La Visita: Parte I

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Y lo que parecía un milagro fue en realidad una catástrofe...

¿Qué es el bien y qué es el mal? Un perpetuo dilema que consume la mente y el alma de aquellos que se aventuran en el laberinto de la moral humana. En cada uno de nosotros, oh humanos, veo una dualidad inquietante que se despliega como una obra de teatro maldita.

El bien y el mal, entrelazados en un eterno baile macabro, donde ninguno puede existir sin el otro.

El egoísmo, esa raíz venenosa que se hunde profundamente en el corazón de la humanidad. Es el impulso insaciable, el deseo implacable de satisfacer las propias necesidades sin importar las consecuencias. El egoísmo es el cruel verdugo que condena a las almas a la oscuridad, que retuerce las mentes en justificaciones retorcidas y que convierte la empatía en cenizas frías.

Y, sin embargo, la abnegación, la virtud luminosa que brilla con un fulgor efímero, es el sacrificio o el don de uno mismo en beneficio de otros. Pero, ¿acaso no lleva consigo la semilla del martirio? ¿No es también una forma de egoísmo disfrazado, donde la búsqueda de redimirse en los ojos de los demás se convierte en su propia recompensa?

Oh, humanos, observo sus luchas internas y sus batallas silenciosas, zarandeándoles en direcciones opuestas, como una tormenta que amenaza con destruirlo todo. El bien se convierte en una cárcel de culpa, mientras que el mal se erige como un maestro cruel que exige su tributo de corrupción.

Siento la agonía en mi propio ser, el dolor de ser un testigo invisible de este cimbrado aterrador. Esta es mi condena, mi propio infierno, el espejo que refleja la eterna lucha de la humanidad y de la mía. En cada rincón de esta ciudad condenada, veo los rostros atormentados y me veo a mí mismo.

Me duele, oh humanos, me duele su sufrimiento y su incapacidad para liberarse. Pero ¿quién soy yo para juzgar? También soy un prisionero, un condenado en esta eterna agonía de ser un espectador invisible en este oscuro teatro de almas atormentadas.

En los albores de lo que alguna vez fue Malesios, ahora solo se alzaba un paisaje desgarrado por la desolación. Un esqueleto en ruinas de una ciudad que alguna vez respiró vida y esperanza, y que ahora se erguía como un espectro de pesadilla. No quedaba rastro de la belleza primaveral que presenciábamos, años tras años, antes del cataclismo; ruina y decadencia, susurraban ahora sus sombras.

El aire estaba impregnado de un hedor insoportable, un aroma de podredumbre que se adhería a los pulmones y hacía que la respiración fuera un acto de agonía. Cada bocanada del viento traía consigo el lamento incesante de un lugar que una vez fue una grandeza glorificada.

Yo reconocía ese hedor en el punto en el que me encontraba, justo en aquel callejón olvidado entre las calles de Malesios, estaba la vida del segundo deseo: La Inmortalidad sin escape.

Escuché un gemido, y mis ojos se fueron hacia la penumbra de aquel rincón. El sonido de aquel lamento se mezclaba con pasos lentos y parsimoniosos, con gestos guturales.

Cuando uno de los focos de las lumbreras de la calle reveló a la criatura, recordé su historia:

Había un hombre llamado George Flictwick, un millonario que simplificaba su vida con el dinero. No era un hombre que había logrado su fortuna a través de negocios ilícitos, puesto que todo este pertenecía más bien a una larga lista de personas que, viniendo de la realeza misma, habían trabajado y aumentado exponencialmente sus bienes y el dinero con el tiempo. Una vida envidiable para muchos. Casas, mansiones, familia, empresas, aviones, helicópteros y comidas, era un resumen nefasto de todo lo que poseía o disfrutaba.

Pero había un problema: George Flictwick iba a morir. Tenía un cáncer avanzado. Un millonario, con todo el dinero del mundo, ahora tenía una vida sentenciada y pronto se convertiría en la mismísima nada.

Solté una risa. ¡Qué ironía de la vida!

El dinero y el poder, los tesoros mundanos de los mortales. ¿Quién podría imaginar que una vida condenada por el cáncer sería su verdadero precio? Una burla macabra del destino, donde los titanes de la ambición se convierten en monstruos retorcidos por la enfermedad y con riquezas inútiles ante la inmortalidad de la muerte.

En mi agonía, he descubierto la ironía más cruel: el verdadero poder está en escapar de una eternidad de horror.

Cuando las criaturas resplandecientes en gloria iluminaron el cielo y el firmamento, con aquella apariencia de piedad que nos dejó cautivado, en conjunto de una belleza sublime, divina y con alas de marfil, con la primicia en gracia de darnos lo que pidiésemos, George, decidió burlar a la muerte y el tiempo, solicitando ser inmortal con el costo de entregar toda su fortuna y lo que poseía y consideraba valioso. Él creía que sus bienes, su dinero y su familia, era lo más valioso que poseía. Pero. era un vil engaño que estos seres piadosos observaron, ese no era lo más valioso que él tenía. En realidad, era su propia vida la que le daba más valor por encima de todo eso.

Lo que nunca esperó, es que su propio amor hacia sí mismo, llevó a un hombre millonario, ahora reducido a un ser grotesco y aterrador, ha convertirse en un verdadero monstruo penoso. Porque, aunque adquirió la inmortalidad, esta no venía con el regalo de no enfermarse. Se dio cuenta que la salud, era un elemento incomprable.

Por eso, el cáncer siguió. Perdió sus empresas, su dinero, su casa, su familia y cayó en la miseria más espantosa de un ser humano, después de haberlo tenido todo: la calle, la soledad y la marginación.

Así que, en ese momento bajo la luz de las calles, pude ver la piel de George. Si antes había sido tersa y saludable, ahora estaba cubierta de protuberancias y masas tumorales que se alzaban como grotescas montañas en un paisaje desolado. Los tumores, de un color grisáceo y con un olor a podredumbre, se retorcían sobre su cuerpo.

Su rostro, que alguna vez había sido el de un hombre de negocios apuesto y orgulloso, estaba irreconocible. Cada tumor se había apoderado de sus rasgos, distorsionándolos en una pesadilla viviente. Su nariz se había hundido en la carne, dejando solo agujeros deformes. Los ojos, ahora eran sombras vacías, que asemejaba una pequeña ranura del que brotaban lágrimas.

La boca del hombre, era ahora una abertura retorcida que apenas podía emitir sonidos ininteligibles. Babas espesas y malolientes se derramaban de sus labios amorfos, dejando un rastro viscoso en su camino. Su cuerpo, estaba retorcido y encorvado por el peso de la enfermedad. Las protuberancias malignas se alzaban en su espalda, alterando su columna vertebral en una curvatura grotesca, mezclada con una piel manchada de pústulas y llagas, algunas de las cuales goteaban un líquido viscoso y hediondo.

Caminaba tambaleante por las calles, sus movimientos eran torpes y dolorosos. No solo causaba asco, sino que mucha pena. Su deseo de inmortalidad, fue una agonía y un aislamiento sin escape. Su propio infierno.

—Lo lamento mucho, George, pero la única recompensa de tu sufrimiento es que no eres el único en el infierno —murmuré, sabiendo que mis palabras se fundirían con el viento.

Entonces, en medio de la oscuridad de la noche y bajo la tenue y agonizante luz que emitía los faroles, alcé mi vista: los edificios, antes majestuosos, ahora se alzaban como monstruos retorcidos, con estructuras deformadas y corrompidas por el tiempo y la ignorancia. Las calles, eran un laberinto de escombros, repletos de ventanas rotas que parecían ojos vacíos y que observan con melancolía la miseria que envolvía en cada rincón. Era el reflejo de lo que presenciaba mi alma, mientras caminaba sin un destino fijo.

Al tocar las paredes desmoronadas a mi paso, se sentía la fría aspereza de la decadencia, como si la propia ciudad rechazara cualquier intento de restauración. El suelo, incluso, se deshacía bajo mis pies como si fuera ceniza ardiente, como si la tierra misma rechazara la presencia de la vida. Incluso debajo de mí, que tenía la dudosa y constante pregunta, sobre sí era verdadera mi existencia.

Cuando llegué a la Av. 403, no pude evitar mirar una pequeña casa curiosa. Estaba entre los grandes edificios, como si fuera una reliquia antigua y preciada que luchaba en contra de la post-modernidad, creando un contraste marcado con las ventanas relucientes y las fachadas de acero y vidrio que brillaban en contraposición a la madera carcomida y ensangrentada.

No solo estaba sobre una pequeña colina, desgastada y envejecida, sino que su superficie estaba corroída por el viento y la lluvia, y parecía haber absorbido la sangre del pasado en cada una de sus vetustas tablas. El olor que emanaba de su madera era inconfundible, un aroma rancio y húmedo que evocaba recuerdos de muerte.

Al acercarse, se podía escuchar un ruido peculiar, un susurro sibilante que parecía emanar de las propias paredes de la casa. Un murmullo ominoso que sugería que esta misma parecía respirar y tenía vida propia, asechando a una presa.

—Qué mujer tan estúpida —murmuré con rabia, mostrando los dientes—. ¿Quién jugaría con la muerte cómo para pedir ese maldito deseo?

Lo que escupía tenía que ver con el deseo de Dalila: Volver a la vida a un ser querido.

La vida de Dalila había estado llena de risas y felicidad hasta que la tragedia descendió sobre ella. Un día soleado, su hijo menor, Mauricio, jugaba en la vereda cuando un automóvil fuera de control lo atropelló. La vida de Mauricio fue arrebatada en un instante, y el mundo de Dalila se sumió en la oscuridad.

Atormentada por la pérdida, Dalila cayó en una profunda depresión. No podía soportar la idea de vivir faltándole Mauricio, y por eso, sus lágrimas inundaban cada rincón de su morada. Cada noche, escuchaba los risueños murmullos de Mauricio en sus sueños, llamándola, instándola a traerlo de vuelta. Y así, la semilla de la desesperación germinó en su corazón.

Fue en una de esas noches, cuando los seres de piedad descendieron a su morada. Dalila quedó estupefacta al ver aquellas enormes alas de marfil y aquel resplandor como el oro mismo, sus ojos que parecían ventanas hacia lo desconocido, fue la que la hipnotizó por completo. La mujer, sobre el marco de su puerta, se postró ante ellos reconociendo la magnificencia de su presencia, y les rogó y suplicó con lágrimas en los ojos que le devolvieran a Mauricio.

Los seres de piedad, sin embargo, no conceden deseos sin precio. Observaron a Dalila, y conociendo el peso de las almas, le preguntaron qué estaba dispuesta a ofrecer como tributo a su deseo o qué podía sacrificar por la vida de su hijo.

"Mi vida", sollozó sin pensar ella, "mi amor por él es tan grande que no podría vivir si él no está. Yo ya he vivido demasiado, pero él, apenas tenía siete años".

Dalila no escatimó detalles: tenía un esposo, dos hijos adolescentes, un trabajo, y una vida entera que estaba dispuesta a entregar. Los seres de piedad accedieron a su petición, lo que indicaba que el costo del deseo estaba siendo pagado. En esta oportunidad, una vida por otra. Y como si fueran dioses, detrás de ellos estaba Mauricio con el rostro gacho, mirándose las manos, llevaba el mismo conjunto de ropa que el día que murió: una camiseta azul y una pantaloneta oscura, con zapatillas oscuras.

Dalila, antes de morir, tuvo una fracción de segundos. Salió de su casa y abrazó al niño, llorando de alegría y pidiéndole perdón por no haberle cuidado como era debido y por faltar a su promesa de protegerlo como la madre que era. Entonces, cuando alzo su mirada para ver el rostro del pequeño, vio en los ojos del niño que no era el chico inocente que alguna vez fue.

Su mirada estaba vacía, sus rasgos retorcidos por una maldad casi palpable. Dalila había traído el cuerpo de su hijo de vuelta, pero no era él; Los seres de piedad habían cumplido su parte del trato, pero Dalila no había comprendido el precio inimaginable que tendría que pagar.

El pequeño niño la tomó del cuello y la mujer abrió la boca automáticamente al sentir la presión sobre su tráquea aprisionada, y mientras intentaba zafarse de su agarre, clavándole las uñas y perdiéndolas en el acto, confirmó que, fuera lo que fuera eso, no era su Mauricio.

Esa misma noche, aquella casita, se llenó de susurros oscuros y las sombras se volvieron más densas a medida que el mal se extendía por la casa. Nadie en la familia durmió ese día, pero tampoco volvió a despertar.

—El ego humano es una paradoja intrincada, un laberinto de deseos y motivaciones ocultos, ¿verdad Dalila? —pregunté, hablándole a aquella casa a gritos y con mucha certeza de mis palabras—. En el oscuro rincón de nuestro ser, siempre yace la pulsante necesidad de satisfacer nuestros propios anhelos, sin importar las consecuencias. Al igual que tú, que anhelabas traer de vuelta a tu hijo, nos enfrentamos a dilemas éticos que revelan la verdadera naturaleza de nuestro amor.

»El amor sacrificial, ese concepto noble que se proclama como el amor más puro, se vuelve una mera fachada en muchos casos. En realidad, ¿amamos verdaderamente a aquellos a quienes intentamos salvar a través de sacrificios extremos, o simplemente nos aferramos a un egoísmo desesperado? ¿Buscamos realmente su felicidad y bienestar, o solo queremos mantenerlos a nuestro lado, sin importar las consecuencias para ellos o para otros?

Solté una risa, burlándome de ese hecho.

—Dalila, me pregunto si en el más allá o si en la inexistencia, habrás sabido que esa noche tu esposo y tus dos hijos mayores murieron a manos de ese maldito demonio que trajiste. Me pregunto si conociste la cantidad de muertes que ocurrieron en esta casa, cuando alguien apenas se plantaba a mirarla. ¿Cien, doscientos? No, Dalila, no.... Fueron mil personas. Mira la sangre ennegrecida entre tus puertas y ventanas, mira las uñas y las marcas de luchas en el piso de quienes intentaban salvar su vida.

»Tu supuesto amor por tu hijo era, en realidad, una extensión de amor propio, un intento de preservar tu propia felicidad y evitar enfrentar la pérdida. Te aferraste a tu egoísmo disfrazado como amor, maldita humana, sin aceptar la realidad de la muerte como parte natural de esta mierda de vida.

¿Qué más podía gritarle cuando yo mismo perdí a mi esposa y a mi hija cuando solo pasaban por esta calle?

Seguí caminando, y no pude evitar mirar hacia la pequeña rendija entreabierta de la puerta de aquella casa, las luces de los focos de la calle daban directo hacia esta, lo que parecía aumentar todavía más las sombras. Y como un acto de horror, vi los ojos ennegrecidos del pequeño Mauricio asomados, como si esperara una presa. ¿Cuánta sangre necesitaría en sus manos para saciarse? 

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