32. El ciclo de la vida

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Sylvain suspiró.

Contempló el sagrario con cierta melancolía mientras se recolocaba en el banco de madera. Habían gozado de la gran suerte de que la capilla del pueblo estuviese libre aquella tarde, pues necesitaba un poquito de paz. A su lado, Savary permanecía en silencio.

Tres semanas habían transcurrido desde la fatídica noche en la que se emborrachó hasta decir basta. Todavía se estremecía al recordar los gritos de su madre al día siguiente, perforando sus oídos y su dolorida cabeza. ¡Cómo se notaba que nunca había sufrido una resaca!

El bueno de Darrell todavía seguía recordándole, divertido, todas y cada una de las barbaridades que salieron de su boca aquel día. Al parecer le había prometido al inglés que, cuando llegara a casa, le haría todo tipo de obscenidades. Eso fue antes de perder el conocimiento, claro. ¿En qué se había convertido en aquellos dos últimos meses? Era terriblemente feliz, de cualquier modo. Era muy feliz de poder dar rienda suelta a sus sentimientos y su libertad de aquella forma.

—Parece que fue ayer cuando apenas levantabas un centímetro del suelo, Sylvain.

El Lemierre se sobresaltó ligeramente al oírle. Sabía que su mentor nunca decía nada por gusto, por lo que aguardó a que continuase. Al no recibir ninguna respuesta a su espera, Sylvain le contempló con curiosidad.

Su rostro reflejaba una seriedad que pocas veces había advertido en él. Un lúgubre halo de tristeza lo envolvía y, preocupado, decidió horadar aquel silencio.

—¿Qué os ocurre? —inquirió en voz baja, temeroso de que el eco fuese a resonar con demasiada fuerza.

—Nada en especial. Sólo las tonterías que a un viejo como yo se le cruzan por la cabeza —le dijo sonriendo con cierta falsedad.

—Señor, más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Gratamente sorprendido al oírle decir aquello, su maestro lo contempló de hito en hito. Recordaba perfectamente la vez en la que se lo había dicho por primera vez y, como el ciclo que perpetúa la vida, se lo devolvió.

—Veo que he podido educaros bien después de todos estos años —se rió el hombre por lo bajo—. En vista de que me has vuelto a pillar, te diré que hay algo que me gustaría pedirte, zagal.

—¿De qué se trata?

Savary redirigió su mirada hacia el sagrario antes de responder, como si estuviese eligiendo sus palabras con cuidado.

—Sé que lo harás sin necesidad de que te lo pida, pero me gustaría que, cuando yo ya no esté, cuides bien de tu madre y veles por su felicidad.

—¿Por qué decís eso ahora? —preguntó Sylvain, alarmado.

—Eres lo suficientemente mayor como para que no me ande con rodeos. Te lo digo porque presiento que mis días están llegando a su fin, y en caso de que no alcance a decírtelo con tiempo, he preferido hacerlo ahora.

—No digáis tonterías. Vos estáis en perfecto estado de salud. ¿Cómo podéis decir algo así?

—Muchacho, a veces uno sabe cosas sin necesidad de que exista un motivo detrás —sonrió, todavía mirando al sagrario—. Cuando has vivido lo suficiente como para entender la mecánica de todo lo que ocurre y deja de ocurrir, simplemente intuyes cuando se acerca tu momento.

—Lo que acabáis de decir no tiene ningún sentido.

Incapaz de querer creer lo que le estaba diciendo, Sylvain decidió encerrarse en la mentira de no otorgarle mayor importancia. Sólo era una charla filosófica. Sólo era una lección más, como todas las que aún no le había enseñado.

—Aunque carezca de sentido para ti, supongo que eres consciente de que no voy a durar para siempre, ¿verdad?

—Lo sé, pero no quiero hablar del tema ahora. No veo por qué hacerlo.

—Porque no hay que temerle a la muerte, Sylvain —respondió, mirándole con cariño.

