó y retiró la mano, echándose a reír poco después—. No seas irreverente. Por supuesto que no vas a verlo.

—Entonces afirmáis que lo hacéis, ¿no?

—¡Sylvain!

Rompiendo a reír escandalosamente, el Lemierre esquivó un golpe de abanico que habría podido aterrizar en su nuca. Tuvo que detenerse para recuperar el aliento, disfrutando al oír también las risas de su enrojecida madre. Había echado de menos aquello, se dijo. Poder bromear y jugar tan tontamente con ella no tenía precio.

—Espero que verdaderamente seáis muy felices juntos —dijo Sylvain al cabo de un rato—. No me será difícil ver a Savary como el padre que ha sido siempre para mí.

Anne-Marie se sonrió, visiblemente conmovida por sus palabras. Sin abanico en ristre, acarició la mejilla de su hijo con cariño.

—Me haría más feliz saber que le dirás eso mismo a él en persona. Estaba verdaderamente preocupado por cuál pudiera ser tu reacción —hizo una breve pausa mientras miraba al horizonte—. Además, tú también te mereces abrirte de nuevo a la felicidad después de todo. Tal vez alguien como aquel buen caballero que viene por allí pueda echarte una mano con eso.

Con un pequeño pellizco en el corazón al oírla, siguió el recorrido de su mirada hasta los senderos que atravesaban las campiñas en la lejanía. Vislumbró a la perfección la figura y los determinados andares de un pintor inglés que se aproximaba, probablemente sin haberle visto todavía.

Un pánico irracional se apoderó de Sylvain al recordar que tenía puesta la peluca y miró a su alrededor, buscando esconderse detrás de las faldas de su madre.

—Sylvain, ¿qué haces?

—Mi pelo. Se me había olvidado por completo. ¡No puede verme así!

—¿Que no puede...? Hijo mío, a veces pareces tonto —se carcajeó Anne-Marie, tomándolo por los brazos para tranquilizarlo—. Estás perfecto así. Además, ¿por qué debería preocuparte tanto?

—Porque yo no... —Sylvain tragó saliva, viendo que se quedaba sin palabras. Ya había terminado de delatarse por completo.

Anne-Marie continuó riéndose por lo bajo mientras ajustaba la chorrera de su camisa, así como otros detalles de su indumentaria. Esto lo desconcertó un poco, pues lo estaba ayudando a verse presentable.

—El señor Maystone ha venido a visitarnos cada dos días mientras tú estabas fuera y merendaba con nosotros. Juraría que en mi vida he conocido a alguien más concienciado por tu bienestar que yo o Alain. Acudía con la esperanza de saber si había noticias de vosotros en vuestra ausencia —murmuró la mujer, revisando los dobleces de sus mangas—. Pobre alma. Sigue creyendo que nadie se ha dado cuenta de lo que remueves en su noble corazón.

Sylvain abrió la boca para protestar, pero ningún sonido salió de ella. Volvió a mirar hacia el horizonte. Darrell debió de haberle visto ya a aquella distancia.

—¿Es... es tan obvio? —preguntó el Lemierre, intentando sonar seguro de sí mismo.

—En realidad no, pero a mí no se me escapa ni una, ya te lo dije —sonrió Anne-Marie—. A juzgar por tu reacción diría que sabes bien de lo que hablo, ¿no es así?

—No es lo que parece.

—Lo que me parece es que te abrumas en vano —pellizcó su mejilla como si de un crío se tratase, sonsacándole una sonora protesta—. Permítete pasarlo bien y ser quien eres, pero siempre con la discreción y elegancia que te he inculcado. No menosprecies su afecto por ti.

Sylvain sintió que le faltaba tiempo para hacerle miles de preguntas al respecto, especialmente para asegurarse de lo que opinaba, aunque ya se lo había dejado claro. Cuando quiso darse cuenta, Darrell estaba a apenas unos pasos de ellos. Su rostro se había iluminado con la sonrisa más bella que alguna vez había alcanzado a contemplar en él, pues parecía no caber en sí de asombro. Sylvain quiso salir corriendo despavorido, pues su madre había vuelto a abrir el abanico y se sonreía con picardía.

—Madame —saludó Darrell, dedicándole una reverencia. Enseguida contempló a Sylvain, fascinado—. Benditos sean mis ojos si de verdad sois vos, Sylvain.

Un imparable rubor se apoderó de sus mejillas. Sabía que lo decía por su peluca y, preso por los nervios, le devolvió la sonrisa. La idea de que volvería a verlo había acunado su conciencia como un hálito de esperanza, pero tenerle delante suya junto a su madre no hacía más que causarle una taquicardia. ¿Cómo se supone que debería reaccionar? ¿Cómo debía comportarse?

