37. Descendencia

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Sylvain se dejó ayudar a la hora de deshacerse de su peluca y su vestimenta, pues de nada le habría servido oponerse. Mientras lograba ponerse el largo camisón blanco de dormir, le relató a Darrell más o menos lo ocurrido antes de que él llegara, todavía ofuscado.

—Y encima mi tío osa hablaros de esa forma... Juro que no me faltaron ganas de mandarlo a callar de otra manera —se quejó Sylvain.

Darrell se sonrió para restarle importancia, afanándose en poner un poco de orden en sus indomables cabellos.

—Sabéis que no me importa lo que él u otras personas puedan decir de mí, pues sé que no es cierto. No os preocupéis por eso.

—Pero aún así me encolerizó.

Antes de que pudiera seguir farfullando algo por lo bajo, Sylvain fue sorprendido al ser levantado del suelo sin apenas esfuerzo. Se aferró al cuello del contrario, dejando escapar una pequeña exclamación.

—¡Darrell! No podéis hacer esto, vuestras piernas...

—Mis piernas todavía me permiten llevaros a la cama, la cual resulta que está a tres pasos —murmuró, divertido—. Tampoco pesáis tanto, apenas lo hacéis. Deberíais comer más.

—¿Desde cuándo tengo dos madres?

Riéndose por su pregunta, el inglés no tardó en depositario sobre su añorada cama con delicadeza. Aquello fue algo innecesario, pensó Sylvain, pero no iba a quejarse después de haber encontrado un caballero andante para él solito.

El fresco tacto con sus sábanas, almohadas y mantas lo hizo volver un poco a la vida, y no tardó en hacerse un cálido ovillo. Observó cómo Darrell se desprendía de lo imprescindible para estar cómodo, incluyendo su casaca y sus zapatos. Ansioso por poder tenerlo cerca, Sylvain extendió sus brazos en cuanto el pintor hizo ademán de meterse en la cama. Con esa dulce sonrisa que tan fácilmente obtenía a cambio, Darrell no tardó en unirse a él y encerrarlo en un necesitado abrazo.

Sylvain agradeció enormemente poder cerrar los ojos al sentirle tan próximo. Estaba tan cansado que ni siquiera se paró a pensar si estaba siendo un poco infantil, pero verdaderamente necesitaba hallar su descanso en aquellos brazos.

Ninguno de los dos dijo nada en un buen rato. Relajándose poco a poco, Sylvain escondió el rostro en su pecho mientras notaba una mano acariciar sus cabellos. Aquella calma... ¿Qué haría él sin su cristalina fuente de calma? No obstante, su mente era incapaz de dejarlo respirar mientras rememoraba aquella discusión constantemente.

—¿Qué pensáis?

La suave pregunta de Darrell lo desconcertó. Se distanció un poco para mirarle, preguntándose cómo diablos sabía lo que se cocía dentro de su cabeza. Habiendo leído su confusión, el inglés se encogió de hombros.

—Vuestra agitada respiración os delata —dijo tan sólo, dándole un pequeño toque a su puntiaguda nariz.

Sylvain se limitó a suspirar pesadamente. ¿En qué pensaba? Eran demasiadas cosas y, sin embargo, sobresalía entre ellas una que era incapaz de ignorar.

—Estoy convencido de que mi tío oculta algo más —murmuró, recapacitando—. Su forma de actuar... No me es lógico que haya hecho todo eso sólo porque se preocupa por nosotros. Es una mentira tan grande como su casa.

—A decir verdad os entiendo. Conozco a Ludovic desde hace algún tiempo, y aunque no esperaba llegar a ver la cara que os ha mostrado hoy, no termina de sorprenderme. Tal vez cuando regrese vuestro hermano arroje algo de luz sobre el asunto.

—Eso espero —musitó Sylvain, pesaroso—. Ojalá llegara a tiempo para encontrarse con mi madre, pero creo que será imposible.

—¿Vais a contárselo finalmente a vuestra madre?

—Es mi intención. Creo que la noticia podría animarla a resistir un poco más, al menos hasta que Charles llegue —se interrumpió a sí mismo, consciente de lo que acaba de dar por sentado. Sacudió la cabeza con lentitud, sintiendo que un amargo sabor de boca lo acompañaba—. Si tan sólo lo hubiera sabido antes...

