38. La memoria del olvido

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Incapaz de conciliar el sueño de nuevo, Sylvain se limitó a acariciar la espalda de Darrell en silencio. Éste se había quedado dormido con la cabeza sobre sus piernas mientras esperaban, en la alcoba del francés, a que el doctor terminara de comprobar el estado de Anne-Marie. Había perdido la cuenta de las noches que transcurrieron tan anodina y repetitivamente, pero algo que decía que aquella sería la última.

Había algo distinto en el ambiente, como si el aire se hubiese contaminado con el aliento de una presencia oscura en la vivienda. Era silenciosa, serena, pero deambulante, y de vez en cuando juraba sentir alguna brisa helada a su alrededor. Darrell le había dicho que simplemente estaba exhausto, pero Sylvain tenía la certeza de que la muerte les estaba haciendo una visita.

Todavía recordaba, compungido, la última conversación que tuvo con su madre hacía tres días. Por tal de animarlo, Evelyn lo invitó a pasear con ella, Chrystelle y Arélie, pero las risueñas mujeres no lograron sonsacarle algo de dicha.

—No se lo tengas en cuenta —le había dicho Savary con gravedad aquel mismo día—. Me temo que tu madre ha comenzado a sufrir los delirios de los que hablaba el doctor.

Pero Sylvain sentía que no hubo delirio en su forma de hablar o de actuar por aquel entonces. Fue aquella noche cuando había comenzado a decir cosas sin sentido, pues su madre creyó que el propio doctor era Charles, que venía a verla. Nadie logró sacarla de sus febriles ensoñaciones y, de vez en cuando, todavía la oía llamar en la distancia a su hermano, proclamando que ése era su único hijo.

Sabía que ya no había vuelta atrás desde aquel acontecimiento y que no debía culparse, pero el dolor continuaba latiendo en su pecho como el recordatorio de su propia derrota. Ni siquiera le había reconocido en cuanto insistió que le dejasen verlo, y aquello terminó de romperle el corazón en mil pedazos. Había alegado que era un joven muy apuesto, y le preguntó quiénes eran sus padres y cuál era su nombre. Savary se afanó en intentar consolar al Lemierre, quien ya había comenzado a sollozar en silencio por enésima vez.

Darrell se movió un poco, todavía dormido. Sylvain había insistido en que se marchase a dormir a su casa, que él lo mantendría al tanto de todo, pero el inglés se había negado en rotundo. Repetía que no pensaba dejarlo solo bajo ningún concepto, al menos durante aquellas fatídicas noches. Cubriendo su cuerpo un poco más con las mantas, Sylvain se recolocó ligeramente mientras descansaba la espalda en el cabecero de su cama, drenado de energía.

Mientras contemplaba su pacífico rostro en su dormitar, no pudo evitar preguntarse qué habría ocurrido si nadie hubiese descubierto aquellas cartas jamás. Tal vez no habría podido frenar la enfermedad de su madre, pero estaba seguro de que nada habría acabado siendo tan injusto. Pensando egoístamente, ni siquiera le importó que Evelyn nunca volviera a ver a su hermano, y se echó a temblar al recordar las proféticas palabras de su tío Ludovic.

Tres débiles golpes sonaron en la puerta. Apenas dos segundos después, la figura de Chrystelle hizo su aparición en la habitación con su expresión ensombrecida por las noticias que traía. No hizo falta que dijera nada, pues Sylvain entendió a la perfección que era hora de moverse. Esperó a que la doncella abandonase la estancia para, muy suavemente, depositar la cabeza del pintor sobre la almohada.

Éste no tardó mucho en abrir los ojos, de igual forma. Algo desubicado, Darrell se incorporó con cierta dificultad por el entumecimiento de su cuerpo y, entrecerrando los ojos, contempló a Sylvain. El último le dedicó una amarga sonrisa que no necesitó palabras para decirle por qué se había levantado.

—Seguid durmiendo, mi amor —susurró Sylvain con sosiego, invitándolo a tumbarse de nuevo mientras acariciaba su rostro—. Apenas habéis conciliado el sueño estos días.

