58- Olivia.

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Olivia no estaba soñando, tenía los ojos abiertos y observaba la penumbra, tratando de recordar.

Kaldor creía que ella lo sabía todo, no era cierto, lo único que sabía era que papá la visitaba todas las noches a su habitación. Nunca se saciaba, siempre con Olivia, era como oscuridad chupando toda la luz, le había absorbido hasta el último rayito, hasta agrietarla, dejarla seca e inútil.

Él nunca se detenía ni siquiera cuando Olivia lloraba, no importaba cuánto gritara o suplicara él seguía. Y siguió hasta que Olivia lo esperó con esa cosita filosa que guardaba bajo la almohada.

«Me enseñaste mucho, papá, y esta noche seré yo la que te dé una lección» le había dicho. Y le había dado su lección.

Eran la familia real, nadie más que ellos deberían saber que cada acto acarrea consecuencias. La última guerra en Reino había sido hace más de mil años, antes de que Thelonius fuera elegido rey. Antes de que existiera Muro Verde, había un grupo de rebeldes que quería destruir la fuente, se oponían al poder, eran nómades. Los reyes de ese momento no podían detenerlos. Solo su antepasado fue capaz de frenarlos.

Él los envío a Muro Verde, jamás dio a conocer si ese muro ya existía o lo creo él. Los registros se habían perdido o los habían borrado. Ahora también dudaba si la fuente fue creada o no, creada por razones que se habían esfumado en el tiempo como el vapor que sale de una boca.

Tal vez habían desterrado a los rebeldes de la corona, pero no los habían eliminado, Cer se lo había contado esa noche. En las afueras de Reino había gente, poca, pero la suficiente como para hacer reuniones políticas, que conspiraba contra la familia real y quería desterrarla.

Se mordió la lengua cuando sintió una espada de fuego atravesar todos sus órganos, trató de contener el aullido de dolor, aplastó el cuerpo contra la pared, se le agarrotaron los dedos y perdió el aliento. Una sustancia pegajosa y con sabor a sangre subió por su garganta, pero ella la tragó.

La maldición la estaba reclamando y hasta ella, que no era dueña del tiempo ni diosa, sabía que la acabaría en menos de una semana, tal vez el primero de abril. En tres días.

No le quedaban fuerzas ni esperanzas, sabía que perdería la batalla, pero lo único que podía dejar además de una derrota era una lucha encarnizada, tozuda y valiente. E iba a darla, hasta que se le secaran las venas y el aliento se le escapara entre los dientes.

Una sacudida la arrancó de su pensamiento, la frente le chocó contra la puerta del armario.

—Olivia —la llamó Kaldor y estiró un poco las piernas de él hasta que cada uno de sus pies le rodearon la cadera.

—Sí, lo noté. El tren se detuvo.

—¿Bajamos, solcito? —preguntó dándole golpecitos aburridos con el talón.

Olivia recostó la mano en la puerta y luego su mejilla herida, el dolor la embargó, pero lo disfrutaba porque la hacía desconectarse de todo el confuso mundo. Papá le había enseñado ese truco. Era su secreto.

—¿Sabes el himno de Reino? —preguntó para distraerse con una conversación, con algo más normal.

—No, tengo dignidad —Kaldor rio.

—Hay una parte que dice "Reúnanse todas las criaturas a escuchar el canto de los libres"

—Que... ¿Lindo?

—Pero no hay almas libres Kaldor, ni en este lugar ni en ningún otro —musitó.

No quería hablar de cosas tristes, pero las creaba, las paría, era la madre de cientos de penurias. Kaldor abandonó su voz burlona.

—Pero Calvin...

—Ya lo escuchaste, de donde él viene hay otras fuentes —recordó.

Jamás comprendería a Calvin. Se había muerto. Ahora que él ya no era ni estaba en los lugares ni cercanos ni lejanos, Olivia podía admitir sin miedo y vergüenza que le había gustado. Había imaginado que, cuando ella se liberara de la maldición lo invitaría a salir. Jamás había estado con un chico de forma romántica o más íntima, al ser princesa estaba prometida a otras responsabilidades. Pero cuando veía a Calvin todas sus responsabilidades se desvanecían.

—Meritogracia —Kaldor mencionó la fuente de Calvin.

—Era meritocracia, imbécil —rumió histérica, respiró aire, apretó los puños, rechinó los dientes y se esforzó por ser educada—. Pero sí, supongo que meritogracia le cabe mejor. Da gracia que la gente crea en eso.

—Olivia, no mentí cuando dije que el destino nos mueve, nos trajo a este tren, quiere que hagamos algo y... sería mejor bajar ¿No te parece?

El hombre había muerto en sus manos, al igual que Darius, mamá, sus hermanas, Jasper, todos morían en sus manos. Tenía tanta sangre en sus manos. Las personas que más amaban morían por su culpa y ella seguía allí.

La fuente no se había equivocado, ella debería ser sacrificada, que vertieran su alma en los cimientos de un puente y lo protegiera para la eternidad. Así no lastimaría a nadie, ni los decepcionaría. Porque decepcionar era morir y ella había decepcionado a todos.

—No tengo curiosidad de saber qué hay afuera, ni de saber qué son los bucles, ni averiguar por qué Cratos sigue vivo o por qué mi hermano sabía que íbamos a ir a la casa de Pepa, no me interesa descubrir por qué me enviaron el sicario, ya no me interesa saber de dónde vino Calvin o el soldado, ni tengo ganas de averiguar qué le pasó a mi padre. Es que... —La recorrió un escalofrío— ¿Cómo puedes seguir?

