29. En sus brazos

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Las semanas se escurrían, perezosas, en pos de darle la bienvenida a un invierno recién nacido. El frío había hecho imposible que el retrato pudiese terminarse al aire libre, aunque Darrell aseguró que con una última sesión podría finalizar su obra de arte, pues únicamente necesitaba retocar algunos detalles.

Esto dio pie a que fuese invitado a pasar una tarde en la casona de Ludovic, donde siempre era tan bien recibido como un duque. Al menos así lo creía Sylvain. Había dudado de que realmente fuera necesario que continuara posando para Darrell, pues el retrato estaba casi completo, pero éste había insistido en que le era de vital importancia. No lo sería tanto, pensó el Lemierre, cuando apenas se molestó en buscar la iluminación del exterior y le había permitido sentarse como quisiera. Bien sabía que lo suyo era una simple excusa para poder pasar tiempo con él.

Habían decidido asentarse en la biblioteca con la única condición de que alguien más estuviese presente. Por supuesto, Sylvain no era necio y para no oír a su madre le pidió a Chrystelle que lo acompañase. Anne-Marie se había mostrado más que conforme, completa desconocedora de las inclinaciones de su doncella.

—¿Qué leéis, Sylvain? —le había preguntado Darrell tras el caballete.

Sentado hecho un guiñapo, el joven Lemierre alzó la cabeza para mirarle, devolviéndole una cálida sonrisa. Sobre sus piernas cruzadas, un montón de documentos y papeles desordenados se apilaban en un pequeño caos. Esta vez no se había calado la peluca, por lo que pudo rascarse la cabeza sin problemas.

—Acabo de revisar todos los bienes que seguimos manteniendo en París, pero todavía tengo que leer las cartas que recibí de algunas universidades —dijo, enfrascado de nuevo en su lectura.

—Eso suena magnífico —respondió Darrell. Si algo apreciaba de él era el ímpetu con el que lo había estado animando a sopesar aquellas nuevas posibilidades—. ¿Cuáles os han respondido?

—La de Salamanca ha sido la primera, en España. Tiene buena pinta pero me temo que tendría que aprender español desde cero.

—¿Y por qué habéis contactado con ella entonces?

—Creo que fue idea de Savary, ¿verdad monsieur?

Sylvain contempló a Chrystelle con una mueca resignada, asintiendo. La mujer se sonrió ante su acierto y continuó leyendo, sentada en una mecedora de mimbre junto a la chimenea encendida.

—Ha insistido en que era una buena elección. Es un gran admirador de Carlos III, pero me temo que al pobre hombre le queda poco para irse y Savary se niega a aceptar que su hijo sea un necio. En fin —Sylvain chasqueó la lengua, encontrando otra carta y agitándola en el aire—. También está Oxford.

Los ojos de Darrell se iluminaron en cuanto oyó aquel nombre y dejó de pintar. Sylvain supo que reaccionaría así y, con una sonrisa coqueta, se recolocó en su asiento. La propia Chrystelle hizo un esfuerzo al no reírse por lo bajo tras verles.

—¿Habíais considerado estudiar en Inglaterra?

—Por supuesto. Tendré que practicar mi inglés, pero está entre mis favoritas —siguió rebuscando entre los papeles, extrayendo otra carta más mientras fingía hacerse el desinteresado—. Un poco más cerca está la de Siena... Tal vez me decante por ella.

—Oh, no. Oxford os conviene más.

—¿Y eso por qué?

—Porque es Oxford.

Sylvain lo miró, divertido.

—Esa no es una razón de peso —insistió, queriendo oírle protestar un poco.

—Creo que me estoy desconcentrando.

—Pues en mi vida he conocido a un pintor que hable tantísimo y que sea tan productivo mientra trabaja —intervino Chrystelle, intercambiando una mirada de complicidad con Sylvain—. No creo que sea fácil desconcentraros.

—¿A cuántos pintores has conocido en tu vida, Chrystelle? —le preguntó el Lemierre.

—A ninguno, pero ¿por qué queréis que mi señor vaya a Oxford, milord?

—Eso, ¿por qué?

—Apiadáos los dos de mí, os lo ruego —gimoteó el inglés lastimosamente.

Rompiendo a reír ante su reacción, Sylvain decidió dejar todos aquellos papeles sobre una mesa cercana. Por su parte, Chrystelle retomó la lectura de su libro.

Con curiosidad, Sylvain se aproximó hacia Darrell para comprobar cómo avanzaban los retoques de la obra. Colocado a sus espaldas, se permitió la atrevida travesura de inclinarse sobre su hombro, peligrosamente cerca de su oído. De no haber sido Chrystelle la persona que los vigilaba se habría cuidado mucho de acercarse siquiera, pero ambos sabían que podían respirar en paz en presencia de la mujer.