—Estoy bien...

Tras bostezar profundamente, un conmovido Sylvain se inclinó para besar su sien con infinito cariño. Lo cubrió con las mantas, asegurándose de que no imitaría sus movimientos y lo seguiría. La impotencia se materializó en los rasgos de Darrell, quien dejó que lo acomodase.

—No me maldigáis si aparezco a vuestras espaldas —murmuró Darrell, cerrando los ojos con pesadez—. Esto no es justo para vos.

—Menos justo sería abusar de vuestra nula energía, así que a descansar. Quedaos aquí.

Testigo de cómo ni siquiera podía dibujar una mueca a causa del agotamiento, Sylvain volvió a regalarle un pequeño beso en los labios que, al final, pudo sonsacarle una tímida sonrisa al inglés. Le susurró al oído alguna que otra ñoñería antes de separarse, cerciorándose de que no le seguiría.

Sabía que era inútil confiarse, pues tarde o temprano su cabezonería británica lo acabaría sacando de las mantas. Sylvain se caló su casaca con algo de sueño, consciente de que estaba siendo observado por el otro. No dijo nada, pues únicamente bastó una silenciosa mirada y un asentimiento de cabeza para indicarle que se encontraba bien, aunque fuese una mentira.

Cerró la puerta de la habitación con cuidado de no hacer ruido al salir y, con un pesado suspiro, dejó que Chrystelle caminase a su lado hasta llegar a la tan temida alcoba de su madre. La mujer no dijo nada, pero lo fúnebre de su mirada le reveló que no cabía esperar buenas noticias.

Para su sorpresa, Sylvain no sólo se encontró al doctor, Savary y su tío Ludovic en el interior de la estancia, sino al párroco del pueblo. Un escalofrío recorrió su espina al entender que el anciano hombre no se iría de allí hasta que todo hubiese acabado. Sylvain se aproximó a paso lento hacia la cama, obviando la irritante presencia de su tío. Oía al doctor hablar con Savary por lo bajo en una esquina de la habitación, el cansancio decorando los arrugados rasgos de ambos.

Anne-Marie apenas parecía respirar. Mantenía los ojos cerrados en una apacible expresión de paz, probablemente oyendo lo que el párroco murmuraba en su último sacramento. Advirtió entonces un leve movimiento de su mano e, inconscientemente, Sylvain la tomó. La gelidez que lo envolvió provocó que sintiese más que nunca la presencia de una muerte invisible alrededor. No oyó las últimas palabras del párroco en cuanto hizo la señal de la cruz sobre su madre, pues esta ya había abierto los ojos con extrema lentitud para mirar a su olvidado hijo.

La sonrisa que se estiró en los labios de su madre provocó que se le humedecieran los ojos, pues advirtió un deje de cariño en sus rasgos, el que siempre había estado acostumbrado a ver. Oh, ¡cuánto lo echaría de menos!

—Sylvain... Mi niño...

Dejando escapar un silencioso sollozo de dicha, el joven asintió enérgicamente con la cabeza, aproximándose más a ella. Tanto Savary como el doctor se giraron para ver, sorprendidos, cómo Anne-Marie le había reconocido en un repunte de lucidez.

—Soy yo —susurró Sylvain, tembloroso—. Soy yo, mamá. Estoy aquí.

Demasiado débil para hablar, creyó que no sería capaz de decir nada más en su último suspiro, pues una inquebrantable quietud se iba apoderando de sus músculos, mas no apartaba la mirada de sus ojos.

—Perdóname...

Doblegado por un llanto de alivio, Sylvain sacudió la cabeza con ímpetu. No le guardaba rencor. No podía hacerlo, ni quería. Tal vez... tal vez era cierto que sus delirios habían tenido comienzo hacía días. Anne-Marie no borraba la sonrisa de su rostro, aunque un terrible y funesto halo de derrota les envolvía en un fallido propósito por cambiar aquel final.

—Te perdono. Lo hago, pero no te marches todavía, te lo ruego —musitó Sylvain, besando su mortecina mano—. No te marches aún.

—Tu padre me espera... he de hacerlo.