—No quiero hablar de ella con vos.

Fue en aquel momento cuando, de pronto, Sylvain se percató de lo mucho que le aterrorizaba la sola idea de volver a perder a alguien más. Al cabo de unos segundos se sintió un poco culpable por haberle respondido de aquella manera, y suspiró.

—Os pido disculpas —musitó, pesaroso—. Simplemente no concibo ni quiero concebir la idea de que algún día vos también os marchéis de mi lado.

—¿Quién ha dicho que vaya a marcharme de vuestro lado?

—Nadie lo ha dicho, pero eso es lo que ocurre cuando alguien muere.

—Sylvain, nadie muere para siempre si todavía es conservado en la memoria de alguien —colocó una mano en su hombro, paternal—. Además, yo siempre voy a estar contigo, aunque no me veas.

—No quiero que os transforméis en un ánima que vaga de noche por la oscuridad asustando a la gente.

—¿Cómo sabías que ése era mi plan?

—Porque os conozco demasiado bien. Al menos no asustéis mucho a mi madre. A veces dice que cree oír cosas por las noches y no para hasta hacerme creer que de verdad hay un fantasma en su alcoba.

—Ah, Anne-Marie. Alma singular donde las haya... ¿Entiendes ahora por qué te pido que cuides de ella por mí?

—¿Para que no le diga a todo el pueblo que habrá dos fantasmas en lugar de uno en su alcoba?

Savary se rió para sus adentros. Dejaron que el eco de sus voces inundara el espacio hasta que éste, lenta y etéreamente, muriera en el silencio. El crucifijo de madera que se alzaba tras el rústico altar, tan sencillo como destartalado, le otorgó un poco de esperanza. Al menos sabría que, después de aquella vida, podría reencontrarse con aquellos a los que tanto había amado, aunque no supiera muy bien cómo.

—Os agradezco que hayáis ayudado y hecho tan feliz a mi madre durante todos estos años —dijo Sylvain, pensativo—. No os guardo ningún tipo de rencor por haber sustituido el papel de mi padre. No creo que jamás pudiera hacerlo.

—No te haces ni una idea de lo que me alivia oír eso —respondió Savary, relajándose en su asiento.

—¿De veras estábais tan preocupado por eso?

—Por supuesto que sí. No creo que a mucha gente pudiera sentarle bien saber que alguien ha usurpado un lugar tan sagrado en su familia.

—Pero vos siempre habéis estado ahí —replicó el Lemierre—. No me es difícil darme cuenta de que, aunque no compartamos la misma sangre, siempre habéis sido un padre para mí.

Por primera vez en muchísimo tiempo, si acaso nunca, Sylvain se percató de que la mirada de su mentor se había empañado poco después de haberle oído. Lo vio esbozar una sonrisa antes de que asintiera en silencio.

—Gracias —dijo tan sólo.

¡Cuánto le aterraba que Savary se quedase sin palabras! Él, el hombre que tenía siempre una respuesta preparada para las preguntas que ni siquiera había llegado a formular aún.

—Sylvain... estoy convencido de que llegarás muy lejos en esta vida, y no porque te haya criado yo. Prométeme que nunca perderás ni tu sensibilidad ni tu humildad cuando llegues a lo más alto, porque no hay peor condena que perderse a uno mismo en la falsedad y la hipocresía que corren por estos tiempos —habló de nuevo, dándole un cariñoso apretón en el hombro—. Que cuando ya no pises esta tierra hablen bien de ti y te recuerden por tu bondad, por todas las cosas buenas que hayas llegado a hacer... Si has de luchar por algo a capa y espada, que sea por eso y por tu propia felicidad. ¿Me lo prometes?

—Os lo prometo —respondió enseguida—. También me aseguraré de que vuestro nombre sea recordado con el mío.

