Los Valtrot de Castilla

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Para la época, era una niña con demasiadas libertades.

Demasiado mimada y malcriada incluso para una casa noble.

Hablaba y opinaba mucho para ser mujer.

Casi parecía que haber nacido mujer en ese tipo de sociedad era lo más similar a una sentencia de muerte o a una vida llena de miseria, aunque viéndolo bien, desde otra perspectiva y ángulo, era gracias a nosotras que el reino podía seguir subsistiendo, era debido a nuestros vientres que el gobierno se mantenía estable, sin un heredero próximo a la corona la gente se habría vuelto en una especie de guerra civil entre las casas nobles del país entero, buscando el trono, trayendo al pariente más lejano que resultaba compartir genes con la figura autoritaria del rey para volverlo gobernante en cuanto el monarca ascendiera al otro mundo...o lo enviaran por mano propia, lo que sucediera primero.

Los bebés en esos tiempos eran escasos, difíciles para mantener vivos, en especial los varones, quienes si sobrevivian después de los primeros cuatro meses eran festejado casi como un milagro, todos los patriarcas de las grandes casas de sangre azul trataban a sus hijos como príncipes mientras he a sus hijas las relegaban a ser solo un mueble más de la casa, una herramienta que podría servir bien o no hacerlo dependiendo de quien quisiera tomarlas como esposa. Todos los respetables señores se comportaban de esa manera.

Todos a excepción de mi padre.

Don Santiago era un hombre formido, medianamente alto y con hombros anchos, debido a los años él ya tenía el cabello plateado cuando yo llegué al mundo, tenía la voz gruesa y cuando se enojaba era de temer, sin embargo, sus ojos oscuros reflejaban otra cosa.

Ternura, devoción y el fuerte instinto de protección para y por su familia.

A mi me gustaba mirar sus ojos y verme reflejada en ellos.

Él era distinto a todos los grandes señores, ya que mientras estos últimos gozaban de pasar sus noches en burdeles rodeados de zorras medio denudas, don Santiago prefería pasar días enteros junto a su mujer, doña Catalina, le gustaba besarle las manos y llevarla con la modista para que confeccionara vestidos nuevos, jugaba con sus nietos en los jardines de la mansión donde vivíamos y me enseñaba a mi que nunca, ningún hombre tenía derecho de tacharme de inferior únicamente por haber nacido niña.

Don Santiago me enseñó a cabalgar a manejar la espada, a leer y a cuestionarme absolutamente todo, me gustaba sentarme en sus rodillas mientras él revisaba las cuentas en sus grandes libros. Con el tiempo también aprendí de ello y me gustaba inventarme soluciones para disminuir los gastos y aumentar las ganancias, aunque eso significara tener que sacrificar gran parte del sueldo de nuestros trabajadores, pensaba que era la única forma de mantener controlados a la servidumbre, aunque la mayoría de las veces, los ignoraba, por completo.

En la gran casona vivíamos en paz una gran familia noble, como era costumbre en esos años; mis padres, mis hermanos mayores ya entrados en la edad suficiente para tener hijos de mi edad o más grandes, jugaba con ellos a veces, peleábamos , también me la pasaba observando los retratos pintados al óleo de mi hermana mayor, en la gran casona de piedra, con sus ojos oscuros y su cabello marrón, tan oscuro como el café de olla, rezaba todos los días para parecerme a ella en todos los sentidos, era bella, como ninguna otra mujer lo fue en el reino de Xentla, elegante y educada, delicada como una flor pero feroz al momento de discutir con mi padre y debatir con otros grandes señores de las tierras más allá de nuestros cultivos y bosques abundantes. La llamaban princesa porque parecía tener más gracia que la misma hija del rey que aún continuaba regiendo en Xentla incluso después de mi catorceavo cumpleaños.

Aunque todos a mi alrededor decían que en apariencia y escencia era una copia exacta de mi hermana mayor, cuando me miraba al espejo sentía que no era del todo verdad, yo no me miraba con la misma belleza plasmada en aquellos enormes retratos, ni con el porte elegante de esa mujer, yo era en cambio, más descuidada, menos apacible y tal vez mucho menos inteligente.