Incapaz de soportarlo más, Sylvain dio rienda suelta a su silente llanto al oírla, enterrando el rostro en aquella que ya no le transmitía vida alguna. Supo que Savary se posicionó a su lado, pues buscó calmarlo en vano tras darle un leve apretón en su hombro.

—Mis dos amores... —continuó Anne-Marie, provocando que Savary dejase escapar un entrecortado suspiro— No me lloréis y sed felices... Estaré siempre con vosotros.

—Anne-Marie...

—Cuidaos el uno al otro como yo os he cuidado... y cuidad de Charles.

Sin decir nada, Anne-Marie continuó sonriendo, aunque sus ojos ahora contemplaban a Savary. Éste asintió en silencio, reprimiéndose un sonoro sollozo al ver cómo la mujer que tanto había llegado a amar le dedicaba sus últimos latidos. Sylvain quiso detenerla todo cuanto pudo, pero la mirada de su madre ya se había congelado para siempre bajo los párpados que se cerraron con lentitud, llenos de paz.

Casi pudo sentir que el hilo de vida que lo ataba a su madre se cortaba con la misma delicadeza con la que se había marchado, y Sylvain se sintió terriblemente desamparado de pronto. Apenas escuchó su propio llanto cuando Savary lo abrazó contra sí al cabo de eternos minutos de amargo trasiego. Supo que ya era hora de dejar de verle como el mentor que siempre había sido para él, pues el dolor que tan pesadamente liberaba con la pérdida de su madre lo hizo llamarle padre por primera vez. No supo por qué lo hizo, tal vez por un desesperado impulso para hacerle sentir mejor, tal vez para sentirse arropado en el vínculo en el que tanto había insistido Anne-Marie con su inminente marcha.

Demasiado abrumado como para creer que realmente acababa de fallecer, Sylvain se alejó gradualmente de Savary para, de nuevo, contemplar a su madre. No supo si esperaba que se moviera o que abriera los ojos de nuevo, pero Savary lo invitó a abandonar la estancia con suavidad. Sylvain se negó, pues no pensaba marcharse de allí hasta que llegase el alba por lo menos. Todavía tenía muchas plegarias que quería dedicarle aquella noche.

Fue el propio Ludovic, irreconocible tras sus camufladas y discretas lágrimas, quien agradeció el trabajo del doctor y del párroco, instándoles a seguirles al exterior de la alcoba. A pesar de todo, le agradeció que los dejase a los tres a solas. Chrystelle fue la única que entró tras los hombres, tan afectada como los que se habían quedado dentro.

Al verla, Savary fue el primero que se acercó a ella para consolarla con un paternal abrazo. Sylvain no quiso mirar. No podía soportar ver llorar a nadie más aquella noche.

Se aproximó con lentitud a la cama de su madre y, con cuidado, recolocó su mano sobre su abdomen, habiendo acariciado su gélido rostro una vez más. Seguía siendo hermosa, a pesar de todo. Se sentó sobre el colchón, de algún modo sosegándose antes del tiempo que esperaba. No dejó de contemplarla hasta que, a sus espaldas, el sonido de un bastón sobre el suelo de madera llamó su atención.

Darrell no lo miraba a él. Tanto Savary como Chrystelle fueron testigos de cómo el inglés permanecía en pie, inmóvil, contemplando a la inerte mujer. Él tampoco parecía haberse librado del efecto de las lágrimas, aunque logró contenerse tras la seriedad de su rostro. Sylvain había llegado a ver el cariño que su madre le tenía, siendo éste mutuo. Después de santiguarse en silencio, Darrell hizo ademán de marcharse de la alcoba.

—No quisiera interrumpir a nadie... —susurró algo inseguro, retrocediendo un paso.

Tomando su muñeca con delicadeza, Sylvain lo retuvo. Lo había sorprendido, pues probablemente no esperó poder participar de aquel momento tan trágico como íntimo.

—Sois de la familia —musitó Sylvain, secándose las mejillas con el dorso de una manga—. No interrumpís nada.

—Ciertamente —intervino Savary con voz trémula, contemplándole.

