7. Aréthuse ou La vengeance de l'amour

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Sintiendo que el ritmo de sus latidos  aumentaba por segundo, Sylvain notó los dedos de su compañero acariciar su nuca. Este hecho, además de ponerle la piel de gallina, le inspiró una serie de sentimientos que dudaba que algún día llegase a poner en orden, y trataba de engañarse a sí mismo todavía. Desde luego, aquel no era momento para pensar.

Distanciándose un poco de él, Sylvain esbozó una gran sonrisa llena de gratitud que, además de hacer sonreír a Jacques también, hizo que se olvidase del sobresalto.

—Espero que lo guardes muy bien —dijo Jacques—. Como yo me entere de que le pasa algo... No respondo de mis actos.

—Lo guardaré como el tesoro que es, no lo dudes —no mentía, pensaba esconderlo a conciencia para que Chrystelle ni los empleados del hogar lo descubriesen y comenzasen a hacer preguntas—. Gracias, Jacques. De verdad, no tenías por qué hacer nada de esto pero... Gracias.

—No las des. Simplemente era algo que quería que conservases tú en mi lugar.

Sin dejarle que dijese nada más, el noble volvió a guarecerse en sus brazos, sintiendo los latidos de Jacques contra él. Éste no dudó en volver a abrazarlo, incapaz de reprimir una pequeña sonrisa.

—¿Qué ocurre, Sylvain? Te noto bastante extraño.

—Te he echado de menos.

—Me temo que yo también —respondió en un murmullo.

Separándose de él con lentitud, Sylvain decidió armarse de un valor que nunca fue suyo.

—¿Todavía sigues enfermo? —inquirió.

—Sí, y cada vez va a más.

—¿Qué puedo hacer para que sanes?

Jacques no respondió enseguida.

—No creo que esto tenga cura, Sylvain. Es algo complicado.

—¿Y si... te confesase que yo también estoy enfermo?

Sin decir nada en ese momento, Jacques se separó un poco más de él. Sylvain, por su parte, sentía que realmente iba a perder el corazón en el intento. Le quemaba. Combustionaba en su interior como si de pólvora se tratase, aunque era un fuego agradable.

El oscuro cielo que se reflejaba en los ojos de Jacques, además de su rostro perfilado por la luz de la luna, le otorgaban una apariencia más que solemne. Éste le regaló una diminuta y apenas imperceptible sonrisa.

—París nos espera —dijo al cabo de un rato, ocultando cualquier tipo de emoción—. Y la noche no es eterna.

Comprendiendo a qué se refería y callando, Sylvain asintió en silencio y le siguió.

Sin atreverse a decir nada, el noble caminó a su lado, concentrándose en los charcos que trataba de esquivar con agilidad. Jacques miraba hacia cualquier parte delante de ellos, inexpresivo. Aquella seriedad suya era la causante del terror que azotaba la conciencia del Lemierre. ¿Qué diablos acababa de pasar? ¿Y si todo no habían sido más que imaginaciones suyas? ¿Y si se había estrellado? ¿Se habría enfadado con él?

Por fortuna, pronto se deshizo de aquellas dudas. Apartando el cargo de conciencia por escaparse de casa, Sylvain fue testigo de un notable cambio en el humor de su compañero.

Una vez en los barrios principales de la ciudad, la cual a pesar de la hora que era continuaba albergando bullicio entre sus calles, Jacques guió a Sylvain por una serie de amplios y luego más estrechos callejones, en los que el noble apenas podía distinguir el final a causa de la bruma. Tras preguntarle a dónde le llevaba, Jacques tan sólo le dijo que era un secreto y que, por consiguiente, no podría revelárselo todavía. Sylvain no insistió más por miedo a molestarle, si acaso lo estaba, y dejó que lo perdiese entre las oscuras, grises y mohosas fachadas de aquella zona. Cuando creía que aquello era un completo laberinto de calles, gente andrajosa y desconfiada que les miraban con mala cara y más y más charcos por doquier, Jacques pareció decantarse por una última bocacalle, tremendamente bien escondida y alejada.