Savary ya no volvió a responder, probablemente porque su voz estaba a punto de romperse. Frunciendo el ceño, le dedicó una pequeña reverencia a Sylvain antes de levantarse con lentitud. De todos los miembros de su familia, verle a él en semejante estado era el que más le afectaba, y con razón. ¿Qué sería de él cuando las risas y el buen humor de Savary no le acompañasen ni lo oyese de fondo? Al menos ahora lo sabía. Tenía un buen legado que mantener intacto y proteger, y así lo haría.

Oyó los pasos de Savary alejarse hasta abandonar la capilla. Sylvain aprovechó para santiguarse y, arrodillándose sobre el banco de enfrente, cruzó sus manos y cerró los ojos. Dio gracias por todo cuanto se le había concedido aunque nunca hubiera llegado a percatarse de ello, y rogó porque se le concediera la fuerza suficiente para poder seguir adelante por sí mismo. Cuando alzó la mirada para ver el crucifijo, una cálida sensación dentro de su pecho le aseguró que había sido escuchado.

—Tal vez no sea vuestro mejor hijo, pero os ruego que no soltéis nunca la mano con la que me guiáis —susurró, volviendo a cerrar los ojos—, porque a pesar de todo, os seguiré.

A sus espaldas, el distintivo sonido de dos pasos y un toque de madera sobre el suelo hizo que sonriera. Supo de quién se trataba sin siquiera verle.

—Ése es el hombre del que tanto os hablo —volvió a susurrar—, todo gracias a vos.

Tras volver a santiguarse, giró el rostro para alcanzar a ver a Darrell deteniéndose junto a él. Dejó descansar el bastón contra el banco de enfrente. En las últimas semanas los ataques de dolor habían sido más constantes y, a su terrible pesar, la cojera y las pérdidas de estabilidad habían comenzado a ser más que habituales, hasta el punto en el que no podía prescindir de su bastón. Estaba avanzando demasiado rápido, mucho más de lo que alguno de los dos se hubiera imaginado, pero eso no le hacía perder su férreo espíritu.

Sylvain lo ayudó a sentarse con él, sirviéndole de apoyo en todo momento. Con una pequeña exhalación, Darrell le dedicó una cansada sonrisa.

—¿Cómo sabíais que estaba aquí? —le preguntó Sylvain con curiosidad, ofreciéndole una mano que, de buen grado, aceptó.

—Iba de camino a vuestra casa cuando os vi venir hacia aquí con Savary. He estado esperando fuera mientras tanto.

—Podríais haber entrado. No había ningún problema.

—No quería interrumpiros —dijo, cerrando los ojos por unos momentos—. Os alegrará saber que traigo buenas noticias.

El corazón de Sylvain dio un vuelco. Aquello sólo podía significar una cosa e, impaciente, lo instó a que se lo revelase cuanto antes.

—Decidme que se trata de Evelyn.

—Se trata de Evelyn —sonrió, triunfante—. Dio a luz poco antes del alba, y tanto ella como el bebé están en perfecto estado de salud.

Un rayo de euforia atravesó el alma de Sylvain al procesar lo que acababa de decir. Tuvo que cubrirse la boca con una mano para no exclamar por accidente dentro de la capilla. Contagiado por su emoción, Darrell comenzó a reírse en un murmullo casi imposible de mantener.

—¿Qué ha sido? ¿Niño o niña?

—Ha sido una niña tan preciosa como su madre —se apresuró a decir—. Ha decidido llamarla Léonore. La pequeña Léonore Maystone, ¿no es maravilloso?

—¿Léonore...? Espera, ése es un nombre francés —dijo Sylvain, aturdido.

—Por supuesto. Evelyn estaba empeñada en no llamarla como nuestra madre ni hacerle caso a la hora de elegir un nombre, así que decidió llamarla Léonore por su padre y por vos —asintió con energías—. De no haber sido por vos, probablemente ni la criatura ni ella estarían entre nosotros ahora mismo.

