22- Olivia

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 Al escuchar que Cerezo no hizo el Ritual de Nacimiento y se fue antes de buscar una papeleta en la fuente, Olivia se atragantó con el aire. Sintió que unos dedos gélidos le correteaban en la espalda... como cuando era niña.

 —¿Puede hacerse eso? —preguntó, sorprendida del horror.

 —¡Acabo de hacerlo, estúpida! —respondió enervada.

 Kaldor frunció el ceño, también se veía asombrado. Porque, así como Olivia no tenía idea de qué pensar sobre ella, Kaldor tampoco la tendría, lo único de lo que estaba segura era que Cer tendría un castigo terrible, inigualable por ser la primer en profanar una norma de la naturaleza.

 Una carcajada demencial se propagó dentro de Olivia.

 Muchos decidían no cumplir su destino, pero todos, siempre, iban a buscarlo. La fuente era como un imán, hasta el más subversivo y ermitaño de todos, como Kaldor, había ido hasta la diosa para obtener su papel en el mundo. Él odiaba a la diosa y no quería adorarla, pero era imposible resistirse a su calidez y su grandeza.

Lo que había hecho Cer fue terroríficamente fascinante.

—¿Y la maldición? ¿También te caerá? Es decir, no irás en contra de tu destino porque nunca recibiste uno.

Cer se encogió de hombros.

Tal vez, la fuente le daría algo peor que una maldición, algo mucho más doloroso que una muerte. Porque no pescar tu destino en las aguas doradas sería como ir en contra de la naturaleza, como rejuvenecer en lugar de envejecer o como que los árboles crecieran al revés. Estaba mal, iba en contra de todo, era...

—¿Y ahora que harás, Cer? —inquirió Kaldor, podía notar verdadera preocupación en su voz.

—No sé, ni me interesa.

—¿Por qué no fuiste? —preguntó Olivia.

—No quiero saber lo que me pasará —respondió Cer arrastrando las palabras con ebriedad—. Quiero que el mundo me sorprenda, que me dé una bofetada o un beso, no sé, pero que lo haga sin avisar.

Los amigos de Kaldor estaban igual de locos que él. Olivia sentía que, en lugar de estar en una mesa con tres criaturas, estaba rodeada de bombas.

—¿Y a ti que te tocó, Río? —le preguntó a Río.

Él sacó de su bolcillo de presidiario el papel acartonado y de color amarillento que la fuente te confería. Olivia notó que no traía zapatos, solo sus pezuñas expuestas sobre el suelo de madera. Eran salvajes.

Aclaró su garganta, cuadró sus hombros ceremoniosamente y leyó con voz de falsete, Olivia se incomodó porque estaba imitando a su madre:

—«Río Selton estudiará por no más de diez años en la escuela de medicina, será un ilustre doctor hasta los sesenta y dos donde se jubilará y pasará tiempo con su esposa, Lunda...»

—Conozco a Lunda es una humana guapa, hija de un mercader adinerado que vende lana. Su padre se revolcaba conmigo todos los jueves —lo interrumpió Cer, trató de separar su mejilla de la mesa, impulsándose con los brazos, pero solo logró tumbarse otra vez, hipó—. Una lástima Rio, la dejaste soltera para siempre.

Olivia no entendió a qué se refería Cer al decir: revolcarse. No estaba familiarizada con un lenguaje tan vulgar. Tal vez luchaban en trifulcas clandestinas, pero dudaba que fuera eso. Conocía al caballero Delagruna y a su hija Lunda Delagruna, vendían telas para los tapices del castillo y eran nobles y honorables; no se los podía imaginar cometiendo actos delictivos.

—¡No me interrumpas! —pidió él, aclaró su garganta y prosiguió— «...Viendo crecer a sus hijos Nathan, Marcus y Barbara y sus nietos, también, en caso de tener. Le enseñará a Barbara carpintería cuando cumpla catorce. Será amigo de todos sus descendientes y familiares ascendentes. A la edad de cincuenta y dos años hará un viaje a las tierras septentrionales donde será muy feliz. A los cuarenta y tres, el siete de diciembre de ese año, estacionará su carro en la calle Sant Tama, a las cuatro de la tarde, en la esquina donde recibirá una multa. A los veintinueve comprará tres donas azucaradas en el puesto callejero de Safi. Morirá en su cama, rodeado de amigos, familiares y seres queridos. Se irá en paz y pleno»

Había terminado.

