8. La tormenta

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Sylvain cerró el libro.

Dejándolo reposar sobre su pecho, extendió sus brazos sobre las blancas sábanas de su camastro, y cerró los ojos.

Se preguntó, tontamente, desde cuándo las tormentas hacían pactos con el diablo para no acabar nunca en aquel relato. Conocía el trasfondo de aquella pieza a la perfección, y sabía bastante bien a qué se refería su amigo. Probablemente lo habría escrito cuando era más pequeño, cuando los problemas con su padre le impedían hablar del tema.

Descubría poco a poco lo mucho que le faltaba por conocer de Jacques; sus miedos, sus manías, sus ideales, anécdotas, sueños... Todo un mundo en aquel libro y, comprendiendo que no podía haber escogido mejor regalo, Sylvain se sintió verdaderamente afortunado.

Aquel libro no era más que Jacques en su plenitud, en sus momentos más oscuros donde se refugiaba entre los brazos de su madre, en sus días más felices, en los cuales dejaba entrever a quién se debía la causa de aquella radiante alegría. Todo esto oculto detrás de multitud de paralelismos y símiles que Sylvain lograba descifrar a medida que seguía leyendo.

En medio de sus ensoñaciones, abrazó el libro con infinito cariño. Creía haber encontrado su propia felicidad en un nombre de varón. A veces era una sensación amarga, donde el miedo hacía que le temblasen las piernas. El resto del tiempo no era más que pura alegría.

Se llevó una mano a los labios mientras sonreía, recordando su primer beso. Si hubiese podido parar el tiempo en aquel preciso instante... Seguramente no habría querido que cesase. Sin embargo era tarde, hacía frío y Sylvain debía volver a su hogar a escondidas. Jacques no se opuso aunque sí le besó por última vez como si realmente fuese la última. Todavía recordaba el brillo de sus ojos cuando le dio las gracias por ser quien era, y se estremeció.

No quiso preguntarse en lo que se había convertido, pues no quería sumirse en una profunda reflexión que únicamente conseguiría deprimirlo.

Sylvain comenzó a buscar un lugar para esconder el libro. Una vez a salvo bajo su cama, se asomó a la ventana de su alcoba, aspirando el fresco aroma matutino. Sorprendentemente, el lirio no parecía querer marchitarse a pesar de no estar metido en agua. No sabía qué clase de brujería era aquella, pero estaba dispuesto a conservar la flor incluso seca.

Habían pasado tres meses desde aquella memorable noche, mas no por ello habían dejado de citarse en el mismo lugar de siempre, bajo el roble. Su sed de libertad y rebeldía lo animaba a escabullirse algunas noches por las calles de París con Jacques. Las risas y los silencios caminaban de la mano en aquellas salidas nocturnas, donde lo único que importaba era pasárselo bien.

Sylvain no era el mismo de siempre, y lo sabía. Reía más a menudo, y tenía más ganas de atender las visitas que tanto detestaba hacía un tiempo atrás, tal vez porque por fin se sentía completamente a gusto consigo mismo. No obstante, esa doble vida aún yacía bajo llave, y ni siquiera Savary parecía percatarse de nada de lo que verdaderamente había ocurrido.

Un día, mientras Sylvain paseaba con su madre por los jardines, salió a la luz el tema de conversación que tanto temía, y la idea de que todo fuese a ser tan fácil se tambaleó.

—¿Y qué opinas de las hermanas Allamand, querido? —había dicho su madre mientras abría su abanico de encaje—. Eloisse, la más joven, sabe tocar el violín también. ¿No es maravilloso? Piensa en todas las cosas que tendríais en común.

—Bueno, son encantadoras —mintió el joven—, pero acabo de cumplir dieciocho, madre. Es un poco pronto para pensar en esas cosas.

—Tonterías. El amor no tiene edad, hijo mío —se rió Anne-Marie—. Todavía recuerdo el día en que conocí a tu padre. Un día lluvioso de abril, cuando todavía vivíamos con tu abuela en Amiens.