Aquello golpeó la conciencia de Sylvain cuan campana que se desprende de su torre. Por unos momentos quiso poder encontrar a Savary para decirle que había comenzado a lograr lo que le había prometido hacer. Aquella niña ya le llevaba consigo en el nombre y, probablemente en el futuro, recordaría quién era.

—Léonore Maystone... Os doy mi más sincera enhorabuena —musitó Sylvain, siendo encerrado en un fuerte abrazo que seguía sabiéndole a euforia—. Vais a ser el mejor tío del mundo para la pequeña. Estoy seguro de ello.

—Vos también lo seréis.

Desconcertado, Sylvain se distanció un poco de él para poder mirarle. La ilusión se materializó en forma de perlas en aquel par de ojos verdes.

—¿Yo?

—Vos, por partida doble además; si resulta ser de vuestra sangre por parte de vuestro hermano, e indirectamente por mí, si al permanecer conmigo así querríais considerarla.

Sylvain tuvo que parpadear un poco antes de procesar aquella información, a la cual no encontró falla alguna.

—Pero, ¿estáis seguro de ello?

—Tanto Evelyn como yo ansiamos que forméis parte de nuestra familia, si es que acaso no lo sois ya, Sylvain.

—En ese caso... Sin duda será un grandísimo honor —sonrió ampliamente—. Alguien tendrá que enseñarle francés, además.

—Os recuerdo que yo también sé hablar francés —Darrell alzó una ceja, divertido.

—Y de maravilla, pero vuestro acento distrae.

—¿Queréis que hablemos de vuestro nulo inglés?

—¿A qué hora decíais que podía visitar a la recién nacida?

Ambos se rieron en voz baja, incapaces probablemente de contener su felicidad dentro de lo que aquel lugar requería. Habiendo acordado ir a ver a Evelyn y a la niña, Sylvain le ofreció sus manos para ayudarle a ponerse en pie. Antes de abandonar la capilla, en silencio, el Lemierre aguardó a que Darrell se tomase unos segundos para contemplar el crucifijo. ¿Lo que le habría pedido? Nunca lo sabría. Así, sin decir nada, el inglés recogió su bastón y se enganchó del brazo de Sylvain, caminando juntos hacia la luz del exterior.

*  *  *

El primer momento en el que Sylvain alcanzó a ver a la bebé en brazos de su madre, semioculta por mantas y toallas, se acordó de Anne-Marie y Charles.

La impertérrita sonrisa en los labios de Evelyn desafiaban al propio concepto del tiempo. Aunque ni siquiera fuese hija suya, Sylvain comenzó a entender que podría llegar a amar el interminable ciclo de la vida. Todo lo que ha de marcharse trae consigo algo nuevo, y todo lo nuevo que viene siempre arrebata algo a cambio. La herida que constantemente se abre sana de igual forma.

No vio cuándo la matrona y las sirvientas abandonaron la alcoba con montones de sábanas entre sus brazos. Lo único que podía y quería ver eran aquellas diminutas manitas que parecían querer agarrar el aire en brazos de su madre. Evelyn, encamada, se veía especialmente hermosa y saludable con los carrillos encendidos y su castaño cabello suelto. Sentado junto a ella, Darrell se cernía sobre ambas con una mezcla de ternura y emoción en su rostro que lo derritió. Sus verdes ojos amenazaban con volverse acuosos en cuanto pudo sostener a la niña. Sabía que ya la había tenido entre sus brazos con anterioridad, y sin embargo parecía que siempre era la primera vez.

Nadie quiso decir nada, pues no era necesario hacerlo. Sobraban las palabras en aquel templo. Con paso lento, como si el menor ruido fuese a perturbar a la pequeña, Sylvain se atrevió a acercarse un poco en cuanto Evelyn se lo pidió con un suave gesto de su mano. No quería que se aislase, y sintió que verdaderamente le habían regalado el privilegio de formar parte de aquella familia, tan distinta y sin embargo tan cálida como la suya.

