Loud

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Hay noches en las que se debe prestar atención a detalle, como si el mismo universo intentara revelarnos lo que yace entre las sombras. Esta es la historia de una de esas noches, que dejó una cicatriz imborrable en mi mente y me hizo cuestionar mi fe en la lógica y la ciencia.

Todo comenzó cuando mi amigo Luis me invitó a pasar la noche en su casa. Habíamos cenado, compartido películas y risas, y como era de costumbre, nos acomodamos para dormir en la misma habitación, como cuando éramos niños. Yo, siempre he sido una persona de mente científica y racional, y nunca he creído en cosas sobrenaturales. Sin embargo, esa noche, me esperaba un despertar que desafiaría mi escepticismo.

Tal vez, si hubiera prestado atención a los detalles, hubiera descubierto la pesadez del lugar desde el momento en que cruzamos el umbral de esa casa. Sus paredes crujían como si respirara por sí sola, y las sombras se alargaban de una manera inusual, incluso en el ocaso del sol. La penumbra siniestra que se instalaba en cada rincón de la casa al apagar la luz no fue, simplemente una casualidad o una oscuridad habitual; era como si las sombras se resistieran a ser disipadas, como si fueran cómplices de algo oscuro y siniestro.

El cuarto en el que dormimos aquella noche había pasado desapercibido al principio, pero en mis ratos de reflexión, me di cuenta de que había entrado en el corazón del mismo demonio. La cama en la que descansamos era imponente y macabra, con dosel y cortinas pesadas que se balanceaban como garras en el viento. Las pinturas en las paredes parecían observarnos con ojos vacíos y fríos, y aquella luz rojiza que se desprendía del televisor, asemejaba la mirada ardiente de quién acechaba.

Cada mueble tenía una presencia inquietante; una cómoda con cajones que parecían ocultar más de lo que contenían, una silla de respaldo alto que recordaba a un trono antiguo, y un espejo que devolvía reflejos distorsionados de nuestras propias figuras. El suelo estaba limpio, pero cuando se oscureció la habitación, se dejó entrever manchas que parecían formar símbolos, como si el cuarto mismo fuera un altar para algún ritual.

La ventana, apenas perceptible bajo las pesadas cortinas, se ceñían con elegancia, pero dejaba entrever una pequeña luz opaca de una farola desde el exterior. En mis momentos de cavilación posterior, me di cuenta de que aquel lugar por muy inocente que pareciera, tras eliminar la iluminación, se transformaba en otra cosa. De haberlo visto, cabía la posibilidad de que no tendría que haber sufrido de aquel mal.

Al final, me pregunto si soy carente de intuición, o sí de tenerla, debería haber sido escuchada.

Y es que, si hubiera prestado atención a esas señales, quizá, habría tomado la decisión de no pasar la noche en ese lugar. Pero, en vez de eso, me dejé arrastrar por la curiosidad y la comodidad de la rutina.

Ahora, mientras reflexiono sobre esa noche, no puedo evitar sentir que entré en un territorio que no estaba destinado para los vivos, y que algo malévolo estaba aguardando para revelarse en las sombras.

La experiencia me ha dejado con una sensación de inquietud que nunca desaparecerá, y con la lección de que, a veces, los detalles que pasan desapercibidos pueden ser la clave para evitar un destino aterrador.

Cuando el reloj marcó las once de la noche y decidimos iniciar el viaje astral entre concebir el sueño y la misma realidad envolvente por nuestros pensamientos intranquilos, en un punto, caí rendido. Era domingo y la fatiga acumulada durante la semana y el mismo sábado, me venció, y me hundí en un sueño profundo, de esos que te llevan a la esperanza de que será una noche reparadora.

Pero mi paz se vio abruptamente interrumpida por murmullos y susurros siniestros, como un eco distante de pesadillas desgarradoras. Al principio, pensé que estaba soñando. Traté de ignorar los sonidos, creyendo que mi mente los estaba generando. Pero a medida que mi conciencia se aclaraba, me di cuenta de que esos bisbiseos eran reales, y algo terrorífico estaba ocurriendo en esa habitación.

Giré mi cabeza para mirar a Luis, quien dormía a mi lado. Esperaba que él también hubiera despertado y escuchara esas cacofonías inquietantes, pero había una especie de umbral corpóreo, como un velo, negro como la noche, que no me permitió reconocer lo que estaba delante de mis ojos. Parpadeé varias veces, intentando aclarar lo que veía, pero entre la somnolencia y los pensamientos agolpados de mi cabeza buscando alguna lógica, me hicieron permanecer en un estado catatónico.