No pudo continuar, pues el temblor de su voz provocó que derramase una lágrima, fruto de la tensión que había estado reteniendo durante tanto tiempo. Cuando se quiso dar cuenta, Darrell ya lo había arropado en su llanto, acunándolo con ternura y sin decir nada más. Su sola presencia bastaba para saber que no estaba sólo en aquello, y sin embargo sentía que el dolor lo sobrepasaba.

—No quiero que se vaya... —sollozó contra su pecho, aferrándose a él con fuerza— todavía es demasiado pronto.

—Lo sé, pequeño —susurró Darrell a su oído—. Creedme que lo sé, pero la vida funciona así.

—Pero no es justo... Es mamá...

—Shh... No habléis, mi bien. No habléis.

Tampoco es que pudiera seguir haciéndolo, pues el nudo de su garganta había comenzado a dolerle al intentar hablar de nuevo. Dio rienda suelta a su llanto como nunca antes, dejando que Darrell lo acunase contra sí en un sosegado intento por consolarlo. En cierto momento creyó notar que él no era el único que se había rendido a sus emociones, pues el inglés inhaló aire de forma entrecortada.

No supo cuánto tiempo pasó hasta que, un poco más calmado, quiso cerciorarse de que Darrell no estaba llorando. Se encontró con una sonrisa que, lejos de temblar, le aseguraba que todo estaba y que todo iría bien, en silencio, aunque sus ojos se habían empañado. Dejó que una mano retirase algunos cabellos de su rostro con ternura antes de secar sus mejillas.

—¿De qué os habló mi madre cuando me marché? —inquirió con curiosidad.

—De algo bueno, pero os lo diré en otro momento. Ahora deberíais descansar un poco. Todavía no sé cómo podéis manteneros despierto —dijo Darrell, trazando la línea de sus rasgos con suavidad—. Lo veréis todo con mucha más claridad cuando despertéis.

—¿Os quedaréis aquí de verdad?

Conmovido por su pregunta, el inglés decidió responderle con una sonrisa y un delicado beso en sus labios. Sylvain no encontró más motivos para resistirse y, agotado, se rindió ante su cariño. Se resguardó entre sus brazos queriendo hacerse diminuto, como la perla que descansa, segura, en su ostra. Sabía que estaba a las puertas del séptimo sueño cuando, sintiendo la pequeña urgencia de hacérselo saber, se apretujó un poco más contra él.

—Darrell...

—¿Hm?

—Os quiero mucho.

Casi pudo notar con claridad que su corazón latía con más fuerza bajo su oído, y una pequeña ola de euforia lo sacudió. A punto de caer dormido, incapaz de seguir pensando, Sylvain esbozó una última sonrisa al notar que besaba su cabeza repetidas veces.

—Y yo a vos —susurró con lentitud—. Ahora dormid... dormid en paz y descansad, que yo velaré por vos.

*  *  *


Los días transcurrían uno tras otro, si no anodinos, con extrema lentitud. Sentía que aquellas dos semanas lo habían traído reptando durante años. La angustia que la espera trae bajo su brazo amenazaba con asfixiar a Sylvain de un momento a otro, aunque siempre lograba encontrar un pequeño punto de luz al que aferrarse.

Enseguida estiró sus labios en una sincera sonrisa al oír como Léonore, en sus brazos, emitía una delicada protesta. Con cuidado, volvió a cederle su dedo índice, que con tantas ganas parecía querer agarrarlo en todo momento. Le hizo dos o tres carantoñas, advirtiendo lo que creyó que era un intento de sonrisa por parte del bebé.

—Parece que va a heredar los famosos ojos de los Lemierre —había dicho Darrell mientras los contemplaba.

Sylvain alzó la cabeza para mirarle, orgulloso de ello. Se permitió acomodarse un poco en la butaca de mimbre de la biblioteca mientras se mecía con lentitud, sonriente. A su lado, una encantada Arélie también se deshacía en atenciones con la recién nacida.

—En ese caso me temo que no voy a pedir disculpas porque sus ojos no sean verdes —dijo Sylvain, oyendo una pequeña risa por parte de Darrell—. ¿Por qué no os sentáis un poco? Lleváis mucho rato de pie.