Olivia apretó los puños. Sintió envidia de Río, había obtenido un destino realmente bueno y normal, con margen de maniobrar decisiones propias, había vidas más despampanantes como convertirse en celebridad, actor o en rey, como le había tocado a su antepasado.

Sabía que los detalles menores que le daba la fuente no era porque la diosa estuviera loca de remate, al contrario, ella era calculadora. Si le pedía que estacionara incorrectamente y recibiera una multa era porque ese pequeño acto repercutiría en el destino de otro. Tal vez alguien por el auto estacionado no vería que venía otro coche y sería atropellado o el que tuviera que poner la multa perdería un autobús y por esos segundos de demora, llegaría tarde a su aniversario y se divorciaría, podía pasar. O era común que incluso el más pequeño acto como pedir que compara donas azucaradas en el puesto de Safi hiciera que ella se pelara con su hermana y no le hablara nunca más.

Conocía a Safi, era una niña de cinco años, sobrina de Bianca que vivía a tres cuadras de una plaza de naranjos, todavía no sabía leer, mucho menos cocinar donas, plantarse un puesto callejero y llevar un negocio. Pero era algo que Safi haría con el tiempo, porque cuando de futuro se trataba la fuente nunca se equivocaba.

—¿Y porque no quisiste ese destino? —se interesó Kaldor con calma, dejando atrás el problema de Cer—. Es aburrido, te calza a la perfección.

—¡Qué te importa, capullo! —respondió el fauno a la defensiva, guardando su papel en el bolsillo de su camisa anaranjada de preso.

—¡Cierra la boca, inútil! —se enfadó Kaldor, golpeando la mesa.

—¡Cierra tú la boca!

—Después de ti.

—Cuando gustes —finalizó cruzándose de brazos.

Ambos enmudecieron.

Olivia se preguntó si ese grupo único y peculiar estaban destinados a algo grande, su padre siempre solía decirle que la gente diferente lo era porque el mundo así lo necesitaba. Si te perdías en mitad de la calle era porque tenías que acabar en ese momento y en ese lugar, si tu camino se topaba con una criatura horrible era porque debían conocerse, eso es el destino, un sargento que da órdenes, un tejedor de horcas.

El destino es como beber sin cuestionar, cuando tragas notas si es veneno o agua, pero a ese punto ya poco importa.

Ellos eran individuos demasiado extraños para estar en ese bar por mera casualidad.

Deseó que fuera cierto, Olivia quería tener un propósito diferente, más útil, pero ese día se había encontrado un mundo tan oscuro que le era difícil pensar con esperanza. Esa seguridad y optimismo que solía tener se le escapaba a cada segundo.

Sintió un dolor en el estómago que le heló la nuca, sus manos comenzaron a temblar. No, la maldición, no. No, no, no, no. Tan rápido no podía llegar. Debía que ser otra cosa, tal vez nervios o angustia.

Pero Darius le había dicho que las maldiciones eran diferentes, a algunos se les caía la piel, a otros se les quemaba o, peor aún, se les derretía y se convertían en una baba de músculos y tendones que moría de hambre porque ni siquiera sabía dónde había quedado su boca. A los más desafortunados les ocurría la maldición de la inflamación. Una extremidad, al azar, de su cuerpo se inflaba hasta explotar, podía ser un dedo meñique izquierdo, un pie, labios o lo que fuera. No era necesario que fuera una extremidad, a veces se inflamaban meros pedazos, como burbujas en la carne. Al principio solo era una leve dilatación, como si fuera alergia, pero luego se hinchaba hasta tener el tamaño de una cubeta y reventar, si decidías amputar entonces al día siguiente tendrías otras dos partes del cuerpo que se inflamarían y se las cercenabas entonces tendrías cuatro y así sucesivamente. Olivia sabía que todos enloquecían y terminaban amputándose, a fin de cuentas.

El dolor abdominal se volvió más agudo, sudor glacial se le escurrió por la espalda. Olivia palpó su abdomen, estaba plano y normal. No había nada hinchado. Era un alivio.

Se alegró de no tener ese tipo de maldición y pensó en todas las otras que conocía. Estaba la enfermedad de los huesos que se movían de lugar como si fueran serpientes bajo la piel hasta que le perforaran el corazón o algún órgano. También estaba aquella maldición en donde el cuerpo segregaba una sustancia que atraía a todos los insectos hambrientos del lugar y te devoraban la carne, bocado tras bocado...