No tan en paz respiraba Darrell, quien comenzaba a ponerse nervioso por momentos. Sylvain luchaba por reprimirse las ganas de ser un poco diablo, pero no pudo evitar sucumbir a sus propios deseos.

—Si finalmente elijo Oxford, ¿os gustaría aprovechar y volver a Inglaterra conmigo? —le susurró al oído con lentitud.

La mano de Darrell tembló, y tuvo que levantar el pincel del lienzo para no cometer un error. Con una sonrisa pícara, el francés pudo advertir como había conseguido ruborizarle con éxito.

—Creo que podéis intuir mi respuesta a la perfección —murmuró Darrell, girando la cabeza levemente para mirarlo de reojo.

—Lo intuyo, pero quiero oírlo de vuestros labios —volvió a susurrar.

No fue consciente de todos los efectos que su inocente juego tenía sobre el inglés, quien a tan escasa distancia de su rostro clavó en sus ojos su profundo y verde mirar. El corazón de Sylvain dio un vuelco al sentir su respiración, de nuevo, sobre su piel, pero no retrocedió.

—Sabed que os seguiré donde quiera que vayáis —le respondió en otro susurro—, y sabed también que no es seguro tentarme de este modo.

A pesar de que se lo dijo con una tierna sonrisa, algo dentro de Sylvain se removió con fuerza al entender a lo que se refería. Azorado, se maldijo por ser lo suficientemente ignorante como para sonar sugerente sin pretenderlo. Ni siquiera sabía que podía hacer algo así... pero no le desagradó la idea.

Se había olvidado por completo de la presencia de Chrystelle hasta que ésta carraspeó. De un respingo, ambos se separaron, cada cual regresando a su posición inicial.

—No es que a mí me moleste, pero no sabemos quién puede entrar por esa puerta en cualquier momento —les recordó la mujer sin apartar la vista de su libro—. Vamos, que por mí podríais seguir.

Sin responder, tanto Sylvain como Darrell intercambiaron una fugaz sonrisa. Había algo en él que, poco a poco, había comenzado a serle irresistible en todos los sentidos de la palabra desde que regresó a Livorno. Supuso que se debía simplemente a su madurez, a la diferencia de edad que, sin ser escandalosa, le permitía sentirse respetado y joven al mismo tiempo. Apenas podía compararle con Jacques porque eran las dos caras opuestas de una moneda.

Se preguntó entonces, divertido, si Darrell conocía el apodo que Taggart le tenía puesto a modo de mofa. Sin duda, el señor Cuervo había dejado de serlo en cuanto comenzó a pintar su retrato, pero no todos estaban demasiado contentos con ese cambio.

Las veces que había regresado al Barril de Casiraghi con Clementine o con su tío, había notado que Taggart apenas se dignaba a relacionarse con él. No había ni rastro del italiano tan carismático que había conocido con anterioridad, y eso le preocupaba.

La necesidad de saber más al respecto provocó que Sylvain quisiera preguntarle a Darrell, pero la presencia de Chrystelle  lo echaba para atrás. Confiaba plenamente en ella, pero no le apetecía que supiera de las intenciones que Taggart tuvo con él en cierta ocasión.

El creciente sonido de la llovizna repiqueteando contra los cristales avivó la esperanza en el corazón de Sylvain. ¡Si tan sólo hubiese tormenta y fuese imposible cruzar la campiña de vuelta a la casa de los Maystone! Se ruborizó ante sus propios deseos, pero algo dentro de él le pedía que hiciese algo por retener a Darrell aquella noche. La necesidad de besarlo se había apoderado de él en aquellas últimas semanas, pero no parecían encontrar el momento adecuado para ello. Tal vez porque ambos eran demasiado tímidos, ninguno de los dos acababa dando el primer paso cuando estaban a solas.

El recuerdo de Jacques todavía cruzaba su mente, fugaz, de vez en cuando, pero ya no lo hacía de forma dolorosa. Lo hacía con curiosidad por saber qué habría pasado si, aquella última noche en París, hubiera decidido entregarse a él. Entonces contemplaba a Darrell y la sola idea de que lo hiciera él lo aturrullaba, pero había un problema.

No tenía ni idea de cómo algo así podía funcionar entre dos varones.