Fue Anne-Marie quien finalmente lo instó a hablar, dándole un pequeño toque en la espalda con el abanico.

—Sí que soy yo —se excusó, agachando la mirada—. Me alegra veros por aquí.

—Más me alegra ver que habéis vuelto tan pronto. ¿Cuándo regresásteis, si puedo preguntaros?

—Ayer, milord —intervino Anne-Marie entrecerrando los ojos, divertida.

Sylvain la miró forzando una sonrisa, deseando fervientemente que no alargase su suplicio más de lo necesario.

—¿Ayer? Entonces he venido en el momento adecuado, ¿no? —el propio Darrell se tensó tras soltar una risa nerviosa, siendo observado fijamente por la mujer— Si interrumpo algo puedo venir más tarde.

—No es menester, mi buen señor. Yo ya me retiraba a hacer un poco de punto en casa. Creo que es evidente que tenéis muchas cosas que contaros.

Tanto Sylvain como Darrell intercambiaron una fugaz mirada de desconcierto. No obstante, el inglés procedió a exhalar el aire que parecía haber estado reteniendo por unos segundos.

—En ese caso me alegro de haberos visto también, madame.

Anne-Marie asintió en silencio como si no le hubiera escuchado y cerró el abanico de golpe, sobresaltándolos a los dos. Se aproximó unos pasos al pintor, agitando el abanico frente a su rostro a modo de dedo acusador.

—Más os vale que tengáis buenas intenciones con mi pequeño y lo cuidéis bien, porque si me entero de que le habéis hecho mal o de que ha llorado por vuestra culpa, conoceréis de primera mano lo bien que prometen funcionar esas guillotinas de las que se empiezan a rumorear en mi tierra.

Y tras eso, junto con una adorable sonrisa, Anne-Marie ejecutó una elegante y pomposa reverencia. Por su parte, Darrell había palidecido tanto que pareció estar a punto de desfallecer, pero asintió rápidamente con la cabeza, llevándose por instinto una mano a la nuca.

—Claro —musitó, sonriendo con ansiedad—. Claro, no tenéis que preocuparos por nada. Y-yo no... Eso es lo último que querría hacer.

—Entonces estaré encantada de veros a menudo por aquí, caballero. Anda, daos un paseo y pasadlo bien, que os dé un poquito el sol, ¿vale? Os estaré vigilando aunque no lo creáis, mi señor. Siempre.

Después de darle una palmadita al hombro de Sylvain, Anne-Marie se dio media vuelta y se marchó alegremente, canturreando una conocida allemanda por lo bajo. Tanto Sylvain como Darrell permanecieron en silencio durante largos minutos, contemplando cómo la señora Lemierre se alejaba en dirección a la casona. Ninguno de los dos dijo nada mientras tanto, principalmente porque algo llamado terror se había adueñado de sus espíritus.

Fue finalmente Sylvain quien, tras ver que su madre había entrado en casa, tomó a Darrell del brazo y se lo llevó lejos de allí, hacia los manzanos de las campiñas más alejadas. El inglés no opuso resistencia alguna y pronto se adaptó a su apresurado paso, probablemente deseando encontrar algo de intimidad, lejos de los ojos de aquel halcón que se hacía pasar por mujer. Pronto acabaron corriendo a través de lo idílico de aquel paisaje campestre.

En algún punto del trayecto Sylvain sintió que lo invadían las ganas de reír, y se giró para contemplar a aquel hombre que lo seguía. Éste pronto se contagió de su sonrisa por lo surrealista de la situación, dejando que sus nervios se destensasen con una primera carcajada que le supo a libertad.

—Os prometo que no le he hablado de vos a mi madre —dijo Sylvain, dando fin a su huida al apoyar su espalda contra el tronco de un viejo manzano.

—No sé si debería ofenderme o no por ello —bromeó Darrell, recobrando el aliento con un poco de dificultad—. Supongo que debo aprender a contener más mi alegría.

—Oh, no lo hagáis, os lo ruego. Creo que no hay necesidad de reprimirla. Mi madre está encantada con vos y os tiene en muy alta estima.

Como si no esperase oír aquello, el inglés parpadeó algunas veces antes de volver a sonreír. ¿Por qué no se había fijado antes en aquel par de hoyuelos? Sylvain se dio cuenta entonces de lo que acababa de insinuar con sus propias palabras, y de pronto se sintió un poco inseguro. Ya nada lo ataba como antes de marcharse, y sin embargo sentía cierta culpa pesarle en lo más profundo de su ser.