Darrell tardó un poco en reaccionar, pues verdaderamente no esperaba aquel acogimiento. No rechazó la mano de Savary en cuanto éste se aproximó y se la ofreció para estrecharla, señal inequívoca de que le consideraba su allegado. Chrystelle, con una temblorosa sonrisa, agachó la cabeza a modo de pequeña reverencia para el inglés. Sylvain contempló con algo de regocijo cómo ambos le daban las gracias por haber estado allí en todo momento, provocando que Darrell se conmoviera ligeramente.

Las horas aquella madrugada transcurrieron silenciosas y amargas, aunque la sensación de unidad entre los cuatro ayudó a que ninguno volviera a sentirse desamparado frente a la presencia de la impertérrita muerte. Cuando el alba se aproximaba, fue Savary quien decidió que lo más justo sería enterrarla junto a Jean-Dennis Lemierre en París, pero un somnoliento Sylvain le pidió que no hablase de ello todavía.

—Madame Lemierre me entregó esto hace algunos días —dijo Darrell, extrayendo un sobre sellado de un bolsillo—. Me pidió que os lo entregara cuando este tema de conversación tuviese lugar.

Sorprendido por sus palabras, Savary tomó la carta después de levantarse de una silla alejada. Frunció el ceño al contemplarla, pues verdaderamente estaba dedicada a él.

—¿Por qué... os lo entregó a vos? —inquirió Savary con interés.

—Me entregó varias cosas, en realidad. dijo que si os lo daba directamente la habríais abierto antes de tiempo y ella no quería eso.

—Me conocía demasiado bien.

Una pequeña sonrisa se estiró en los labios de Savary, quien volvió a su sitio con lentitud para abrir el sobre. Pendiente de su reacción, Chrystelle yacía sentada junto a Sylvain en silencio, apoyando la cabeza sobre su hombro.  Éste le había insistido en que se retirase a dormir un poco, pero la buena mujer se negó en rotundo. Tampoco estaba dispuesta a dejarles solos en aquel duelo.

Mientras Savary leía el contenido de la carta, Sylvain se giró para contemplar a Darrell, quien le dedicó una calma sonrisa y un misterioso asentimiento de cabeza. ¿Qué otras cosas le había entregado su madre antes de morir?

—Bueno... pareciera que mi Annie siguiera viva escuchando todo cuanto decimos —murmuró un afligido Savary, haciendo un gran esfuerzo por no emocionarse de nuevo—. Tan sólo diré que deseaba ser enterrada aquí, en Livorno. No puedo revelar sus motivos. Espero que estéis los tres de acuerdo con que me encargue yo de este asunto.

—Por supuesto —respondió Sylvain.

—En cuanto a Evelyn y Chrystelle, era su deseo entregaros a las dos todas sus joyas, vestidos y materiales de coser. Supongo que ya os apañaréis ambas con la repartición —continuó Savary, plegando la carta con cuidado.

—Esperad, ¿lo decís en serio?

Una abrumada Chrystelle alzó la cabeza, incapaz de creer lo que acababa de oír. A su lado, Sylvain sonrió complacido.

—Creo que te mereces eso y más —dijo éste, atusando un mechón enmarañado de su rubia melena.

—Oh, cielos... No sé si podré aceptarlo.

—Tómate tu tiempo. Se respetará su voluntad al respecto, por lo que sus cosas no se moverán de sitio —suspiró Savary con pesar, descansando la carta sobre sus piernas—. Con respecto a Charles... bueno. La herencia es para él.

Sylvain no respondió. A pesar de que todos los allí presentes le miraron expectantes, él se limitó a asentir con un leve encogimiento de hombros, resignado.

—Si ése era su deseo, entonces adelante —dijo tan sólo—. No tengo nada que decir.

Darrell continuó sonriéndose, mas no volvió a intervenir. Su gesto provocó que cierta paz sofocase la angustia de Sylvain, pues tenía la certeza de que no todo acababa allí para él.

—¿Qué hay de vos, monsieur? ¿Qué os ha dejado? —inquirió Chrystelle, dirigiéndose a Savary.