—Ya me habéis contado esa historia muchas veces —murmuró.

—No seas impertinente, Sylvain. La contaré tantas veces como haga falta. A veces, cuando más joven se es para contraer matrimonio, mejor. Ni te imaginas la de problemas que te quitas de encima.

—Eso es nuevo. ¿Qué tipo de problemas?

—Parece mentira que Savary te esté dando clases —dijo con cierto desdén en la voz.

—El señor Savary me da clases de Historia y Literatura, madre. No creo que deba hablarme de este asunto.

—Bueno, para lo que quiere es un entendido, pero supongo que tienes razón. De hecho, prefiero introducirte yo este tema, ¿sabes?

—Miedo me dais —musitó, pensando más alto de lo que debía.

Su madre le miró con reproche, mas no hizo ningún comentario al respecto.

—Bueno. Lo importante es saber actuar cuando llega el momento y tú, como buen caballero que eres, estás destinado a prolongar el apellido de tu querido padre por muchas generaciones más. Es por ello que, cuanto antes, sepas afianzar tu nueva situación económica y encuentres a la mujer adecuada con la que formar una familia.

—¿Y si no la encuentro, madre?

—¡Sandeces! Muy ciegas tendrían que estar estas parisinas para no fijarse en lo maravilloso que es mi hijo. Sylvain, eres un diamante. Además, de ese tema me ocupo yo. Ya verás como pronto tendrás un abanico de damiselas a tu pies. De hecho, sin ir más lejos, las hermanas Allamand no están demasiado disgustadas contigo.

—Supongo que tenéis razón.

—Y la tengo, por supuesto. Sólo es cuestión de saber actuar con formalidad. De hecho, ve pensando en que pronto tendrás que prepararte para pedirle la mano a alguna de ellas. El tiempo vuela, y los jóvenes marqueses de por aquí no son hueso fácil de roer, Sylvain.

Aterrorizado por lo que acababa de oír, el Lemierre frenó en seco para mirar a su madre.

—Madre, os estáis adelantando demasiado.

—¿Disculpa? Hijo mío, tu padre con tu edad ya me había llevado al altar. ¿Cómo voy a adelantarme?

—Pero yo no soy mi padre, y lo sabéis.

—Sylvain, no sé que te pasa últimamente, pero tus contestaciones me desconciertan cada vez más. ¿Qué te ocurre? Nunca habías sido tan... intenso.

Sin responderle, el joven desvió la mirada hacia el frente, reanudando la marcha. Estaba enfadado, mas se obligó a mantener la compostura. En ningún momento debía exteriorizar absolutamente nada, aunque tuviese que comer mármol para ello.

—Es normal que estés asustado, pero créeme. Cuando llegue el momento, todo fluirá con naturalidad. Tu hermosa mujer te dará hijos, y así encontrarás el sentido de la vida.

—No me seduce la idea, madre —respondió, apretando la mandíbula. No desde que olvidó cuánto le habría gustado casarse de pequeño.

—¿Entonces? ¿Qué diantres piensas hacer?

Sylvain suspiró con pesadez.

—Puedo entrar en la universidad. Me haré profesor, impartiré clases por ahí y...

—Ni hablar. Mi hijo no ha nacido para vivir mendigando de esa forma.

—Madre, Savary es profesor y en su vida ha mendigado.

—Savary es Savary. No intentes comparar ambas situaciones.

—Entonces, respetad mi opinión al respecto. Si no quiero casarme, no lo haré, y tampoco tendré hijos si no quiero. Yo soy el más indicado para saber cuando llegará el momento, y no vos.

Como si fuese el demonio el que acabara de hablar, la señora Lemierre abrió los ojos como platos.

—¡Por todos los santos! —exclamó la mujer, desorbitada— ¡No consentiré que me hables de esa forma! Sylvain, no sé que ronda por tu cabeza en estos momentos, pero por esto sí que no voy a pasar. ¡Bastante tengo que aguantar como para que ahora te me vuelvas tan insolente!