Repasó más en su memoria. Existía la maldición del desgarro. Los que la padecían sufrían el desmembramiento de los órganos, que se le partían en tiras como una tela vieja, iniciando generalmente por los intentes tinos o el estómago, ascendiendo a los pulmones dificultando la respiración y el habla y por último el corazón.

Pero eso no era lo que ella tenía, claro que no, ella solo estaba nerviosa. Es que no podía terminar ese día descubriendo su maldición. Su suerte no podía ser tan mala...

El dolor la hizo gemir ligeramente. Trató de simular. Se encogió en su silla y se sujetó de la mesa con la mano libre para no caer. Sentía el rosto pálido y una punzada lacerante en la tripa que era como patadas o ganchos que la cortaban al medio. Estaba empapada en sudor. Se mordió la lengua.

Kaldor la miró arqueando una ceja.

—Iré a buscar una habitación —anunció Olivia.

Se puso de pie temblorosamente, arrimando las patas de la silla por el suelo seco y erizando nubes de polvo.

—¿Quién te dio permiso? —preguntó Kaldor.

Ella balbuceó sin saber qué decir, el dolor no la dejaba pensar, se aferró a la mesa. Kaldor sonrió.

—Estoy bromeando, me da igual lo que hagas.

Ella asintió, estaba por irse, pero él no había terminado:

—Jamás di órdenes a nadie y aunque resulte muy tentador que me obedezca alguien de la realeza, no soy del tipo mandón. Odiaba a los guardias.

—Gracias por la confesión, me has cambiado la vida —se burló Río.

Kaldor estaba taciturno, ninguna mueca mostró que se trataba de una broma, su rostro serio y sin expresión le devolvió la mirada. Se lo había dicho de verdad. Una mancha escurridiza, le palpitó en los labios y luego reptó hasta la frente para perder en su cabellera rubia.

—Es bueno saberlo —respondió Olivia con la voz contraída de dolor—. Voy a acostarme un rato.

—No me esperes —respondió Kaldor.

—No creo que nadie jamás lo haga —se mofó Río.

Ella caminó con desgana hacia el cantinero mientras se quitaba los pendientes de perlas de plata y oro, también llevaba un collar con una piedra preciosa, anillos y unos cuantos brazaletes, pero no tenía ganas de empeñarlos a todos, porque habían sido obsequios de su padre.

Se conformó con el amargo sabor de desprenderse de los aretes.

Dificultosamente llegó a la barra, tuvo que aferrarse a ella para no caer. Se desplomó sobre la superficie de madera y alzó los ojos al cantinero. El hombre de delantal, apostado tras la caja registradora, cruzado de brazos, con el ceño fruncido, aguardaba a nuevos clientes. La había visto llegar y notó sus temblores y su palidez, pero en Muro Verde estaban acostumbrados a encontrarse enfermos y con el tiempo dejaban de ayudarlos porque resultaba verdaderamente molesto.

Olivia se enderezó con una furia febril hacia todos los mundos, hacia Reino y Muro Verde.

El cantinero ofreció darle cien monedas de cobre, según él podría vivir con eso unos meses hasta morir. Lo aceptó, deslizando las perlas sobre la barra y arrastrando las monedas a los bolsillos de su falda. Pagó una habitación doble, no quería después que Kaldor le echara la bronca y tampoco tenía ganas de preguntarle si planeaba quedarse en la posada o no.

Le la recamara trece, al menos le daban el número de la buena suerte.

Subió las escaleras crujientes de madera de maple, aferrándose fuertemente de la baranda, arrastrando sus piernas embotadas. Abrió la puerta con tablones de madera distanciados los suficiente como para interrumpir la privacidad y se aisló en la habitación. Solo había dos camas matrimoniales y una mesa de noche entre ellas. Las paredes de tapiz eran de flores rosas y rayas marfil, pero habían sido engullidas por el moho y la humedad, estaba inflado y despellejado en algunas partes.

Olivia se desplomó sobre la primera cama, la luz del techo era circular, y una persona habría escrito en la superficie: «Alguien sáqueme de aquí»

Aunque no lo creyera posible, cerró los ojos y el sueño comenzó a invadirla.

Alguien sáqueme de aquí.

—Abbi —musitó Olivia antes de que un piadoso vacío la mordiera.

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