Aquel callejón, del que salieron dos o tres gatos corriendo asustados, se veía concurrido por algunas personas que charlaban distraídamente y en voz muy baja, ante una gran puerta de lo que parecía ser un almacén. Sylvain se sorprendió al ver como los allí presentes les saludaron cortésmente y levantaron con galantería su sombrero, cuando ni siquiera esperaba que les mirasen. Tras devolverles el saludo, Jacques le tomó de la mano y tiró de él hacia el interior de aquel establecimiento.

Sin encontrar palabras para describir lo que veía, maravillado, Sylvain se llevó una mano a la boca para no soltar un grito.

En lo que aparentemente era un almacén vaciado y acomodado con bancas y sillas, podía distinguirse con claridad la distribución de un inmenso teatro, vagamente iluminado por dos pequeñas arañas de cristal bastante antiguas. Sobre el escenario, un hombre de finas vestiduras alzaba su profunda y portentosa voz hacia los oyentes, que no eran precisamente pocos. Éstos, para la creciente incredulidad de Sylvain, no llevaban ropas de corte pobre, por así decirlo. Algunos sí, por supuesto, pero había allí un extraño popurrí de estamentos que llamó su atención.

Hasta que Jacques no le condujo hasta la última fila, donde quedaban cinco asientos libres, no intercambiaron palabras entre ellos. Antes de decirle nada, Jacques le mostró un pequeño folleto. En este se leía, con dificultad a causa de la penumbra, el nombre de una compañía italiana de teatro.

—Ópera de ricos interpretado por y para pobres —le dijo en un murmullo, sin interferir en la interpretación del barítono—. Es gratis, y puede asistir cualquiera. Aquí suelen reunirse algunos artistas sin nombre ni dueño donde su arte no está encerrado. ¿No es maravilloso?

—Lo es, sin duda —le respondió el otro, con la mirada fija en el amplio escenario—. Pero, ¿cómo es que este lugar sigue abierto? ¿Las autoridades saben que existe?

—Esto es como una especie de rincón para aficionados. Las autoridades no tienen por qué interferir, siempre y cuando no se viole ninguna ley dentro de estas cuatro paredes. No va a entrar nadie para sacarnos como a animales de aquí, si te referías a eso. Es un antro más perdido en en lo más profundo de París.

—Aún estoy asimilando información... —sentenció Sylvain en un susurro, fascinado—. ¿Y qué están representando? No consigo reconocer la letra de esa pieza.

Jacques sonrió sin ser visto.

—Aréthuse ou La Vengeance de l'Amour —le respondió en el mismo tono—. Está basada en las Metamorfosis de Ovidio. ¿Las conoces?

—Las conozco, pero no tenía ni idea de que existía una adaptación para ópera.

—Y realmente lleva consigo un ballet, aunque no hay fondos ni personal como para llevarlo también a escena.

—Es totalmente comprensible, pero aún así... Es fantástico.

Complacido por la reacción de su amigo, Jacques asintió con la cabeza.

—Sabía que te gustaría —dijo el escritor, desviando la mirada hacia el escenario—. ¿Nunca antes habías estado en un teatro, Sylvain?

Sin responder enseguida, el joven le miró unos instantes, recapacitando. Una punzada de dolor que creía ya olvidada volvió a atacar con fuerza en el corazón del muchacho, quien hizo memoria en escasos segundos.

—Mi madre solía asistir a la Ópera Garnier con mi hermano cuando mi padre aún vivía. Iban con mucha frecuencia, y de hecho era costumbre que fueran cada fin de semana o cada tres veces al mes.

—Pero, de eso hace ya bastante tiempo —Jacques intentó hacer cuentas.

—Sí, hace bastante. Y desde que mi padre murió no hemos vuelto a pisar ninguno. Además, desde lo de Charles... No hay quien saque a mi madre de casa.

—Entiendo... De todas formas, puedes venir siempre que quieras a este lugar. Está abierto a todo el mundo, sin distinciones.

—¿Hasta a tu querido amigo el Rey? —inquirió Sylvain con sorna.

Jacques le dirigió una mirada de desprecio al oír aquel título.

—Como ese maldito y sucio bastardo pise este suelo, no le quedará sitio en Francia para huir de mí —juró, meneando la cabeza.

—No te preocupes. Seguramente ni se acercaría a tres manzanas de este barrio —Sylvain trató de ocultar una carcajada al ver el rostro de su amigo, con cuidado de no alzar la voz.