Éste se mantuvo silencioso durante unos segundos. Alzó la cabeza para contemplarles de uno en uno con un pequeño brillo de orgullo en sus acuosos ojos. Finalmente, dejó descansar su mirada sobre la mujer que ahora dormía para siempre, estirando sus labios en una débil sonrisa.

—Nada material, pero sí su amor, paciencia y benevolencia durante todos estos años, así como a vosotros tres —habló con la voz quebrada, asintiendo lentamente—. No podría pedir nada más.

Viendo que volvía a sollozar en silencio, ésta vez fue Chrystelle quien se levantó para abrazarlo con fuerza. Abrumado por su ternura, Sylvain desvió la mirada. No sentía ganas de llorar, pues ya no le quedaban lágrimas después de tantas horas de oscuro y doloroso duelo. Oyendo a Darrell respirar entrecortadamente, Sylvain estiró una mano para descansarla sobre su pierna. Apenas fue cuestión de un segundo cuando, de pronto, Arélie irrumpió en la habitación violentamente.

Abrió la puerta de par en par, sobresaltándolos a todos con su aparición. La mujer respiraba con dificultad, y lo único que hacía era señalar hacia el pasillo, como si acabara de ver un fantasma.

—Arélie, ¿qué ocurre? —preguntó Sylvain, poniéndose en pie y aproximándose a ella.

La doncella temblaba de pies a cabeza. Ludovic entró tras ella en la alcoba, con expresión grave en el rostro. Se acercó al cadáver de su hermana para contemplarlo, todavía visiblemente afectado.

—¿Se puede saber qué está pasando? —insistió Savary, aturdido.

—Charles —dijo Arélie tan sólo entre bocanadas de aire a causa de su carrera—. Charles, está aquí.

Como resortes, todos se giraron para contemplar a Ludovic. Éste fue consciente de que buscaban respuestas en él, pero se limitó a encogerse de hombros, todavía observando a su hermana.

—No miente. Acaba de llegar —respondió con voz ronca.

—Pero eso es imposible —Sylvain sacudió la cabeza con rapidez, enseguida cruzando la habitación—. Es imposible, no puede haberle dado tiempo.

—Está abajo, monsieur. ¡Vamos!

Instado a salir corriendo en mitad de sus desesperación, Sylvain fue lo suficientemente lúcido como para mirar a Darrell, quien le indicó que se le adelantase, pues no quería que su lentitud lo retrasara. Tanto Savary como Chrystelle fueron los que siguieron a Sylvain en su apresurada carrera escaleras abajo.

Tenía que estar soñando, pero el nudo de su garganta amenazaba con ahogarlo en un torbellino de confusos sentimientos. Su hermano. Era su hermano y estaba allí, pero ¿cómo? No supo bien cuál de todos esos endiablados sentimientos le dio la fuerza suficiente como para haber recobrado la energía y haberse plantado en el recibidor en lo que dura un parpadeo.

Aterrorizado de pronto, Sylvain vislumbró la altísima figura de un hombre que, de espaldas a él, tardó poco tiempo en girarse. Sin saber cómo reaccionar, el más joven se llevó una mano a los labios, como si estuviese advirtiendo la presencia del diablo ante él.

Aquel par de ojos tan azules como los suyos parecían haber llorado, pero le saludaban con una esperanza casi tan devastadora como su repentina euforia. Su castaño cabello se arremolinaba de forma descuidada sobre su amplia frente y, por primera vez en su vida, aquella pronunciada nariz no le pareció tan amenazadora cuando sonrió. Sylvain se estremeció. Tenía la misma sonrisa de su madre y parecía alegrarse de verlo, pero, ¿y él? ¿Se alegraba de verle?

Ambos permanecieron contemplándose en silencio durante largos segundos, inmóviles. El más alto dio un paso hacia él, temeroso de que Sylvain pudiese retroceder. Pudo reconocer a su hermano en su físico, ahora más varonil y adulto, pero no en sus formas. Había indecisión en sus movimientos, inseguridad. Sus deplorables prendas denotaban que no había tenido un viaje agradable, así como el raído maletín de piel que había lanzado al suelo.