Darrell, sin atreverse a levantarse de la cama con Léonore en brazos, le miró. Quería que también la sostuviese, pero le aterrorizaba la idea de hacerlo. ¿Y si se le caía? ¿Y si provocaba su llanto por accidente? Pronto comprendió que nada de aquello llegaría a ocurrir, pues la sonrisa de Darrell en cuanto la colocó en sus brazos le hizo recobrar la valentía. Había tanto amor en su mirada... Sabía cuánto le encantaban los niños, pero le abrumó momentáneamente la idea de no ser capaz de poder darle algún hijo. No todo iba a salir a pedir de boca, se dijo.

Sylvain se aseguró de sujetar correctamente a la recién nacida, sorprendiéndose al descubrir lo poco que pesaba. No pudo evitar sonreír al ver que cerraba su minúscula manita alrededor de su dedo índice, tan débil y sin embargo tan persistente. No había conocido ningún recién nacido que fuera bonito, pero había algo en ella que la hacía brillar por sí sola.

—Bienvenida al mundo, Léonore —murmuró, viendo cómo se negaba a soltar su dedo y contraía su rostro en pequeñas muecas—. No te vas a acordar de mí hasta que tengas unos mesecitos más, pero me llamo Sylvain.

—Os hará gracia saber que reconoce a Darrell —dijo Evelyn. Su voz todavía sonaba cansada—. Cada vez que la sostenía él la pobre se echaba a llorar.

Sylvain fue incapaz de apartar la vista de la niña y lo que prometía ser algún día una espesa melena castaña, pero se rió para sus adentros al oírle protestar.

—Oh vamos, ahora la he tenido en brazos y no ha llorado —se defendió Darrell.

—Eso es porque Sylvain está aquí.

—De eso nada. Sabe que soy su tío favorito y por eso se ha emocionado.

—Lloraba de horror. Imagina tener que verte todos los días desde que nació.

—¿Acaso eso no es un regalo de la vida?

—Dirry, no.

—Darrell, sí.

Siguió oyéndoles discutir entre ellos, pero no era capaz de concentrarse en escuchar. Léonore verdaderamente no dejaba ir su dedo, y se debatía entre qué mueca hacer a continuación. La acunó con un muy ligero balanceo mientras había comenzado a tararear una melodía que se le vino a la cabeza. Cuando quiso darse cuenta, reconoció que aquella era la nana que su madre solía cantarle cuando era pequeño, antes de dormir. No recordaba la letra, pero le escribiría una para ella.

A los pocos minutos, ambos hermanos habían dejado de discutir. Sylvain no se percató de que lo único que se oía era su voz y, maravillado, vio cómo poco a poco Léonore aflojaba el agarre de su manita. No muy seguro de si se había quedado dormida quiso preguntarle a Evelyn, pero se encontró de pronto con dos miradas que lo contemplaban apabullados.

Inseguro de pronto, Sylvain miró a su alrededor y luego a ellos de vuelta.

—¿He... he hecho algo mal?

—En absoluto —musitó Darrell.

Vio cómo el inglés se secaba una mejilla con el dorso de la mano y maldecía por lo bajo. Evelyn se rió suavemente, dándole palmaditas en la espalda.

—No te preocupes. Algún día cantarás tan bien como él.

—Oh, cállate —replicó Darrell, mirando hacia el techo por unos momentos antes de sobreponerse.

Sonriéndose, Sylvain se aproximó lentamente y, con cuidado, devolvió a Léonore a los brazos de su madre. Evelyn la arrulló y besó como si no la hubiese visto en días. Por su parte, Darrell se puso en pie con precaución, todavía un poco afectado por lo que quiera que lo hubiese emocionado.

—Será mejor que os dejemos descansar un poco a las dos —dijo, recogiendo su bastón—. Eso si consigues dormir algo, claro.