Preocupado de pronto, Sylvain apenas se percató de la ausencia de Chrystelle en cuanto abandonó la estancia, llamada por Ludovic. ¿Cómo podían dos hombres hacer el amor? Ah, no. No estaba bien que se planteara aquellas cosas. Era algo demasiado indecente y, sin embargo, tan atrayente que era incapaz de no pensar en ello, tratando de buscar una respuesta. Como resultado, Sylvain acabó ofuscándose él solito y se puso en pie, echando a andar hacia una de las ventanas.

Darrell de percató de ello y, con curiosidad, se giró para mirarlo.

—¿Va todo bien, Sylvain?

—Quedaos a dormir aquí esta noche.

Dándose cuenta de lo que había dicho segundos después, Sylvain se llevó una mano a la boca, escandalizado. Oh, ya podía echar a correr y perderse bajo la lluvia entre las campiñas. Al menos así no tendría que lidiar con la vergüenza de lo que acababa de decir. Ni siquiera fue capaz de mirarle a la cara.

—Sería más sencillo si vos viniérais a mi casa.

En ese momento Sylvain comprobó que, en efecto, estaban solos en la estancia, y perdió toda su soltura de pronto. ¿Había oído bien? Darrell le contemplaba con esa dulzura que tanto lo conmovía, y había hablado con total naturalidad. Quizás estuviese siendo demasiado obvio y él hubiese adivinado sus intenciones. De repente no supo qué sentir.

—¿Lo decís en serio? —inquirió el Lemierre, tembloroso.

—Por supuesto. Todavía es bastante temprano y Evelyn también tiene ganas de veros. Esta llovizna no durará demasiado, si es lo que os preocupa.

—Pero, mi madre...

—Dejadlo en mis manos —le dijo, soltando los pinceles en el caballete—. Si de verdad os parece bien, dejádmelo  a mí.

Le ofreció una mano desde su taburete, conciliador. Viendo que la puerta estaba cerrada, Sylvain decidió jugársela y tomarla con cierta timidez, dejando que tirase de él con suavidad. Una vez junto a él, Darrell rodeó su cintura con un brazo, atrayéndolo hacia sí.

—Os gustará saber que por fin he terminado vuestro retrato, pero vaya mala suerte la mía que no traigo ningún marco.

Entendiendo su jugada, Sylvain se contagió de su sonrisa y se relajó, sintiendo que los nervios le hacían un nudo en el estómago. Contempló el retrato, extasiado, y luego lo miró a él. Guiado por un impulso, dejó que una mano aventurera recorriera los castaños cabellos del artista en una caricia. No podía evitar querer tocarle para sentir que semejante maravilla de persona existía.

—Siento que voy a necesitar tres vidas para agradecer todo cuanto estáis haciendo por mí —murmuró Sylvain, testigo de cómo alzaba la cabeza para mirarle a los ojos—. Y pienso pagaros por este retrato.

—No permitiré que hagáis tal cosa. Esto es un regalo que no espera recibir nada a cambio.

—Me temo que no sabéis cuán tediosa es mi cabezonería —sonrió, aún jugando con algunos mechones de su cabello.

Cerrando los ojos por unos momentos, Darrell acabó descansando la frente en su abdomen, abrazándolo con un poco más de fuerza.

—De algún modo siento que ya no soy el mismo que me sonríe en ese lienzo —murmuró Sylvain, contemplando la obra.

—Tenéis razón. Han pasado muchas cosas desde que lo empecé.

Darrell se giró un poco para mirar su espléndido trabajo, todavía descansando contra él. Era extraño. Sentía que había añorado aquella cercanía y, sin embargo, le era una sensación completamente nueva. Quizás, pensó, estaba escrito que fuera así, que estar en contacto directo con aquel hombre fluyese con una naturalidad sobrecogedora. Entonces lo usurpó la sombra de un temor que creyó haber dejado olvidada.

—Darrell...

Sonriendo al oír nombre en sus labios, el inglés alzó la cabeza para mirarle, inquisitivo.

—Decidme.

—¿Cómo sé que no se repetirá la misma historia con vos?

No pudo evitar que su voz sonase algo insegura y, acto y seguido, Darrell dio un par de palmadas sobre sus piernas. Indeciso al principio, Sylvain acabó sentándose sobre ellas con cuidado, descansando los brazos alrededor de sus hombros. En circunstancias normales se habría sentido atacado, pero la serenidad que irradiaba Darrell con cada movimiento, palabra o mirada era capaz de devolverle la valentía.

—¿Por qué creéis que podría repetirse la historia? —le preguntó, rodeando su cintura.

—Porque me siento demasiado feliz estando a vuestro lado, y la sola idea de que todo vuelva a acabar de la misma forma me aterra. No quiero que lo que siento por vos se vea condicionado por ese miedo.