—¿Sylvain...?

Como si hubiesen accionado un botón dentro de su cabeza, el nombrado retiró la mano de sus labios, abriendo sobremanera sus ojos al oírle. Era su voz, y sin embargo era mucho más suave que la severidad que recordaba. Dejó que se acercara a él, pues la impresión lo mantenía petrificado en su sitio. Sylvain asintió lentamente con la cabeza a modo de respuesta.

No opuso resistencia alguna cuando el otro corrió a abrazarlo, desesperado.

A pesar de la terrible diferencia de altura y su mudo pánico, Sylvain no tardó en corresponder su gesto casi con más fuerza, incapaz de creer aún que aquél al que sentía fuera su hermano de verdad. Cuando se quiso dar cuenta, las lágrimas que creía haber agotado por completo volvieron a brotar de sus ojos, y continuó abrazándolo en silencio a modo de bienvenida por haber vuelto, de enhorabuena por haber sido padre y de condolencia por la pérdida de su madre. ¿Cuántas de todas las preguntas que se agolpaban en su cabeza conocía?

—Mi querido hermano... No puedo creer lo mucho que has crecido, ¡mírate! —murmuró Charles, separándose de él para contemplarle, extasiado— Sin duda te has quedado con la belleza de mamá y papá. Oh, Sylvain... Dime algo, te lo ruego. Dime que no sigues odiándome después de todos estos años.

Demasiado afectado como para responder todavía, Sylvain se llevó una mano a las mejillas para secarlas con rapidez.

—No puedo odiarte. No tiene sentido hacerlo y ya no tengo motivos para ello —musitó, testigo de cómo una sonrisa aún mayor se adueñaba de los marcados rasgos de su hermano—. Pero tú... ¿cómo has llegado tan pronto?

—¿Tan pronto? —el alivio pronto se disipó de su rostro, provocando que frunciese el ceño— He cabalgado durante cuatro semanas para cruzar Francia y llegar hasta aquí. No creo que haya llegado tan pronto.

—Te escribí hace dos semanas... Oh, por Dios, llegaste tú antes que mis cartas.

Consciente de que verdaderamente no estaba al tanto de nada de lo que le había contado en sus escritos, Sylvain se echó a temblar. Por su parte, Charles hizo ademán de seguir preguntándole que ocurría cuando, tras ellos, dos figuras más que conocidas hicieron su aparición. Los ojos del mayor de los Lemierre se iluminaron en cuanto reconoció a Savary, quien no tardó en recibirlo con los brazos abiertos.

—Maldita sea, muchacho, ¡ya no puedo llamarte así! —exclamó Savary lleno de dicha mientras daba unas palmadas a su espalda—. Eres más alto que tu condenado padre.

—Yo también os he echado de menos, Alain —se rio Charles, separándose de él para poder verle—. Yo... bueno, siento mucho haberme presentado aquí de esta forma, pero mis cartas no llegaban. ¿Dónde está Ludovic?

Se giró entonces para contemplar a Sylvain de nuevo, y éste se lamentó ante su falta de conocimiento acerca de la situación. A su lado, una preocupada Chrystelle se mantuvo en silencio, sabedora del conflicto interno de Sylvain. Ahora entendían por qué Ludovic había decidido refugiarse en la alcoba con su llegada.

—A propósito de las cartas, hablaremos de eso en otro momento con tu tío. Hay algo que debes saber antes —dijo Savary con gravedad, cruzando los brazos—. Más bien son unas cuantas cosas.

—Por supuesto. ¿Dónde está madre, por cierto? Me muero de ganas por verla, pero tal vez esté durmiendo, ¿verdad? Aún no ha salido el sol...

Esta vez no respondió nadie. ¿Quién iba a hacerlo? Nadie fue lo suficientemente valiente como para mirarse entre sí y decidirlo sin palabras. Consciente de que algo no iba bien, Charles parpadeó aturdido. A su lado, Savary le indicó que lo siguiera para explicárselo cuando, en el umbral de la puerta, apareció Darrell.