—No me lo recuerdes —suspiró Evelyn—. Es un pozo sin fondo. No sé cómo puede caber tanta leche en un cuerpo tan pequeño.

—Tú espérate un poco y verás cómo y por dónde saldrá todo.

—No me estás animando nada, hermano.

—No pretendía hacerlo —sonrió.

—Tienes suerte de que no pueda levantarme ahora, porque te prometo que te estarías arrepintiendo de tus palabras.

—Ah, cada vez lo tendrás más fácil para perseguirme, créeme.

Sylvain advertió un deje de tristeza en su voz y, sabiendo lo que quería decir con aquello, aguardó pacientemente a que caminara hacia él. Evelyn pareció arrepentirse de la amenaza que no pretendía ser más que una broma entre ellos, pero no dijo nada.

—Os gustará saber que mi madre vendrá mañana a visitaros —dijo Sylvain, intentando cambiar de tema—. Está loca por conocer a Léonore.

—Con gusto la recibiré, sin duda. Me gustaría que me ayudara con el tema del bautizo.

—¿Vais a bautizarla aquí?

—Sí. Mi madre está empeñada en que la bautice en Liverpool, pero no pienso volver a casa hasta que Léonore tenga un año, por precaución.

Sylvain asintió con la cabeza.

—Tiene sentido. Sería demasiado arriesgado someterla a un viaje tan largo y a un ambiente tan distinto.

—Exacto. Al menos tengo la suerte de que mi madre no va a plantarse aquí para reprochármelo —se rió Evelyn.

—Yo que tú no lo diría muy alto —intervino Darrell, abriendo la puerta de la alcoba—. Te veré en un rato cuando acompañe a Sylvain a casa. Intenta descansar un poco.

—Qué remedio, querido.

Con una sonrisa, Sylvain ejecutó una breve reverencia para Evelyn. No había día en el que Darrell no se negase a acompañarle, a pesar de su dificultad, y no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer con el tema. Sylvain, por supuesto, le ganaba en cabezonería.

Tras despedirse de Evelyn y abandonar la alcoba, ambos vieron cómo la matrona y un pequeño séquito de mujeres entraba con ella, impaciente, en la habitación. Darrell intentó advertirles de que Evelyn necesitaba descansar, pero le cerraron la puerta en las narices.

—Son de armas tomar, por lo que veo —rumió, sacudiendo la cabeza.

Una vez fuera, Sylvain retuvo a Darrell en cuanto hizo ademán de bajar las escaleras. Aturdido, el inglés lo miró.

—¿Qué ocurre? Todavía puedo bajarlas por mí mismo.

—No se trata de eso —le sonrió, tirando de él con delicadeza hacia sí—. Os habéis equivocado de camino.

Entendiendo lo que quiso decir, Darrell miró a su alrededor y comprobó que aún estaba atardeciendo.

—¿Estáis seguro? —susurró, dejando que lo llevase con él hacia su propia alcoba—. No deberíais regresar demasiado tarde a casa, Sylvain. Anochecerá pronto.

—Nadie ha dicho que vaya a robaros mucho tiempo.

Sylvain cerró la puerta en cuanto se hallaron dentro de su particular estudio, tomando una silla para atrancarla. Le sonrió con picardía y, aproximándose a él, lo llevó de la mano para sentarse en su cama. Darrell lo contemplaba algo desconcertado y, antes de que pudiera decir nada, Sylvain tomó su bastón, dejándolo a un lado.

—Quisiera saber por qué habíais estado a punto de llorar antes —dijo finalmente, buceando en su sorprendido mirar.

—Oh, eso... no tiene mayor importancia —alegó el inglés, esbozando una pequeña sonrisa—. Simplemente sentí que podríais ser un padre perfecto si os lo propusiérais. Sólo fue una idea tonta, nada más.