—Oh, al contrario. Ya me paso demasiado tiempo sentado durante el día. Además, desde aquí se ve todo mejor.

Apoyado en el alféizar de la chimenea, Darrell se cruzó de brazos, incapaz de apartar la mirada de su sobrina. El jovial rostro de Arélie se iluminó en cuanto Léonore pareció verla, y sus oscuros oscuros ojos se abrieron aún más, sorprendida. A Sylvain le dio la impresión de que aquel día se había arreglado más de lo habitual, pues no se había puesto su cofia. Era una de las pocas veces en las que pudo apreciar el negro tan brillante de su cabello recogido, así como el de sus espesas cejas a juego.

—¿A quién estáis viendo, duquesita? —preguntó la mujer con un divertido tono infantil— ¿Eh? ¿Quién soy yo?

Sylvain dejó escapar una pequeña risa al oír un ruido extraño proveniente de Léonore.

—Creo que sabe quién sois —dijo, colocándola con sumo cuidado en los brazos de Arélie—, y empiezo a pensar que tiene muy buena memoria.

—Y que lo digáis. Ha sido querer traerla de camino y echarse a llorar —suspiró Darrell—. Evelyn dice que va a vetarme para que no la coja.

—Oh, no la creáis. Sabéis que Evelyn sólo bromeaba. Mi madre me dijo una vez que los bebés acaban sintiéndose más unidos a aquellos a los que rechazaban al principio... pero ahora creo que lo decía para que Savary no se sintiera mal.

—No sé si eso me consuela o no, Sylvain.

—Dadle un tiempo. Seguro que cuando crezca no querrá separarse de su tío favorito.

Darrell acabó contagiándose de su sonrisa, todavía algo preocupado. Mientras Arélie jugaba con la niña, Sylvain se puso en pie para cederle su asiento en la butaca. La mujer se lo agradeció enormemente, y el Lemierre aprovechó para aproximarse a la chimenea.

—No os vengáis abajo, conozco esa cara a la perfección —le dijo a Darrell discretamente—. Pensad en Mefistófeles al menos. Ahora comienza a gruñirme a mí cada vez que me acerco a vos.

—Eso es porque lo estoy entrenando bien.

—¿Disculpad?

Ahogando una silenciosa risotada, Darrell le pellizcó una mejilla, divertido.

—Sólo bromeaba, pero no os preocupéis por mí. Me conformo con saber que vos, Evelyn y la niña estáis bien —murmuró, volviendo a mirar a Arélie con interés.

Siguiendo el recorrido de su mirada, Sylvain fue asaltado por algunas dudas de pronto, guiado por la curiosidad. Arélie pareció darse cuenta de la atención que ambos vertían sobre ella y, algo tímida de pronto, se irguió en su asiento.

—¿Ocurre algo? —preguntó, inquieta.

—En absoluto. Sólo me preguntaba si teníais hermanos pequeños o hijos —sonrió Sylvain—. Parecéis estar en vuestro elemento.

—Oh, no mi señor. A mis treinta y siete años poca esperanza me queda para tener uno. He acompañdo muchas veces a Lady Maystone en los partos del pueblo, por lo que he acabado cogiéndole mucho cariño a estas criaturas.

—Recuerdo haber oído a Evelyn mencionar el talento innato que poseéis al respecto —coincidió Darrell.

—Bueno, supongo que es cuestión de instinto.

Arélie se encogió de hombros para restarle importancia, volviendo a centrarse en Léonore. La sonrisa de Sylvain se evaporó en cuanto oyó pasos de tacón a su espalda y, con prontitud, se giró para alcanzar a ver a Evelyn en la puerta. La mujer lucía un aspecto mil veces mejor al que recordaba haber visto hacía dos semanas, pero la sombra de su rostro no auguraba buenas noticias.

—Creo que ya es hora —dijo Evelyn tan sólo.

Sylvain dejó escapar el aire, repentinamente acobardado sin motivo. Observó cómo Léonore retornaba a los brazos de su madre y, a sobre su hombro, una cálida y reconfortante mano le aseguró en silencio que no estaba solo. Le agradeció a Darrell su silente apoyo con una breve sonrisa, acabando por asentir con la cabeza al cabo de unos momentos.

—Ya es hora... ¿Os ha dicho algo mi madre? —inquirió Sylvain a medida que salían de la biblioteca.