Sin responder enseguida, el inglés continuó observándolo con adoración en sus ojos.

—Sé que lo que pueda decir ahora mismo no termine de tranquilizaros, pero ninguno de los dos podemos saber qué nos deparará el futuro —murmuró con sosiego—. De lo que sí podéis estar seguro es de que no pienso dejaros ir a no ser que así lo requiráis.

—No, no quiero volver a irme. Tampoco quiero que os aburráis de mí en cuanto pase un tiempo —Sylvain meneó la cabeza con lentitud—. No creo que pudiera soportarlo de nuevo.

—¿Cómo habría de aburrirme de aquel al que he estado esperando durante toda mi vida sin saberlo?

—Puede que os canséis de mí algún día. Puede que conozcáis a alguien más interesante que yo y que os aporte mucho más de lo que yo pueda daros. Puede que algún día queráis casaros y tener hijos y yo ya haya dejado de ser alguien para vos.

—No podéis haceros una idea de lo que me duele oíros hablar así de vos mismo... No podéis teneros en tan baja estima.

—¿Y qué he pensar entonces cuando esa ha sido la causa de mi desengaño?

—No... Esa no ha sido la causa, mi bien.

Sylvain cerró los ojos al sentir una cálida mano acunando su mejilla. Recordó la vez en la que Darrell le dijo cuánto ansiaba poder llamarlo así, y no sería él quien se lo impidiera.

—Esa persona que dejásteis en París no supo apreciar vuestras virtudes. No supo apreciar nada de lo que sois a juzgar por lo que contásteis y cometió el gravísimo error de creer que podía prescindir de vos como si tal cosa —dijo, dejando que su pulgar trazase suaves líneas sobre su pómulo—. A veces la gente cambia, y no quisiera ser cruel al decir que encontrásteis a la persona equivocada, pero... Esa persona no estaba para vos. No parecía buscar lo que vos buscáis.

Un pequeño pellizco sostuvo su corazón en vilo al oírle hablar de Jacques sin conocerlo y, sin embargo, acertando, por mucho que le pesase admitirlo. Abrió los ojos para encontrarse una sonrisa que quería reconfortarlo, y así se lo permitió.

—No os culpéis por la falta que jamás cometísteis —continuó, sacudiendo la cabeza con lentitud—. Pensad que ese episodio fue necesario para que hoy pudiéramos estar aquí sentados, de esta forma, aunque suene un poco egoísta por mi parte.

—No es egoísta —sonrió Sylvain, dejando que sus dedos se enredasen suavemente en los cabellos de su nuca—. De igual forma... os pido disculpas por haberos abrumado con mis palabras.

—Si ansío permanecer a vuestro lado es porque quiero escucharos, Sylvain. ¿De qué me serviría amaros si no quisiera beber de vuestras palabras?

Ruborizado, el Lemierre agachó la mirada ligeramente, incapaz de contener una tímida sonrisa.

—¿Habéis amado a alguien antes?

Esta vez fue Darrell quien se tomó unos segundos antes de responder. Cerró los ojos al sentir aquellas caricias en su nuca y, asintiendo con lentitud, volvió a abrirlos.

—Lo he hecho, pero nunca me fue correspondido —respondió, sereno. No parecía haberse incomodado por su pregunta—. Fueron siete largos años de un suplicio al que no veía fin, y por culpa de mis insistencias acabé perdiendo a un buen amigo del pasado. A veces hay ciertas líneas que no han de cruzarse, y yo no quería darme cuenta de que él únicamente disfrutaba de la compañía de las mujeres.

—¿Siete años? —repitió Sylvain, atónito—. ¿Cómo no os volvísteis loco después de tanto tiempo?

Darrell dejó escapar una pequeña risa ante su reacción.

—Era tan joven como vos lo sois ahora. Tenía la fuerza suficiente como para aferrarme a esa esperanza, pero habría acabado volviéndome loco si no le hubiera puesto fin.

—Y ahora que ha pasado tanto tiempo... ¿Cómo lo veis?

—Como una lección de vida —asintió—. Gracias al cielo supe darme cuenta de mis errores. Pude recuperar todo el amor que invertí para quererme de nuevo, y bueno. Dios ha querido que os encontrara a vos antes de perder toda esperanza.

Sylvain no respondió. Supuso que la paciencia y el tacto que había tenido con él desde el principio se debían al temor de volver a equivocarse, y todo cobró cierto sentido dentro su ser.

—Y pensar que llegué a tener ganas de golpearos cuando os conocí —se rió Sylvain, aliviado.

—Ah, deberíais haberlo hecho. No os lo habría recriminado.