—En tal caso espero que se lo coman las ratas si lo hace.

—¿Cómo dices eso? —replicó el otro, divertido—. Esas pobres ratas no merecen morir intoxicadas.

—Tienes razón. Hasta las ratas son más puras y dignas que ese hombre. ¡No sabes cuánto me enerva!

—Créeme, lo llevas diciendo desde que nos conocimos.

—¿Ah, sí? Bueno, me enorgullezco de mi antiguo yo, pues.

—Sí, del mismo que no sabía sumar más de tres números a la vez.

—Por algo soy de letras, Sylvain.

—Porque no das para más.

Intercambiando una férrea mirada, ambos jóvenes trataban de intimidar al otro en vano, pues pronto ahogaron sus risas con un ruido sordo de garganta. Algunos espectadores se volvieron, molestos, mas los dos se disculparon debidamente.

Cuando retomaron su atención hacia el barítono, éste ya había abandonado su correspondiente acto, y había sido suplantado por otros actores, igual de bien vestidos que el primero.

Sylvain, dejándose llevar por las armoniosas voces de aquellas personas, decidió de una vez por todas dejar atrás cualquier cargo de conciencia que pudiese provocarle el estar allí, saltándose las normas.

Al cabo de un buen rato, lo que menos esperaba aquella noche ocurrió, y no fue él quien lo comenzó. Sylvain, de piernas cruzadas y con las manos en sus rodillas, tenía la mirada y su mente perdidos en la ópera cuando sintió un tacto cálido y áspero rozar sus dedos.

Manteniendo la compostura y sin moverse, Sylvain no se opuso a que Jacques entrelazase la mano con la suya, de forma temblorosa e insegura. Por su parte, Sylvain fue preso de los nervios y dejó que tomase su mano con torpeza. No le miró. Tan sólo sintió y dejó sentir, como si la bruma del exterior nublase de nuevo su sentido del equilibrio.

Estaba en mitad de París, en un antro sin nombre, de la mano de aquel al que sólo creía deber admiración. ¿De verdad era el mismo Sylvain de siempre? No, estaba claro que no. Había abierto los ojos, sabía lo que pasaba a su alrededor, sabía lo que sentía y que no se trataba de un error. Aquel despertar tan profundo y hermoso a la vez nunca podría haber tenido lugar si, a fin de cuentas, cierto sujeto no se hubiese aventurado a explorar las praderas que conformaban su preciada colina.

Estaba enfermo. Ambos estaban enfermos y sabían que no existía cura para ello. En un arrebato, Sylvain se volvió para mirar a Jacques y decirle lo mucho que había descubierto sobre sí mismo, cuando lo que vio lo hizo enmudecer. Jacques, con los ojos cerrados, parecía estar sumido en un trance. Ajeno a la atención del Lemierre, el escritor esbozó una pequeña sonrisa en la oscuridad, donde sólo Sylvain fue capaz de grabar en su memoria. Cuando se fijó mejor, vio como una diminuta lágrima rodaba por su mejilla.

En unión con las melódicas voces de la ópera y en contacto con lo que más apreciaba en el mundo, probablemente estuviese agradeciéndole a la vida aquel preciso instante. Sylvain, conmovido, aferró su mano con más fuerza, sintiendo sus pausadas pulsaciones contra sus dedos. No quería que aquello acabase. Pronto se dio cuenta de que lo que más temía se afianzaba en su corazón con cadenas de hierro candente, derritiendo el hielo que le había ocultado desde niño y que por fin se disipaba.

Reprimiendo el terrible deseo de reposar sobre su hombro, Sylvain se recordó a sí mismo que estaban en un lugar público, aunque la escasa luz no delatase sus manos entrelazadas. Debía controlarse, y así lo hizo.

Sin embargo, la soprano y su contralto acompañante pasaron a cantar en un segundo plano, puesto que Sylvain sólo tenía oídos para su silencioso palpitar, inaudible pero existente y cercano. Nada podría describir jamás la infinita dicha y emoción que movieron lo movieron en aquellos instantes, creyendo haber encontrado la felicidad en su mano. Una mano callosa y maltratada por el trabajo.