—No sospecha nada —respondió Evelyn—. Sólo me ha hablado del tiempo que tardó en recuperar su figura después de daros a luz.

—Pensad que vais a darle una buena noticia al fin y al cabo. No es menester preocuparse en vano.

Sylvain quiso responderle a su compañero de vida que su madre no solía recibir bien noticias tan enormes ni tan repentinas como aquella, pero no volvió a hablar en su trayecto al piso de arriba. Los hermanos ingleses le seguían de cerca, aunque vislumbró de reojo a Chrystelle, paciente, aguardando a alguien en la puerta de entrada. Tuvo que sonreírse al ver que fue Arélie la que iluminó su rostro y, discretamente, ambas abandonaron la vivienda.

Sin cruzar palabra, pues el entendimiento era mudo, Sylvain entró primero en la alcoba de su madre. No se paró a comprobar si los otros dos imitaban su acción, pues enseguida fue visto por Anne-Marie y no pudo evitar echarse a temblar al verla sonreír.

—Mi Sylvain... —susurró la débil mujer, apenas moviéndose unos centímetros para dejar caer una mano en el colchón, tendiéndosela.

Con un nudo en la garganta, Sylvain se obligó a devolverle la sonrisa en contra de su voluntad. Eran ya muchas las noches que había pasado en vela junto a ella, pues el decadente estado de su madre amenazaba con despertar a toda la casa con la noticia que no querían oír aún. Se sentó en la silla frente a su cama, tomando su fría mano y sintiendo un escalofrío recorrer su espina. Su rostro... apenas quedaba algo de rubor en sus mejillas, ahora chupadas por su galopante enfermedad y tan pálidas como las de la muerte.

—Mamá... No quiero que hables mucho para no cansarte, pero hay algo que debes saber. Es algo que te hará terriblemente feliz, créeme —dijo Sylvain, afanándose en devolverle algo de calor a aquella mano.

Anne-Marie apenas variaba un ápice su expresión y acabó por cerrar los ojos en una necesitada y pausada espiración. Sylvain creyó notar un leve apretón en su mano, apenas perceptible, muy distante de la fuerza que antes solía imprimir.

—Sé lo que vas a decirme —musitó la mujer con la voz cascada—. Lo he visto en sus ojos.

Desconcertado de pronto, Sylvain frunció el ceño. Se volvió para encontrar el mismo desconcierto en los rostros de Darrell y Evelyn, quienes se aproximaron con lentitud hacia los franceses.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sylvain, inquieto— ¿En los ojos de quién?

—Léonore... sé que es mi nieta, hijo mío.

Si ya había palidecido minutos antes, en aquel instante casi se le escapaba el alma por la boca. Fue Evelyn quien, aterrorizada, se acercó aún más con la niña en los brazos, contemplando a Anne-Marie. Sylvain se llevó entonces una mano a la sien. Su mente había comenzado a crear tantas hipótesis de lo que podía haber ocurrido que acabó mareándose en cuestión de segundos. ¿Quién se lo había dicho? ¿Y en qué circunstancia? ¿Con qué tacto?

—Quitad esas caras... Puede que mis pulmones dejen de funcionar, pero no mis oídos —suspiró Anne-Marie con dificultad, abriendo los ojos con pesadez—. Hace días que oí a Alain y a tu tío hablar en el jardín... desde aquí arriba. Aún no termino de entenderlo, pero Léonore es exactamente igual a tu hermano cuando nació... lo he... reconocido en ella nada más verla.

Un terrible ataque de tos interrumpió a la mujer, quien enseguida se cubrió la boca con su pañuelo. Sylvain no tardó en asistirla y reponer la ensangrentada prenda, comprobando que no que había vuelto a subir la fiebre tras palpar su frente. Todo cuanto había dicho tenía sentido, y sin embargo aún era incapaz de creer que hubiera sido tan fácil. No, no iba a malgastar tiempo cuestionándose nimiedades, pues no era algo que le sobrara.

—Charles está al llegar, mamá. Viene hacia aquí, vas a poder verle de nuevo —dijo Sylvain, dejándose llevar por la incipiente alegría.

—¿Es eso cierto?

—Lo es. Hace dos semanas le escribí para que pudiera regresar. Muy pronto estará aquí con nosotros, te lo prometo.