—Querríais tener hijos, ¿verdad?

Darrell no respondió enseguida. Dejó, sin embargo, que Sylvain tomase sus manos para besarlas con afecto, evitando así que la sonrisa desapareciera de su rostro.

—Siempre he querido tenerlos, pero me temo que la vida ha decidido jugarme una broma pesada —se rió con suavidad.

—No tiene por qué. Todavía hay una solución.

—Claro que no la hay. No tenéis más que mirarnos.

Sin responder, el francés lo empujó delicadamente hasta tumbarlo sobre el colchón. No pudo evitar disfrutar de la incredulidad de su rostro en cuanto se sentó a horcajadas sobre él, habiendo comenzado a desabrochar su chupa.

—Sylvain, ¿no creeréis en serio que podemos...?

—Por supuesto que no —se rió a carcajadas, sacudiendo la cabeza—. Pienso daros algo parecido a un hijo, pero no de esta forma. No soy tan necio.

—¿Cómo que algo parecido a un hijo? —repitió, alarmado— ¿Qué queréis decir con eso?

Acallándolo con un apasionado beso en los labios, Sylvain no podía dejar de sonreír ante su reacción. Si tan sólo supiera lo que había planeado...

—Lo sabréis en su momento, pero no ahora.

Sin dejarle responder, Sylvain se afanó en su tarea de desvestirlo. En cierto momento el pintor hizo ademán de incorporarse para intercambiar posiciones pero Sylvain se lo impidió, volviendo a tumbarlo con lentitud.

—No, no, no. Hoy os toca a vos —canturreó con picardía.

Procesando lo que acababa de decir, Darrell tuvo que parpadear varias veces, sonriente. ¿No... esperaba que sonriera?

—¿Me toca a mí?

—Os toca a vos —asintió, inclinándose para besar su cuello—. No permitiré que hagáis nada, así que procurad no hacer mucho ruido. No queremos llamar la atención de nadie.

—¿Y... esto va a ser un habitual?

Su pregunta lo desconcertó. Ya no estaba seguro de qué reacción esperaba obtener por su parte.

—Ah... No lo sé. Eso depende de vos.

Darrell no respondió enseguida. Por su parte, Sylvain se distanció un poco para poder contemplarle. Parecía que cada vez se ruborizaba con más frecuencia y por cualquier cosa, y de algún modo le encantaba.

—Bueno... Si os soy sincero llevo esperando demasiado tiempo que alguien me propusiera el cambio.

Sintiendo que se le caía la mandíbula al oírle, Sylvain se quedó ojiplático.

—¿En serio? ¿Vos? —susurró, sofocando una risa.

—¡No puedo evitarlo! —protestó, azorado— No es lo mío llevar las riendas... siempre he preferido que alguien las lleve por mí.

—Disculpadme, pero no es algo que aparentéis a simple vista.

—¿Por qué créeis que he pasado tanto tiempo esperando si no, Sylvain?

El Lemierre se rió para sus adentros ante su evidente ofuscación, mordiéndose el labio inferior mientras lo contemplaba.

—Creo que estáis de suerte entonces —susurró, sintiendo que la timidez volvía a hacerle una inoportuna visita—. Tal vez prefiera que sea así de ahora en adelante.

La sola idea de poder devolverle todo el placer que le había estado regalando hasta ahora lo entusiasmaba, por no decir que le excitaba la idea de invertir los papeles después de otros tantas ocasiones. Algo dentro de él le decía que era hora de ocupar el puesto que, presentía, le correspondía. Enseguida notó cómo era rodeado con los brazos repentinamente, siendo atraído hacia el demandante con fuerza y sonsacándole otra divertida risotada mientras lo oía farfullar por lo bajo.

—Yo os maldigo, Sylvain. Os maldigo mil y una veces —proclamó entre beso y beso, dejándose amar con mucha menos resistencia de la que habría esperado encontrar.



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