En menos de lo que esperaba, Aréthuse llegó a su no tan ansiado fin. La gente se levantó entre vítores, aplaudiendo a los artistas. Éstos les dedicaron una elegante reverencia a su agradecido público. Jacques, sin mirar a su compañero, se desprendió de su asidero e imitó a la multitud, aunque Sylvain dudó de si llegó a prestar atención a la actuación en algún momento.

Ambos abandonaron el inundado local, y se escabulleron por otras tantas decenas de calles más oscuras que las primeras, bajo la llena y dulce luna de París.

—Ha sido maravilloso —le dijo Sylvain mientras se acoplaba a su vera al caminar—. Tengo que darte las gracias de nuevo, Jacques. ¡Ha sido fantástico!

—No me des las gracias. Lo único que pretendía era liberarte un poco de tu prisión de satén —le dedicó una sonrisa socarrona—, y veo que ha funcionado.

—Eso parece.

—¿Tienes preferencia por algún otro lugar? —inquirió Jacques, sacándolo de sus pensamientos.

Sylvain negó con la cabeza.

—Me temo que no. Es demasiado tarde como para seguir fuera de la ley.

—Oh, vamos. ¡La noche es joven todavía, flor de lis! —exclamó el otro extendiendo los brazos en un arrebato de euforia.

Sylvain reprimió el impulso de preguntarle por qué seguía llamándole así, pero no lo hizo. Supo que era mejor dejar que la noche custodiase aquel apodo, pues no sería él quien le cortase las alas.

—Tal vez en otra ocasión —dijo Sylvain, caminando a su lado mientras dejaban atrás aquellos callejones—. Debería regresar a casa antes de que alguien descubra mi ausencia.

—Ah, está bien, pero esto no ha acabado todavía.

Sylvain frunció el ceño. Abrió la boca para preguntarle a qué se refería, pero Jacques ya había tocado su brazo con rapidez y echado a correr.

—¡Tú la llevas! —exclamó entre risas, sin esperar si quiera una respuesta por su parte.

¿Cómo podía ser tan insoportablemente infantil? No lo sabría nunca, pero tampoco quería saber qué ocurriría si perdía el reto, por lo que Sylvain no dudó en perseguirlo todo lo rápido que pudo.

—¡Deberías haberme avisado, tramposo! —le dijo, quitándose los zapatos antes de seguir corriendo descalzo.

Ya habían dejado atrás la mole de edificios tristes que se despedían de ellos en silencio y con la bruma envolviéndolos. Sin reparar en el escándalo de sus carcajadas, Sylvain dio lo mejor de sí en aquella alocada competición, sujetando su sombrero para evitar que saliese volando. Enseguida se hallaron sobre la hierba que dominaba aquellos alejados pastos, adentrándose en la extensa y libertina colina que ya era posesión indiscutible de los dos.

Aprovechando que el Chardin dio un traspiés, Sylvain logró alcanzarle con gran esfuerzo. Imposibilitando su movimiento y provocando la caída al suelo de ambos, el Lemierre le abrazó desde atrás con fuerza, como si así fuese a devolverle todas las perrerías que le había hecho en otras muchas ocasiones. Jacques se vio acorralado bajo el peso de Sylvain, quien le sonreía ampliamente mientras trataba de recuperar el aliento.

—¿Quién es ahora el tramposo? —le preguntó Jacques.

—Yo no he sido quien ha empezado —dijo, dejando a un lado sus zapatos y recolocándose su sombrero.

—¡Claro! Ahora la culpa es mía.

—¿Pues sí? —se burló el otro, liberándole de su peso y tumbándose boca arriba junto a él—. Si hubiéramos vuelto andando no te habría derribado.

Jacques le devolvió la sonrisa, divertido, desviando su mirada hacia el estrellado firmamento.

—Al menos admite que te lo has pasado bien —le dijo—, y nos hemos ahorrado veinte minutos de paseo.

—A costa de un ataque al corazón.

—No seas dramático.

Ambos, tras intercambiar una mirada de complicidad, volvieron a mirar hacia el universo de allí arriba. Podían verse perfectamente miles de millones de estrellas titilantes y alegres, caminando despreocupadas por la Vía Láctea mientras los saludaban desde las alturas.

—Creo que esto es mil veces mejor que la ópera —dijo Sylvain, maravillado ante la belleza de aquel cielo.