—Dos semanas... Vida mía, tal vez la carta no haya llegado aún.

Sintiendo que el nudo de su garganta le arrebataba la alegría de cuajo, Sylvain decidió sobreponerse con rapidez. Todos eran plenamente conscientes de aquello, pero no estaba dispuesto a ceder.

—Llegará, y tú aguantarás porque eres una valiente y eres fuerte, muy fuerte —musitó Sylvain, besando su mano con energías—. Por supuesto que llegará a tiempo.

Pero Anne-Marie no contestó. Nadie lo hizo. La verdad que tiñó su triste sonrisa se convirtió en un sombrío halo que los rodeó a los cuatro en mitad del silencio.  Sylvain meneó la cabeza, reciente a dejarse engatusar por la realidad que no quería aceptar. Darrell había agachado la cabeza tras haber rodeado los hombros de su hermana, quien fue incapaz de mirar a nadie. ¿No iban a darle la razón?

Consternado, Sylvain volvió a observar a su madre. Ésta contemplaba con ojos cansados a la niña en brazos de Evelyn. A pesar de la seriedad de su rostro, creyó advertir un leve atisbo de esperanza en el brillo de sus acuosos y rojizos ojos.

—Aunque no sepa cómo ha ocurrido todo... al menos mi Charles sí ha podido darme una nieta.

Sylvain no fue capaz de responder. Un dolor que no conocía hasta entonces se apoderó de su corazón al oír el reproche de su voz. Tenía que haberla entendido mal, ¿verdad? Reconoció cómo aquel dolor se mezclaba poco a poco con una sensación de humillación que lo dejó vacío por unos momentos. Anne-Marie le miró con lástima en sus ojos, provocando que Sylvain apretase los dientes con fuerza.

—Sylvain, no me mires así... Alégrate tú también. Al menos él podrá encargarse de todo cuando llegue, como vuestro padre lo hizo... Ah, si Jean hubiera visto lo bonita que es su nieta... es su viva imagen —musitó la mujer, sonriendo débilmente—. Parece que la vida ha decidido ser bondadosa conmigo al fin... no todo va a salirme mal.

—¿Mamá...?

Sylvain fue incapaz de que no le temblara la voz, pues en sus ojos un espeso manto de lágrimas amenazaba con desbordarse ante su propia incredulidad. Oyó que alguien se aproximaba a él a sus espaldas, pero no se giró. No podía despegar la mirada de su madre. Estaba esperando el momento en el que sus rasgos se suavizaban y le decía que sólo bromeaba.

—Hijo mío, no creo que sea necesario explicarte por qué es su deber seguir los pasos de tu padre.

—No me importa la herencia. No me importa que él se quede con todo —replicó Sylvain—. Tu forma de hablarme... ¿es que no estás satisfecha conmigo?

—¿Por qué... me preguntas eso?

—Porque siento que después de todo sigo siendo una decepción para ti.

Pero Anne-Marie no volvió a contestar. En su lugar desvió la mirada, incómoda, hacia el dosel de su cama antes de cerrar los ojos. Exhaló con lentitud, provocando que su silencio le otorgara la razón amargamente.

—¿No pensarás que Charles es más noble que yo por haber engendrado una criatura de la forma que tanto has criticado?

—Lo importante es que él puede y ha podido darme descendencia antes de que me marche, Sylvain. Él sí puede hacerlo.

—Eso es terriblemente injusto.

Una mano cautelosa se posó en el hombro del francés con intención de calmarlo discretamente, pero Sylvain ya no atendía a razones para hacerlo.

—Nada va a quitarme la preocupación de que en algún momento cometí algún error contigo... —continuó Anne-Marie con voz lúgubre— Intento no pensarlo así, créeme, pero después de saber que mi precioso Charles sigue vivo... Creo que el Señor ha decidido perdonar mis faltas contigo.

—No has cometido ninguna falta conmigo. Me dijiste que me aceptabas, me lo aseguraste. Hasta le diste tu bendición a él —protestó con voz trémula, señalando a Darrell a sus espaldas.

—No niego nada de eso, nunca lo haré... pero entiende que ahora me siento más tranquila al saber que no serás tú quien esté al mando, vida mía. Ponte en mi lugar.