—No digáis eso. Vos también deberíais sacaros de la cabeza ese primer desafortunado encuentro. Temo que voy a alcanzar vuestra edad y todavía estaréis pidiéndome disculpas por ello.

Darrell dejó escapar una melodiosa risa, echando la cabeza hacia atrás.

—Ojalá pueda llegar a veros cumplir mi edad y seguir a vuestro lado. Entonces puede que deje que disculparme.

—Si volvéis a pedirme perdón no lo veréis.

—No sé si pueda evitarlo.

Dejándose llevar por el buen humor del momento, Sylvain supo que sus preocupaciones iniciales habían sido tan absurdas como innecesarias. Estaba claro que aquel hombre era alguien completamente distinto y con los pies puestos en tierra. Le tranquilizaba saber que había pasado por tanto, muy a su pesar, pues sabía que no acabaría encontrándose con la volatilidad propia de su edad. Tal vez él mismo fuese un alma vieja, pensó con cierta diversión. Puede que por ello sintiera que encajaba a la perfección con él.

Sin decir nada más ni esperar a que lo dijera, Sylvain tomó su rostro entre las manos. No se lo pensó dos veces cuando cerró los ojos y acortó la distancia que los separaba, estremeciéndose al sentir, por fin, que había alcanzado sus labios con la fuerza de un suspiro. Enseguida notó que Darrell se tensaba bajo él, que sus manos se ceñían a su cintura como si lo hubiese pillado por sorpresa, pero correspondió su beso.

La llama que había apagado durante aquel primer acercamiento volvió a reavivarse en su pecho. No supo muy bien de quién fue la iniciativa, pero se dejó llevar con el ritmo que marcaban sus finos labios y se extasió en la intensidad que, paulatina, iba a más. No se reconoció a sí mismo, pues ansiaba saborear más de aquel elixir que lo estaba devolviendo a la vida.

El canto que aquellos labios entonaban, sin embargo, le sabía tanto a victoria como a añoranza, incluso a la desesperación de aquel que ha temido perderse en la soledad. Pero era él... Era Darrell, sólo era Darrell, y sentía que hacía rato que habían dejado de ser dos personas distintas.

Las brazos del inglés lo habían refugiado en una prisión de la que no pretendía salir, y su entrecortada respiración le provocaba escalofríos tan placenteros que temió estar perdiendo el norte. Quizás porque necesitaba ver su rostro, leer sus ojos y bucear en ellos, Sylvain dio poco a poco fin a aquel beso del que sus labios no querían separarse.

Sintió que se emocionaba al ver aquel par de acuosos ojos verdes contemplándole como si fuera su luz, como si le acabase de revelar la fórmula exacta de la felicidad que se le había concedido. El intenso rubor de aquellas mejillas le confería un aspecto adorable, joven, como si acabara de perder años. Sylvain acarició su rostro, memorizando el tacto de su piel y sus rasgos. Descansó la frente sobre la suya. Necesitaba recobrar el aliento mientras sonreía como nunca antes lo había hecho, dejando que sus dedos recorriesen la curva que aquellos labios formaban en una sonrisa.

—Os he echado de menos —susurró Darrell, besando la punta de sus dedos tras cerrar los ojos—. Os he echado tanto de menos...

Sylvain tuvo que parpadear con rapidez para impedir derramar una lágrima. Notó que los hombros de Darrell comenzaban a convulsionar muy levemente en un ligero sollozo y, guiado por el impulso de querer consolarle, volvió a besarle. Esta vez fue más dulce y breve, pues pronto lo arropó en un abrazo que calmase su silencioso llanto.

—Decidme que lloráis de felicidad —musitó Sylvain, dejando que enterrase el rostro en su hombro mientras acariciaba sus cabellos.

—De la felicidad más pura que algún ser humano haya podido sentir jamás.

—Entonces procuraré que vuestras lágrimas jamás vuelvan a ser amargas —murmuró, depositando un último beso en su sien.

Lo que habría dado Sylvain por poder haber continuado, por haber seguido sosegándolo de aquel modo. Se sentía privilegiado por el hecho de haber conocido su vulnerabilidad así, entre sus brazos, como el alma que en su soledad había reencontrado la esperanza. Nunca antes habría imaginado que tras aquella fachada se escondiera una sensibilidad tan necesitada de cariño como el que él estaba dispuesto a regalarle.

Tres pequeños toques sonaron en la puerta.

—Soy Chrystelle y voy a entrar —anunció la mujer.

