«La coronación de sus Majestades»

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Primer relato.
LA CORONACIÓN DE SUS MAJESTADES

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❝ hasta que las estrellas se caigan del cielo ❞









Si a Elinor le hubieran dicho tan solo un par de semanas antes que sería coronada reina a los trece años, se hubiera echado a reír con ganas. Si hubieran añadido que sería de un reino mágico con animales que hablaban y criaturas extrañas, y al que habían tenido que liberar de una bruja malvada, se le hubieran saltado incluso las lágrimas. Era completamente absurdo.

Y, no obstante, allí estaba. Ataviada con el vestido más maravilloso que nunca antes hubiera visto, hecho de terciopelo de un hermoso escarlata, con bordados que parecían ser de plata auténtica y que perfectamente lo serían, pese a que no se había atrevido a preguntar. Sobre sus hombros reposaba una capa fina plateada, acorde a la ocasión. Habían recogido su larga melena rojiza en un complicado peinado que estaba bastante segura que solo las dríades sabían realizar. Decenas de pequeñas florecillas blancas se entrelazaban con sus mechones. Unos pendientes de lo que parecían ser rubíes pendían de sus orejas y una sencilla gargantilla de plata le rodeaba el cuello. Se había mirado al espejo y se había llevado una enorme sorpresa.

No parecía ser la niña que estaba bastante segura de haber sido en Inglaterra. Ahora, parecía mayor. Debía de ser lo adecuado, puesto que sería reina en poco tiempo, pero se dijo que no solo los ropajes le daban más edad. Las aventuras de los últimos días le habían cambiado, eso estaba claro. Nadie regresaba igual de su primera batalla.

—¡Elle! —La voz de Lucy le hizo apartar los ojos de su reflejo. La menor de los hermanos Pevensie le sonreía, irradiando felicidad. Su cabello cobrizo había sido rizado, lo que parecía tenerla encantada—. ¡Estás preciosa!

—También tú, Lu —respondió ésta, apartándose del espejo. La niña tomó su mano y ambos salieron de la habitación que, de ahora en adelante, pertenecería a Elinor—. ¿Estáis todos listos?

—Edmund y Susan están ya abajo. Peter y Caire están tardando un poco más. Tendrán que hacer algo más por todo eso de los Sumos Monarcas, no lo sé. De todos modos, el señor Tumnus me ha prometido que vamos bien de tiempo.

La pequeña estaba nerviosa, indudablemente. Hablaba a toda velocidad. Elinor sonrió, invadida por la ternura. Vestida con su vestido celeste, Lucy parecía un hadita de los bosques. Pero sería una gran reina, de eso no le cabía duda.

—¡Elle, por fin! —Susan las recibió con una sonrisa tan radiante como la de su hermana. Estaba tan preciosa como siempre, con su cabello oscuro recogido en una trenza y ataviada con un hermoso vestido azul. Elinor tenía la impresión de que Susan luciría perfecta hasta vestida con harapos—. ¡Estás guapísima!

—También tú, Su —respondió ésta, rodeándola con sus brazos. Le dedicó una sonrisa a Edmund, que permanecía junto a su hermana—. ¿Y Peter y Caire?

—No lo sabemos —admitió el azabache, encogiéndose de hombros. Elinor estaba segura de que no le había visto sonreír jamás como en ese momento—. Con suerte, no tardarán mucho más.

Los tres hermanos lucían emocionados y nerviosos a partes iguales. Elinor se sentía igual, aunque puede que más emocionada que nerviosa. Sentía que aquello era lo que le correspondía, que estaba hecha para algo así. Se había pasado horas la noche anterior reflexionando sobre ello, haciéndose la promesa de que haría lo imposible por ser la reina que Narnia merecía. Y no estaba sola, lo que le tranquilizaba. Que los Pevensie estuvieran allí, que Caire estuviera allí, le hacía saber que aquello realmente saldría bien. Habían superado una guerra en la que creían no tener nada que ver juntos. En ese momento, Elinor se sentía como si pudiera hacer cualquier cosa.