Guardando silencio, el noble no dijo nada. Esperó a que su madre se hubiese calmado para hablar, aunque tampoco fue él el primero en hacerlo. La mujer, con el ceño fruncido, estaba terriblemente irritada. Tal vez, pensó Sylvain, su enfado se debiese más a su orgullo herido.

Al cabo de unos minutos, madame Lemierre meneó la cabeza pesarosa, mientras dejaba escapar un pequeño resoplido.

—Sylvain, comprende al menos que eres la única persona a quien todavía puedo querer con toda mi alma —murmuró ella, sin mirarle. No parecía mentir—. En mi ausencia tendrás todas estas tierras, esta casa y una herencia más que abundante, pero quiero lo mejor para ti por encima de todo. Me moriré tranquila sabiendo que mi niño no estará solo cuando yo ya no esté, y que tendrás una compañera de vida que te apoye. Lo comprendes, ¿verdad?

—Lo comprendo, madre —rumió por lo bajo, sintiendo que el remordimiento le mordía las entrañas—. Aceptad mis disculpas. No pretendía hablar de esa forma.

—No me pidas perdón, cielo. Todos tenemos un mal día, y ya sé que tú no eres así.

¿Y si lo fuera? ¿Seguiría considerándolo su hijo? ¿O dejaría que se marchara como Charles lo hizo? Aquellas tediosas preguntas otra vez. Cada vez eran más y más ruidosas.

—En tal caso, creo que me vuelvo a casa —dijo de pronto el muchacho, mirando al cielo—. No sé vos, pero este cielo presagia lluvia.

Su madre, sin sospechar sobre el cambio de tema tan drástico, siguió el recorrido de su mirada.

—Eso parece. Será mejor que Chrystelle vaya encendiendo la chimenea para esta tarde si no queremos cenar como patos mojados.

—Aún estamos a tiempo de no mojarnos —sonrió el joven.

—Cierto, pero mejor prevenir que curar. Arreando —la mujer, como si lo hubiese olvidado todo, rehizo sus pasos hacia la casa mientras se enganchaba del brazo de su hijo—. Por cierto, Sylvain, que casi no me acuerdo de decírtelo... Este sábado los Allamand vendrán a casa para merendar. Así que, como bien te he dicho, ve planteándote algunas cositas. ¿Vale, cariño?

—Sí, madre.

Era mejor seguirle la corriente, pensó Sylvain con cierta resignación. Suponía que debería aguantar bastantes situaciones como aquella de ahora en adelante, y confiaba en que sus nervios le permitiesen aguantar lo suficiente. No obstante, la imagen de Jacques cruzó su mente como una centella.

Ahora que lo pensaba, la relación que el Chardin y su madre compartían era bastante buena. No se veían tanto como hacía unos meses, pero las veces que lo hacían, Anne-Marie se alegraba enormemente y parloteaba sin parar con él o la señora Chardin. Sylvain creía que su madre había dado un primer paso, puesto que desde que tenía uso de razón no podía cruzarse con nadie con menos capital que ella. No obstante, la idea de que Chrystelle fuese la manzana de la discordia en todo aquello lo hizo estremecer.

Si lo pensaba, fue ella quien le vio volver tan tarde la primera noche. Aquella doncella las mataba callando, y no había que ser muy tonto para saberlo. Sin embargo, si Sylvain emitía queja de ella, estaba claro que el lacre que sellaba sus labios se derretiría. Seguramente dejase escapar algún detalle cuando él no estuviese presente, o simplemente se haría pasar por la inocente criada que no era para advertir a su madre... Oh, tal vez estaba pensando demasiado otra vez, con la buena racha que llevaba. Echaba tanto de menos los años en los que era tan encantadora con él...

Durante el resto del día, con la abundante lluvia que caía en el exterior, Sylvain se encerró en sí mismo mientras recapacitaba. Incluso a la hora del té ya por la tarde, reunido junto a su madre y el señor Savary en el salón de estar, el silencio ocupó su boca descaradamente. Mientras su mentor le comentaba a su madre algo sobre un joven Paganini de cinco años, el cual había llegado a sus oídos por terceros debido a su habilidad con la bandolina, Sylvain atendía enajenado a la conversación. De vez en cuando intervenía con monosílabos o breves opiniones, mas no se involucraba más.