Ambos se vieron rodeados por un silencio estremecedor mientras se contemplaban, como si nada salvo el eco de unas palabras no dichas los envolviesen. No opuso resistencia cuando Darrell lo apresó en un fuerte abrazo que lo devolvió a la vida. Aferró sus manos a la espalda del artista, dejando escapar una sentida exhalación mientras enterraba el rostro en su hombro. No estaba haciendo nada malo, ¿verdad? Él merecía volver a sentirse arropado después de todo. Había necesitado acortar aquella ansiada cercanía desde hacía tiempo, y poder encerrarse en aquellos brazos lo liberó.

—Os he echado tanto de menos este mes que llegué a creer que acabaría por volverme loco —susurró Darrell poco antes de distanciarse para poder verle—. Espero que perdonéis mi atrevimiento, pero no esperaba que regresárais tan pronto.

Conmovido por su eterna necesidad de disculparse, Sylvain aflojó el agarre de sus manos para, distraídamente, colocarlas sobre los brazos que aún rodeaban su cintura.

—Ese viaje fue necesario para darme cuenta de muchas cosas que me negaba a ver y... corté las amarras que amenazaban con ahogarme —respondió, testigo de cómo la preocupación cobraba forma en sus ojos—. No habéis de disculparos.

—Entiendo.

Pudo ver que no se atrevía a seguir preguntando, pues el pudor se lo impedía. Darrell pareció darse cuenta de que aún no le había soltado cuando, de repente y con cierto apuro, recogió sus brazos para, nerviosamente, cruzar las manos a su espalda. Sylvain temió que tanta adorabilidad acabara con él.

—La persona que me esperaba en París era alguien que me juró amor eterno hace menos tiempo del que creía —dijo Sylvain, haciendo acopio de valor para hablar—. Lo que me llevó a regresar fue la necesidad de cerciorarme de que la extinción de esos sentimientos por su parte sólo eran imaginaciones mías, pero heme aquí, habiendo comprobado que no me equivocaba.

Darrell escuchaba en silencio, bebiendo de sus palabras como si no hubiera mañana. Lo invitó a sentarse junto a él bajo la sombra del manzano, y de buen grado aceptó.

—Una vez se inventó una historia en la que alegaba tener una prometida, y creí que lo hizo para salir del paso con mi madre, quien nada sospechaba de mi naturaleza. Tamaña fue mi sorpresa al descubrir que, en efecto, aquella prometida existía y es ahora esposa y futura madre de un hijo que jamás debiera haber sido concebido.

—Por todos los dioses... —murmuró Darrell, contemplándole de hito en hito.

Sylvain asintió en silencio, sintiendo un pequeño nudo en la garganta.

—No quedaba nada de lo que alguna vez fue él... Había bebido, y ahora soy incapaz de sacarme de la cabeza a esa pobre joven y su bebé —su voz tembló ligeramente, y se llevó una mano al pómulo para trazar una línea—. Ella tenía... tenía la sombra de un golpe y vi cómo... —se estremeció al percatarse de lo que verdaderamente presenció, sintiendo que no encontraba las palabras adecuadas para continuar— La agarró.

La sola idea de que Jacques hubiese caído en la bebida como hizo su padre lo hizo palidecer. Sabía que éste fue una vez el causante de la cicatriz de su mejilla, pero hasta entonces no se había parado a pensar en que el escritor siguiera sus mismos pasos. Era descorazonador pensar que su propio destino lo había acompañado con aquella marca desde pequeño. ¿Y si no se hubiera marchado a Livorno? ¿Habría sufrido el aciago destino de aquella desgraciada mujer en su lugar? Y lo peor de todo... ¿Qué habrá sido de Celine tras aquella noche?

—Os librásteis de algo de lo que difícilmente se sale —dijo Darrell, dándole voz a sus propias dudas—. A Dios podéis dar gracias de que esa vida no estaba destinada a ser vuestra.

Lo dijo con tacto, sin intención de ofenderle. Sylvain lo miró, llegando a ver el dolor que se reflejó en sus ojos tras entender la situación con la que se había encontrado.

—¿Y si lo hubiera sido? Esa mujer no estaría sufriendo el infierno que debe de estar viviendo en estos momentos.

—¿Cuánto estábais dispuesto a pagar por vuestra felicidad, Sylvain?