—¿Me preguntas a mí?

—¿Hay alguien más aquí?

—Solo la lástima que te tienes.

Olivia se dio una palmada en la cabeza.

—Púdrete.

Kaldor sacudió los hombros en el interior del armario.

—Oye, yo solo digo ¿Sí? No lo sé, Olivia, extraño mucho a Cer. De verdad me gustaba, sino más, creo que la amaba, nunca me gustó una chica como ella. Y jamás se lo pude decir.

Olivia soltó una carcajada. Kaldor a veces la hacía reír sin sentido aparente.

—¿Bromeas? Se lo dijiste más de una vez.

—Con palabras, yo quería usar algo más.

—¿Tu pene? —No sería una sorpresa que dijera respondiera afirmativamente.

—No eso, cochina. Quería invitarla a salir. Y después usar mi pene.

—Me das asco —ella le propinó una ligera patada.

—Tú sacaste la idea —respondió él jalándole el cabello.

—Es que resultaba evidente contigo.

—Dices que perdiste las ganas de aventura... —Usó la palabra aventura en lugar de vivir.

—Nunca las tuve.

—Pero estoy seguro que cuando pongas un pie fuera de este tren volverás a estar tan preguntona y curiosa como siempre. Molestando como un grano en el trasero.

—¿Quién tiene granos en el trasero?

—Yo no.

—¿Y cómo sabes que molestan...?

—Viví sin intimidad en una prisión, sé cuándo algo le molesta a un hombre o no, cielo.

Ahí estaba otra vez esos detestables apelativos: cielo, miel, amorcito. Aborrecía que la llamara así, porque siempre lo decía a modo de burla, de forma despectiva. Antes ni siquiera la tuteaban, le hablaba con respeto, la llamaban por su título. Sus amigas, los criados, todos la honraban no la menospreciaban. Pero Kaldor se empecinaba en recordarle cada dos segundos lo bajo que había caído en menos de una semana.

Su vida había atravesado el proceso inverso del diamante, comenzó como una piedra preciosa y rutilante, pero a fuerza de presión se convirtió en carbón.

—Deja de llamarme así, como si me quisieras —bisbiseó.

—Yo que tú lo agradecería, vida mía.

—Agradecería que te calles.

—Con la familia y el temperamento que tienes, considérate con suerte de que alguien te hable bonito.

Olivia le hundió la mano en la cara de una bofetada, él le mordió un dedo y ella le tiró de la oreja. Podía sentir bajo sus dedos su piel candente y sus manchas gélidas, era horrible. Jamás había peleado a puñetazos con alguien, mucho menos escondida en un mueble, pero con Kaldor siempre perdía el sentido de la decencia. Lo único que quería en ese momento era abofetearlo una vez más.

Unos pasos comenzaron a caminar hacia ellos y detuvieron la riña.

Era un caminar pausado, tranquilo y solitario. La puerta del ropero se abrió precipitadamente, azotando el aire. Una figura casi humana recortó la luz plateada de la luna que se filtraba por las ventanas del vagón. Aquella silueta estaba lejos de ser un humano, se veía como un rey, tenía una extravagante corona de medio metro colocada sobre su cabeza.

Olivia parpadeó sin poder evitar separar los labios, asombrada. Era un mane, no un rey, aunque lo parecía.

En su cabeza no llevaba una corona, de ahí crecían decenas de brazos, largos, levantados, firmes, con las palmas abiertas y los dedos enhiestos. Su cara era lisa porque los manes no se arrugaban al envejecer, notabas su edad por el color de sus ojos, los de él eran blancos como la leche por lo que estaba bastante grande, tal vez al ocaso de su vida. La cara era un tanto oblonga y plana como el tablero de un juego, la nariz chata y larga le recordó al cuello de una pava. La boca era larga y horizontal, sin labios.

Su cuerpo estaba escondido bajo un manto raído y de apariencia pesado. En lugar de manos tenía garras inflamadas y rígidamente curvas, sin poder moverlas. Debía de padecer artritis severa. Que Olivia supiera era una enfermedad que la Fuente Madre había curado hace cientos de años. Sus manos eran como las patas de una gallina, con la misma piel corácea y las uñas largas y negras.

Olivia sin evitarlo retrocedió hasta el final del mueble.

 —Llegan tarde —comentó el mane.

 Volteó y caminó tranquilamente hacia el final del vagón, estaba confiado en que lo seguían, Olivia admirada esa seguridad, pero le parecía un poco crédula porque ella no seguiría a un mane ni por todo el oro o el amor del mundo.

 —¿Nos estaba esperando? —preguntó Kaldor colocando sus pies descalzos sobre el suelo lustrado del tren.

 Olivia trató de sostenerle el hombro, pero él se le escurrió de los dedos. Si Kaldor supiera lo que era un mane no estaría tan tranquilo. Pero claro que no sabía, ese entrometido chico era un cabeza hueca.

 Ella quiso odiarlo por su insensatez, pero le resultó difícil, porque Kaldor era lo único que le quedaba y no le deseaba que lo único le tuviera aferrándola al mundo fuera odio.

No otra vez. 








¡Buen viernes y feliz fin de semana!

¡Gracias por leer!

:D


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