—¡Ahí están! —exclamó entonces Lucy, aplaudiendo, emocionada.

Y así era. Los que serían pronto coronados como Sumos Monarcas se aproximaban a ellos juntos, ataviados con las elegantes prendas de fiesta narniana; azul marino para Peter, verde para Caire, ambos con dorado. Serían los Sumos Monarcas, debían resaltar en medio de ellos. E, indudablemente, lo harían.

—No llegamos tarde, ¿no? —preguntó Peter, sonriendo. Caire rio.

—Te dije que no era tan tarde. —Aclaró, algo avergonzada—: Nos hemos perdido. Una dríade nos ha tenido que enseñar el camino. ¡Este sitio es enorme!

—Tendremos tiempo para conocerlo —opinó Edmund, lo cual era cierto. Tendrían años y años.

—¿Estáis nerviosos? —cuestionó Caire, examinando los rostros de todos los menores. No hubo necesidad de que ninguno respondiera, porque la rubia rio y agregó—: Pasará más rápido de lo que esperáis, estoy segura de ello. No será para tanto.

—¿Creéis que estaremos a la altura? —cuestionó Lucy, frunciendo el ceño—. ¿Que seremos buenos reyes?

Elinor apretó con más fuerza la mano que aún le sostenía.

—Haremos todo lo que esté en nuestra mano para serlo —aseguró—. Estoy segura de que podremos, Lucy. Serás una reina fantástica.

—¡Por supuesto que sí! —asintió Peter, haciendo ademán de revolverle el pelo a su hermana menor, pero ésta soltó un gritito y se apartó a toda prisa.

—¡No, Peter, el pelo no!

Todos estallaron en risas ante la expresión horrorizada de la menor y parte de la tensión se evaporó. Caire asintió, divertida.

—Tratad de recordar esto —advirtió—. Solo nos coronarán una vez en la vida. Debe ser memorable.

Y lo fue, desde luego que lo fue. Las trompetas les recibieron al entrar en el Gran Salón. Se habían colocado a ambos lados de Aslan; Lucy, Elinor y Susan iban a su derecha, mientras Peter, Caire y Edmund se posicionaron a la izquierda. Los seis tronos les esperaban al fondo de la enorme estancia. Estaban destinados a ser suyos, así lo decía la profecía. A Elinor se le antojó incluso más asombroso que la existencia de faunos, centauros y Bestias Parlantes. Los centauros levantaban sus espadas conforme pasaban frente a ellos. El estruendo que se formó en el Gran Salón era ensordecedor. Elinor se sentía incapaz de dejar de sonreír.

—Vamos. —Susan le dio un golpecito en la mano, animándola a avanzar.

Los seis se dirigieron a sus tronos y se dieron la vuelta, de cara a los invitados, aún sin sentarse. Tenían que aguardar. Elinor tragó saliva, sintiendo los latidos de su corazón resonar en sus oídos. Aquello verdaderamente era real.

—En nombre del resplandeciente mar Oriental —empezó el Gran León, sin alzar la voz, pero acallando el estruendo al momento—, yo te nombro reina Lucy, la Valiente.

El señor Tumnus se adelantó, seguido por los castores. El matrimonio cargaba con precaución un cojín de terciopelo cada uno de ellos. En ellos estaban las seis coronas, tres de oro y tres de plata. Sus coronas. Elinor no daba crédito.

El fauno levantó con delicadeza la primera de ellas: de plata pura, emulaba hojas de laurel y flores de milenrama. A la de cabellos rojizos no se le ocurría ninguna mejor para la menor de los Pevensie.

La tiara fue colocada con sumo cuidado sobre el cabello rizado de la niña. Todo nerviosismo que Lucy pudiera haber albergado parecía haberse desvanecido, puesto que ahora solo sonreía, llena de felicidad y orgullo.

—En nombre de los Bosques Salvajes del Oeste —continuó Aslan—, yo te nombro rey Edmund, el Justo.