Sin querer, su mirada se esfumaba como el humo a través de los cristales, donde la neblina comenzaba a fundirse con el atardecer y su propia alma. Ah... De pronto le usurpaban unas temibles ganas por salir a grito pelado y correr bajo aquel aguacero, y que el vendaval le dejase sin aliento. Aunque cogiese una pulmonía, estaba convencido de que la experiencia sería única. Casi tan única como extender las alas y volar precipicio abajo. Sentirse uno con el aire, sin necesidad de respirar, sentir el frío viento contra su piel... Sin duda, tenía que haberse vuelto loco de remate. No obstante, del seno de aquellos apetecibles pensamientos surgieron de nuevo sus miedos, los cuales creía haber dejado enterrados bajo tierra hacía un rato. ¿Se lo estaría tomando demasiado bien, acaso? ¿Y si no se estaba preocupando lo suficiente al respecto?

De bajón una vez más, Sylvain apartó la mirada de la ventana para ahogarse en su taza de té. Esta, rica e innecesariamente recargada, brillaba más por los detalles dorados que portaba que por su contenido. Bonita paradoja, pensó. Se sintió en parte identificado con aquel recipiente de porcelana, pues protegía su verdadero interior con una máscara de cristal, a veces más transparente, y otras menos. ¿Debería cambiarla por una de mármol opaco? ¿O levantaría demasiadas sospechas si cambiaba drásticamente el cristal? En caso de que optase por el frío mármol, ¿cuán infinita sería su paciencia? ¿Aguantaría viviendo en esa celda mental para siempre?

Preocupado porque estaba pensando demasiado de nuevo, se maldijo a sí mismo e intentó enfrascarse en la conversación como buenamente pudo.

—... Ese niño pronto se hará oír en los alrededores. Os lo digo, madame. Mis premoniciones no fallan en cuanto a jóvenes talentos se refiere —decía Savary.

—Puede que estéis en lo correcto, aunque dudo que llegue a igualarse a su padre.

—Antonio Paganini es un gran virtuoso, señora mía, no os lo niego. Mas presiento que el joven Niccolo posee las cualidades necesarias para compararse e incluso ir más allá.

—Deduzco que, al tener semejante maestro, tiene su carrera musical y éxito asegurados.

—Deducís bien —sonrió el otro, complacido.

—Tal vez no siga el camino de su padre —comentó Sylvain por lo bajo.

Sorprendidos por oír su voz, tanto su madre como Savary se volvieron hacia él.

—¿Qué te hace pensar eso, hijo?

—No sé. Sólo digo que, al verse forzado desde pequeño a estudiar música, probablemente acabe por cansarse y dejarlo.

—El muchacho tiene razón, aunque tengo una buena corazonada que vaticina lo contrario —respondió Savary—. Aún así de nosotros tres, vos seréis el único que, con el paso de los años, llegue a comprobar si se cumplieron mis palabras o no, Sylvain.

—Seguramente —murmuró el noble, inexpresivo.

—Estoy convencida de que cuando crezca, sólo por llevar ese apellido, el joven Niccolo tendrá a todo un público femenino a sus pies —suspiró la señora Lemierre.

Cada loco con su tema, se dijo Sylvain para sí, reprimiendo un gruñido.

La conversación, ahora encauzada en aquellas aguas, se alargó hasta casi la hora de cenar. En ese entonces D'Aramitz, el mayordomo, les avisó para sentarse a comer. Antes de proceder, una pavorosa Chrystelle acudió presta a Sylvain. Comunicándole que Jacques deseaba verle y que se hallaba bajo el techo de la entrada, en el exterior, lo poquito de sensatez que amarraba a Sylvain desapareció por completo.

Aquel, de todos los momentos posibles del día, era el peor como para que se plantase en su puerta por arte de magia.

¿Qué diablos se traía ahora entre manos?










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