Entonces, cuando los balbuceos continuaron y se acompañaron con un llanto lastimero, como un lamento de sufrimiento inimaginable. Mi corazón comenzó a latir con fuerza en mi pecho, al ver a Luis bocabajo sobre el colchón, como si recitara un rezo en un idioma extraño, que iba desde la fonética del francés a las indígenas.

No sabía qué estaba pasando, pero estaba claro que algo no estaba bien.

—Luis, ¿qué ocurre? —pregunté, apartándome un poco para mirar mejor, precavido de la jugarreta de mi mente.

Él seguía hablando, llorando y golpeando la cama. Asustado e incrédulo por la situación, extendí mi mano temblorosa hacia él, y se volvió atrapando mi mano con una fuerza innatural. Sentí que, con ello, se me fue el aliento. Ustedes imaginarán la amplificación de los sentidos cuando se tiene miedo, por mera naturaleza humana, y lo que causa cualquier ruido en nosotros en ese estado.

Su cuerpo creaba espasmos desenfrenados. Sus extremidades temblaban y se retorcían como ramas rotas azotadas por un viento. En sus ojos, ardía una oscuridad hermética, como si la misma noche le hubiera poseído. Cada grito de angustia que escapaba de sus labios era un eco aterrador, un lamento que se elevaba desde las profundidades. El tiempo se estiró y retorció, como si el universo entero estuviera en suspenso, mientras una muestra de dolor y desconexión, y la realidad misma, se desdibujaba en un frenesí incomprensible.

Por supuesto, siendo una persona con una profesión médica recordé una conversación en la que Luis me había revelado que sufría de ataques de epilepsia, y por ello, estaba medicado. La situación frente a mis ojos, aunque aterradora, comenzó a tomar forma en mi mente racional. Sabía que las convulsiones epilépticas podían manifestarse de maneras sorprendentemente variadas, y algunos tipos de convulsiones, como las de inicio parcial complejo, podrían dar lugar a comportamientos anormales, alucinaciones y experiencias desconcertantes.

Mientras Luis seguía luchando en esa pesadilla viva, empecé a considerar la posibilidad de que estuviera experimentando una crisis de aquellas. Las palabras incoherentes y el comportamiento perturbador encajaban con lo que había aprendido en mi formación médica. Sin embargo, también sabía que esta explicación no hacía que la situación fuera menos aterradora.

Luchando contra el temor que se apoderaba de mí, tomé una decisión. No importaba si la causa era puramente médica o algo más misterioso, tenía que ayudar a Luis. Con cuidado, intenté recordar los protocolos para asistir a alguien durante una convulsión, y lo primero que hice, fue abalanzarme sobre él para calmar los espasmos y estimular su sistema nervios, me apretó con fuerza, y comenzó a menguar los movimientos.

—¡Abrázame! —suplicaba, y eso me consternaba todavía más.

Cuando creí que estaba lúcido, le pregunté:

—¿Te tomaste tu medicación?

No solo asintió, sino que dijo con claridad:

—Sí.

Solté una bocanada de aire, me debatí en si seguir durmiendo o quedarme despierto, o si ir por agua, e incluso, enojado de que un lunes en la madrugada, pronto a trabajar, tuviera que acarrear con las consecuencias de no haber dormido bien durante todo el día. Me volví a mi lugar, malhumorado, pero con aquella sensación terrorífica de lo que había vivido, y sin creer que podría volver a dormir. Para ese momento, la cabeza me dolía y punzaba de muerte.

Me tenté a mirar el reloj, y me di cuenta que el suceso había ocurrido alrededor de las dos de la madrugada. Por increíble que pareciera, me volví a dormir. Sin saber, que aquello había sido el inicio.

A las cuatro en punto, nuevamente aparecieron los murmullos. Esta vez, no debatí entre si lo que oía era real, debido a que mi mente había guardado bien lo sucedido, horas antes. Así, me incorporé y encendí el foco de la habitación. Luis, una vez más estaba con el pecho sobre el colchón en medio de esa cacofonía de lamentos, donde pude distinguir palabras que me helaron la sangre. Alguien, o algo, suplicaba por su vida en un idioma que no reconocía de a momentos, pero en otros podía entenderlo. ¿Cómo era eso posible?

Intenté hacer lo mismo, pero esta vez, Luis se abalanzó contra mí arañándome el brazo izquierdo, y con su otra mano me apretó el pecho, con fuerza. Quería ayudarlo, pero se removía con tanta fuerza que me lastimaba. Para ese momento, comencé a asustarme, al darme cuenta que fuera lo que fuera, estaba atentando contra mí. ¿Era una crisis epiléptica?

Incluso yo, con el tiempo en la medicina, dudé por un momento que así fuera.