Sin más remedio que separarse, Sylvain se levantó de su regazo. Se enterneció al ver cómo Darrell se secaba sus enrojecidas mejillas con el dorso de una mano y, rápidamente, lo ayudó a recolocar los cabellos que tanto había alborotado. Recibió una última sonrisa llena de sinceridad por parte del pintor, quien asintió en silencio.

—Adelante —dijo Sylvain, atusando su casaca mientras se daba una vuelta por la estancia.

Tratando de disimular el rubor, Darrell procedió a recoger los materiales que había utilizado aquella tarde, agachándose sobre su maletín. Por su parte, Sylvain se aproximó a la doncella después de cerrar la puerta tras ella.

—Voy a necesitar que me cubras las espaldas esta noche —murmuró, volviendo a notar aquella bola de nervios saltar en su estómago.

—¿Tenemos un código rojo? —inquirió Chrystelle con interés.

—Tenemos un código rojo.

Una divertida sonrisa se estiró en los labios de Chrystelle, quien miró de reojo al pintor, ajeno a lo que pudieran estar diciendo.

—Todo estará bajo control, pero procurad no venir demasiado tarde por la mañana. Me temo que vuestra madre y Savary juntos son tan o más avispados que yo.

—Lo sé. Con algo de suerte la lluvia impedirá que regrese a casa esta noche.

Una pícara risilla se dejó oír por parte de la mujer, quien parecía tan o más emocionada que él. Hizo ademán de cosquillearlo, visiblemente ilusionada.

—Echaba de menos volver a la acción, pero me temo que esta vez todo saldrá mucho mejor, ¿verdad?

Sylvain se dejó llevar por su entusiasmo y, contemplando a Darrell, esbozó una más que radiante sonrisa.

—Todo apunta a que sí, Chrys.

*  *  *

Con la excusa de que Sylvain quería escoger un marco adecuado al retrato, Darrell logró convencer sin apenas esfuerzo a la señora Lemierre. Más bien y, contra todo pronóstico, parecía encantada con la idea de que lo acompañara a su casa. Por su parte, Savary no se mostró tan de acuerdo e interrogó a Anne-Marie al respecto, pero la mujer alegó que simplemente iba a elegir un marco. Sylvain se sorprendió al ver que su mentor se mostraba algo receloso con su decisión debido al mal tiempo, y por una vez en su vida pareció no entender los motivos que tanto habían entusiasmado a ambas mujeres.

Sin duda, se dijo Sylvain, había esperado demasiado tiempo para que por fin pudiera contar con el respaldo y aprobación de su propia madre, mucho más espabilada de lo que creía.

—Juraría que vuestra madre ha accedido tan fácilmente porque le ha encantado el retrato —le había dicho Darrell con cierto orgullo en cuanto llegaron a su casona.

—Muy probablemente —sonrió Sylvain, consciente de que en el fondo no era así.

Lo ayudó a cargar con su maletín y, en las puertas de la casona, un leve temblor de piernas provocó que Darrell casi perdiese el equilibrio y se cayese. Sobresaltado, Sylvain soltó el maletín y corrió a sostenerlo.

—¿Qué os ha ocurrido? —inquirió, alarmado.

Queriendo quitarle importancia, Darrell se sonrió, meneando la cabeza mientras se incorporaba con cuidado.

—Ah, nada grave. A veces me fallan las fuerzas en las piernas —respondió, respirando hondo—. No os preocupéis. Es algo normal.

—Precisamente si es normal me preocupa —insistió Sylvain.

Dedicándole una tierna sonrisa, Darrell revolvió su cabello con cariño antes de soltar el caballete y el lienzo. Tomó la aldaba de metal y golpeó la puerta tres veces.

—Os aseguro que no habéis de preocuparos. Me paso mucho tiempo sentado durante el día.

No muy convencido, Sylvain lo dejó pasar. En seguida vio cómo los portones de madera se abrían. Tras ellas, reconoció a Marco. Éste lo saludó amigablemente y, junto con otros miembros del servicio, cargaron con las cosas que habían traído.

—Sentíos como en casa, Sylvain —le hubo dicho el inglés en cuanto lo invitó a pasar primero.

Encantado con su pomposa cortesía, el Lemierre se adentró en la vivienda que ya había visitado en una ocasión. Un trueno resonó con fuerza en los alrededores y, volviéndose hacia Darrell entusiasmado, sonrió ampliamente.

—¡Tormenta! —exclamó.

—Y de la buenas. ¿Os asustan?

—En absoluto. Me encantan.

Por no decir que aquella tormenta le impediría volver a casa aquella noche y, por tanto, el código rojo que había acordado activar con Chrystelle funcionaría.