Al azabache le correspondía la corona de plata decorada con grabados de hojas de abedul. Inclinó la cabeza cuando el fauno se aproximó a él y, antes de que se diera turno, era el turno de Elinor.

—En nombre de la dulce brisa estival y el fiero huracán invernal —pronunció el Gran León—, yo te nombro reina Elinor, la Tenaz.

La diadema plateada que sería suya estaba decorada con pequeñas prímulas y flores de jacinto, rodeadas por hojas de helecho. La señora Castor se lo había explicado antes de la coronación; Elinor no tenía conocimiento alguno sobre las plantas. Lo único que podía decir era que era preciosa y, una vez la sintió sobre su cabeza, supo que era la ideal para ella.

—En nombre del radiante Sol del Sur, yo te nombro reina Susan, la Benévola.

A ésta le correspondía una delicada corona de narcisos y hojas de fresno de oro. Con las mejillas sonrosadas, Susan la recibió y alzó la cabeza, con expresión decidida.

—En nombre de los equinoccios estival y otoñal que traen vida a Narnia —continuó Aslan—, yo te nombro reina Caire, la Prudente.

La segunda diadema de oro era peculiar, si a Elinor se le permitía decirlo. Con motivos de flores de loto y hojas de menta, debería haber resultado una mezcla caótica. Pero no lo era. Sobre la cabeza de Caire, le daba a la Suma Monarca una apariencia muy regia. La rubia mantuvo una expresión seria durante unos segundos, antes de sonreír.

—Y en nombre de los claros cielos del Norte, yo te nombro rey Peter, el Magnífico.

Tras aquellas palabras, el mayor de los Pevensie recibió su corona de oro formada por hojas de manzano y roble, además de bellotas. Él y Caire intercambiaron una mirada, plenamente conscientes de quiénes eran ahora. Eran los Sumos Monarcas, los Reyes de Reyes. Debían estar a la altura.

Mientras tomaba asiento en su trono, del mismo modo que los otros cinco, Elinor se dijo que estaba segura de que serían recordados por los siglos de los siglos.

—Quien ha sido rey o reina en Narnia, siempre será rey allí. Que vuestra sabiduría nos bendiga hasta que las estrellas se caigan del cielo.

Nuevos vítores inundaron el Gran Salón. Elinor se sintió tentada a aplaudir ella misma, pese a saber que no era posible. Ahora, era reina. Tenía responsabilidades y protocolos que cumplir. Eso no le impedía esbozar su sonrisa más radiante y reír suavemente mientras intercambiaba miradas con los otros reyes.

—¡Sed dignos de ese título, Hijos de Adán! ¡Sed dignas de ese título, Hijas de Eva!

El Gran León miró de nuevo a la multitud que presenciaba el acto, que estalló en aplausos y gritó:

—¡Larga vida al rey Peter! ¡Larga vida a la reina Caire! ¡Larga vida a la reina Susan! ¡Larga vida a la reina Elinor! ¡Larga vida al rey Edmund! ¡Larga vida a la reina Lucy!

A través de la puerta oriental, que estaba abierta de par en par, llegaron las voces de los tritones y de las sirenas, que nadaban cerca de la orilla y cantaban en honor de sus nuevos reyes y reinas. A los nuevos monarcas les fueron otorgados cetros, antes de que éstos comenzaran a otorgar recompensas y honores a todos aquellos que les habían ayudado en la batalla.

Peter nombró a Caire, Edmund y Elinor, que habían luchado junto a él en la Batalla de Beruna, Caballeros de la Noble Orden del León, título que él había recibido del propio Aslan lo que parecía haber sido un siglo atrás. Los narnianos vitorearon a las reinas y al rey mientras se incorporaban después de aquello.

La fiesta comenzó poco después. Se celebró un gran banquete, al que siguió diversión y un baile que no venía únicamente de la melodía que producían los músicos del interior, sino que estaba acompañada de las misteriosas composiciones de los habitantes del mar.