Tanto Charles como él establecieron contacto visual al instante y, en cuestión de segundos, Sylvain creyó sentir cómo el ambiente se cargaba de repente. Estaba claro que se conocían y, a juzgar por el odio imprimido en los rasgos de Darrell, nada parecía haber cambiado entre ambos. Por su parte, Charles se tensó en su posición, alzando la barbilla con altanería.

—¿Qué hacéis vos aquí? —inquirió Charles con brusquedad.

Por unos momentos Darrell estuvo a punto de responder probablemente en su mismo tono, pero miró a Sylvain en el último segundo y éste le indicó que no dijese nada con una discreta negación de cabeza. Por todos los dioses, ¿cómo iba a saber su hermano acerca de todo lo que le había ocurrido en todos aquellos años? Aquello incluía a Jacques, pero dudaba que tuviera idea alguna acerca de su vida amorosa.

—No es de vuestra incumbencia —respondió Darrell con amenazadora suavidad. Estiró sus labios en una cínica sonrisa, provocando que Charles tragase ruidosamente—. Estaré encantado de recibiros como es debido en otro momento, pues me temo que tenéis otros asuntos más importantes que atender.

—No os quepa duda.

—Bien.

Si pudiera, habría cortado la tensión allí existente con apenas un suspiro y todo habría saltado por los aires. Un amedrentado Sylvain logró sobreponerse y, con cierta incomodidad, atrajo la atención de ambos con un gesto de su mano. Si las miradas matasen alguno de los dos ya se habría muerto.

—Será mejor que sigas a Savary, hermano. Me reuniré con vosotros en breve —se apresuró a decir Sylvain—. Darrell, ¿os importaría acompañarme?

Fue cuestión de segundos para que ambos reaccionasen y accedieran a moverse. Savary le dedicó a Sylvain una mirada más que significativa y, llevándose una mano a la sien, supo que aquello sería más difícil de lo que se había imaginado, pero tenían que ir por partes. Charles se alejó junto con su antiguo mentor, desapareciendo pronto de la vista de los demás. Por su parte, Chrystelle decidió seguirles y, una vez a solas, Sylvain aguardó a que Darrell espirase con profundidad.

—Habéis de disculparme, pero no puedo evitarlo —dijo el último, apoyándose sobre su bastón—. Lo que le hizo a Evelyn...

—Lo sé y os entiendo, pero sería conveniente que ambos lográrais dejar eso de lado al menos por hoy... y no quisiera sonar impertinente al decir esto —respondió Sylvain.

—No, claro no. No os preocupéis. Haré de tripas corazón, si con eso podemos prorrogar la paz.

—Os lo agradezco muchísimo —sonrió el Lemierre—. Pero... ¿Tan mal os lleváis?

Darrell desvió la mirada con pesadez, y Sylvain entendió perfectamente su respuesta. Sin decir nada más, pasó un brazo por sus hombros a modo de reconfortante apoyo y, con lentitud, echaron a andar hacia las escaleras.

—Será mejor que descansemos un poco antes de poner un poco de orden —continuó Sylvain.

—Creo que sería absurdo preguntar cómo os encontráis, ¿verdad?

Sylvain no respondió, pues esta vez fue su suspiro el que le dio la respuesta. No obstante, le devolvió la débil sonrisa que le fue brindada. Se inclinó ligeramente para besar la mejilla de Darrell con cariño.

—Espero que no crezcáis tanto como vuestro hermano —susurró el inglés buscando animarlo.

—Darrell, ya no me da tiempo a hacerlo —se rio el otro suavemente.

—Ah, pero todavía seguís creciendo. Cuando empecé a retrataros apenas érais un par de centímetros más alto que yo, y miraos ahora. Me sacáis al menos seis.

—¿No será que vos estáis menguando?

Como si le hubiera ultrajado por lo que acababa de decir, Sylvain acabó por reírse un poco más al verle. Contagiándose de su risa por tal de aliviar el ambiente, Darrell rodeó su cintura mientras ambos dejaron la estancia atrás, aunque algo le dijo a Sylvain que nuevas lágrimas serían derramadas en breve en aquella casa.




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