Aquella pregunta resonó con fuerza en su conciencia, como si ya la hubiese escuchado con anterioridad de otra persona, de otra boca. Marianne, ¿fue ella? ¿Fue ella quien le estuvo advirtiendo todo este tiempo con aquellos sueños recurrentes?

—No creo que pagar por mi felicidad sea lo adecuado. No debería ser así —musitó, pensativo—. Al menos sé que no lo será a partir de ahora.

—No lo será, y eso sí que puedo asegurároslo.

Tras decir aquello, Sylvain se encontró con una sonrisa que, de algún modo, le supo a hogar y sanó su rasguño emocional. Aquel hombre... Entendía ahora por qué su Señor lo había puesto en su camino.

—Soy incapaz de imaginar el dolor que debe de estar sacudiendo vuestras entrañas, pero no me atrevo a preguntaros cómo os sentís sin temor a haceros más daño del que os habrá hecho contarme lo ocurrido.

—Oh, no... No habéis de preocuparos. Estaba preparado de algún modo para lo que acabó pasando, pero siempre duele saber que uno tenía razón —sonrió Sylvain, y recordó las palabras de una persona muy querida por él—. Al menos la vida sigue. ¿Qué mayor regalo podría obtener a cambio?

Darrell volvió a sonreír, enternecido por su actitud. Le tendió una mano y, poco después, Sylvain la aceptó. Fue reconfortante sentir algo de calor. Dejó que su dedo pulgar acariciase aquella piel tan distinta a la suya, tan curtida y maltratada por el trabajo manual. Ambas manos descansaron entrelazadas sobre la pierna del inglés, quien logró devolverle la paz con éxito. Él mismo era la paz.

—Con sólo ver vuestra sonrisa es fácil saber lo fuerte que sois, Sylvain —le dijo, descansando la cabeza contra el tronco del árbol mientras lo miraba—. Vuestra juventud es vuestra mejor arma contra la desventura.

—Lo decís como si vos fuéseis un anciano —respondió Sylvain, divertido.

—Puestos a comparar no creo que diste mucho de serlo para vos.

—Oh, por supuesto que no —se rió, sacudiendo la cabeza—. Todavía estáis en la flor de la vida.

—Vais a conseguir que me ruborice si seguís así.

Uniéndose a sus risas, Darrell dejó que el Lemierre alzase las manos de ambos para contemplarlas. La del inglés era mucho más grande que la suya, y sin embargo sentía que era una combinación curiosa.

—Quiero saber más de vos —dijo entonces Sylvain, colocando su mano palma con palma—. Qué os gusta hacer cuando nadie os ve, en qué pensáis cuando estáis rodeado de gente...

—¿Qué podríais deducir por vos mismo?

Aceptando el reto, Sylvain entrecerró los ojos.

—Diría que os gusta pintar cuando estáis solo y que pensáis en pintar cuando estáis rodeado de gente.

—No vais desencaminado, aunque tal vez os parezca una persona aburrida —se sonrió Darrell, entrelazando sus dedos de nuevo—. Después de pintar suelo leer y pienso en algún buen libro cuando no pienso en vos.

Un ligero rubor se adueñó de sus mejillas y, aguantándose una pequeña risa, Sylvain resopló. Sabía que buscaba animarlo, pero a ese paso iba a provocar que quisiera salir corriendo a esconderse por culpa de su timidez.

—No nada hay de aburrido en eso. Es parte de vuestra esencia.

—Así que todavía lo recordáis.

—No podría olvidarlo —de pronto, una pequeña duda asaltó su mente, y se giró hacia él con energía—. Habladme de vuestros hermanos. ¿Cómo os lleváis con ellos?

Como si la pregunta lo hubiese pillado desprevenido, Darrell se tomó unos segundos para recapacitar, pero no pareció incomodarle. Se llevó de pronto una mano a la pierna, frunciendo el ceño momentáneamente como si algo le hubiese hecho daño.

—Ya conocéis a Evelyn, sin duda. Es el rayo de sol de mi luna —dijo con una sonrisa, respirando con un poco de dificultad—, y no es que nos llevemos muy bien, la verdad. Es tan extrovertida, vivaz e impaciente que me pone de los nervios, pero de igual forma sigue siendo mi hermana pequeña. La quiero y he de velar por ella en estos momentos a pesar de ser una consentida insoportable.

Sylvain intentó no reírse al oírle hablar de aquel modo, y se preguntó cómo serían aquellas discusiones fraternales entre ambos.

—Evelyn me cayó muy bien. No me pareció que fuera tan insoportable, a decir verdad.

—Oh, esperad a vivir veinticuatro horas con ella todos los días durante años. Podríais llegar a desarrollar una sordera tan conveniente como involuntaria.