Contagiado por su buen humor, Darrell colocó una mano en su espalda baja al caminar hacia la sala de recepción de invitados. Ahora todo le parecía más grande sin una multitud que se agolpase allí. Creyó entender por qué a su madre le interesaba tanto que se relacionase con los Maystone, pues el capital que allí había se le habría antojado como el de un pequeño Versalles, pero a ella cualquier cosa que reluciese la sorprendía.

—¡Pero qué ven mis ojos! ¡Monsieur, sois vos! —exclamó una conocida voz femenina.

Enseguida vio a Evelyn, quien costosamente se levantaba de su sillón. Su embarazo había avanzando mucho desde la última vez que la vio y se la veía un poco cansada, pero no había perdido la jovialidad de sus rechonchos y simpáticos rasgos.

—Oh, ¡no os levantéis! Ya me acerco yo, no quisiera que os cansárais en exceso —se apresuró a decir Sylvain con renovada dicha al verla.

—Nada me cansaría más que permanecer sentada por más tiempo —se rio la mujer, ofreciéndole la mano que besaría a continuación—. ¿A qué se debe vuestra visita sorpresa en un día tan tormentoso?

Sonriendo con picardía, Sylvain se preguntó hasta qué punto sabía del interés que su hermano profesaba hacia él.

—Resulta que he terminado su retrato y veníamos a buscar un marco. Supongo que no te importará si se queda a cenar con nosotros, ¿verdad? —dijo Darrell a sus espaldas, sentándose con cuidado en el sillón contrario al de su hermana.

Ésta le miró entrecerrando los ojos, divertida.

—A cenar, por supuesto —respondió con cierta sorna. Dio unas palmaditas en el sofá de terciopelo rojo que se extendía a su lado—. Sentaos a mi lado, Sylvain. Echaba de menos hablar con vos y veros por aquí. ¡Qué alegría me habéis dado!

—No me lo agotes demasiado —advirtió Darrell.

—Oh, calla, cascarrabias. No me extraña por qué te llaman Cuervo.

Sylvain tuvo que aguantarse la risa al oírla, y trató de sentarse con toda la corrección que sus buenos modales le otorgaban. A juzgar por la aturdida expresión del pintor era la primera vez que lo oía.

—¿Que me llaman qué?

—No tiene importancia. Decidme, Sylvain, ¿cómo estáis?

—No, oye, ¿quién me llama así?

Dejando escapar una pequeña risa, contagiada por la de Evelyn, Sylvain se llevó una mano a la boca para ocultarla.

—Taggart, al parecer —respondió el Lemierre, viendo cómo el rostro de Darrell se desfiguraba en la más pura de las sorpresas.

—¿Tag...? Maldito bastardo...

—¡Cuida esa lengua! —intervino Evelyn.

—No.

Darrell se cruzó de brazos en su asiento, enfurruñado. Meneaba la cabeza en silencio, como si aquel mote hubiera apuñalado su orgullo y lo hubiese herido de gravedad. Conmovido, Sylvain sintió la necesidad de subirle los ánimos, pero la presencia de Evelyn hizo que se contuviese.

—En fin, ¿por dónde íbamos? —dijo la mujer con cierta mofa en la voz— ¡Ah, sí! Os había preguntado qué tal estábais. ¿Habéis perdido muchas ganas de vivir durante el tiempo que mi hermano os ha estado retratando?

—¡Evelyn! —exclamó Darrell, azorado.

—Sabes que sólo bromeo —se rió su hermana, suspirando poco después—. ¿Qué me decís, Sylvain?

Sintió ambas miradas posadas sobre él intensa y desesperadamente, una por salirse con la suya y otra para salir airosa. Divertido, Sylvain decidió no ser cruel y se centró en mirar a Darrell, quien poco a poco se destensaba bajo su atención.

—A decir verdad hacía tiempo que no disfrutaba tanto ni era tan feliz —dijo finalmente, provocando que el mayor de los Maystone volviera a ruborizarse—. Más que robármelas me ha devuelto las ganas de vivir.

—Oh... Ya veo —dijo Evelyn en voz baja—. Me temo que he perdido la apuesta, entonces.

—¿La apuesta? ¿Qué apuesta? —intervino Darrell, repentinamente aturdido.

—Nada importante. Está claro que este muchachito ha caído bajo los efectos de tu encanto, así que le debo cinco florines a Otto. Estaba convencido de que aquí acabaría habiendo algo.

Esta vez tanto Sylvain como Darrell permanecieron en silencio, procesando información. Aquello sí que no se lo esperaba, y sin embargo no podía dejar de parecerle desternillante. Sylvain se quedó tranquilo, sin embargo, pues Evelyn parecía ser buena conocedora de cómo era su hermano y no parecía en contra de ello. Más bien, todo lo contrario.