Los faunos y dríadas dieron inicio a los bailes. Elinor y Lucy tan solo intercambiaron una mirada antes de unirse a ellos, en busca del señor Tumnus. Se les fueron enseñado bailes tradicionales narnianos y, muy pronto, los seis monarcas danzaban por el Gran Salón, en ocasiones juntos, aunque no siempre. La Tenaz se dijo que podía pasar de ese modo el resto de sus días.

—¿Disfrutando? —Una sonrisa se le formó cuando Peter resultó ser su pareja en el siguiente baile. Había perdido la cuenta de todos los que llevaba; únicamente sabía que tenía energías suficientes para seguir durante un buen rato.

—Muchísimo —asintió—. ¿Y tú? ¿Dónde están los demás?

—Lucy bailando con Tumnus, Ed y Su descansando un poco. No sé dónde está Caire.

Una sonrisa se formó en los labios de Elinor.

—Deberías buscarla, entonces. Estoy segura de que le encantará bailar contigo.

Peter rio con suavidad.

—Sí, eso planeo —admitió—. Tengo que encontrarla antes.

—Creo que está allí —comentó Elinor, señalando con la cabeza a la derecha. La Suma Monarca danzaba junto a un grupo de dríades, resplandeciendo alegría. A la de cabellos rojizos no se le escapó la mirada embelesada de Peter. Sonrió—. ¿Sabes que la miras como mi primo mira a su prometida?

Él se volvió hacia ella, alarmado.

—¡Elinor! ¡No digas cosas así!

A la menor se le escapó una carcajada.

—Solo digo la verdad. Vamos, corre a bailar con ella, antes de que la pierdas otra vez entre la multitud.

Con un exagerado suspiro, pero un brillo pícaro en los ojos, Peter fue en busca de Caire. Elinor aceptó alegremente la mano que un fauno le ofrecía y continuó con la danza.

Horas después, tomaba asiento junto a Susan y Edmund, agotada pero feliz. Lucy daba vueltas todavía con Tumnus y Caire y Peter, pese a haber tenido alguna que otra pareja más de baile durante aquel tiempo, volvían a compartir uno en el centro del salón. Elinor se dijo que había sido una gran idea animar a Peter a ir a buscar a la rubia.

—Mamá siempre decía que, si un chico te saca a bailar más de una vez, es porque me gustas —comentó Susan, divertida—. ¿Cuántos bailes llevan ellos ya?

—Demasiados —suspiró Edmund, cuya corona se hallaba torcida. Elinor asintió, de acuerdo, y levantó distraídamente la mano para colocársela correctamente—. Ah, gracias. Aún tengo que acostumbrarme a este trasto.

—Creo que eres la primera persona en la historia en llamar «trasto» a una corona —rio ella, sacudiendo la cabeza—. Por Aslan, no puedo creerme que realmente seamos reyes. Ayer mismo estábamos peleando en Beruna y ahora...

Tan solo el día atrás había sido petrificada por la Bruja Blanca, pero se sentía como si toda una vida hubiera pasado desde aquello. No le importaba; deseaba mantener el recuerdo en el pasado. Pero eso no significaba que no le sorprendiera su caótica percepción del tiempo. Se sentía como si no hubiera pasado ni un día de su existencia en un lugar que no fuera Narnia y, a pesar de ello, sabía que no era así.

—Bailemos otra vez —pidió, levantándose. Deseaba regresar a la pista, disfrutar junto al resto de invitados. Le tendió una mano a Susan y otra a Edmund y, tras unos segundos, ambos se la tomaron y permitieron que les arrastrara de regreso al centro del Gran Salón, cerca de Caire y Peter.

Bailaron hasta que Elinor creyó que sus pies no volverían a andar jamás y, a pesar de ello, siguió bailando, con Susan, con Edmund, con Lucy, con Tumnus, con los castores. Se dijo que aquel día sería uno para jamás olvidar, porque así deseaba que fuera: en ella, no había nada más que alegría.

El reinado de los Grandes Reyes de Antaño, la Edad de Oro de Narnia, no había hecho más que iniciar. Y, como Elinor había augurado, sería recordado por los siglos de los siglos.


















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