—No seáis tan cruel —se rió el joven, propinándole un pequeño codazo—. Pero, ¿qué hay de William? Nunca me habéis hablado de él.

Como si oír aquel nombre le hubiese incomodado, la sonrisa desapareció del rostro de Darrell. Una pequeña exhalación escapó de sus labios, y Sylvain temió que le hubiera ofendido con la pregunta.

—El pequeño William es especial —dijo, descendiendo la mirada hasta sus manos—. Bien sabéis que vive en Liverpool con mi madre, y es feliz, a pesar de todo.

—¿Puedo... preguntar a pesar de qué?

—Claro —esta vez suavizó su expresión—. Por alguna razón que desconocemos no puede hablar. No sabe expresarse como lo hacemos vos y yo. Entiende lo que se le dice, pero su capacidad intelectual no está tan desarrollada —hizo una breve pausa, como si recordase algo—. Tiene su particular manera de llamar nuestra atención si necesita algo, y bueno. Es completamente dependiente de alguien lo cuide.

Sylvain frunció el ceño. Era la primera vez que conocía una descripción tan distinta a lo que estaba acostumbrado a oír. Había oído en su entorno que esas personas eran tullidos, pero nunca había llegado a ver a nadie así.

—¿No hay ninguna forma de que pueda aprender a hablar?

—Me temo que hemos visitado tantos doctores como hemos podido, pero los de renombre se niegan a tratar con casos como los de William. Mancillaría sus expedientes —dijo, dejando entrever su resentimiento—. Aquellos que sí están interesados en ayudarnos piden cifras exorbitadas, y por ello me hallo aquí, tan lejos de casa.

—Recuerdo que mencionásteis que os formásteis en Florencia para ser pintor...

—Exacto. La única forma que tengo de poder reunir tanto dinero es haciendo algo que me lo asegure, y en mi caso es vendiendo cuadros y retratos.

De pronto, Sylvain se sintió culpable. Darrell se había ofrecido a pintar su retrato completamente gratis, pero ya no se quedaba tranquilo sabiendo que todas esas horas de esfuerzo y dedicación no le daría el dinero que necesitaba.

—Eso os honra mucho —musitó Sylvain—, pero debe de haber otra forma de hacerlo. Debe de haber algún profesional que se preste a ayudaros sin pedir una fortuna a cambio.

Darrell sonrió con amargura.

—Me temo que la vida no funciona así en esas esferas, Sylvain. Si no hay dinero, no hay interés ni caridad.

—Eso es terriblemente injusto.

—Lo sé, pero no nos entristezcamos pensando en esto ahora. No quisiera abrumaros más de lo necesario.

Sylvain quiso responder que no le abrumaba y que estaba dispuesto a seguir escuchándole, pero Darrell parecía indispuesto a querer seguir hablando del tema. Se dedicó a besar su mano con infinito cariño, provocando que el corazón le diese un vuelco al sentir sus labios.

—Se me olvidó decíroslo antes, pero hoy parecéis un príncipe —dijo, habiendo recuperado su buen humor.

Sabía que se refería a su peluca, y se complació al oír su cumplido. No creyó que fuese buena idea volver a cambiar el tema de conversación, por lo que le dedicó una sonrisa.

—Exageráis —respondió, sintiendo un pequeño hormigueo en su estómago—. Echo de menos sentir el aire fresco ahí arriba.

—Lástima, porque os sienta genial. ¿Cómo es que os la habéis puesto?

Sylvain recordó las reacciones de Savary y de su madre aquella mañana, hacía algunas horas. Con una tímida sonrisa, se atrevió a descansar la cabeza sobre su hombro. Estaba tan cansado que no se paró a pensar en lo que estaba haciendo, y siguió su impulso. A modo de respuesta, su mano quedó huérfana en pos de sentir un brazo rodear su espalda con suavidad, y se sintió cobijado en aquella calidez. Al fin parecía haber alcanzado el refugio de la montaña, y Darrell se lo confirmó con la afable sonrisa que le dedicó cuando buscó su rostro para mirarle. Sylvain bebió de su dulce expresión en completo silencio, sintiendo que aquella cercanía podía acortarse con un simple par de centímetros, pero ninguno quiso profanar aquel momento.

Cerró los ojos mientras se acomodaba contra su cuerpo en su necesitado descanso, recapitulando todo cuanto había ocurrido a lo largo del día. ¿Por qué se había puesto la peluca?

—Debía cumplir con mi deber —susurró, satisfecho—. Por algo soy un Lemierre.







Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro