La Visita: Parte II

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El momento en el que los ángeles llegaron a nuestra ciudad, fue un evento tan impresionante que, incluso en las noticias aparecieron. Miles de ellos descendieron desde el cielo, en medio de nubes grises, truenos y relámpagos, en un torrente de resplandor y gloria celestial que iluminó el cielo como nunca antes.

Sus alas de marfil brillaban con una luz enigmática y fascinante; sus cuerpos dorados en conjunto de la perfecta armonía al danzar, creaban patrones hipnotizantes en el firmamento y que tenía como efecto una belleza letárgica. Sus rostros irradiaban amor y piedad, pero también una majestuosidad indomable. Y mientras descendían, dejaban en claro que estaban más allá de la comprensión terrenal, y que se trataba de una manifestación de lo divino en su máxima expresión.

Al menos, eso creímos...

Había continuado mi camino después de haber dejado atrás la casa de Dalila. Mis ojos, agonizantes, vieron hacia un tumulto de humanos sobrevivientes al otro lado de la calle, entre los edificios, que reflejaban la vacuidad de un mundo sin esperanza, y que cada sonido que hacían, era un eco hueco, un susurro de la vida que alguna vez fue y que se mezclaba con el gemido del viento, a través de las ruinas, como un fantasma atormentado.

Entonces, escuché aquel sonido que anunciaba solo desgracias: comenzaba con un sutil susurro, como el viento frío que se cuela por las grietas, y luego evolucionaba en una cacofonía de gemidos distorsionados, lamentos desgarradores y chirridos metálicos. Era como si la misma ciudad estuviera gimiendo de dolor mientras se desgarraba y mutaba en algo grotesco y retorcido. El sonido te envolvía en una pesadilla auditiva, contribuyendo a la sensación de angustia y horror que ya se llevaba.

Pese a lo que ellos vivían, grité, intentando que me oyeran. Pero nada ocurrió.

El sonido de mis labios, mi propia presencia, estaba sumergido en la nada y por eso envidiaba hasta los mismos espíritus, pues estos todavía podían ser reconocidos por los vivos.

Así como esperaba, comenzó a suceder: en primer lugar, el entorno mismo comenzó a sufrir una transformación aterradora. Las paredes de los edificios se volvían orgánicas, retorciéndose y agrietándose mientras grotescas protuberancias brotaban de ellas. El pavimento se retorcía y ondulaba como la carne viva, y las farolas se convertían en grotescas figuras con brazos retorcidos.

El sonido inquietante se intensificó, convirtiéndose en una sinfonía de lamentos y aullidos, mientras la realidad se retorcía a nuestro alrededor, y una visión de pesadilla parecía hacerse realidad. Con ella, una niebla se arrastraba y se desplazaba a gran velocidad, como la creciente de un río.

—¡Huyan! —aullé en un alarido desgarrador. Lloraba y arrastraba mis pies hacia el grupo de personas.

Estas también habían escuchado la advertencia, pero sabía que era demasiado tarde. Y como siempre, aquella extraña sensación de una presencia malévola me recorrió la espalda. Y girándome lentamente, vi a dos individuos que emergían de la bruma. Su apariencia grotesca y demoníaca eclipsando la luz que quedaba. Sus cuerpos estaban retorcidos y desfigurados, con piel pálida y ojos negros que parecían agujeros sin fondo.

Me detuve, y mis ojos se abrieron como si fueran a salir de mis cuencas.

Aquellos seres que se arrastraban y proyectaban una especie de ilusión tridimensional, como si estuvieran representando el pasado, el presente y el futuro, se acercaban corroyendo todo a su paso. Pensar que era una ilusión era el error principal de quienes no conocían, a los hermanos Furgather, pues todo el cambio alrededor no solo era real, sino que representaba la cordura infernal que tenían.

Los hermanos, Roland y Camel, no eran hombres atractivos. Pero eso no significaba que no tuvieran sus propios métodos para no solo sentirse sino ser deseados. Así que, la conquista no era un problema para ambos. Sin embargo, el problema de depender del deseo de otros para con nosotros y así sentirnos bien, puede llevar a la persona a darle a su propio cuerpo la supremacía, por encima de lo que realmente debería ser valorado.

Roland, consideraba que podía conseguir a cualquier hombre que quisiera si se transformaba en una versión diferente de sí mismo, con el maquillaje, las lentejuelas y ropa exótica que demostrara su lado femenino. Camel, creía que la verdadera conquista hacia las mujeres no estaba en tener el mejor físico, sino en el don de la palabra. Por eso, sabía que, si era un hombre conocedor de todas las cosas, garantizaría como envolver, manipular y conseguir hasta la mujer más hermosa de Malesios.

Fue en una noche cuando Roland estaba transformado en su alter ego femenino, en el que los ángeles le encontraron. Estaba vestido con todo su esplendor, y pese a que las miradas fueron a parar sobre aquellos seres divinos, no opacó a la drag queen, debido a que los ojos de ellos estaban sobre él.

"Qué podemos hacer por ti para que consigas tu felicidad", supieron decir, ignorando al resto de las personas que perplejas le observaban.

"Deseo tener el control absoluto de la realidad misma", aseguró Roland, con un brillo lleno de orgullo y astucia.

"El precio puede ser costoso", dijo uno de los ángeles, pero Roland ni siquiera escatimó en preguntar qué sería. Por supuesto, ellos tampoco se lo mencionaron.

De igual forma aceptó. Consideraba que su felicidad estaba por encima de todo. Según él, lo que hacía no lastimaba a nadie.

Los seres piadosos aceptaron, y esa misma noche después de terminar el show, ya en su camerino y a pesar de la emoción porque pudo dar un show fuera de otro mundo, alterando la realidad, transformando el bar en un oasis en el desierto, luego en una ciudad futurista, incluso en un salón lleno de orgías, no pudo evitar notar que su reflejo en el espejo parecía distorsionado, su sonrisa no era la suya y sus ojos brillaban con una malévola chispa.

En un instante, Buracracia Belle, su nombre drag, se llevó sus manos a los pechos, notando que eran reales; al rostro, a su cabello y sus propias curvas, y se dio cuenta de que todo lo que había sido parte de su vestuario, era, en ese momento, él mismo o... más bien, ella.

Su sorpresa era tal, que por breves segundos supo que había obtenido el poder más impresionante de todos.

Entonces, sintió un agudo dolor en su cabeza y un eco en sus oídos. Sabía que algo había cambiado, pero ¿qué? Pese a ser el mismo, tampoco se sentía como él.

Sucedió una noche oscura y tormentosa, mientras se preparaba para una actuación en el bar donde trabajaba como drag queen. Roland ya había estado notando cambios en su mente debido al deseo que había pedido a los ángeles. Mientras se maquillaba y se vestía en su camerino, algo dentro de él comenzó a romperse. Comenzó a escuchar voces en su cabeza, sus propios pensamientos se volvieron caóticos y distorsionados. La realidad a su alrededor se volvió inestable, y objetos en el camerino comenzaron a moverse por sí mismos, como si estuvieran bajo el control de una fuerza invisible.

En medio de su desesperación, Roland miró su reflejo en el espejo y vio su propia imagen transformándose en una grotesca versión de sí mismo. Su rostro se distorsionó, sus ojos brillaban con una maldad aterradora y su piel se volvió pálida y escamosa. En ese momento, se dio cuenta de que ya no estaba en control de su mente ni de su cuerpo.

La transformación se completó cuando Roland emitió un aullido desgarrador y su cuerpo comenzó a retorcerse. Desarrolló extremidades grotescas y viscosas, con garras afiladas y una figura retorcida que lo asemejaba a lo que ahora era, un demonio. Era el causante, de que, en su aparición, las calles y todo alrededor se transformaran como en ese momento; como si todo alrededor fuera carne podrida, pero con vida.

Camel, por otro lado, un escritor extrovertido, anhelaba conocimiento. Quería ser el hombre más inteligente del mundo, pensando que eso lo haría irresistible. Cuando los ángeles se presentaron en su librería, soltó todo lo que llevaba en su mano, un café y un libro, boquiabierto de que algo tan hermoso y tan incierto le sucediera.

Cuando comprobó que no soñaba y los ángeles le preguntaron sobre su deseo, este reunió todo su coraje y pidió "Conocimiento absoluto".

Uno de los piadosos le tocó, se llenó de información, y cada secreto, cada dato, cada pensamiento conocido, "el todo mismo", se manifestó en su mente, sin saber que ningún mortal estaba diseñado para saberlo todo. La mente infinita por la que muchos científicos se regodean, en realidad, era finita y mortal.

Su suceso fue mucho más inmediato que la de su hermano.

Allí mismo, dando unos pasos para salir fuera del mostrador, se tambaleó. E intentando aferrarse a una de las estanterías de libros, cayó junto a esta, con los ojos emblanquecidos y gritando de dolor. Sus ojos, su nariz y sus oídos sangraban en la medida que su mente se expandía y su humanidad se desvanecía. Pronto estaba perdido en un mar de locura y paranoia.

Lo interesante de una mente desequilibrada, es que cuando dos de ellas se encuentran, parecen reconocerse entre sí y crean su propio trato. Por eso, ambos se habían convertido en el verdadero terror de Malesios, en una noche como esta. El pago otorgado había sido sus propias mentes.

Asustado, sabiendo lo que estos eran capaces de hacer, atravesé la neblina, agitando las manos como si fuera una cortina. Mis pasos iban detrás del tumulto de gente que había visto. Pasé por el callejón hacia el otro lado de la calle, y caí al suelo, desesperanzado cuando contemplé el destino de aquellos sobrevivientes:

En medio de la calle, vi a las grotescas criaturas conocidas como los "Retorcidos". Abominaciones de Roland que se asemejan a cadáveres envueltos en alambre de púas, con manos esqueléticas extendidas hacia adelante, un pie amarrado hasta dar con la nuca, mientras el otro les servía de apoyo. El aspecto no solo era grotesco, debido a sus deformidades y su aspecto putrefacto, sino que era terrorífico por sus mutilaciones y el sonido inhumano que surgía de sus gargantas.

Estos se desplazan por el asfalto en un movimiento espasmódico y perturbador. Suspiré. Sabía que no podía hacer nada. En realidad, nunca había podido.

Vi como lo envolvieron a los infortunados con alambres de púas, en un macabro ritual que parecía imitar la crucifixión.

Y una vez que atraparon a sus presas, comenzaban a distorsionar y cambiar la anatomía de sus víctimas. Pude escuchar el siniestro sonido de los huesos rompiéndose, mientras los cuerpos de los mártires se torcían, acompañados con gritos de horror, dolor y gemidos de agonía.

Me llevé mis manos a la cabeza, golpeándome por el espanto de haber visto eso y sin poder hacer nada, ni siquiera esperar una muerte como la de ellos.

Yo sabía que la inacción no era un acto inocente.

Cuando uno elige no luchar contra la maldad y la abominación, y permite que estos prosperen, nos convertimos en cómplices de la crueldad. No hacer nada y sentir que no servimos para nada es una triste paradoja: el silencio frente a la injusticia y el mal es, en sí mismo, un acto de contribución.

La verdadera comprensión de la existencia radica en nuestra capacidad de desafiar lo negativo, de infundir significado en cada acción. No se trata de cambiar el mundo de un solo golpe, pero al menos ser un punto de diferencia, una luz de esperanza, en un mundo vasto y cruel, sumergido en oscuridad.

Como fuera, me levanté y decidí seguir mi objetivo. Necesitaba llegar. Corrí como si el tiempo se me acabara, como si ese hecho dejara atrás las muertes que había presenciado y el eterno pasado delante de mí del error de los deseos, y de la verdadera imagen de los ángeles, quienes se ocultaban bajo un rostro inocente.

Y finalmente, cuando llegué a la pequeña casa de mi vecina me detuve. Mis ojos se clavaron en la mía propia, a su lado, recordando como todo inició conmigo, el primer deseo: La Invisibilidad.

Se me conocía como Fernando, un hombre de cuarenta años que solía trabajar en un banco, atrapado en una rutina de diez horas de trabajo y seis días a la semana, que dejaba poco tiempo para mi familia.

Aquel día, descubrí algo que me atormentaba. Me desperté temprano como siempre y mi esposa seguía en cama. La noche anterior había llegado tarde, diciendo que había tenido mucho trabajo en el hospital. Era enfermera, así que era natural que tuviera un horario difícil.

Pero, con el trasnocho anterior, no despertó cuando su celular no paraba de vibrar. La insistencia fue lo que me llevó a curiosear. Necesitaba saber si era una emergencia del hospital y si debía despertarla.

No solía tomar su celular. Pero al hacerlo, quedé anonadado cuando descubrí mensajes que revelaban su infidelidad.

Necesitaba averiguar la verdad, y fue en ese momento de desesperación, cuando los ángeles aparecieron en mi puerta.

Al abrirles, claramente me sorprendí al descubrir la magnificencia de estos. Y cuando me propusieron el deseo, sin pensar en las consecuencias, les pedí esa maldición, sin darme cuenta de que mi invisibilidad sería parmente.

Me convertí en algo peor que un espectro o un fantasma, no solo no podía ser visto, sino que tampoco podía ser oído. A pesar de tener la capacidad de tocar cosas, descubrí que no podía mover nada ni interactuar con el mundo de la misma manera. Incluso si tocaba a una persona, esta ni siquiera lo notaba. Desde aquel día, había estado vagando en la inexistencia, un testigo silencioso de los horrores que la vida tenía preparado para mí.

Ese mismo día, vi a mi esposa acostándose con mi propio hermano, Raúl, dejando a cuidado a mi hija con mi padre, su abuelo. Y con ello, también presencié a mi propio padre cometiendo actos inhumanos con mi hija. La abusaba.

Y cómo si no hubiera sido suficiente, fui testigo de la mismísima muerte de mi esposa, de mi hija, familiares, amigos, e incluso quienes no conocía. Todo sin poder hacer nada al respecto.

Por eso y más me lamentaba. Nunca fui el hombre, el esposo ni el padre que debí haber sido. Mi mayor pecado no fue solo mi ignorancia, sino también subestimar el valor que tenían esas personas a mi cuidado. Ahora, deambulo como un espectro, sin serlo, cargando la culpa de mi pasado y enfrentando los horrores del presente. Mi propio infierno.

Al entrar a la casa de mi vecina, Felicia, la vi postrada en el suelo de su vestíbulo con su gata, Mixy, muerta entre sus brazos.

—Un perro entró e hizo esta atrocidad —dijo, con el dolor palpable en su alma.

La señora, con seis décadas encima, tenía los ojos enrojecidos y miraba todavía con lágrimas en los ojos a los tres ángeles que estaba delante de ella.

—No lo hagas, Felicia, no caigas en la trampa —imploré.

—¿Qué necesitas para ser feliz? —preguntaron los tres ángeles al unísono, con aquella voz melodiosa como si fuera un coro celestial, un camuflaje digno del mismísimo diablo.

—Que ustedes desaparezcan —afirmó ella.

—¿Conoces el costo? —inquirió, esta vez uno solo de ellos.

—Sí, la humanidad entera —respondió, limpiándose las lágrimas, escupiendo aquellas palabras con saliva; desgarrada con su sufrimiento.

Me acerqué, la miré por un instante y sonreí. Hasta el infierno podría tener su fin.  

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