—¿Tú crees?

Sylvain asintió, elevando una mano para señalar a cualquiera de aquellos puntos luminosos, como si pudiera atraparlos entre sus dedos.

—Eso de ahí arriba es infinito y no tiene dueño. Podría marcharse o desaparecer en cualquier momento, pero ha seguido ahí durante Dios sabe cuánto —murmuró, recogiendo su brazo con un suspiro—. Me pregunto si las estrellas saben lo afortunadas que son.

—¿Por qué dices eso?

—Tan sólo míralas. Son tan libres como esclavas de su naturaleza. Lo ven todo, pero no sienten nada. Tienen suerte de no saber qué es el dolor, o el miedo, o la nostalgia.

—Hablas de ellas como si las conocieras desde hace tiempo —dijo Jacques, contemplándole—. ¿Cuántas noches has dormido bajo ellas?

—Ninguna, a decir verdad... Supongo que me gusta pensar que son completamente distintas a mí. Al menos ellas parece que no sufren.

Jacques permaneció en silencio unos instantes, cavilando.

—Puede que las estrellas se parezcan más a ti de lo que crees —suspiró—. Tal vez tú seas una de ellas.

Sylvain torció el gesto, devolviéndole la mirada con curiosidad.

—¿Por qué dices eso? También lo escribiste en tu libro, y no podrías estar más equivocado.

—No creo que me equivocase al escribirlo. ¿Sabes si las estrellas son conscientes de lo hermosas que son? ¿O si las mariposas pueden ver lo bonitas que son sus alas?

Sin responder, Sylvain dedujo lo que quiso decir con aquello, pero no encontró las palabras adecuadas para aportar algo.

—Una estrella es hermosa porque nosotros así lo vemos, como las mariposas. No son conscientes de lo que son ni de su belleza, al igual que tú —continuó Jacques—. Tú eres una estrella para mí, y eso es lo único que importa.

Azorado, Sylvain frunció el ceño.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué te empeñas tanto en creerlo?

—¿Y por qué tiene que haber una explicación?

—Porque no lo entiendo, Jacques. No soy nada de otro mundo y sigues pensando que puedes compararme con esos astros de ahí arriba, como si fuese...

—¿...lo mejor que me ha pasado en mi vida?

Incorporándose para poder verle mejor, Jacques se acodó sobre la hierba. Sylvain permaneció inmóvil, demasiado temeroso de pronunciar palabra alguna tras lo que acababa de oír.

—Sylvain, si digo que eres una estrella para mí es porque te quiero —dijo con voz trémula, como si el viento fuese a arrebatarle las palabras—. No hay mayor ciencia en eso y, sin embargo, no sabes cuánto siento tener que decírtelo.

El mundo, junto con todos los cimientos que sujetaban la vida de Sylvain se derrumbaron, levantando una espesa polvareda ante sus ojos, impidiéndole pensar o actuar con claridad.

—¿Me... quieres? —musitó, oyendo su propia voz lejos de él.

Jacques asintió con la cabeza. Su rostro se había ensombrecido.

—¿Y por qué lo sientes?

—Porque te acabo de poner en una situación horrible, Sylvain. A los dos, si acaso tuviera esa enorme suerte.

Sylvain se mantuvo en silencio. Sabía a lo que se refería y, de pronto, se encontró preocupándose por el funesto  final que le deparaba a aquellos que se atrevían a quererse, entre las llamas. A pesar de que su corazón estaba a punto de abandonar su cuerpo, la euforia al saber que nada había sido producto de su imaginación fue aplacada por el terror de un castigo que nunca creyó posible recibir. ¿En qué momento fue tan fácil dar un salto al abismo?

—De veras que siento muchísimo hacerte esto, pero no puedo evitarlo y tampoco pretendo hacerlo —susurró Jacques, de pronto habiendo perdido toda soltura—. Enfermé poco a poco cuando me fui percatando de que no me era suficiente con sentarme a tu lado, reírme contigo o verte de vez en cuando, y me siento culpable por verte de otra forma... pero te quiero. Quiero tenerte y ser tu felicidad.