—No, ponte tú en el mío —sollozó Sylvain, sacudiendo la cabeza—. He intentado por todos los medios no decepcionarte y estar a la altura de lo que esperabas de mí, y ahora dices que estás más tranquila sin mí al cargo después de haber procurado que Charles volviera. ¿Qué motivos te he dado para que me menosprecies de esta forma? ¿Es que Charles, después de ocho años en su ausencia y sin que lo conozcamos apenas, es más meritorio de tu aprecio que yo?

—Si pudieras tener hijos al menos querrías que el más presentable en sociedad fuese la mejor imagen de su apellido.

No fueron tanto sus palabras como el inesperado resentimiento que recibió en su tono de voz, el cual provocó que se levantase de la silla con desesperada lentitud. Ni recibió una mirada de su parte, ni suavizó su sentencia. ¿Dónde estaba su verdadera madre? ¿Dónde había quedado la afinidad tan íntima que había creído estrechar con ella? De todos los posibles finales, aquel era el que ni siquiera se había atrevido a imaginar en sus temores con el regreso de Charles. Ya no le importaba que volviera. No había cabida para la dicha que anteriormente hubiera podido sentir por él.

—Yo creía que estabas orgullosa de mí...

—Agradecería que me dejases descansar un poco, Sylvain. Ya has hecho suficiente.

Al ver que su madre mantenía la frialdad de su rostro tras haberle escuchado, Sylvain se agarró la peluca con fuerza y tiró de ella, arrojándola al suelo violentamente antes de cruzar la alcoba para abandonarla. Se sentía demasiado humillado como para hacerla entrar en razón, pero acababa de descubrir que en el fondo nunca lo había hecho. ¿Es que estaba condenado a vivir de mentira en mentira? No soportaba que su tío Ludovic acabara teniendo la razón con todo aquello. ¿Acaso sabía que acabaría prefiriendo a su hermano sobre él?

Oyó voces tras él que lo llamaban, alarmadas, pero lo único que quería era desaparecer. No podía soportar la vergüenza que ahora se derramaba por sus mejillas en forma de airadas lágrimas. Necesitaba salir de allí. Necesitaba ir a cualquier parte donde nadie viera el despropósito en el que se había convertido.

En su apresurado camino para dejar atrás la casa se topó con Clementine y la muchacha se sobresaltó al verle en tal estado. Probablemente en un impulso quiso detenerlo para saber qué ocurría, pero sus intentos lo enfurecieron aún más.

—¡Apártate! —bramó Sylvain, provocando que la joven retrocediera, asustada.

No se detuvo a pedir disculpas, pues ni quería ni pretendía hacerlo, especialmente cuando por ser él mismo también se había ganado el desprecio de una amiga perdida. En cuanto sintió que sus pies lo guiaban sobre la mullida hierba del exterior quiso echar a correr, pero apenas fue capaz de hacerlo. La última vez que hizo algo así fue cuando supo de la muerte de Charles. Huyó como un cobarde, como el crío que había prometido dejar atrás, y sin embargo sentía que ya nada le impedía volver a serlo. Total, ¿para qué seguir esforzándose en sobreponerse? ¿Qué sentido tenía?

No se alejó mucho de la casa y, buscando un necesitado descanso para despejar la bruma de su mente y su corazón, Sylvain se apoyó en el tronco de un manzano, enterrando el rostro en la mano libre mientras daba rienda suelta a su encolerizado llanto. Creyó que podría arrancar aquel árbol de cuajo con su propia ira, pero un par de brazos rodeándolo desde su espalda provocó que su rabia se sofocase de inmediato. Ésta dio paso a la derrota que lo sobrepasó sin esfuerzo, instándolo a deshacerse en múltiples y sollozadas disculpas por su arrebato.

Darrell lo acalló con suavidad, dejando que ocultase el rostro en su hombro tras haber soltado el bastón sobre la hierba. Frotó la espalda del francés en un sentido intento por consolarlo con su habitual ausencia de palabras, con el eterno y dulce entendimiento del que Sylvain no se creía merecedor en aquel momento.

Lo que Darrell pudiera susurrarle cariñosamente al oído quedó enredado entre las ramas de aquel manzano que, bajo el sol, los protegía y mantenía a salvo tras la larga pausa de un tiempo adverso.





Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro