Prólogo

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Nada se compara con ver sufrir a la mujer que amas. Habría preferido ser torturada con un atizador al rojo vivo... habría preferido la muerte. Sus lágrimas y gemidos de dolor eran demasiado. Me desgarraban; robaban mi fuerza vital con cada respiración superficial que tomaba. Moría junto a ella. Sentía su dolor. Y, al igual que ella, me desangraba. Mi corazón se rompía, y sentía como si me desangrara hasta morir a su lado.

Gritó en agonía, y los paramédicos la rodearon, empujándome a un lado.

No podía hacer esto.

No me quedaría allí para verla morir.

Moviéndome a un lado, sentí como si fuera a desmayarme por primera vez en mi vida. Le hice esto. Puse su vida en peligro, y cuando por fin respirara por última vez, sería la única culpable. Igual que sus padres, yo era responsable. La asesiné justo como seguramente los asesiné a ellos.

Planeé pasar el resto de mi vida compensándoselo. Planeé pasar el resto de mi vida con ella, pero, como era evidente, pagaría por mis pecados. La mujer que amaba moría frente a mis ojos, y no podía hacer nada para evitarlo.

Era una mujer poderosa. No sabía qué hacer con los sentimientos de impotencia que me invadían, pero cuando mis ojos encontraron los suyos y vi que rogaban por mí en la profundidad, fui a su lado.

Entrelazando mis dedos con los suyos, di un apretón.

—Estoy aquí, amor. Nunca te dejaré. Nunca.

Y entonces inhaló profundamente, pero nunca tuvo la oportunidad de exhalar.


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