Sylvain se dio cuenta demasiado tarde de que se le habían empañado los ojos, pues la primera lágrima ya había trazado un camino tan amargo como dulce por su mejilla. Incapaz de emitir sonido alguno ante algo que era mucho mayor que él o su razón, se limitó a abrir sus brazos. No tardó en sentir cómo Jacques se derrumbaba sobre su pecho, tal vez haciendo un gran esfuerzo por no romper a llorar, pero lo abrazó con fuerza, como si se le fuese a escapar.

—Perdóname... te lo ruego —musitaba, escondiendo su rostro y aferrándose a su cuerpo—. No me mandes al infierno por haberte hecho esto.

—Ni pienso mandarte al infierno, ni tengo nada que perdonarte —susurró Sylvain, enterrando una mano en su cabello—. No tienes por qué llorar, Jacques.

—Tú también estás llorando —protestó casi de forma infantil.

Sylvain hizo un gran esfuerzo por no reírse, pero los nervios le jugaron una mala pasada y no pudo evitarlo.

—Si lloro, es de felicidad.

 —¿Cómo dices?

Aturdido, Jacques se distanció unos centímetros de él para poder ver su rostro.

A lo lejos, un búho ululó entre los árboles. Esbozando, tal vez, la sonrisa más bonita que jamás le había regalado hasta entonces, Sylvain tomó el rostro de Jacques con ambas manos. Secó sus mejillas con sus pulgares, recorriendo el surco de aquella cicatriz tan antigua como única, recuerdo de épocas más oscuras.

—Tú ya eres mi felicidad —le dijo Sylvain en un arrullo, sintiendo que se le quebraba el alma al verle tan vulnerable—. Ya me tienes desde hace mucho tiempo, Jacques... pero ninguno nos habíamos dado cuenta hasta ahora.

—¿Tú... tú también?

Profundamente conmovido por el haz de esperanza que vio despuntar en sus ojos, Sylvain asintió lentamente con la cabeza. De algún modo, su miedo había pasado a ser una simple sombra en cuanto sintió la necesidad de consolarlo. Detestaba verlo sufrir por algo que nunca había sido culpa de nadie.

Cerrando los ojos y descansando sobre el apoyo de sus manos, Jacques rompió a llorar silenciosamente. Esta vez era de alivio, o tal vez de gratitud, pensó Sylvain, pues en sus labios se estiró una sonrisa que lo hizo querer sellarla para siempre.

—Creía que yo era el único... —musitó Jacques, cubriendo las manos de Sylvain con las suyas— Dime que no me estás gastando una broma pesada.

—Nunca bromearía con algo así, Jacques. Pero yo... creía que tú lo sabías. Quiero decir —hizo una breve pausa para organizar sus ideas—. Creía que estaba siendo muy evidente.

—Te aseguro que no, o al menos no supe verlo. De haberlo hecho me habría ahorrado el discurso y no habría estropeado la velada de esta forma.

Sylvain esperó a que abriese los ojos para menear la cabeza en señal de desaprobación.

—La noche no podría haber acabado de mejor forma, créeme.

Tras decir aquello, el Lemierre creyó ver un atisbo de temor en sus ojos, pero fue momentáneo. Ya tendrían tiempo para asustarse, se dijo. Ya tendrían toda una vida para temerle a la misma, pero nadie iba arrebatarle aquella victoria. Se dejó llevar por la alegría y, haciendo acopio de valor, continuó acariciando sus mejillas con infinito cariño.

—¿Puedes besarme?

Aquel tímido susurro no hizo más que erizarle su propia piel. Por toda respuesta, el rostro de Jacques pareció desfigurarse en la sorpresa más inesperada para, inmediatamente, esbozar una gran sonrisa que no haría más que concederle su deseo.

Alguien alguna vez le dijo que un beso era el mejor sentimiento del mundo, y en su momento no le creyó. Tal vez porque se trataba de él, Sylvain sintió que su torpeza fue más que bien recibida cuando sus labios se encontraron, y se sorprendió al descubrir que no se trataba de la sensación en sí, si no de la persona. Para su suerte, esa persona siempre sería Jacques, cuya entrecortada respiración no hizo más que tranquilizarle. Pronto se vio envuelto en los brazos del más alto, dejándose llevar por la necesidad de amar y ser amado por primera vez.

Sólo el estrellado firmemento custodiaría su tan grandioso y delicado secreto.





































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