Eso cambio con el paso del tiempo, a medida que crecía me obsesione con la imágen latente de mi hermana y comencé a moldear mi personalidad a lo poco que conocía sobre esa mujer. Dejé atrás los juegos con espadas de madera y las carreras en el patio de la mansión junto a mis pequeños primos, me envolví en vestidos pomposos con ajustados corsets y moños en el pelo, dedique mis tardes enteras a los libros en la biblioteca familiar y a las clases de etiqueta, no me costó aprender en lo absoluto, me dirigía con propiedad a los señores nobles y hacendados que visitaban a mi abuelo, con voz suave y melosa, ya que según mi institutriz, las damas jamás deberían levantar la voz, los caballeros la preferían susurrante y dulce.
Me adapte rápidamente.

Y de los labios de mi padre, a veces salía el nombre de mi querida hermana cuando pretendía llamarme.

—Natalia—me decía a veces, mientras me miraba avanzar por los pasillos de la casona, o revisando los libros de cuentas junto con él. Sin embargo, cuando levantaba la mirada y le sonreía, apacible entendiendo la confusión y sin molestarme, mi padre carraspeaba la garganta antes de negar con la cabeza—Hasen, perdón, Hasen—repetía, como tratando de convencerse de que ese era mi nombre—Estás viendo que no me acuerdo y no me dices nada—reclamaba como si yo fuese la culpable completamente, antes de palmearme en la espalda, juguetón.

Yo reía y le miraba de vuelta, divertida.

Mi madre por su parte era menos distraída en esa cuestión.
Le gustaban las plantas, en especial las rosas, tenía una pequeña sala con un enorme ventanal que daba hacía el patio de la casa, o más bien su jardín privado, inundado de pasto y rosas, perfumado con su aroma todo a su paso, incluyendo a la mujer que pasaba la mayor parte del tiempo en ese mismo lugar. Solía apoyar las rodillas sobre una alfombra, para no lastimarse y manchar el vestido más de lo que ya era necesario, metía las manos en la tierra húmeda y se manchaba los dedos con ella, a veces un par de pequeñas telas cubrían sus manos, era recurrente que se pinchara con las espinas, pero jamás se quejaba.
Mi madre era de contextura un poco más gruesa que mi hermana y yo, con el cabello rizado de un color avellana, siempre sujeto en un chongo bien elaborado y sin ningún cabello escapando de el, siempre sonriente y llena de positividad, le gustaban las fiestas y amaba ser la anfitriona. Cuando alguna reunión se sucitaba en la casona, su risa podía escucharse por toda la casa, sin llegar a ser molesta.

También estaban mis hermanos mayores, ambos altos y de complexión estrecha, pero con hombros y espalda fuertes, gustaban de usar pesadas capas negras de terciopelo, llevaban las espadas al lado de su cintura, pero jamás los ví desenfundarlas en torno a deseos egoístas. Personalmente sospechaba que no eran especialmente buenos usándolas, támpoco eran malos, pero sus habilidades se centraban en otras áreas.

César, el siguiente en la línea después de Natalia, se había casado cuando tenía veinte años, y de ese matrimonio se nos fue otorgado un pequeño varoncito, Álvaro, de piel apiñonada, una mara de cabello oscuro y tan rizado como todos lo tenían en la casona, mi primo gozaba de un carácter volátil, nunca se sabía que pasaba con ese niño, podría estar feliz y al siguiente momento estar molesto por algo que nosotros no sabíamos reconocer, aún así, le amabamos.
Por su parte, mi hernamo Hernan consumo su matrimonio apenas cumplió la mayoría de edad, se caso con una mujer de ojos verdes y y cabello castaño; aún así los gemelos Santiago y Rubén nacieron con el cabello oscuro, el color verde en sus ojos se daba a notar desde la distancia.

Lo que nos dejaba con el orden familiar así.

Mis padres, de quienes nacieron cuatro hijos: Natalia, César, Hernan y yo.
Más, tres nietos.

Sin embargo la ausencia de la heredera de mi familia reinaba cada salón de la casona, a pesar de no estar, parecía hacer más ruido que cualquiera de nosotros.
A veces observaba a mi padre, Don Santiago, en la oscuridad de la noche, sosteniendo una vela, para iluminar el retrato de Natalia, le miraba como si se sintiera culpable por algo sucedido antes de que yo naciera o si quiera pudiera abrir los ojos.

Luego me miraba a mi, y el dolor en sus ojos parecía mermarse por completo, como una especie de pocima invisible.

Nunca conocí a mi hermana.
Solo sabía que Natalia era todo lo que mi padre amaba, de todos sus hijos, ella era su favorita y tal vez yo solo me limitaba a ser un reflejo de ella.

Aún así, no me molesto fingir que podía imitarla, por amor.

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