—Y yo que pensaba que Otto era el más formal —rumió Darrell, hundiéndose en el sillón y la vergüenza.

—Te aseguro que no, pero no te preocupes. Sabes que nada va a salir de aquí —dijo Evelyn, conciliadora—. Ya me encargaría yo personalmente de rebanarle el pescuezo.

Sylvain se sobresaltó por lo pasivo agresivo de su lenguaje. De pronto le recordó sobremanera a Chrystelle y a su madre, y se preguntó qué tal se llevarían las tres si llegaran a reunirse.

—Bueno, me consuela saber que no tenías ninguna esperanza en que llegase a haber algo —suspiró Darrell.

—Sí que la tenía, pero Otto fue más rápido y apostó por el sí. ¿Qué sentido habría tenido apostar por lo mismo?

—El mismo sentido de esta conversación: ninguno. Sylvain, ¿os importaría acompañarme un momento? Todavía tenemos que buscar un marc...

—Ah, no. Tú ya le has tenido bastante tiempo. Ahora me lo dejas a mí.

—Eso ha sonado terriblemente indecoroso por tu parte, Evelyn.

—Vamos, hace mucho que no lo veo. ¿Por qué no me lo dejas un ratito?

—¿Porque no es ningún juguete?

—Por supuesto que no, aunque es encantador. No sabía que te gustasen tan jóvenes, pero bueno. ¿Me lo dejas?

—¡Evelyn!

La sonora y estridente carcajada de Evelyn hizo eco por toda la estancia. Apurado, Darrell se volvió enseguida hacia el Lemierre, habiéndose echado a sudar a causa del agobio.

—Os ruego que no le tengáis esto en cuenta, Sylvain. Siento muchísimo incomodaros de esta forma.

Retrepado en su asiento, Sylvain había comenzado a morderse las uñas hacía rato, carcomido por la intensidad que la conversación había estando adquiriendo. Se limitó a menear la cabeza con rapidez, sonriente.

—No, no. Por mí podéis seguir.

—Vos también no —gimoteó Darrell.

—Te apuras por nada Dirry. ¿No ves que sólo queremos hacerte rabiar un poco?

—¡No me llames Dirry!

—Lo único que te confiere algo de adorabilidad y lo deshechas.

—¿Podrías dejar de atacarme tan personalmente?

—Tal vez sería buena idea hablar de vuestro embarazo —intervino Sylvain, dirigiéndose a Evelyn.

—¡Gracias! —farfulló el pintor.

—Oh, no hay mucho que contar de este que llevo dentro —respondió Evelyn. Sylvain se sonrió al ver cómo Darrell cerraba los ojos, aliviado—. Le gusta molerme a patadas cada vez que puede. Estoy segura de que será tan inquieto como su padre.

—Mientras no sea un impresentable como él... —murmuró Darrell.

—Teniéndote a ti como su tío no lo será, estoy segura.

—Te agradezco el cumplido.

—¿Sería demasiado ofensivo si os preguntara acerca del padre? Lo único que sé es que era francés, pero ¿de qué parte? —intervino Sylvain con curiosidad.

—Oh, no os preocupéis. Era parisino de pura cepa. Ahora que os veo de cerca tenía los ojos muy parecidos a los vuestros. ¿Sois todos los franceses así de atractivos?

—Lo desconozco, mi señora —se rió Sylvain, complacido—. Pero parece ser que los parisinos se están ganando una mala fama de renombre últimamente.

—¿Es eso cierto?

—Eso me temo. Tendría bastante que contaros para otra ocasión —asintió Sylvain con cierto pesar.

—Descuidad. Os venís una tarde conmigo a tomar el té y me lo contáis todo —Evelyn miró al techo, soñadora—. Si os soy sincera todavía sigo esperando a que me escriba, pero supongo que era un espíritu tan libre que no podía comprometerse como me hubiera gustado que lo hiciera.

—Era un cretino. Eso es lo que era.

—Darrell, ni siquiera llegó a saber que me quedé embarazada. Se marchó antes de descubrirlo —le reprochó su hermana.

—No importa. Si tanto te amaba no debería haberte abandonado.

—Tal vez fuera algo importante que no pudo decirme. Ni siquiera vivía aquí.

—¿Cómo era su nombre, mi señora? —preguntó Sylvain, temeroso de que se enzarzaran en una discusión de verdad.

Evelyn sonrió al oír su pregunta, y le miró con el afecto de alguien que todavía no ha dejado de amar.

—Jean —respondió—. Sólo me dijo que se llamaba Jean.

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