El pánico se apoderó de mí, no podía ignorar lo que estaba ocurriendo.

—¡Luis, despierta! ¡Me lastimas! —pero sus ojos emblanquecidos miraban a la nada, mientras murmuraba, no entre jadeos, sino en frases articuladas y con oraciones de una lengua que jamás había oído.

Con desespero y con el dolor de sus uñas en mi brazo y el apretón en mi pecho, lo abofeteé, tratando de romper el trance en el que parecía estar atrapado. Pero sus ojos seguían mirando a la nada, y su cuerpo continuaba con espasmos.

Finalmente logré apartarlo de mí y salté de la cama, con los ojos abiertos y fijos en él. Su cuerpo había quedado en una posición inhumana sobre esta. Las manos dobladas, con el codo levantado, el cuello rígido y alzado hacia la pared, con el pecho clavado en el cochón y las piernas estiradas, con los pies en punta. La sensación de que algo malévolo estaba en esa habitación y que había tomado a Luis volvió a apoderarse de mí. Las sombras se cerraron a mi alrededor, y la temperatura de la habitación pareció descender rápidamente. No podía evitar pensar que habíamos entrado en un territorio oscuro y peligroso, como si algo hubiera sido desencadenado por nuestra mera presencia.

—Enrique...

Luis habló finalmente, pero su voz ya no sonaba de forma habitual, era un siseo y, al mismo tiempo, una voz profunda y oscura como las marcas que comenzaron a aparecer en el piso, las mismas manchas que ahora se revelaban como verdaderos símbolos ennegrecidos. Justo, cuando coloqué mi mano en el pomo para salir huyendo, no supe cómo, pero Luis estaba a escaso centímetros a mi costado. Su respiración me fue palpable en mi cuello, helada como el viento invernal, y cuando volví mi rostro por inercia hacia él, con el miedo de descubrir algo que no quería ver, con la sensación de peligro en un momento así, y con el pánico de poder morir, visualicé que el rostro de Luis, seguía siendo el mismo de siempre.

—¿Qué haces? ¿A dónde vas? —Preguntó como si nada, y somnoliento—. Es muy tarde para salir —bostezó luego—. Déjame ir al baño.

Quise decir algo, más bien preguntar, pero nada salió de mí.

Abrazado por la paradoja de lo que había vivido y lo que veía en ese momento, me aparté y me senté en la cama, y observé a Luis salir de la habitación con pasos despreocupados, como si nada extraordinario hubiera ocurrido. Me quedé allí, tratando de encontrar una explicación racional para lo que acababa de experimentar, pero me sentía atrapado en una realidad que se retorcía entre lo sobrenatural y la lógica, preguntándome si lo que había vivido era real o simplemente una pesadilla de la que aún no había despertado.

Suspiré, llevándome las manos a la cabeza, y nuevamente me recosté en mi almohada cerrando los ojos con fuerza. De nuevo creí que no volvería a dormir esa noche, pero como todo lo que he contado parece estar regido por una fuerza mayor, volví a caer dormido.

Esa mañana, como siempre, desayunamos. Yo, aunque era de mañana y podía asegurar estar muy despierto, tenía miedo de mirar a Luis y encontrarme con la misma imagen de las horas anteriores. Amaneció, diciendo que le dolía la cabeza y que sintió que le dio fiebre en la madrugada porque tenía muchísimo frío. Por supuesto, estaba consciente de que lo que le dio no fue una fiebre, de hecho, al tocarle, tenía la temperatura de un cadáver.

Como es conveniente contar, naturalmente no hablé nada esa mañana. Solo quería salir de esa casa y seguir con mi vida.

Sin embargo, lo que nunca imaginé, fue que al emprender mi retirada y dejar a Luis en la cocina, me encontré con un inquietante mensaje inscrito en sangre en la ventana de su habitación. Las palabras decían:

"Un placer conocerte, Enrique. Soy Loud. Regresa pronto."

Arrugué la frente, mis ojos parpadeando en busca de alguna explicación, pero lo que vi solo profundizó mi horror. Desde la penumbra de la habitación, de día, pero envuelta en oscuridad, unos ojos enormes y emblanquecidos me observaban fijamente, acompañados de una sonrisa macabra.

Lo que acechaba en esa casa, o más bien, lo que habitaba dentro de Luis, era un ser que no pertenecía al reino de los vivos, sino más bien, había emergido de las profundidades mismas del infierno. Las zancadas que di para alejarme de allí y no volver nunca más, todavía resuenan en mi cabeza hasta el día de hoy, y mientras escribo este relato, no puedo evitar sentir que nunca más podré liberarme de su influencia.

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